sábado, 16 de abril de 2016

CAPITULO 26: (TERCERA PARTE)




Pasaron el día comprando el equipo necesario para el pequeño restaurante y, por mucho que Ramon lo intentó, no consiguió convencer a Paula de que compraran una cucharita siquiera que la chica no considerase imprescindible. Dado que a Ramon también le gustaba la cocina, hablaron mucho del tema, y ella se encargó de que la conversación nunca derivara hacia asuntos más personales. Era como si la chica se hubiera cerrado, como si hubiera levantado un muro a su alrededor, algo que a él le molestaba. Quizá Pedro fuera el principal responsable de lo que le había pasado, pero también lo era la ciudad en pleno por seguirle el juego.


Cuando hicieron una pausa para almorzar y Paula se excusó para ir un momento al baño, Ramon llamó a Sara para ponerla al día.


—Todos somos culpables —admitió Sara—. No solo Pedro, sino todos nosotros. ¿Cómo podemos ayudar a esa pobre mujer?


—¿Demostrándole que Edilean no está llena de escoria mentirosa e intrigante? —sugirió Ramon.


—Eso para empezar. Mantenla ocupada tanto como puedas, y yo me encargaré de hablar con la gente para que se sienta bienvenida a esta ciudad. Karen y Maria van a asesinarnos... Perdona, pero tengo que dejarte, necesito... Oh, no sé por dónde empezar.


Sara colgó, y Ramon volvió a la mesa con Paula.


—¿Qué más necesitas? —le preguntó, sentándose frente a ella.


—Ya hemos comprado demasiadas cosas. No sé cómo voy a pagarte todo esto —suspiró Paula.


Ramon estuvo a punto de pedirle perdón en nombre de toda la ciudad, pero no lo hizo. En su lugar, dijo:
—Déjame trabajar contigo. Pedí un año de excedencia para escribir una novela, una novela de misterio que arrasara en todo el mundo, pero... —Hizo un gesto vago con la mano—. Digamos que el mundo está a salvo. Todos saben que sé cocinar un poco, así que quizá pueda, no sé... —Se encogió de hombros.


—¿Ayudarme a hacer bocadillos para chicas?


Ramon no comprendió la referencia, así que Paula tuvo que explicarle lo que le había dicho Al.


Ramon no pudo contener la risa.


—Si haces una hamburguesa de menos de medio kilo, Al pensará que es para una chica.


—Quizá debería hacer sándwiches de rosbif que pesen tanto como Al. Lo llamaríamos el «Bocadillo Al».


—¿Con salsa de rábanos picantes?


—Por supuesto.


—¿Y para su esposa, la señora Solo-Como-Alimentos-Light?


—¿Para la señora Dos-Tallos-De-Apio? Mmm, ¿qué tal una ensalada con tiritas de pollo asado?


—Pero no una pechuga entera...


—Claro que no, sería demasiada comida. Y una rebanada de pan tostado. Sin mayonesa, por supuesto, solo unas gotitas de aceite y un toque de zumo de limón. Lo llamaríamos «Señora de Al».


Ramon se inclinó hacia ella.


—Puede que hayas encontrado petróleo. Piénsalo: bocadillos personalizados para los habitantes de Edilean.


—Entonces ¿qué debería incluir? ¿Arsénico o cicuta?


—¡Ouch, eso duele! —Ramon rio.


—Lo siento. Estoy segura de que en Edilean hay personas maravillosas que solo querían ayudar a Pedro, pero pensar que se burlaron de mí porque estaba trabajando para un hombre que bañé en cerveza, despierta todos mis malos instintos. Si visitan mi tienda, no sabré cómo enfrentarme a ellos. ¿Cómo voy a servirle sopa y bocadillos a los que... que...?


—Creo que en esta ciudad tendemos tanto a proteger a los nuestros que no pensamos en los forasteros. Hace unos años, una joven llamada Jocelyn heredó Edilean Manor, y no le dijimos que su jardinero era en realidad Luke Adams.


—¿El escritor?


—El mismo.


—¿Y se creyó que solo era el tipo que plantaba las petunias? ¿Cómo se lo tomó cuando lo descubrió?


