lunes, 4 de abril de 2016
CAPITULO 20 (SEGUNDA PARTE)
Pedro corrió hacia la puerta trasera. Como siempre, estaba abierta. Entró con Facundo justo detrás.
Tan pronto como Pedro escuchó su nombre, supo que debía marcharse, pero fue incapaz de moverse. Sintió la presencia de Facundo tras él, que también estaba sorprendido y como si lo hubieran plantado en el suelo.
—¡Paula! ¿Estás loca? —gritaba el doctor Ruben Chaves, dirigiéndose a su hermana—. Ni siquiera sabes quién es ese tío.
—Vaya tontería. Lo conozco desde que tenía ocho años. Es Pedro... —No estaba segura de cuál era su apellido, si era Cooper o Merritt o algún otro.
—Es Pedro Alfonso y su padre es Salvador Alfonso.
—¿Y qué? Me suena ese nombre, pero...
—Deberías leer otra cosa aparte de revistas de joyería. Busca en la web de Forbes. Salvador Alfonso es uno de los hombres más ricos del mundo. Y su hijo Pedro es su mano derecha. Alfonso es un especialista en adquirir las empresas de otros. Cuando descubre que una empresa va mal, aparece y la compra por una minucia, y después envía a su equipo para levantarla de nuevo. Despide a miles de personas, las echa de su trabajo. ¿Y sabes quién lo hace posible? Su brillante hijo, Pedro, el abogado... el tío que vive en tu casa de invitados.
Paula apretó los dientes.
—Existen ciertas circunstancias atenuantes que tú ignoras.
—Pues habla.
—No puedo. Le prometí a Pedro que...
—¿Insinúas que soy incapaz de guardar un secreto? ¿Sabes cuántas intrigas y cuántos secretos conozco de la gente de este pueblo? Quiero saber qué hace este Pedro Alfonso en Edilean. Si está planeando comprar alguna empresa para su padre, creo que deberíamos avisar a la gente.
—No es eso —le aseguró Paula—. Pedro solo trabaja para su padre porque quiere proteger a su madre.
—Eso no tiene sentido. ¿Te ha estado contando esas tonterías?
Paula apretó los puños.
—Su madre es Lucia Cooper, la mujer que se ha estado escondiendo de mí durante cuatro años. Tenía miedo de que yo la reconociera, porque la vi cuando era pequeña.
Ruben respiró hondo para calmarse. Era consciente de que estaba enfadando a su hermana, y cuando Paula se enfadaba, no atendía a razones.
—Tal vez —replicó Ruben—. Quizás el tal Pedro ha venido por su madre. Pero ¿qué tiene eso que ver contigo?
—Nada, supongo —contestó Paula—. Salvo que lo estoy ayudando. Estamos planeando qué hacer. Estamos...
—¿Crees que lo estás ayudando a trazar un plan? —la interrumpió Ruben con voz desdeñosa—. Paula, no me gustaría romper tu burbuja, pero Pedro Alfonso es un reconocido playboy. Y ahora te está utilizando.
—¿Para qué?
—¡Pues para lo que quieren todos los hombres! —respondió, exasperado—. Ya te ha manipulado para que le des la casa de invitados que me prometiste a mí.
Paula lo miró un instante, sorprendida, y después no pudo evitar echarse a reír.
—Estás hablando de sexo, ¿verdad? Crees que Pedro me ha engañado para que le permita usar la casita de invitados que tú no quieres y solo para acostarse conmigo.
Ruben la miró furioso, pero guardó silencio.
—¿Sabes una cosa, Ruben? En la vida me he sentido tan halagada. Que un hombre llegue a tal extremo solo para llevarme a la cama es lo mejor que he escuchado jamás. Los hombres de hoy en día no se esfuerzan en absoluto para conquistar a una chica. Si te invitan a salir, se limitan a decirte la hora y el lugar. Siempre y cuando superes sus expectativas de belleza y ganes menos dinero que ellos, claro. De lo contrario, se largarán y te dejarán plantada. Ni siquiera te llevan a casa en coche porque para eso tienes el tuyo.
