jueves, 17 de marzo de 2016
CAPITULO 11 (PRIMERA PARTE)
Paula se despertó sonriendo, aunque por lo demás ese parecía ser su estado normal siempre que estaba en Edilean. Tenía la sensación de que su vida iba a empezar ese día, lo que, por supuesto, era absurdo. La vida de una persona no empezaba a los veintiséis años.
Quizá su vida no fuera a empezar realmente, pero tenía la sensación de que iba a ocurrir algo.
Se puso las manos detrás de la cabeza y se apoyó en la pila de almohadas de plumón. La habitación era ciertamente preciosa. La cama tenía uno de esos colchones almohadillados que eran tan sumamente cómodos. Era una cama para revolcarse, para repantigarse, para soñar. O para hacer el amor.
La idea la hizo sonreír con más ganas mientras se acordaba de la noche anterior. Reírse en la oscuridad con un hombre al que no podía ver; oír su voz, notar su aliento en la mejilla.
No creía haber experimentado nunca algo tan romántico.
Pensó que era una lástima que la noche no pudiera llegar por la mañana para que pudiera conservar el humor, y la idea la hizo reír. El día traía la realidad. Y el trabajo.
Ese día Karen iba a pasar a recogerla para llevarla a Edilean. ¿Y qué ocurriría si veía al doctor Pedro Alfonso? ¿Se estrecharían las manos al ser presentados? ¿Se andarían con cumplidos?
Pensó que lo peor sería que él se disculpara por las cosas que había dicho la noche anterior. Confió en que Pedro no se arrepintiera de haberle contado que casi se había enamorado de cierta mujer que ahora estaba casada con otro hombre.
Y por supuesto que no podría reunirse con él esa noche.
Dado que le había dicho a bocajarro que andaba por ahí a la caza de esposa, verle de nuevo estaba fuera de discusión.
Paula era sangre nueva en el pueblo, así que era lógico que lo intentara con ella. Aunque al final, el resultado de aquel coqueteo sería que él acabaría lastimado. Cuando ella se marchara para regresar a Nueva York, el hombre se quedaría hecho polvo. No, no podía encontrarse con él.
Se levantó de la cama y se vistió para bajar. Karen estaría allí al cabo de una hora, y tenía que estar preparada. En cuanto abrió la puerta de su apartamento, olió a beicon y a algún tipo de bollería. ¿Magdalenas de plátano?
Estaba un poco nerviosa por ir a conocer a la señora Wingate, y se preguntó si la esquiva Lucia echaría a correr y se escondería cuando ella apareciera. Pero lo primero que oyó cuando llegó a la puerta de la cocina fueron unas carcajadas.
Las dos mujeres estaban en la gran habitación blanca, las dos delgadas, ambas bastante guapas. La más baja estaba junto a la cocina, la más alta ponía la mesa. Paula supo inmediatamente quién era cada cual. La alta tenía una elegancia en su manera de pararse, con la espalda rígida, que hacía que la gente la llamara «señora Wingate»; no se lo había dicho nadie, pero Paula supo que solo Pedro y su hermana la llamaban «señorita Livie». La baja estaba sonriendo y tenía un aspecto simpático. Sería Lucia. A Paula le pasó rápidamente por la cabeza que a su padre le encantaría estar allí, acompañado de aquellas dos mujeres preciosas.
—Aquí estás —dijo la alta—. Ven y desayuna con nosotras. Soy Olga Wingate, y esta es Lucia Cooper.
—Hola —dijo Paula, mirando a Lucia a distancia, que tenía una sartén en las manos. No parecía alguien que se escondiera del mundo.
—Tenemos beicon, huevos revueltos y magdalenas de plátano —dijo Lucia. Tenía una voz agradable, con una entonación que parecía proclamar que estaba encantada de estar viva—. ¿Algo? ¿Todo?
—Todo —dijo Paula—. Anoche no cené.
—Llegaste tarde —dijo la señora Wingate, y las dos mujeres la miraron como si esperasen una explicación.
