domingo, 3 de abril de 2016

CAPITULO 15 (SEGUNDA PARTE)





Pedro pasó la noche casi en vela, y cuando se levantó a la mañana siguiente, Paula ya se había ido al trabajo. Su coche, el viejo BMW que Penny le había comprado, estaba en el camino de entrada. Quería ver a Paula. Pero si la veía, no sabía muy bien qué iba a decirle. Su mente seguía sin asimilar que tenía novio. Un novio «formal».


Sin pensar en lo que hacía, Pedro se montó en el coche y empezó a conducir. Su primer impulso fue hacer algo físico. 


Eso era lo que hacía cada vez que su padre le exigía demasiado. Escalar, correr, conducir, esquiar, surfear o patinar. Daba igual, siempre y cuando la actividad lo dejara demasiado cansado como para pensar.


Sin embargo, no puso rumbo a la reserva, no buscó un lago ni un acantilado. Cuando se dio cuenta, se encontraba en el aparcamiento de la tienda de bricolaje de Juan Layton.


Se quedó sentado en el coche, con la vista clavada en la fachada de ladrillo mientras se preguntaba qué narices hacía allí. Alguien abrió la puerta del coche, pero no le sorprendió ver a Juan.


—Has llegado justo a tiempo. Tengo que comprobar el inventario. Tú abres las cajas, sacas las cosas y yo las tacho de la lista.


—Tengo que... —No se le ocurrió otro lugar donde tuviera que estar—. Claro. Pero te advierto que no distingo una sierra de un martillo.


—Yo sí, así que no pasa nada. —Juan sostuvo la puerta abierta mientras Pedro salía del coche—. Ayer parecías contento. Ahora parece que el mundo se te ha caído encima. ¿Paula te ha echado de casa?


Pedro no estaba acostumbrado a revelar lo que pensaba a los demás, mucho menos lo que sentía, y no iba a empezar a hacerlo en ese momento. Pero tal vez mover cajas de herramientas lo ayudara a liberar energía.


—Así que me suelta sin más que tiene novio —dijo Pedro.


Habían pasado cuatro horas y estaba cubierto de sudor, de polvo y de espuma de embalaje, cuyo inventor debería ir directamente al infierno. Pedro le había contado a Juan la historia de cómo conoció a Paula de niño, y una cosa lo llevó a otra, hasta que se encontró contándole más de lo que quería.


Mientras hablaba, descargó sin ayuda lo que se le antojaban cientos de cajas de cartón y de plástico llenas de herramientas y otros suministros. El hecho de que no hubiera estanterías en las que ponerlo todo no parecía molestar a Juan Layton en lo más mínimo. Claro que parecía muy tranquilo sentado en un sillón de cuero, tachando cosas de una lista según Pedro abría cajas. Juan le dejó claro su desdén al enterarse de que no sabía distinguir entre un destornillador con punta de estrella de uno plano.


—Mi hija sabe... —dijo Juan de nuevo. Según él, su hija era capaz de dirigir el mundo.


—Vale, pero yo sé contratar a un mecánico para que las máquinas sigan funcionando —lo interrumpió Pedro, harto. Eso pareció quebrar algo en su interior y, acto seguido, se puso a hablar de Paula—. No lo entiendo —dijo al sacar una herramienta eléctrica de una caja. Parecía un uómbat de plástico.


—Limadora —dijo Juan—. Mira si están los accesorios.


Pedro metió la cabeza en la caja y los trozos de espuma de embalaje se le pegaron al pelo y se le colaron por el cuello de la camiseta. De inmediato, pensó en la película de Frankenstein y quiso gritar «¡Está vivo! ¡Está vivo!».


—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Juan.


—Vine para ver a Paula. Nos lo pasamos genial de niños. Vamos, ella solo era una niña y yo un preadolescente, pero... La ayudé con sus joyas. Me pregunto si ahora tendría esa tienda de no haber...


—¡Mentiroso! —exclamó Juan.