—No todos los hombres somos así —le dijo Ruben—. Y te has ido por las ramas. El tipo este con el que estás tonteando no es como Paul, el del catering. Alfonso es...
—¡David! —exclamó Paula—. Se llama David, llevo seis meses saliendo con él y no existe un hombre más aburrido que él en la cama. Alguien debería decirle a David Borman que hay más de una postura.
—Preferiría no escuchar...
—¿No escuchar que tu hermana pequeña no es virgen?
—Nunca he... —dijo Ruben, que acabó levantando las manos—. Sabía que no me escucharías. Nunca lo haces. Eres mi hermana y no quiero que te hagan daño. Sea cual sea el motivo por el que ha venido Alfonso, se irá cuando acabe y te abandonará. —Apartó la mirada un instante—. Paula, sé lo que se siente cuando te arrancan el corazón. No quiero verte pasar por eso.
Paula se percató del dolor de su mirada. Ruben se había pasado todos los años del instituto y gran parte de su periodo universitario enamorado de una chica del pueblo.
Nunca miró a otra mujer. Después, ella lo abandonó de repente y dijo que iba a casarse con otro. Ruben había tardado años en superarlo.
—Lo sé —susurró ella—. Entiendo que estés molesto. Pero, Ruben, sé lo que estoy haciendo. Sé que Pedro está muy por encima de la gente de Edilean. No ha venido para casarse, instalarse en una casa de tres dormitorios y dos cuartos de baño, y tener niños.
—Pero eso es lo que tú quieres —protestó Ruben—. Lo sé. Te pasaste llorando toda la boda de Maria y Tomas.
—Pues sí —reconoció Paula en voz baja—. Es lo que quiero. Lo deseo con toda mi alma. ¿Crees que compré esta casa tan grande solo por el dichoso garaje? La verdad... —Tuvo que contener las lágrimas porque lo que iba a decir era una verdad como un templo, pero admitirlo era doloroso—. A veces, creo que la compré como cebo. Para atraer a algún hombre agradable, para facilitarle la idea de mudarse...
Ruben la abrazó, pegó su cabeza contra su torso y le acarició el pelo.
—No digas esas cosas. Cualquier hombre estaría honrado de tenerte a su lado. Eres lista, graciosa, cariñosa y...
—¿Y dónde está ese hombre? —replicó Paula mientras abrazaba a su hermano—. ¿Dónde está ese hombre capaz de ver mis virtudes y de pasar por alto mis defectos? He pasado seis meses con David, el del catering, y no me he quejado ni una sola vez de lo aburrido que es. —Se apartó de su hermano y se limpió las lágrimas—. Al menos Pedro se esfuerza.
—Sí, pero ¿para qué? —le preguntó Ruben mientras le ofrecía un pañuelo de papel.
Ella se sonó la nariz.
—Espero que quiera una noche de sexo loco y salvaje.
—¡Paula! —exclamó su hermano, espantado como si fuera un padre del siglo XIX.
—A ver, sé que Pedro se irá algún día. Cuando de verdad compruebe que Juan Layton es un buen hombre que está coladito por Lucia, Pedro se irá tan inesperadamente como vino. Cuando éramos pequeños pasó eso, desapareció de un día para otro. Sin dejar una nota ni nada. Y ha vuelto de la misma manera, sin avisar. Sé que aparece y desaparece a su antojo, sin pensar en los demás.
—Estoy de acuerdo —dijo Ruben—. Volverá al imperio de su padre y... Paula, algún día Pedro Alfonso será igual que su padre. Y tú no querrás formar parte de eso, ¿verdad?
—No —contestó Paula, que miró a su hermano por encima del borde del pañuelo de papel—. Pero mientras esté aquí, quiero darme un atracón de sexo. Días enteros. O semanas. Si fueran meses, por mí genial.