—No demasiado mal. Lo curioso es que volcó toda su furia sobre Luke, no sobre los demás habitantes de la ciudad.


—¿Me estás diciendo que debería perdonar y olvidar, no?


—Supongo. Al menos danos una oportunidad para ayudarte, ¿de acuerdo?


—Yo... —Paula se lo pensó dos veces antes de responder—. Pregúntamelo otra vez el quince de enero.


Ramon sonrió.


—Me parece justo. ¿Nos vamos? Oye, ¿qué sándwich piensas que le gustaría a un escritor?


—Uno con el mejor best seller de la lista del New York Times incrustado en el pan.


Ramon la contempló atónito unos segundos, antes de estallar en carcajadas.


—¡Oh, Paula, voy a disfrutar trabajando contigo! ¡Y aún tenemos que crear un bocadillo especial para mi primo! Vamos, compremos una plancha para los sándwiches... No, mejor compremos tres.


Y se marcharon del restaurante sonriendo.


Pedro permaneció inmóvil en el pasillo del hospital varios minutos, incapaz de dar un paso. No había dormido nada en dos días y sabía que lo más razonable era irse a casa. Pero la visión de su oscuro apartamento, sin la presencia de Paula para iluminarlo, le resultaba insoportable. Solo podía pensar en cómo recuperar su amor... o su afecto por lo menos. ¿Aceptaría una disculpa? Lo dudaba.


Mientras guardaba el móvil en el bolsillo se acordó de su compañero de habitación en la universidad. Buscó en su lista de contactos y pulsó la tecla de llamada.


—¡Hola, hacía tiempo...! —saludó Kirk, su compañero—. ¿Sigues intentando que alguien se traslade a la gloriosa Edilean para hacerse cargo de tu consulta?


—No, necesito otra cosa —explicó Pedro—. Tu hermano estudió ingeniería, ¿verdad?


—Sí, y ahora trabaja para la NASA. ¿Estás planeando irte a la Luna para librarte de Edilean?


Pedro hizo una mueca ante la idea de que, por su culpa, alguien pensara que odiaba tanto Edilean.


—¿No me dijiste que de pequeño le gustaba descifrar códigos?


—Sí, mucho. ¿Has decidido convertirte en espía y necesitas tu código personal?


—En realidad ya lo soy. Más o menos.


—¡Cuéntamelo todo! —aplaudió Kirk, entusiasmado—. ¿A quién quieres espiar?


—Eso no puedo decírtelo —confesó Pedro. Hablar con su primo era una cosa, pero no pensaba mencionar el apellido Treeborne a alguien que no fuera de la familia. Así que mintió.


—Mi tía ha encontrado un viejo libro de cocina de su abuela y le gustaría probar algunas de las recetas, pero está escrito en una especie de código. ¿Crees que tu hermano podría descifrarlo?


—Si él no puede, tiene a toda la industria aeroespacial para echarle una mano. Pero te advierto que si es uno de esos códigos basados en el orden de las palabras de otro libro y no tienes ese libro, será un problema.


—Es posible, no tengo ni idea. Puedo escanearlo y enviárselo a tu hermano, ¿te parece bien?


—Le acabo de diagnosticar pie de atleta, así que me debe una. Sigo teniendo la misma dirección electrónica, envíamelo a mí y se lo haré llegar.


—De acuerdo. Ahora mismo estoy en Williamsburg, pero te lo enviaré en cuanto vuelva a casa. Y gracias, Kirk, yo también te deberé una.


—Bueno, la verdad es que tengo un pequeño problema de hemorroides y...


—Llama a un especialista —cortó Pedro con sequedad. 


Antes de colgar pudo oír la carcajada burlona de su amigo.


Cuando se marchó del hospital, la idea de hacer algo por Paula alivió un poco su depresión anterior. Como era tarde, se encontró la consulta vacía y oscura, y su apartamento resultó todavía peor. A pesar de su agotamiento, se tomó el tiempo suficiente para escanear el libro de recetas de los Treeborne y enviarle las páginas a Kirk. Después mandó un correo electrónico a la esposa de Al para decirle que pensaba trasladarse al día siguiente a la casa que había alquilado para Paula. No soportaba la soledad de su apartamento, un apartamento que Paula había convertido en un hogar.