Pedro sacó la cabeza de la caja. Estaba cubierto de trocitos de espuma de embalaje.


—¿Cómo has dicho?


—Viniste para preguntarle a tu madre por mí.


Pedro abrió la boca, pero fue incapaz de articular palabra mientras miraba a Juan.


—No pongas esa cara. Te pareces a mi Lucia, hablas como ella. ¿De verdad me creísteis tan tonto como para no ver el parecido?


—Yo... Nosotros...


—Quieres averiguar cómo soy —continuó Juan—. Eso es lo que haría un buen hijo. Lucia merece que la protejan. Pero te lo advierto, chico, si le dices que sé quién eres, te demostraré lo que puede hacer una sierra mecánica.


Pedro parpadeó varias veces. Su madre lo había obligado a prometerle que no le hablaría a Juan de ella y en ese momento Juan quería que no le contase que ya estaba al tanto.


—¿Has encontrado ya los accesorios? —gruñó Juan.


—No... —contestó Pedro en voz baja, sin dejar de mirarlo boquiabierto.


—¡Pues ponte a ello! —exclamó Juan—. ¿Quieres que los busque yo?


Pedro volvió a meter la cabeza en la caja de cartón, encontró dos cajitas más pequeñas y las sacó. Cuando levantó la cabeza, miró a Juan con expresión interrogante. ¿Cómo iba a ser su relación a partir de ese momento?, se preguntó.


Juan tachó en la lista los accesorios que Pedro tenía en las manos.


—Así que has venido para comprobar que tu madre no se había vuelto loca cuando dijo que quería casarse con un don nadie que tenía una tienda de bricolaje.


Dado que eso lo resumía bastante bien, Pedro asintió con un gesto brusco de la cabeza.


—Y creías que ya de paso podías ver a Paula, por aquello de que ibais a estar en el mismo sitio.


—Vi a Paula primero —lo rectificó Pedro, a la defensiva, mientras abría otra caja.


—Solo por la boda y porque te distrajeron.


—Te he contado demasiado —masculló Pedro.


—¿Qué has dicho? —preguntó Juan.


Pedro lo miró.


—He dicho que te he contado demasiado. Sabes demasiado. Ves demasiado.


Juan se echó a reír.


—Eso es porque he criado a dos hijos solo. ¡Lo que tuve que pasar con mi hija! Juan no me dio problemas. Cuando empezó a quedarse en el cuarto de baño más tiempo de la cuenta, le di unos condones. No tuve que decirle nada. Pero con Maria... Me plantó cara a cada paso del camino. Bueno, ¿quién es tu padre?


Pedro se mordió la lengua justo antes de contestar. ¿Podía confiar en ese hombre al que apenas conocía? Sin embargo, Juan tenía algo que generaba confianza. La expresión «un hombre decente» la habían creado a su medida.


—Salvador Alfonso —respondió Pedro.


Por un instante, Juan pareció sorprendido, aterrado, impresionado y espantado... Pero después se recuperó.


—Eso lo explica todo —comentó—. Así que has venido para asegurarte de que un tío de Nueva Jersey no quiere quedarse con el dinero de tu madre.


—Más o menos. Aún siguen casados. —Miró a Juan a los ojos—. El divorcio va a ser brutal. ¿Te crees capaz de soportarlo?


—Si al final consigo a Lucia, sí, puedo soportarlo.


Pedro ni intentó contener la sonrisa.


—Soy abogado y...


—Y pensar que empezabas a caerme bien...


Pedro gimió al escucharlo.


—No empieces con los chistes de abogados. Me los sé todos. Además, ¿cómo hemos pasado de mis problemas a los tuyos?


—Empezaste a mentirme. Has venido para ver a tu madre, no a Paula. Has dejado sola a esa muchacha todos estos años, y ahora vuelves por otro motivo, ves por casualidad a la niña que dejaste atrás y empiezas a quejarte de que tiene un novio con el que a lo mejor se casa. ¿Qué te esperabas? ¿Que siguiera siendo virgen hasta que volvieras? ¿Tienes hermanos?