—Eso es... —replicó Ruben con seriedad, pero acabó meneando la cabeza—. Es difícil para mí pensar en mi hermanita haciendo... —Ni siquiera fue capaz de encontrar las palabras que explicaran sus sentimientos. De modo que miró su reloj—. Tengo que irme. Ya voy tarde. Quiero que me prometas que buscarás en Internet a Pedro Alfonso para enterarte de cómo es ese tío. Ha estado saliendo con una modelo llamada Alejandra que es guapísima.
—No como yo, ¿verdad?
Ruben gimió al comprender que había metido la pata.
—Eso no es lo que quería decir y lo sabes muy bien. No quiero que te hagan daño. ¿Tan malo es eso por mi parte?
—Por supuesto que no. Es mejor que te vayas. Tus pacientes te necesitan.
—Luego te llamo —le dijo su hermano mientras la besaba en una mejilla.
—Te acompaño hasta el coche —se ofreció ella, que lo siguió al exterior.
Pedro siguió donde estaba incluso después de escuchar que se cerraba la puerta principal. Siguió quieto y con la vista clavada en la puerta del salón. No le había gustado lo que había escuchado sobre sí mismo.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Facundo en voz baja—. A ella no le sentará bien saber que has escuchado todo eso.
La mente de Pedro parecía trabajar a marchas forzadas, pero también parecía paralizada. Era incapaz de decidir qué hacer. ¿Hablar con ella? ¿Huir? ¿Quedarse para defenderse? ¿Convencerla de que no era el hombre que le habían asegurado que era?
Facundo le colocó una mano en un brazo y lo instó a volverse hacia la puerta.
—Es irónico, ¿verdad? —comentó Pedro—. Yo busco amor y ella quiere sexo.
Facundo soltó una carcajada y empujó a Pedro hacia la puerta. Sin embargo, se habían demorado demasiado.
—No os mováis de ahí —dijo Paula, que estaba detrás de ellos.
CAPITULO 19 (SEGUNDA PARTE)
Pedro ni siquiera llegó a la puerta. El instinto masculino lo urgía a salir en busca de ese tío para hacerlo pedazos. Ya se imaginaba dándole un puñetazo en la cara. Pero y después, ¿qué? ¿Hacía lo que le había dicho a Facundo y lo amenazaba con denunciarlo? ¿Con mandarlo a la cárcel? ¿Llegaría al extremo de usar el apellido Alfonso para intimidarlo?
¿Qué repercusiones tendría algo así? Un tipo como Borman carecía de principios morales, porque, de lo contrario, no habría planeado casarse por dinero, así que no huiría con el rabo entre las piernas y sin armar jaleo. Buscaría a Paula y...
No quería ni imaginarse el daño que podía ocasionar.
De modo que se quedó donde estaba e intentó calmarse lo suficiente para poder pensar con claridad lo que debía hacer.
Necesitaba tranquilizarse y trazar un plan para resolver ese embrollo de forma que Paula no sufriera daño alguno.
Comprendió que el encuentro con el tal Borman iba a ser el más importante de su vida. Lo que menos le convenía era aparecer con la escopeta cargada, por así decirlo. Ya había tratado con hombres de su ralea antes, hombres que pensaban que el fin justificaba los medios. Si para conseguir un negocio había que casarse con la dueña, lo hacían encantados de la vida.
Pedro también había aprendido que los hombres que perdían a lo grande solían vengarse en la misma medida. Si lo amenazaba y lo obligaba a salir de la vida de Paula, Borman podría ponerse en contacto con ella y volver las tornas de tal forma que él acabara siendo el culpable de todo.
No, era mejor librarse de él de manera que el tipo se creyera el ganador, que creyera incluso que había timado a alguien.
De ese modo, no se sentiría en la obligación de vengarse, no querría devolvérsela a Paula, no querría hacerle daño.
Pedro llamó de nuevo a Penny, que contestó de inmediato.
—¿Estás replanteándote lo del duelo? —le preguntó.
—Pues sí —contestó él.
—Eso pensaba —replicó Penny, que parecía orgullosa de él—. El Alfonso que llevas dentro suele mantener la cabeza fría.