Mañana, siguió repitiéndose mientras se duchaba, mañana haría todo lo posible para que ella lo perdonase. Si la ayudaba con lo que fuera que el idiota de Treeborne le había hecho, quizá ganara algunos puntos. Claro que era muy probable que Paula considerase a Pedro tan mala persona como Carter Treeborne.


Cuando acabó de ducharse fue hasta la nevera, reunió todos los alimentos precocinados de aquella marca y los tiró a la basura.


—Mañana —exclamó en voz alta, antes de irse a la cama.



CAPITULO 25: (TERCERA PARTE)




Cuando Paula aparcó su coche y hubo recorrido la mitad de una de las plazas de Edilean, estaba segura de cometer un error. ¿Qué sabía ella de llevar una sandwichería? No podría hacerlo sola, tendría que pedir ayuda. ¿A quién? ¿A uno de los habitantes de Edilean? ¿A una de las personas que la habían visto bailar con Pedro, sabiendo que no tenía ni idea de quién era realmente? ¿Alguien que se había reído a gusto, pensando en su cara al descubrir el engaño? ¿Que seguramente apostó a lo furiosa que estaría con él? ¡Oh, cómo se habían divertido!


Mientras se dirigía a la tienda jugueteó con la retorcida idea de contratar a las mujeres que trabajaban para Pedro.


«¡Me lo debéis!», les gritaría. Pensó en la bienvenida de Helena el día que la conoció. La joven se había plantado en el porche de Karen, esperando que saliera. Y cuando lo hizo, prácticamente la metió en el coche a empujones, como si temiera que Paula se cruzara con alguien que la reconociera por la calle y le dijera: «Tú eres la chica que vació una cerveza en la cabeza del doctor Pedro. ¡Bien hecho, chica! Hace años que estaba deseando hacer lo mismo.»


En cuanto llegó a la consulta, las tres mujeres la empujaron escaleras arriba hasta el apartamento. Y, ¡oh, cómo le mintieron! Siempre con sus «querido doctor» por aquí y sus «adorado doctor» por allá, e intentando... ¿intentando qué? 
¿Encerrarla en el apartamento hasta el regreso del médico? 


Cuando llegó a su destino, Paula incluso disfrutaba de la rabia que iba acumulándose en su interior.


La tienda era estrecha, con una puerta a la izquierda y un gran ventanal a la derecha. El letrero anunciaba con letras rosas sándwiches del día y batidos. ¿Qué nombre podía ponerle a la tienda? ¿La Mentira? ¿La Tomadura de Pelo?


—El nombre es un poco exagerado, ¿verdad? —dijo tras ella una voz masculina.


Paula dio media vuelta para encontrarse con un hombre fornido, vestido con pantalones vaqueros y una camisa de franela a cuadros sobre una vieja camiseta. Lo reconoció del bar y pensó que quizá fue su cerveza la que utilizó para empapar a Pedro.


—No había visto a nadie mirar con tanto desprecio a alguien desde que mi mujer me dejó —Ramon sonrió—. A lo mejor eres una de sus muchas parientes que no conocía.


Ella no creyó que aquel comentario fuera divertido.


—Esto es un error —respondió, dando media vuelta.


Ramon interpuso su corpachón para impedirle el paso.


—Te pido perdón. Por todo. Pero disfrutamos tanto que se me ha escapado sin querer.


—¿«Disfrutamos»? —repitió Paula, fulminándolo con la mirada—. ¿Aquí disfrutan humillando a una forastera?


—¡Diablos, no! Me refería a lo que le hiciste a Pedro en el restaurante. A todos nos encantó ver la cerveza chorreándole por la cabeza. Y cuando digo a todos, me refiero a que toda la ciudad deseaba hacerle eso o algo peor. Pero, claro, es nuestro médico y nos preocupa que pueda añadirle algo a la próxima vacuna antigripal. Somos unos cobardes, lo reconozco.


