lunes, 28 de marzo de 2016
CAPITULO 46 (PRIMERA PARTE)
Se sumió en un sueño intranquilo, y no se despertó hasta que la alarma antirrobo saltó y luego se apagó rápidamente.
—¡Paula! —dijo una voz tranquila y solemne—. Esperaba que fueras tú. La empresa de seguridad me avisó de que anoche había habido actividad.
Le costó salir de su profundo sueño, pero la voz era de una persona que no podía ignorar. Levantó la vista y vio a Gabriel Preston —el padre de Agustina— que la miraba fijamente desde las alturas. Y puesto que el hombre medía un metro noventa y tres, las tales alturas no eran pocas. Detrás de él estaba su secretario, un joven alto y guapo que cambiaba cada año, y su guardaespaldas, un joven adiestrado en diversas formas de combate.
—Lo siento —dijo Paula, esforzándose en ponerse de pie. El largo viaje y la dureza del banco, combinados con el trauma emocional, le habían pasado factura a su cuerpo.
El señor Preston seguía mirándola de hito en hito. Agustina decía que por lo que ella sabía, su padre no había sonreído en toda su vida. Se acababa de divorciar de su cuarta esposa, y su hija decía que ya andaba buscando una más joven.
—Los ojos rojos. Y durmiendo en un banco —dijo el señor Preston—. ¿Ruptura con el novio?
—Sí —admitió Paula, que sintió que las lágrimas le anegaban los ojos. Todavía no era totalmente consciente de lo que había ocurrido en su vida, ni capaz de convencerse de que Pedro no fuera a entrar por la puerta.
El señor Preston vio las lágrimas no derramadas y se apartó.
—¿Qué tal un poco de trabajo para apartar la cabeza de los problemas?
—Me gustaría —reconoció ella.
—Mi hija ha decidido que quiere que le compre una casa en... —Echó un vistazo a su secretario.
—Tuscany —dijo este.
—Eso —corroboró el señor Preston—. Agustina vio una película o leyó un libro o lo que fuera. Así que ella y ese tipo con el que se casó van a quedarse allí. Puedo vender esta galería o la puedes dirigir tú, Paula. ¿Qué quieres hacer?
—Dirigirla —respondió, aunque sin mucha convicción.
El señor Preston se volvió para mirarla.
—¿Has pintado algo mientras estabas en... dondequiera que estuvieras? —Hizo un gesto con la cabeza hacia la caja de pinturas que había llevado la noche anterior.
—Algo, no mucho —reconoció—. Estuve trabajando en otras cosas. —No dio más detalles, porque no quería aburrir al hombre, aunque pensó en la campaña publicitaria de Karen y en toda la ropa infantil que había diseñado.
—Cuelga tus pinturas —dijo Preston mientras se dirigía hacia la puerta. Se volvió hacia su secretario—. Llame a Boswell y dígale que redacte los documentos.
El guardaespaldas le abrió la puerta, y el señor Preston se detuvo.
—Bienvenida a casa de nuevo, Paula —dijo, y se marchó seguido de su séquito.
Paula se sentó en el banco.
—Una puerta se cierra, y otra se abre —masculló. Su primer impulso fue dejarse caer sobre el banco y empezar a llorar.
Pero no podía permitirse sucumbir a ello. Se había arrojado a los brazos de Pedro con los ojos abiertos; desde el principio le había dicho —y se había dicho así misma— que aquello no podía funcionar. Había advertido a Pedro que al final del verano se marcharía. Él le había dicho que podría soportar el dolor. En su ingenuidad, Paula no había pensado en su propio dolor.
Hurgó en su bolsa en busca del móvil. ¿Cuántos mensajes le habría dejado Pedro? ¿Y su padre? ¿La llamaría para disculparse por haber conspirado con Pedro a espaldas suyas?
Cuando vio que no había mensaje alguno de ninguno de los dos se quedó perpleja. Ningún mensaje de voz ni correo electrónico ni mensajes de texto. Comprobó el listado del teléfono; ninguna llamada perdida ni de uno ni de otro.