Pedro no estaba seguro de sentirse halagado por sus palabras.
—Quiero que organices un encuentro para hoy con el tal Borman. Necesito que sea en un sitio que impresione. Una biblioteca o algo así. Con un gran escritorio. Muy lujosa. Cuanto más recargada la sala, mejor. Dile que quiero comprar su empresa, que estoy impresionado con sus logros. Halágalo.
—No sé yo si podré mentir hasta ese punto.
—Si trabajaste para mi padre, eres capaz de mentir.
—Si yo te contara... —replicó ella con sorna.
—Necesitaré un contrato donde se constate que todo pasará a mi nombre: el equipamiento, la plantilla de trabajadores, todo. Deja el hueco en blanco para negociar el precio. Estoy planeando darle una cantidad asombrosa de dinero para comprarle esa empresa moribunda. Después, quiero que le digas, en confianza, que te has enterado por casualidad de que su competencia me asusta, así que le convendría abandonar este estado. Hoy. Antes de que anochezca. Que es mejor que ni siquiera recoja las cosas de su apartamento.
—¿Qué apellido quieres que aparezca en el contrato?
Pedro frunció el ceño.
—Si ve el apellido Alfonso, volverá a por más.
—¿Y si lo firma un tal Facundo Pendergast? Puedo entregarle el dinero a través de su cuenta.
—Perfecto —contestó Pedro.
—¿Querrá llamar a Paula para despedirse?
—¡No! Yo me encargo de eso. Avísame cuando lo tengas todo listo. ¿Crees que lo conseguirás para dentro de un par de horas?
Penny ni siquiera se molestó en responder.
—¿Te parece bien a las cuatro de la tarde? Así podrás llegar a casa a tiempo para cenar con Paula.
—¡Penny, te quiero! —exclamó él.
Su secretaria tardó un instante en replicar, y Pedro pensó que tal vez se había excedido un poco.
—Voy a pedirle información sobre Edilean a un agente inmobiliario. Creo que es un lugar mágico.
—A mi padre le encantará comprarte una casa.
Por algún motivo que Pedro no alcanzó a entender, a Penny le hizo tanta gracia el comentario que cortó la llamada entre carcajadas.
A las cuatro menos cuarto, Pedro llegó a la fastuosa propiedad de un hombre que había obtenido unos pingües beneficios tras hacer negocios con Salvador Alfonso. La propiedad se encontraba a una hora de distancia de Williamsburg y Pedro había hablado tres veces con Penny durante el trayecto. La idea era que se familiarizara con la estancia en la que se iba a celebrar el encuentro con Borman a fin de dar la impresión de ser el dueño del lugar.
—El contrato estará en la mesa —le aseguró Penny—. Tanto Facundo como yo hemos hablado ya con Borman. Está muy interesado en vender y cree que te asusta tanto la competencia de su empresa que serás capaz de pagarle lo que te pida con tal de librarte de él.
—Justo lo que pienso hacer —replicó Pedro—. Pero no por la razón que él cree. ¿Cuál es el precio justo?
—Facu asegura que unos doscientos mil dólares, tirando al alza. Tiene demasiado material y pocos encargos. La semana pasada utilizó pescado barato en lugar de cangrejo para un pedido. Le dijo a un empleado que no lo distinguirían, pero la madre de la novia se percató. El padre se negó a pagarle.
—Me alegra saberlo—comentó—. Deséame suerte.
—Suerte y, aunque no te lo creas, Facu también te la desea. No sé qué habrás hecho esta mañana, pero está más suave que un guante, algo que yo no he conseguido en la vida.
Pedro sonrió.
—Aunque me ha mirado en un par de ocasiones como si ardiera en deseos de empalarme, me cae bien. Me recuerda a ti.
—¿Ah, sí? —preguntó Penny, encantada—. Nos vemos mañana en Janes Creek.
—Me muero de ganas —replicó él antes de colgar.
Si las cosas salían bien, a la noche siguiente se encontraría en la acogedora habitación de un bed & breakfast con una puerta que lo llevaría directamente a la habitación de Paula.