«¡Pueblos pequeños!», pensó Paula. Nadie en su edificio de vecinos de Nueva York se enteraba de a qué hora entraba y salía.
—Me quedé dormida en la tumbona —mintió.
—Ya vi que la habían movido, igual que la silla —dijo Lucia mientras sacaba las magdalenas del horno.
Paula se maldijo por haberse olvidado de volver a dejar los muebles donde los había encontrado. Aunque por otra lado había estado demasiado oscuro para ver.
—No pasa nada —dijo la señora Wingate—. Pedro las volverá a poner en su sitio esta mañana. Ese chico sigue deambulando por ahí en la oscuridad. Es asombroso que no se tropezara contigo anoche.
Paula evitó los ojos de la señora Wingate mientras se sentaba a la mesa. Había un enorme cuenco de moras en el centro y se comió una.
—No paro de oír hablar de ese tal Pedro. ¿Viene a menudo a esta casa?
—Te lo has perdido por poco —dijo la señora Wingate—. Las moras las trajo él. Son de su casa.
—Y por supuesto vaporiza sus plantas, y las cuida —dijo Lucia.
—Karen me habla a menudo de él. ¿Qué tal es? —preguntó, como si solo intentara entablar conversación.
—Es un chico trabajador y callado —dijo la señora Wingate.
—Es un joven maravilloso, y hará lo que sea por ti. Me ha ayudado en tantas cosas... —añadió Lucia.
—¿Se refiere a que la ha ayudado como médico?
—¡Oh, no! Cuando recibí la 380, Pedro fue el único que entendió cómo se utilizaba la enhebradora semiautomática.
—¿Está hablando de su máquina de coser? —preguntó Paula.
—Sí, por supuesto —le aclaró Lucia.
—Tienes que ver el taller de Lucia y todas las máquinas que tiene —terció la señora Wingate.
—Acabo de comprar una Sashiko —dijo Lucia con orgullo, aunque no explicó qué era la tal cosa—. La verdad es que ahora sé enhebrar mis máquinas, aunque Pedro y yo tuvimos unas charlas tan encantadoras, que finjo que no entiendo la remalladora.
—Pedro siempre ha sido una buena compañía —declaró la señora Wingate, mientras ponía una cesta llena de magdalenas calientes encima de la mesa—. ¿No le has conocido todavía? —preguntó a Paula.
—No le he visto, no. —Miró a la señora Wingate—. ¿No me dijo Karen que usted le conocía desde niño?
—Sí —la mujer sonrió—. Empezó a venir aquí cuando todavía llevaba pañales. Le daba de comer y luego lo llevaba a casa, y siempre le decía que no podía volver, a menos que su madre llamara primero. Me encantaba que viniera, pero tenía miedo de que su madre se preocupara al no poder encontrarlo. —Suspiró—. Nunca hizo lo que le pedí. Adquirí la costumbre de llamar a su madre por teléfono en cuanto le veía aquí.
Lucia le entregó a Paula un plato lleno de beicon y huevos revueltos.
—Pedro hace lo que quiere.
—Sí, así es —confirmó la señora Wingate con un dejo de admiración en la voz.
—¿Está casado? —preguntó Paula. Sabía la respuesta, pero confiaba en que las mujeres siguieran hablando.
—Oh, no —dijo Lucy—. Es muy independiente. Ahora ni siquiera tiene novia.
—Y si el tío es semejante dechado de virtudes, ¿cómo es que ninguna mujer ha conseguido echarle el guante? —preguntó Paula. Al no decir nada las mujeres, dijo—: ¿He dicho algo malo?
—No —respondió Lucia—. Lo que pasa es que la mayoría de las mujeres del pueblo lo han intentado, pero ninguna ha tenido éxito con el doctor Pedro.
—Ni solteras ni casadas, si sabes a lo que me refiero —añadió la señora Wingate.