Estaba allí sentada con cara de perplejidad, incapaz de decidir cuál era el significado de aquello, cuando el teléfono de la galería sonó. Era el señor Boswell, el abogado que llevaba todo lo relacionado con Agustina, que quería pasarse con los nuevos contratos.
—Y hay un piso que puedes utilizar hasta que recuperes el tuyo.
—Muy bien —dijo Paula.
El abogado titubeó un instante.
—Olvídate de tu antiguo piso. Creo que deberíamos conseguirte algo en el edificio Preston. Vas a tener un aumento de sueldo considerable.
—Bueno —dijo, pero sin ningún entusiasmo.
El señor Boswell guardó silencio.
—Me he enterado de que has roto de mala manera.
Paula no fue capaz de articular palabra. Si lo hacía, se echaría a llorar. Le parecía increíble que Pedro ni siquiera la hubiera llamado.
—¿Qué te parece si te doy tanto trabajo que no tengas tiempo para pensar? —preguntó el hombre.
—Es lo que necesito.
—De acuerdo —dijo él—. Haré que alguien llame a los artistas y les diga que has vuelto a abrir. Te bombardearán con historias lacrimógenas sobre lo tristes que han sido sus vidas por haber cerrado la galería.
Ni siquiera se tomó la molestia de defenderse, señalando que no había sido ella quien la cerrara.
—Veo que estás bastante fastidiada —dijo el señor Boswell—. Tengo que arreglar algún papeleo, y luego me pasaré por ahí para llevarte a comer. Y otra cosa, Paula.
—¿Sí?
—La gente no se muere realmente por un corazón roto. Y da la sensación de que es lo que te va a pasar.
—Supongo que ya lo averiguaré, ¿no? —dijo ella, y colgó.
El señor Boswell cumplió lo prometido. Treinta minutos más tarde, había tres artistas en la galería con los brazos llenos de lo que habían hecho en las últimas semanas. Y como había predicho el señor Boswell, la culparon por el cierre de la galería.
—Podrías haber hablado con Agustina—le dijeron—. O al menos haber intentado convencerla.
Al principio les explicó que había querido disponer de tiempo para realizar su propia obra, pero a la tercera acusación desistió.
—Así soy yo. Egoísta hasta la médula. Bueno, ¿qué tienes para enseñarme?
A la una llegó el señor Boswell acompañado de una joven que acababa de terminar la carrera de Bellas Artes.
—Esta es tu Paula, tu ayudante perfecta —dijo el abogado, y antes de que pudiera replicar, la acompañó fuera de la galería.
Comieron en un pequeño restaurante italiano, y el señor Boswell no le dio ni una oportunidad de pensar en lo que había sucedido en su vida. Trató de entretenerla con anécdotas de Agustina, que había estado a punto de hacer enloquecer a su padre desde que se marchó.
Pero Paula no estaba de humor para reírse. Prestó atención a las historias, sí, pero cada pocos minutos consultaba subrepticiamente su móvil. Ningún mensaje.
Regresó a la galería. Le habían dicho que la joven se llamaba Delia, pero no preguntó más que eso. Pasaron toda la tarde revisando cuadros y pequeñas esculturas.
—¡Estas son fantásticas! —exclamó Delia—. ¿De quién son? No están firmadas.
Delia había abierto el maletín de Paula y había sacado la obra que había hecho en Edilean. Sobre el suelo había extendidas como unas treinta obras, entre pinturas y dibujos de Pedro. En uno estaba sosteniendo a Noelia en brazos; en otro, levantaba la vista de un libro y su mirada rezumaba amor. Paula sabía que la había estado mirando.
—Háblame de esta preciosidad —le pidió Delia—. ¿Es un modelo profesional?
—No —respondió Paula ásperamente—. Es médico y... —Empezó a recoger las pinturas—. Esto no es para exponer.
—Pero se venderían. Quiero comprar esa en la que levanta la vista del libro. Si un hombre me mirara así, yo... —Se interrumpió porque Paula le lanzó una mirada asesina—. Ay. ¿Es con el que el señor Boswell dijo que habías «roto de mala manera», no?