Unos minutos después, llegó a la mansión Westwood y aparcó delante de la fachada principal, tras lo cual le entregó las llaves a un chico que lo estaba esperando. Si la propiedad se parecía a la de su padre, cuando se marchara le habrían lavado el coche, lo habrían encerado y le habrían pasado la aspiradora por el interior.
Antes de que llegara a la puerta principal, vio que la abría un mayordomo de uniforme.
—El señor Pendergast lo espera en el salón sur —anunció mientras conducía a Pedro a una espaciosa y bonita estancia con paneles de madera de castaño y una alfombra azul y beige.
Los muebles habían sido diseñados de forma que parecían llevar años en ese lugar. Como si fueran el legado de una antigua fortuna. Sin embargo, el buen ojo de Pedro le dijo que todo era nuevo.
—Este ambiente te pega más —le comentó Facundo mientras se acercaba a él.
—Corta el rollo o se lo diré a tu madre.
Facundo contuvo una sonrisa.
—Me han dicho que te diga que Borman aceptará doscientos mil o doscientos cincuenta mil como mucho. Pero es demasiado. Las furgonetas no valen casi nada y les debe varios meses de sueldo a sus trabajadores.
Pedro asintió con la cabeza.
—¿Dónde está?
—En la biblioteca. Ha llegado con veinte minutos de adelanto.
—Está ansioso por deshacerse de todo, ¿verdad? ¿Se le han comunicado las condiciones?
—Debe largarse del pueblo lo antes posible. Para ayudarlo, he usado la tarjeta de crédito de mi madre y le he comprado un billete de avión a Costa Rica. Ya te pasarán la factura.
—Esa parte te ha gustado, ¿verdad?
—No sabes cuánto.
Pedro meneó la cabeza y le echó un vistazo al reloj. Se había puesto su mejor traje y una corbata negra con rayas doradas. Aún faltaban tres minutos para las cuatro.
—Tu madre quiere mudarse a Edilean cuando se jubile.
—Eso me ha dicho.
—¿Y tú? ¿Dónde vives?
Facundo no contestó a la pregunta.
—Creo que ha llegado el momento de que entres. ¿Quieres que te lleve los documentos?
—Puedo arreglármelas solo. —Mientras caminaba hacia la puerta de la biblioteca, recordó que Penny le había dicho que el contrato estaría sobre el escritorio. Sin embargo, Facundo acababa de decirle que si quería los documentos. Lo que significaba que estaba presente a espaldas de su madre. Interesante—. ¿Te gusta escalar? ¿Esquiar? ¿Navegar?
—Sí —contestó Facundo, al tiempo que señalaba la puerta con un gesto de la cabeza. Al parecer, no pensaba revelar más datos sobre su persona—. Te gustará saber que he rebajado las expectativas de Borman a ciento setenta y cinco mil.
Pedro parpadeó varias veces. No estaba acostumbrado a que negociaran por él, pero en ese caso estaba agradecido.
—Gracias —replicó—. Aprecio tu...
Facundo lo interrumpió.
—Son las cuatro.
Pedro respiró hondo y abrió la puerta. David Borman estaba sentado en un sillón de cuero tan grande que lo empequeñecía hasta el punto de parecer insignificante.
Nada más verlo, comprendió que Facundo había colocado dicho sillón a propósito. Era difícil no sonreír. Pese a la hostilidad y la renuencia de Facundo para responder preguntas, a Pedro empezaba a caerle bien. Nada más ver al hombre que lo esperaba sentado en el sillón, pensó que Paula merecía algo mucho mejor. Borman no era alto, estaba delgado y su pelo era tan rubio que resultaba casi invisible. No resultó sencillo reconciliar los datos que sabía de ese hombre con la persona que tenía delante. A simple vista, no parecía un embaucador.
—¿Es usted Westwood, el dueño de este lugar? —le preguntó Borman, con los ojos como platos a causa del asombro, que era la reacción que buscaba Pedro.