—¿Así que las deja? —preguntó Paula—. ¿Primero hace que se enamoren de él, y luego las deja?
—¡Oh, no! —exclamaron al unísono las dos mujeres.
—Es más bien que las mujeres le persiguen —dijo la señora Wingate—. Gustaba a las mujeres incluso cuando era niño.
—Era un niño tan guapo... —dijo Lucia.
—¿Lo es? —preguntó Paula, mientras mordía una magdalena—. ¿Cómo de guapo?
La señora Wingate y Lucia se pararon con la comida a medio camino de sus bocas y la miraron fijamente.
—Tanto, ¿eh?
—Sí —confirmaron al unísono la señora Wingate y Lucia.
Las tres mujeres permanecieron en silencio durante un instante, al cabo del cual la señora Wingate empezó a explicar la manera que tenían de repartirse el trabajo de la cocina.
—Si haces una lista de la compra, Lucia irá a buscar lo que necesites y te pasará la cuenta. Le encanta ir a la tienda tanto como yo lo detesto.
—Pero creía... —empezó Paula, pero se interrumpió. Si Lucia iba a la tienda de ultramarinos, entonces no era agorafóbica, como Karen creía.
—¿Haces ejercicio? —preguntó la señora Wingate.
—¿Ejercicio? ¿Se refiere a si voy al gimnasio?
—Sí.
—Lo procuro —confesó Paula—, pero mi vida en Nueva York es bastante frenética. Pero allí camino mucho.
—Supongo que podrías dar vueltas por el jardín —dijo Lucia.
—O puedes acompañarnos —dijo la señora Wingate—. Regreso del trabajo a las tres de la tarde y bajo al sótano a seguir uno de los DVD de Lucia. Dura una hora, y después tomamos el té entre las orquídeas de Pedro.
Paula escondió la cabeza para ocultar su sonrisa. ¿Qué clase de entrenamiento de DVD harían dos cincuentonas? ¿Diez estiramientos de piernas y un abdominal? ¿Una docena de repeticiones con unas mancuernas de kilo?
—O no —dijo la señora Wingate—. Lo que prefieras. Por supuesto que eres libre de hacer lo que quieras. Están a punto a abrir un gimnasio en Edilean, pero no lo harán hasta el otoño. Lucia, ¿qué harán allí?
—Artes marciales combinadas. Creo que tiene mucho de boxeo.
—Eso está un poco por encima de mi nivel de ejercicio —reconoció Paula, y las mujeres sonrieron—. Puede que me una a ustedes esta tarde
—¡Nos encantaría! —dijo Lucia.
La señora Wingate miró a Paula.
—Anoche, cuando te quedaste dormida fuera, ¿no te picaron los mosquitos?
—Nunca lo hacen —respondió—. A mi hermano se lo comen vivo, pero a mi padre y a mí, no.
—Te pareces a Pedro —dijo la señora Wingate—. Su madre y su hermana ya se pueden poner tres tipos diferentes de repelentes que aun así las siguen picando, pero a Pedro y a su padre jamás les ha picado un mosquito. —Bajó la vista durante un instante—. Cuando vi que los muebles del jardín habían sido movidos, pensé que quizá tú y Pedro os hubierais visto.
—No le he visto nunca —volvió a mentir Paula, aunque en esta ocasión notó cómo se ponía colorada. ¡Jamás serviría de espía! ¿Cómo era capaz de mentir a aquellas mujeres adorables?
La señora Wingate empezó a decir algo más, pero entonces oyeron el crujido de las ruedas de un coche sobre la grava.
—Lo más probable es que sea Karen —dijo Paula—. Ella y yo... —Se interrumpió porque de pronto Lucia se levantó de un salto y salió corriendo de la cocina—. ¿Qué he dicho?
—Nada malo —la tranquilizó la señora Wingate—. Es solo que es hora de que me vaya trabajar y que Lucia es... esto... bueno... es un poco tímida.