Paula no respondió, solo guardó las pinturas. Claro que quería venderlas, pero en ese momento no podría soportar pasar sus días sin mirar a Pedro.
A las cinco, el señor Boswell envió a un joven para que llevara a Paula a mirar pisos, y a ella no le sorprendió que el chico le dijera que estaba soltero. Según parecía, el señor Boswell estaba tratando de remendarle el corazón con otro hombre.
Se quedó el primer piso que vio. Estaba en un edificio propiedad del señor Preston, y tenía un balcón y varias ventanas con una bonita vista. Era la clase de piso que haría las delicias de cualquier neoyorquino, aunque Paula apenas le prestó atención. Tenía algunos muebles pero no ropa de cama. El joven se ofreció a ir de compras con ella y luego llevarla a cenar, pero Paula rechazó sus ofertas.
Salió a comprar sábanas y toallas, y cuando regresó estaba demasiado cansada para ponerlas. Desplegó una sábana, la extendió sobre la cama, comprobó el teléfono —nada— y se fue a dormir.
Por la mañana, al comprobar que seguía sin haber ningún mensaje de Pedro, se sintió un poquito mejor. Si él podía cortar con ella tan fácilmente, ella también podría.
Se duchó, se puso los vaqueros y salió a desayunar. Camino del trabajo se detuvo en una tienda y renovó su vestuario por otro más adecuado. Cuando salía de la tienda y vio su reflejo en un escaparate, pensó que tenía un aspecto más neoyorquino que de Edilean.
Cuando llegó a la galería, había dos artistas esperándola con los brazos llenos de sus trabajos.
—Este es bueno —dijo Delia—. Me gusta. Aunque espero que alguien le pisotee la cera de color azul.
Estaban viendo una serie de paisajes al óleo. En parte eran modernos, y en parte tributarios de la escuela de Ashcan, y además tenían un ligero toque daliniano. Lo que los homogeneizaba era lo que parecían ser unas mil tonalidades de azul.
—Este tío se enteró de que Picasso tuvo su Período Azul y quiere que su biógrafo diga lo mismo de él —dijo Paula.
—O ve Avatar seis veces al día —dijo Delia—. Además, tiene un ego más grande que eso. Lo suyo es biógrafos, en plural.
—¿Crees que ya habrá escogido el emplazamiento para la biblioteca que levantarán en su honor? —preguntó Paula, y su ayudante se rio.
Paula se mantuvo a distancia y examinó los cuadros. En las semanas que habían pasado desde que volviera de Edilean se había esforzado en relegar sus emociones a un segundo plano. No había tenido un éxito rotundo, pero empezaba a recuperarse.
Durante esas semanas no había tenido noticias de nadie salvo de Karen, que se había negado a mencionar siquiera a Pedro.
—No voy a decir: «Ya te lo dije»—le había soltado su amiga.
—Lo sé—había respondido Paula—, pero tienes todo el derecho a decirlo.
—No, no lo tengo. Lamento... —No había terminado de decir lo que lamentaba. En vez de eso, habían hablado del trabajo. Llegaron a un pacto de silencio para mantener sus
conversaciones lejos de los hombres.
A Paula le dolió que la señora Wingate y Lucia parecieran no querer saber nada de ella. Había creído que se habían hecho amigas, pero según parecía no había pasado de ser una simple inquilina.
Lo de Lucia fue lo peor. En la única llamada que habían mantenido, se había comportado como si Paula fuera un enemigo tratando de sonsacarle información.Paula no la había vuelto a llamar, y después de tres correos electrónicos que Lucia había respondido fríamente y sin entusiasmo, también había dejado de enviarlos.
Cuando llamaba a la señora Wingate, la mujer se mostraba encantadora, pero ya no había más risas sobre la barra de baile ni información sobre la casa de muñecas, ni tampoco comentario alguno acerca de Pedro o Noelia ni sobre nadie que Paula hubiera conocido en Edilean.
Esas llamadas también cesaron.