En vez de contestarle, lo contempló con lo que la gente denominaba «la mirada furiosa de los Alfonso».
Borman se echó hacia atrás en el sillón, un gesto que traicionó lo nervioso que se encontraba.
Pedro se sentó y se tomó su tiempo leyendo el contrato. Era muy simple. Compraba Catering Borman con todos sus activos. Adquiría el nombre, el equipo e incluso la plantilla de trabajadores.
El documento estaba firmado por Facundo Pendergast. Pedro se fijó más en la firma que en el contrato en sí. Era una firma de trazo seguro y decidido. Y le recordó algo, pero no supo qué.
Cuando alzó la vista, Borman se estaba mordiendo la uña de un pulgar y tenía sudor sobre el labio superior.
—Señor Borman —dijo Pedro mientras unía las manos sobre el contrato—, acaban de informarme de cierta circunstancia que podría causar un sinfín de problemas difíciles de resolver.
Broman respiró hondo y murmuró:
—¿Qué ocurre?
—Me han informado de la desaparición de un anillo. No quiero tener el menor problema con las autoridades.
Borman suspiró, aliviado, y se levantó un poco para sacarse la cartera de un bolsillo del pantalón.
—Eso es algo personal, no está relacionado con mi empresa. —Sacó un trozo de papel de la cartera y se inclinó hacia delante para dejarlo en el escritorio—. Debo decir que ha hecho usted sus deberes muy bien. ¿Dónde tengo que firmar?
—Es el recibo de una casa de empeños —señaló Pedro, consciente de lo que significaba.
La empleada en la que Paula confiaba le había entregado un anillo a Borman, que a su vez lo había empeñado. Sin embargo, Pedro había aprendido hacía mucho tiempo que no debía sacar conclusiones precipitadas, que no debía analizar una situación basándose en rumores. Al fin y al cabo, solo conocía la versión de Facundo acerca de lo que tramaba ese tipo.
Y pese a sus deseos de librarse de ese hombre, quería pruebas fehacientes que procedieran de él y que demostraran lo que había hecho. Se acomodó en el sillón y clavó la mirada en el recibo que descansaba sobre el escritorio.
—Señor Borman, mis negocios son transparentes. No firmo contratos si están de por medio la policía o las casas de empeños.
—¿La policía? No sé de qué está hablando. Tengo una pequeña deuda, con mis proveedores y eso, pero jamás he hecho nada ilegal.
—Según tengo entendido, ese anillo vale varios miles de dólares. No quiero recuperarlo de la casa de empeño para descubrir que ha sido robado.
Borman apoyó la espalda en el respaldo del sillón, miró el contrato sin firmar que seguía sobre el escritorio y después volvió a mirar a Pedro. Parecía muy molesto.
—No tiene la menor importancia —le aseguró—. Es un asunto personal con una mujer, nada más. Puede recuperar el anillo y devolvérselo. No habrá denuncia alguna.
La expresión de Pedro era muy seria, la que solía lucir cuando trabajaba para su padre.
—Quizá debería explicarme a fondo este asunto. O quizá yo deba suspender el trato. —Cogió el contrato e hizo ademán de romperlo en dos.
—¡No! —gritó Borman, aunque después se calmó—. Es un lío de faldas, nada más. —Al ver que Pedro no se contentaba con eso, siguió—: Una mujer, una pelirroja muy mona. Tiene una joyería cerca de aquí. Un negocio pequeño, nada del otro mundo. El problema es que se trata de una mujer. ¿Me entiende?
—No estoy seguro de hacerlo. —Pedro soltó el contrato sobre el escritorio para centrarse por completo en Borman.
—El problema es que ella trabaja a pequeña escala cuando debería pensar a lo grande. Intenté hablar con ella al respecto, por su bien. Pero se negó a escucharme. Yo pretendía extender su negocio al ámbito nacional, quería que lo convirtiera en una cadena de joyerías. Mi idea era llamarlo «Las joyas del pecado». ¿Lo pilla?
—Lo pillo —contestó Pedro, que había apretado los puños bajo el escritorio.