Paula pensó que al menos no era la única a la que se le daba mal mentir. ¿Por qué diantres Lucia Cooper —que no parecía tener un pelo de tímida— saldría corriendo cuando Karen aparecía?
Treinta minutos más tarde, Paula y Karen estaban en el coche de la última y se dirigían a Edilean. Karen se había tomado su tiempo en hacerle la visita a la señora Wingate, mientras Paula terminaba de prepararse para salir.
—Está absolutamente encantada de tenerte aquí —le dijo Karen cuando entraban en el pueblo—. Me preguntó si te importaría que te pidiera que le enseñaras tus acuarelas.
—Sabes que me encantaría enseñarlas. Mañana voy a sacar fotos, y luego veré lo que tengo. —En su primera visita a Edilean había hecho fotos, y posteriormente las había ampliado, cortado y combinado, y pintado a partir de tales composiciones. Desde entonces, había trabajado más a partir de las fotos que de la vida.
—¿Así que Lucia ha desayunado contigo?
—Sí —dijo Paula. No quiso decirle que la mujer había salido corriendo al llegar ella, por temor a herir los sentimientos de su amiga.
—Qué mujer más huraña —dijo Karen, mientras avanzaba por un callejón estrecho. Aparcó detrás de las tiendas—. ¿Te importa si primero vamos a ver qué hago con mi tienda?
—Es lo que más deseo.
Paula ya había visto la pequeña tienda de Karen dos veces.
Por supuesto, había estado allí para la inauguración, pero algunos meses antes, Karen había cambiado la iluminación y puesto una nueva alfombra. Paula había visto fotos, pero en persona era mejor de lo que se había imaginado. La bien pensada iluminación hacía que cada pieza pareciera estar en su propio estuche. Además de las piezas iluminadas había una zona reservada para los lugareños que quisieran comprar un anillo de compromiso. Karen le enseñó una caja de anillos con joyas acanaladas.
—Las diseñé especialmente para las personas que iban a contraer segundas nupcias o que querían renovar sus votos. La llamo colección Eternidad.
Paula sonrió. Pese a que Karen era la pragmática de las tres, en su fuero interno era profundamente romántica.
—Sofia la habría llamado «Buscando de nuevo el desamor»
—dijo Paula, y Karen se echó a reír.
—¡La echo tanto de menos! —exclamó Karen.
—¿Todavía no la has encontrado?
—No —dijo Karen—. ¡Espera un minuto! Se me acaba de ocurrir una idea. El nuevo marido de mi prima Sara tiene contactos en el FBI. A lo mejor puede encontrarla.
—Lo que me preocupa es que Sofia no quiera ser encontrada. Sabe dónde vivimos. Oyó el nombre de Edilean con bastante frecuencia, y todos los días salía a colación la Ferretería Layton. Si Sofia quisiera vernos, sabría cómo ponerse en contacto con nosotros.
—Sí, es posible —dijo Karen—. Pero me gustaría saber que se encuentra bien. Puede que si pudiera encontrarla y decirle que estarás aquí todo el verano, también viniera a visitarnos.
—Ahí que irían todos los hombres de este condado —dijo Paula, pero no pudo evitar sonreír al recordar lo que Pedro le había dicho la noche anterior. ¿Decía la verdad cuando dijo que había doblado la mitad de la foto donde estaba Sofia hacia atrás? Probablemente no, puesto que los hombres seguían a Sofia a donde quiera que fuera. En el campus le habían llevado los libros; en cada baile, al menos seis le pedían salir a bailar, y los fines de semana a veces tenía hasta tres citas al día. Sofia los llamaba «comidas gratis». «Si no quedo, no como», decía. Provenía de una familia humilde, y miraba cada centavo con lupa. Se había negado a dejar que Karen o Paula la ayudaran, y siempre pagaba lo suyo, aunque no fuera más que la tercera parte de una pizza. «Los hombres tienen que pagar por las cosas», acostumbraba decir.