Pero lo más doloroso, lo profundamente doloroso, era lo de su padre. Durante dos semanas, había estado tan furiosa con él que lo único que había querido oírle era una miserable disculpa. Que se arrastrara. Que le suplicara perdón.
Pero no había habido nada, ni un mensaje, del tipo que fuera, y por supuesto ninguna disculpa. Con el tiempo, pese a su firme decisión, Paula empezó a ablandarse con su padre.
Al final de tres semanas de silencio, un sábado por la tarde llamó a la casa de Nueva Jersey. Para su horror, fue Garciela la que contestó, y Paula estuvo a punto de colgar.
—No está aquí —le informó su cuñada—, y no estará...
Juan le había arrancando el teléfono a su esposa.
—Eh, Pau, chiquilla, ¿cómo te va en Nueva York?
—Igual que siempre. ¿Dónde está papá?
—De viaje.
—De viaje, ¿dónde?
—Bueno, ¿y cuándo nos vienes a hacer una visita? Los niños te echan de menos. Y tengo algunos pequeños arados que hay que limpiar.
—Juan, deja de eludir mis preguntas y dime dónde está papá.
—Bueno... verás... Paula... me pidió que no te contara nada sobre él.
Paula estaba perpleja.
—¿Que hizo qué?
—Mira —dijo su hermano—, te llamará más tarde, ¿de acuerdo? No te preocupes por nada. Ya no está furioso contigo. Tengo que cortar. Ven a vernos. O consulta internet. Hemos puesto las nuevas fotos que le hicimos a la tienda. Agur, hermanita.
—Adiós, Bulldog —dijo ella, pero su hermano ya había colgado.
Se quedó allí unos minutos, incapaz de pensar con claridad. ¿Que su padre ya no estaba furioso con ella? Pero si era ella la que tenía derecho a estar furiosa. Era él el que había traspasado los límites de...
¿A quién estaba engañando? En lo tocante a sus hijos —especialmente a su hija— las intromisiones de Juan Chaves no conocían límites.
A la cuarta semana, Paula estaba empezando a recuperarse. Si las personas de Edilean no querían saber nada de ella, no las molestaría. Así que dejó de llamarlas, dejó de intentar mantener el contacto con ellos. En vez de eso, puso los cinco sentidos en la labor de conseguir que la galería volviera a funcionar. Organizó un cóctel donde solo dio de beber champán, e invitó a algunos de los amigos más ricos del señor Preston. Fue un gran éxito.
Delia le dijo:
—Si hubieras colgado tus cuadros, también los habrías vendido.
—Hay cosas más importantes que vender tu obra —dijo Paula.
Puesto que Delia tenía su propia obra y deseaba exponerla desesperadamente, no entendió lo que Paula quiso decir.
Paula sabía que Delia estaba en la misma situación que ella hacía unos meses. Cuando había ido a Edilean, lo único que había deseado era pintar cuadros que pudiera vender. En ese momento... La verdad es que ya no parecía saber qué deseaba.
Echaba de menos a Pedro, a Noelia, a su padre y a la señorita Wingate y Lucia... y a aquel pequeño pueblo que solo tenía un semáforo. Pero ellos ni siquiera parecían haber vuelto a pensar en ella.
CAPITULO 45 (PRIMERA PARTE)
Ella lo vio meterse en el baño; sus palabras habían aliviado un poco su aprensión. Si la sorpresa de Pedro requería unas botas de senderismo, eso significaba que era algo relacionado con Edilean. Soltó el aire, y cayó en la cuenta de que le había inquietado un poco que le fuera a ofrecer un anillo.
Se preguntó cómo reaccionaría si Pedro hiciera tal cosa.
Nunca había conocido a un hombre que le gustara más ni con quien fuera más fácil llevarse bien. Hasta había pasado lo que Sofia llamaba la «prueba del tedio». Su amiga decía que era fácil que los hombres resultaran agradables cuando todo era apasionante. Pero cuando no sucedía nada y estabais solo los dos... Esa era la verdadera prueba.