—Pero ella se rio de mí. No le dije exactamente que lo del nombre iba en serio, porque puede ser un poco santurrona. Es el tipo de mujer que va todos los domingos a misa. El caso es que se negaba a expandirse, así que decidí que lo mejor sería casarme con ella, porque así podría ayudarla mejor. Mi interés era solo ese, ayudarla. ¿Me entiende?
—Sí, lo entiendo. —Pedro respiró hondo—. ¿Ella está al tanto de los motivos por los que quería casarse con ella?
—¡Joder, no! Es muy lista, así que he tenido que avanzar con tiento. He sido muy cariñoso con ella, el hombre más atento del mundo. La he tratado con el máximo respeto. Hasta en la cama. Todo muy básico, no sé si me entiende.
Pedro tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzarse sobre el escritorio y estrangularlo.
—¿Y el anillo? ¿Dónde encaja en todo esto?
.
Borman se encogió de hombros, y su expresión dejó claro que estaba encantado con el interés que Pedro demostraba.
—Para pedirle que se casara conmigo necesitaba un anillo, ¿no? Pero ¿por qué comprar uno cuando ella tenía una joyería? Había un montón de anillos en su tienda, unos cincuenta y todos eran gratis para mí... o lo serían después de que nos casáramos. —Se inclinó hacia delante, como si estuviera a punto de revelarle un secreto a Pedro—. Tiene una caja fuerte en el garaje llena de... No tengo ni idea de lo que puede tener. Vive en un mundo de oro y joyas. La cueva de Alí Babá, llena de diamantes y perlas. Le encantan las perlas. Una vez incluso intentó darme una charla sobre los distintos tipos de perlas que existen. Como si me interesara el tema, vamos...
—¿Ha visto lo que guarda en la caja fuerte?
—Qué va —contestó Borman al tiempo que se encogía de hombros—. En una ocasión intenté convencerla de que la abriera, pero no lo conseguí. Incluso traté de sonsacarle la combinación para abrirla, pero no hubo manera.
Pedro no se había sentido tan furioso en la vida, ni había sentido un odio tan grande por otra persona.
—Entiende usted las condiciones del contrato, ¿verdad?
—Por supuesto. —Miró a Pedro como si compartieran un secreto—. Usted no quiere competencia. Es como yo. Somos hombres de negocios y nos entendemos mutuamente. Es una lástima que las mujeres no lo hagan.
Pedro ni siquiera se dignó a replicar, ya que no se fiaba de lo que pudiera decir dado lo que sentía en ese momento.
Esbozó una sonrisa falsa, como si pensara que ese tío era un genio, y después anotó en el contrato la exorbitante cifra que Russell había negociado. Él le habría dado más. Fingió firmar en el lugar donde ya estaba la firma de Facundo.
Borman se puso en pie de un salto, ansioso por firmar. Lo hizo en la parte inferior, sin leer nada. Pedro le entregó la copia que le correspondía.
—¿Ha planeado llamarla para despedirse de ella? —le preguntó Pedro, a pesar de que aún le temblaban las manos por el deseo de asestarle un puñetazo.
—No tengo tiempo —respondió Borman mientras se volvía hacia la puerta—. Tengo cosas importantes que hacer. Entre ellas, ir en busca de mi ex novia. Esa mujer sí que sabe satisfacer a un hombre en la cama. No sé si me entiende.
—Perfectamente —replicó Pedro, que siguió donde estaba, observando cómo Borman salía de la biblioteca.
Necesitaba darse una ducha con un desinfectante.
No supo cuánto tiempo estuvo de pie antes de que Facundo entrara por una puerta lateral.
—¿Ha aceptado?
Pedro titubeó.
—¿Te refieres al dinero? Por supuesto.
—¿Qué es esto? —Al ver que Pedro no se volvía para mirarlo, Facundo siguió sosteniendo el papel en la mano.
Cuando Pedro se volvió por fin para mirarlo, se percató de lo que era.
—El recibo de una casa de empeños.