El día que las tres terminaron la carrera se habían abrazado, llorado y jurado que seguirían siendo amigas eternamente. Paula y Karen mantuvieron la promesa, pero Sofia había desaparecido. Trataron de ponerse en contacto con ella por todos los medios a su alcance, pero no lo habían conseguido. Tres años atrás, Karen había volado a Tejas, el estado natal de Sofia, e ido en coche al pequeño pueblo donde Sofia decía que se había criado; pero nadie había oído hablar de ella. Y nadie había reconocido su foto.
—¿Piensas que todo lo que nos contó acerca de ella era mentira? —le había preguntado Karen a Paula por teléfono aquella noche.
—Si lo era, tendría sus motivos —había respondido.
Sabían que Sofia no quería que la encontraran, pero eso no impedía que siguieran teniendo esperanzas... ni que dejaran de intentar averiguar algo sobre ella.
Después de salir de la tienda, dieron un paseo por Edilean y se detuvieron en la tienda de la señora Wingate, Ayer.
Paula se quedó atónita por lo que vio. Ropa para niños y bebés, del algodón más suave que cupiera imaginar, con hileras de encajes y bandas bordadas insertadas en la tela.
Paula le dio la vuelta a un vestidito que tenía un corazón de encaje en el faldón. No se veía ninguna costura; el encaje había sido embutido de alguna manera en la tela y sujetado con unas puntadas casi invisibles.
La señora Wingate dijo que los vestidos recibían el nombre de «herencia» porque se basaban en una antigua técnica de costura. Donde otrora el encaje era insertado a mano, ahora se hacía a máquina. Paula había cosido bastante como para asombrarse de la precisión, además de lo artístico, de la ropa.
Deseaba hacerle algunas preguntas a la señora Wingate sobre cómo estaba hecho aquello, pero eso significaría hablar de Lucia. Paula quería saber más sobre la resistencia de Lucia a relacionarse con las personas, antes de empezar a soltar sin tino su hombre por todas partes.
—¿Te veremos esta tarde? —preguntó la señora Wingate cuando las dos jóvenes estaban a punto de irse.
—No estoy segura. —Paula miró a Karen inquisitivamente—. ¿Tenemos algo planeado para hoy a las tres?
—Lo cierto es que tengo que reunirme con algunos vendedores. Si quieres venir, eres bien recibida.
—Gracias, pero no —declinó Paula, y sonrió a la señora Wingate—. Parece que allí estaré.
Cuando estuvieron fuera, su amiga le preguntó de qué iba todo aquello.
—Quieren que haga gimnasia con ellas.
—¿Quieren? ¿Te refieres a la señora Wingate y la reservada Lucia?
—No es... —Paula se interrumpió. Si decía demasiado, Karen preguntaría, y ella no tenía respuestas—. ¿Tienes hambre?
—Estoy que me muero de hambre —dijo Karen—. Hay un bar de bocadillos dos tiendas más allá.
—Perfecto.
Dentro del pequeño y coqueto local hicieron sus pedidos y se sentaron a una mesa con la superficie de mármol.
—Háblame más de tu campaña de publicidad —dijo Paula, mientras colocaba su gran bolso en el suelo, al lado de su silla.
—Lo normal, amor y romanticismo. Puesto que tiendo a inspirarme en la naturaleza para mis diseños, pensé en las flores. ¿Crees que podrás hacerme algunas buenas acuarelas de las orquídeas de Pedro?
—Montones. Me preguntaba si alguna vez has pensado en utilizar algo parecido a una historia como base de tu campaña.
—¿A qué te refieres? ¿Como hacer que mi primo Luke Adams escriba algo y luego adapte las joyas a lo que escriba?
—Algo así. —Paula guardó silencio cuando la joven camarera les sirvió la comida. Cuando volvieron a estar solas, dijo—: Pensaba en Cupido y Psique.
—Ah, sí. Creo recordar la historia, pero tendré que buscarla.