Sofia acostumbraba decir: «Cuando todo es ultra aburrido. No solo un momento de calma en medio del día, sino tanto aburrimiento que deseas pegarte un tiro en el pie solo para animar las cosas.» Su sentido del humor tejano siempre las hacía reír, pero lo que decía tenía su lógica. Después de aquello, cada vez que se habían echado un nuevo ligue, las chicas procuraban establecer un día para poder realizar la «prueba del tedio».
Pedro las había aprobado todas. Si Paula quería estar tranquila y pintar, Pedro estaba feliz de que así fuera. A cambio, a ella le encantaba llevar un viejo sillón de mimbre al pequeño invernadero mientras Pedro mataba el rato por allí.
—Ahora ves a mi verdadero yo —le decía mientras sostenía una de sus orquídeas moradas—. Nada de globos aerostáticos ni comidas de seis platos. Solo a mí y a un puñado de plantas que necesitan muchísimos cuidados.
—Te mereces un descanso por salvar vidas durante toda la semana.
—Mi trabajo no es ni con mucho tan dramático. Hoy tuve dos faringitis, un... y cito...: «un lunar de aspecto sospechoso», y dos astillas. Sin embargo, una estaba en una zona bastante delicada de un hombre recién casado. Les sugerí que o bien lijaba el banco de trabajo de su padre o de lo contrario que utilizaran la cama. Él y su flamante esposa no se pueden permitir tener una casa, así que siguen viviendo en la de los padres y tienen que hacerlo a salto de mata.
Paula se había echado a reír. No había nada aburrido en Pedro Alfonso, nada que a ella no le gustara, excepto el pueblo donde vivía. Pero, en realidad, eso no era cierto. En un par de ocasiones, él le había dicho que «encajaba» en Edilean... y tenía que admitir que era verdad.
Desde el pase de modelos, Paula se había convertido en parte del pequeño pueblo. En ese momento estaba considerada la defensora de las niñas que no eran animadoras, de las tímidas o de las inadaptadas por la razón que fuera. Apenas podía caminar por la calle sin que una madre la parara y le preguntara por el Club de las Triunfadoras.
Un día, mientras comían, Karen había empezado a reírse.
—¿A qué viene eso? —le había preguntado.
—¿Te has dado cuenta de que has dibujado tres conjuntos para niñas en el tiempo que llevamos sentadas aquí?
Paula se había sorprendido. Las niñas la habían visto por la cristalera y habían entrado, y ella ya sabía lo que querían antes de que se lo pidieran. Había mirado a las niñas una a una, y sabido inmediatamente lo que debían llevar. También les aconsejó sobre el pelo.
—Dile a la peluquera que te lo oscurezca y te tiña las cejas y las pestañas —le había dicho a una niña de catorce años con el pelo rubio platino, casi blanco.
Al oír las palabras de Karen se dio cuenta de que se estaba dejando apoderar por las necesidades de Edilean, y puso cara de pocos amigos. Pensarlo hizo que se concentrara en las pinturas que tenía que hacer para Karen.
Ya las había terminado, y sabía que era el momento de hablar con Pedro de algunos asuntos muy serios. Lamentó que le hubiera salido con el cuento aquel de la sorpresa, pero ella no podía hacer nada para evitarlo; así que no tendría más remedio que esperar a después para hablar con él.
Pedro salió de la ducha, y ella se duchó y se vistió. Después de un desayuno rápido, subieron al coche de Pedro, que se dirigió a la carretera que llevaba a Williamsburg. Estacionó en un aparcamiento que estaba infestado de malas hierbas.
Paula miró por el parabrisas y contempló el viejo y enorme edificio de ladrillo que tenían delante sin tener ni idea de lo que estaba pasando.
—¿Qué te parece? —preguntó él con voz expectante.
Del edificio, que se extendía a lo largo del aparcamiento, quedaba poco más que el esqueleto.
—Techo, muros, cimientos —dijo Paula—. Lo necesita todo. —Le estaba mirando con curiosidad. ¿Qué le pasaba por la cabeza y qué tenía que ver aquel lugar con ella?
Le vio salir del coche y rodearlo para abrirle la puerta.
—Le compré este lugar a Ramon —dijo él.