—Ya lo veo. ¿Qué ha empeñado? ¡Ah, ya! El anillo. —Facundo leyó la dirección del recibo—. ¿Qué planes tenía para este fin de semana cuando le pidiera matrimonio a la señorita Chaves sin anillo que entregarle?
—Creo que pensaba decirle que desconocía que hubiera desaparecido un anillo de la joyería.
—Su palabra contra la de Carla, como si ella fuera la que lo había robado.
—Eso creo —dijo Pedro mientras extendía el brazo para que le devolviera el recibo—. Iré a la tienda de empeños para recuperarlo.
—¿Llevas dinero encima? —le preguntó Facundo.
—En efectivo no me llega, pero llevo tarjetas de crédito.
—¿Una casa de empeños que acepta tarjetas de crédito? Además, no puedes usar las tuyas. —Facundo enarcó una ceja.
Pedro desconocía por completo cómo operaban las casas de empeño y qué tipo de pago aceptaban.
—Yo recuperaré el anillo, tú puedes acompañarme si quieres. Además, tu coche tiene dos ruedas pinchadas.
—¿Que mi coc...? —protestó, pero guardó silencio al caer en la cuenta de que Facundo estaba mintiendo sobre el coche. No le importó. En ese momento, necesitaba compañía, necesitaba algo que lo librara del hedor de David Borman—. De acuerdo —claudicó—. Pero conduzco yo.
Facundo resopló por la nariz.
Dos horas después, habían recuperado el anillo y casi habían llegado a Edilean. Facundo conducía. En su mayor parte, había sido un trayecto tranquilo, y Pedro ya no sentía la hostilidad que antes percibía por parte de Facundo.
—¿Cómo cree la señorita Chaves que te apellidas? —le preguntó Facundo.
—No me ha preguntado y yo no se lo he dicho.
—Estupendo. Buenos cimientos —murmuró Facundo.
—¿Tu vida es mejor? —le soltó Pedro.
—No tan complicada como la tuya, la verdad —replicó Facundo con tranquilidad.
Pedro miró por la ventana.
—Sí, creo que ha llegado el momento de decírselo.
—¿Vas a decirle por qué no va a aparecer Borman en Janes Creek? ¿Vas a contarle el teatrillo que has interpretado en la biblioteca? ¿Y si añades que ahora eres el dueño de Catering Borman?
—¿Qué pasa contigo, vas de juez de un tribunal federal o qué? ¿Quieres todos los detalles?
—Me resulta curioso ver cómo lleva su vida el hijo del gran Alfonso.
Pedro estuvo a punto de replicar, pero habían llegado a casa de Paula y había un coche desconocido en el camino de entrada.
—No será Borman, ¿verdad?
—No creo —respondió Facundo—, pero yo no me fiaría.
—Aparca al doblar la esquina. Entraré por la puerta trasera.
—Al cabo de unos minutos, Pedro caminaba hacia la casa de Paula con Facundo pisándole los talones—. ¿Adónde vas?
—Mi madre me ha dicho que te ayude en todo lo que sea necesario. Si se trata de Borman, necesitarás apoyo.
Pedro sabía que si llegaban a un enfrentamiento, no necesitaría ayuda para lidiar con Borman. Claro que no sabía cómo iba a reaccionar Paula cuando escuchara todo lo que tenía que decirle. Además, ¿hasta qué punto debía contarle? Si iba a decirle la verdad sobre su identidad, también debería hablarle de Borman y del anillo. O quizá debía posponer la parte sobre cómo habían manipulado a Borman para comprar su empresa y...
—Veo que te está entrando el canguelo... —comentó Facundo.
—Penny debería haber pasado más tiempo contigo para enseñarte mejores modales.
—Lo intentó, pero estaba demasiado ocupada trabajando para tu familia como para ocuparse de mí.
—Si alguna vez te apetece comparar nuestras infancias, por mí encantado —replicó Pedro.
—Tú por lo menos tuviste... —dijo Facundo, pero guardó silencio al escuchar una furiosa voz masculina que hablaba a gritos.
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