—No a todo. ¿Qué es esta cosa? ¿El huevo de una especie extinguida?


—Una lijadora orbital. No pensabas que Paula te esperase, ¿verdad?


—No, claro que no, pero sí sabía... —Volvió a meter la cabeza en la caja para sacar los discos de lija.


—¿Qué sabías?


—Un poco acerca de su vida.


—¿La has estado espiando? —preguntó Joe, con voz espantada.


Pedro se negó a contestar. Eso sería dar muchas explicaciones y no quería verse obligado a defender su actitud.


—¿Cuándo vas a comprar las estanterías?


—Están en esas cajas enormes que hay allí y tú vas a montarlas.


—No, de eso nada —replicó Pedro—. Si necesitas ayuda y no puedes permitírtela, contrataré a...


—¿Con el dinero de Alfonso?


—Tengo mi propio dinero —respondió Pedro, y lo fulminó con la mirada—. ¿De dónde has sacado el dinero para comprar todo esto?


—De treinta años de trabajo duro... y de una hipoteca sobre mi casa de Nueva Jersey. Aunque eso a ti no te importa. Si estás tan enamorado de Paula, ¿por qué estás aquí conmigo? ¿Por qué no estás cortejándola?


—¿Te refieres a conseguir que haga torsiones de espalda en público? —le preguntó, entrecerrando los ojos.


Juan sonrió.


—Así que te has enterado, ¿no? Lucia sabe bailar en barra americana. Te aseguro que es capaz de...


—¡No quiero saberlo! —lo cortó Pedro con sequedad.


—De acuerdo —replicó Juan—. Me parece que el problema es que no sabes cómo cortejar a una mujer.


—Estás de coña, tío. He hecho cosas con mujeres de las que tú ni has oído hablar. Una vez...


—¡No me refiero al sexo, chaval! El único sexo que importa es el que hace feliz a la mujer que amas. Aunque hagas un trío con media docena de mujeres guapísimas, si la mujer que quieres no te sonríe en el desayuno, eres un fracasado sexual.


Pedro se quedó en silencio mientras meditaba esas palabras y llegó a la conclusión de que tenía sentido. Se inclinó de nuevo sobre la caja, pero se enderezó al punto.


—Para que lo sepas, un trío es con tres personas, no con media docena. —Y se concentró de nuevo en la caja.


—Consigue que te necesite —dijo Juan al cabo de un momento—. No que te desee, sino que te necesite en lo más hondo de su alma. Ya sea un masaje de pies al final del día o que le arregles el grifo del fregadero, encuentra el hueco en su vida y llénalo.


—¿Mi madre te necesita? —preguntó Pedro con curiosidad.


—Casi no atina a enhebrar sus máquinas de coser sin mí.


Pedro sonrió al escucharlo. Desde que visitaron Edilean por primera vez, su madre había cosido, y jamás había tenido problemas para enhebrar una aguja.


Juan pareció entender su sonrisa.


—Vale, Lucia finge que es incapaz de enhebrar la remalladora o de cambiar las agujas. Pero me explicó cómo rellenar la solicitud de la hipoteca. Incluso me dijo qué ponerme y qué decir cuando fui al banco. Me ayudó a encargar todo lo que hay aquí, y Maria y ella escogieron el color de la pintura y de los azulejos. Lucia hizo las cortinas.


—Parece que la necesitas más que ella a ti.


—¡Ahí le has dado! —exclamó Juan—. Ella me necesita y yo la necesito a ella. Estamos enredados.


—Os compenetráis —lo corrigió.


Juan entrecerró los ojos.


—Puede que tú tengas más estudios que yo, pero yo soy quien tiene a la mujer que quiere.


—Tienes razón. ¿Qué se supone que tengo que hacer con estos trozos de metal?


—Voy a enseñarte a usar un destornillador.


—Y así mi vida estará completa por fin —murmuró Pedro antes de coger una llave de tubo.





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