—¿Vas a ampliar la consulta? ¿Piensas abrir una gran clínica?
—Nada de eso —respondió con una sonrisa, extendiendo la mano para ayudarla a salir—. Entra y échale un vistazo.
Dime lo que hay que hacer para dejarlo en condiciones de uso.
Paula le siguió, aunque con cara de pocos amigos. Tenía el mal pálpito de que aquel edificio era importante, y de que iba a cambiar las cosas.
Lo siguió dentro cogida de su mano, pasando por encima de los escombros. Pedro le explicó que hacía muchos años había sido una fábrica de ladrillos, pero que la familia McTern la había reducido de tamaño, y que los grandes fabricantes se habían apoderado del sector. Los pequeños negocios como Ladrillos McTern se habían quedado fuera.
—Así que el edificio ha permanecido vacío durante mucho tiempo —concluyó Pedro.
La estaba mirando como si le estuviera dando el mayor regalo imaginable, salvo que ella no tenía ni idea de en qué consistía.
Atravesaron una gran sala de techos altos, y cruzaron una puerta para ver tres pequeñas habitaciones contiguas.
—Pensé que estas podrían ser las oficinas —dijo Pedro.
—Si pregunto «¿oficinas para qué?», ¿obtendré alguna respuesta?
Pedro se limitó a sonreír mientras le tiraba de la mano y la conducía de nuevo hacia la parte delantera. Había un pasillo con un par de viejas puertas que apenas se mantenían en sus goznes.
—Los baños —dijo él, y entonces aceleró el paso.
Atravesaron a toda prisa una habitación larga y estrecha que solo conservaba parte del techo. Los pájaros volaban en lo alto. Cruzaron una puerta abierta y salieron a una sala grande y espaciosa. Los viejos muros eran altos, y a lo largo de la pared del fondo había unas ventanas con los cristales rotos y se abría una puerta que daba al exterior. Apoyada en la pared más alejada había un gran trozo de lona que cubría algo.
Paula se paró en medio de la sala y miró a Pedro.
—¿Qué te parece? —le volvió a preguntar, y sus hermosos ojos se animaron con lo que solo podría describirse como esperanza.
—¿El qué, Pedro? —preguntó ella sin disimular su exasperación.
—Para estudio de arte —respondió—. No sé mucho al respecto, pero esas ventanas dan al norte. Esa es la mejor luz para los artistas, ¿verdad?
—¿Compraste este edificio para que tuviera un lugar donde pintar? —preguntó ella en voz baja.
—Bueno —dijo—, en realidad, no.
Paula respiró aliviada.
—Cuando le envié a tu padre el plano de la planta fue él quien sugirió que esta sala fuera para ti.
—¿A mi padre? —dijo Paula, y entonces tuvo la sensación verdaderamente terrible de que quizá, solo quizás, estuviera empezando a comprender—. ¿Tú y mi padre habéis actuado conjuntamente? ¿Sin mi conocimiento?
—Paula —dijo él—, estás haciendo que parezca que he conspirado con tu padre. Fue algo que sucedió sin más.
—¿Algo que sucedió y que me planificó el futuro? ¿En donde voy a pintar? —preguntó sin perder la calma.
—No —respondió él—. Al menos no fue así. ¿Te acuerdas cuando estábamos en Williamsburg comprando la tela para los vestidos de Noelia?
Paula no respondió; se limitó a pararse allí, mirándole.
—Me pediste que le enviara una foto a tu padre, y eso hice, y de paso me presenté. —Apartó la mirada. Pensó que sería mejor que no le revelara lo que le había escrito exactamente a Juan Chaves, ni la respuesta de este. La volvió a mirar—. Paula, cariño, es solo de esas cosas que pasan, nada más.
—¿Y qué es lo que pasó? —preguntó ella con los dientes apretados.
—El comprar el edificio y hacer planes con tu padre —respondió cuando se dirigió hacia la gran lona—. He esperado a que llegara esto antes de contártelo. Esta es la sorpresa. —Y con un gesto ostentoso, retiró la lona.