—Era solo una idea —dijo Paula—. Si publicas tus anuncios en la misma revista, cada mes podría haber una continuación del relato.
—Y presentar un diseño distinto —dijo Karen—. No es mala idea. ¿Cómo se te ocurrió?
—Algo que dijo alguien —respondió, y se metió la comida en la boca.
Karen estaba asintiendo con la cabeza.
—Ángeles, arcos y flechas, un jardín lleno de flores...
—Por no hablar de un hombre guapísimo —añadió Paula.
—Que podría estar entregándole una joya —siguió Karen—. ¡Me gusta! Siempre se te dio bastante bien el retrato. ¿Crees que podrías hacer esto?
—Si me consigues un modelo tan guapo como el hijo de Venus, por supuesto —dijo, bromeando Karen ni lo dudó.
—Conseguiré a Pedro. No le gustará hacerlo, pero le daré la brasa hasta que le convenza. ¿Lista para marcharte?
—Creo que haré una rápida visita al servicio —dijo Paula, pensando en que Karen hubiera elegido a Pedro como Cupido sin pensárselo dos veces.
—Tomaré algunas notas —dijo Karen.
Paula regresó a la mesa al cabo de unos minutos y se encontró a Karen partiéndose el pecho a reír.
—¿Qué me he perdido?
—A Pedro.
—¿Qué pasa con él?
—Que acaba de estar aquí. Dijo que lo sentía, que no podía quedarse para conocerte, pero que tenía que ayudar a su padre con algo. Dijo que esta noche se pasaría por la casa de la señora Wingate.
—Me gustaría verle —dijo Paul—, sobre todo porque es de lo único que os oigo hablar a ti, a la señora Wingate y a Lucia.
—¡Así que hablaste con esa tal Lucia! —exclamó Karen.
Paula recogió su bolso.
—¿Hay algún sitio donde pueda comprar champú? Me he quedado sin.
—Por supuesto. Aquí lo hacemos en casa y le echamos lejía, pero no te quemará el pelo demasiado.
—Muy graciosa —dijo Paula—. Solo necesito...
—¿Señora?
Se volvieron y se encontraron con la camarera, que estaba tendiendo un gran libro de colores muy vivos a Paula.
—Se dejaba esto.
Paula cogió el libro y se lo quedó mirando de hito en hito.
Cupido y Psique, se titulaba, y estaba profusamente ilustrado con unas acuarelas preciosas.
—¡Paula! —dijo Karen—. Realmente has estado pensando muchísimo en mi campaña publicitaria. ¡Eres tan buena amiga! ¿Me lo prestas? —Y extendió la mano hacia el libro.
—¡No! —dijo Paula, aferrando el libro contra su pecho—. Bueno, es que tengo que mirarlo un poco más para que me dé algunas ideas.
—Vale —dijo Karen, sonriendo—, pero soy la siguiente.
CAPITULO 10 (PRIMERA PARTE)
Mientras regresaba a su casa, Pedro no era capaz de dejar de sonreír. Esa noche ella le había gustado tanto como la primera vez. Había sido fantástico hablar y coquetear con ella en la oscuridad, provocarla. Le había gustado que no hubiera estado evasiva, que no hubiera soltado ninguna risilla tonta, que no se hubiera ruborizado. Puesto que había habido tantas mujeres en su vida que lo habían visto como un médico soltero, y por consiguiente como material casadero, la había puesto a prueba. Le había dicho enseguida que quería una esposa e hijos. Sabía por experiencia que la mayoría de las mujeres habrían dicho que eso era también lo que ellas querían... aunque no fuera verdad.
¡Pero Paula no! De inmediato le había dicho que no se iba a quedar en Edilean, que no quería casarse, y que quería ser una artista profesional por encima de cualquier hombre.
No podía evitar admirar su honestidad al tiempo que se le antojaba... bueno, un pequeño desafío.