Apoyado en la pared había un gran cartel metálico pintado.
Era verde oscuro, con las letras en amarillo, y era una nueva versión de uno que Paula se había pasado viendo toda su vida. Rezaba así: FERRETERÍA CHAVES, escrito sin interrupción, en las mismas letras de imprenta que su bisabuelo había escogido en 1918.
Paula no movió un músculo de la cara mientras miraba a Pedro.
—Tu padre va a traspasarle la tienda de Nueva Jersey a su hijo y abrir un local en Edilean. Sabe que no ganará el dinero que gana con la otra tienda, pero tiene mucho ahorrado. Tu padre es un buen administrador. Y además, lo único que quiere es estar cerca de ti. Te extraña mucho, Pau, y como bien dijiste, eres lo único que tiene. ¿Cómo es ese antiguo refrán? «Un hijo es un hijo hasta que se casa, pero una hija es una hija toda su vida.» Eso no nos deja en buen lugar a los hombres, ¿verdad? Paula, por favor, di algo.
Paula tomó aire.
—Tú y mi padre organizasteis esto mientras me dedicaba a confeccionar la ropa para el desfile, ¿no es así? Era esto lo que has estado manteniendo en tantísimo secreto, lo que estuviste haciendo con tu primo Rams, el abogado. El diminutivo de Ramsey. ¿No era eso lo que me contestabas cada vez que te preguntaba qué era lo que estabas haciendo?
—Paula —dijo, acercándose a ella—. Creí que las cosas habían cambiado entre nosotros. Me pareció que te empezaba a gustar Edilean. Tu padre...
—Es igual de manipulador y controlador que tú —dijo ella tratando de mantener la mayor calma posible, y entonces se volvió y regresó por donde habían venido.
Él la alcanzó en el largo pasillo.
—Paula, no tienes que hacer esto. Fue idea de tu padre destinarte la sala al final de la ferretería. Me dijo que siempre quisiste tener un estudio propio.
Se volvió hacia él.
—Escuchas tanto como mi padre. —Lo dijo sin levantar la voz; estaba demasiado furiosa para eso.
—Lo olvidaremos —dijo él—. Nada de estudios al lado de la tienda. Haremos...
—No —dijo Paula en voz baja—, no vamos a hacer nada en absoluto.
—Paula... —empezó a decir Pedro, poniéndole la mano en el brazo, pero ella se soltó con un tirón.
—¿Es que crees que porque tengas tanto prestigio en este pequeño pueblo, que porque seas médico, etcétera, de verdad crees que tienes derecho a engatusarme para que haga lo que a ti te dé la gana? ¿Que puedes comprarnos un edificio a mi padre y a mí y que por eso haré cualquier cosa que hayas planeado para mi vida? —Respiró hondo—. Te dije que aquí no había ningún trabajo para mí, pero parece que no me escuchaste.
Pedro se le acercó más.
—Paula, lo único que puedo decir en mi defensa es que te amo, que te quiero, que amo a la mujer que eres. Adoro lo divertida y creativa que eres, y que seas capaz de montar una motosierra. Adoro que averiguaras que Noelia estaba siendo torturada por un puñado de mocosas envidiosas y que lo solucionaras. No dijiste una palabras sobre el problema, pero viste una solución y la pusiste en práctica. Y todo por una niña a la que apenas conocías. Nunca he conocido a nadie como tú. Y no creo que haya nadie igual que tú en la tierra. Te adoro y quiero que te quedes aquí conmigo. ¿Es eso tan malo?
—Que lo hicieras todo a mis espaldas sí lo es —respondió, pero entonces se ablandó—. Pedro, yo también te quiero. Lo sé. Lo siento, pero hay más cosas en la vida que el romanticismo. ¿Qué sucederá después de que te eche los brazos al cuello y te declare mi amor?
No esperó a que le respondiera.
—Durante semanas, puede que meses, incluso un año, flotaré por ahí en una nube de ensueño. Tendremos una gran boda e invitaremos a tus centenares de parientes. Pasaremos una luna de miel espectacular. ¿Y luego qué? ¿Pariré un par de hijos? ¿Haré un curso de cocina para tenerte la cena en la mesa todas las noches cuando vuelvas a casa?
Echó un poco el freno.
—¿No entiendes que pronto ya no sería yo? ¿Que lo que te gusta de mí moriría de inanición?
—Eso mismo es lo que me dijo Karen —admitió él—. Que quedarte aquí sin hacer nada te mataría espiritualmente.
—Es como lo que dijiste tú. Me dijiste que a veces es la profesión la que elige a la persona. Noelia es una persona creativa. Le encanta hacer cosas, pero dijiste que va a ser médico, que la profesión la escogió. Y lo dices sin darle importancia, como si fuera un hecho.
Paula respiró varias veces y se tranquilizó.
—¿Y si después de pasarte la infancia mordisqueando un estetoscopio una mujer te dijera: «Te quiero. Renuncia a la medicina y vive para mí.»?
Pedro retrocedió un paso, y Paula se dio cuenta de que por primera vez la había escuchado realmente, de verdad, que no solo estaba escuchando las palabras para luego hacer caso omiso como si no significaran nada.
—¿Serías capaz de renunciar a ser médico? —le preguntó en un susurro—. ¿De aceptar otro empleo para hacer otra cosa?
—No —admitió él, y Paula vio que por fin había entendido.
De lo que Paula se estaba dando cuenta fue de que aquello era el final, que después de ese día ella y Pedro dejarían de ser pareja; de que ya no habría más arrumacos nocturnos ni más sexo a la luz de la luna; de que no volvería a ver a Noelia ni a Lucia ni a la señora Wingate, y de que nunca vería la joyería de Karen porque no sería capaz de regresar a Edilean y ver de nuevo a Pedro.
—Tengo que marcharme —dijo ella. El corazón le latía con fuerza en la garganta—. Me tengo que ir ya. Sola. Tengo que alejarme. —Lo dijo con voz apremiante, dejando bien a las claras lo cerca que estaba de sufrir un ataque de pánico.
Tendió la mano a Pedro, que no dijo nada cuando le depositó las llaves del coche en la palma, y se dirigió a toda prisa hacia el coche. Se alegró de que la casa de la señora Wingate no estuviera lejos, y se alegró de que no hubiera nadie en casa cuando llegó.
Sin pensar en lo que estaba haciendo, metió sin más miramientos la ropa y los objetos de aseo en una bolsa.
Tardó solo unos minutos en reunir todas las acuarelas, las introdujo en la caja que le había hecho su padre (sin perder el tiempo en pensar que él también la había traicionado), cogió sus llaves, se metió en el coche y se dirigió al norte.
Sabía que si tenía un momento de vacilación volvería corriendo a Pedro y se arrojaría a sus brazos. ¿Cómo podía abandonar a un hombre al que amaba tantísimo?
Pero conocía la respuesta; se marchaba precisamente porque lo amaba. Todo lo que había dicho era cierto. Si se casaba con él ahora —que sabía que era lo que Pedro quería— le haría el hombre más infeliz de la tierra. El amor que se profesaban acabaría hecho añicos por el deseo de Paula —por su necesidad— de crear.
Cuando entró en la I-95 estaba reprimiendo el impulso de regresar. Pero no lo hizo. Pedro se merecía algo mejor que una mujer que no fuera interiormente feliz.
Cuando llegó a Nueva York era tarde, y fue directamente a la galería de Agustina; todavía tenía el piso subarrendado al primo de Graciela, así que no podía ir allí. Podría haber ido a un hotel, pero no quiso.
Estaba tan agotada que le costó acordarse del código de la alarma, aunque al final logró desconectarla y volver a conectarla. Abrió la cremallera de la maleta lo suficiente para sacar una chaqueta, se envolvió en ella y se estiró en el duro banco que había en medio de la galería. Hizo una pelota con una blusa para utilizarla de almohada.
«Mañana», pensó cuando empezaba a quedarse dormida; al día siguiente resolvería qué hacer. Y quizás al día siguiente, Pedro... No, no podía pensar en eso.
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