Esa noche había sentido despertar algo en su interior, algo desconocido hasta ese momento. Le había gustado Paula; al anticuado le atraía. Tenía que olvidarse de que la manera en que le había pasado las manos por la cara le había hecho desear tirarla al suelo y hacerle el amor allí mismo. Había disfrutado muchísimo riéndose y hablando con ella de una fábula griega con un sesgo erótico.
En cuanto llegara dentro, se estiraría en su cama y empezaría a repasar toda la noche mentalmente, empezando por lo apacible y tranquila que se había mostrado cuando se había caído encima de ella. La mayoría de las mujeres se habrían puesto histéricas, pero Paula enseguida había deducido que era él. E incluso se acordaba de que el padre de Pedro estaba ejerciendo como médico del pueblo.
Seguía sin poder creerse que le hubiera contado lo de Gemma. No le había contado a nadie lo que había sentido por la joven llegada a Edilean hacía tan poco tiempo. En una ocasión, furioso, a punto había estado de decirle a Colin, el hombre con el que se había casado, la verdad sobre sus sentimientos hacia Gemma. Pero aparte de eso, jamás se había aproximado siquiera a contarle a nadie que hubiera estado a punto de enamorarse. Gemma había encajado en su casa; era fácil hablar con ella. Pedro se había sorprendido revelándole cosas que no le había contado a nadie más.
En las últimas semanas desde que ella se casara con su amigo, Pedro se había estado preguntando sobre lo que habría ocurrido si hubiera seguido los consejos de su hermana y se hubiera esforzado. ¿Apareciendo en casa de Gemma con una botella de vino, quizás? ¿O pidiéndole que salieran a cenar?
Pero no había hecho nada de eso.
Había dejado la vieja foto de Paula en el cajón de la mesilla de noche, y la sacó para mirarla. Cada vez que lo hacía, le parecía más guapa. Su nariz era un tanto respingoncilla en la punta. Y sus ojos parecían a punto de echarse a reír. Pero su boca no es que fuera mona; era preciosa. Sus labios parecían sacados de un anuncio de pintalabios, absolutamente perfectos y, ay, tan deseables.
—Vamos, Alfonso —dijo en voz alta. Dejó la foto en la mesilla de noche y se levantó de la cama. Era tarde, tenía hambre y se enfrentaba a la ardua labor de intentar desvestirse y vestirse con un solo brazo. Pensó: «Si Paula estuviera aquí, me ayudaría», y la idea le hizo soltar un gemido.
Tenía el frigorífico bien abastecido gracias a los desvelos de su asistenta. Ella le cocinaba cosas en su casa y se las llevaba. Cuatro años atrás, cuando la contrató, la mujer le había mirado extasiada, pero ahora estaba comprometida y lo más probable es que solo le pidiera que le mirase una faringitis.
Llenó un plato con rosbif frío y ensaladas frías, abrió una botella de vino y se sentó en un taburete para comer en la encimera.
Paula le había dejado claro que no estaba interesada en vivir en Edilean, y que se marcharía al terminar el verano para regresar a Nueva York.
Pedro sabía que era indiscutible que tenía que respetar los deseos de Paula. Lo que debía hacer era buscar por ahí una mujer con la que pudiera pasar su vida. Ya tenía treinta y cuatro años; antes de que se diera cuenta, tendría cuarenta, y esa sería una edad avanzada para fundar una familia.
Aunque quizá, si hacía lo que su hermana le sugería y se esforzaba un poco, podría convencer a Jecca para que se quedara algún tiempo más en Edilean. Por otro lado, puede que una vez que se conocieran mejor uno al otro, descubrieran que solo estaban destinados a ser amigos.
Quizás el ávido y abrasador deseo que había sentido esa noche acabara desapareciendo por sí solo.
Echándose a reír por semejante absurdo, fue hasta su portátil y se conectó.
-Me pregunto qué libros habrá sobre Cupido y Psique —dijo—. Y dónde puedo conseguir uno.
Tal vez fracasara, pero esta vez iba a poner todos los medios a su alcance para conquistar a la bella doncella.
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