—Casi me atropelló —protestó Paula, pero su simpatía por la situación ablandaba su resolución. Y ya que estaba ahí, podía echarle un vistazo a la tienda.


Ramon puso su mano a pocos centímetros de la espalda de la chica. No la tocó, solo la guio por la acera.


—Según dicen, te destrozó algo.


—Mi teléfono móvil.


—¡Una pérdida muy cara!


—No, era desechable.


Ramon abrió la puerta de la tienda con sus llaves e hizo un ademán, invitándola a entrar. Lanzó una mirada crítica al interior. La estructura del local era bastante simple: un alto mostrador de cristal a la izquierda, con una encimera de acero inoxidable tras él, y unas cuantas mesas y sillas a la derecha y al fondo. Era pequeño, pero parecía limpio y en buen estado.


Pedro debería comprar esta tienda para ti —comentó Ramon.


—No quiero nada de él. Absolutamente nada —escupió ella.


—Ah, ¿no? —preguntó Ramon, y sus ojos se iluminaron.


Era un hombre bastante guapo, con melena espesa y bigote de un ligero matiz rojizo. Y ahora la estaba mirando de la misma forma en que la miraban los hombres desde que fuera una adolescente, pero a ella no le interesaba. Ramon lo captó al instante.


—Vale, dejemos el tema. Eso puede esperar. ¿Qué opinas del local?


Paula miró la pizarra colgada sobre el mostrador. Tenía una lista de seis sabores de batidos y varios tipos de bocadillos.


—No sé nada de esta clase de negocio, y solo he cocinado para mi familia.


—Pues haz comidas familiares —soltó Ramon, apoyándose en el mostrador de cristal—. Mira, Paula... si es que puedo llamarte así. Por lo que cuentan, tu situación no es precisamente envidiable. No tienes trabajo, tus amigas están de viaje lejos de aquí y tu hermana ha ido a una universidad no sé dónde.


Paula cruzó los brazos. No pensaba decirle a aquel hombre nada personal, tendría que conformarse con los chismorreos.


—Bien. Puede que actualmente seas el centro de atención de esta ciudad y no te culpo por estar un poco molesta...


—¿Un poco molesta? —lo interrumpió ella—. ¿Qué tal un llameante infierno de furia?


Ramon no pudo reprimir una sonrisa. ¡Maldita sea, era preciosa! Y le gustaba su temperamento. Si algo no soportaba, era a las mujeres insulsas.


—Y tienes motivos para sentirte así. No te culparía si te fueras de la ciudad y no volvieras nunca más.


—Justo lo que estaba pensando —ratificó Paula, dirigiéndose hacia la puerta.


En ese momento empezó a vibrar el viejo móvil que le había cogido prestado a Karen. Había algo en aquel sordo zumbido que impulsaba a responder. Su teléfono lo tenía tan poca gente, que quería saber quién pretendía contactar con ella.


Sacó el móvil del bolso. Era un mensaje de texto de Pedro:
Lamento mi marcha. Accidente múltiple coches. Volveré cuando pueda. ¿Has encontrado casa para nosotros? Te echo de menos. Pedro.


Sabía que le gustaba bromear sobre lo de vivir juntos pero, por un instante, cerró los ojos. Si no supiera lo que ahora sabía, aquel texto le habría hecho muy feliz. ¿Una casa para «nosotros»? ¿«Te echo de menos»? Incluso el retraso porque estaba salvando vidas resultaba atractivo.


Pero no ahora. Guardó el teléfono.


—¿Era Pedro? —se interesó Ramon.


Paula se limitó a asentir con la cabeza.


—El pobre no sabe que puede darse por muerto —dijo Ramon con tanto regocijo que Paula no pudo por menos que esbozar una sonrisa.


Volvió a estudiar el pequeño restaurante. El sol se filtraba a través del ventanal, haciendo visibles las motas de polvo que flotaban en el aire. El cristal del mostrador estaba sucio y el suelo de madera necesitaba un buen fregado. El texto de Pedro le había hecho comprender que, si se quedaba en la ciudad, tendría que verlo cada día.


—Creo que esto es un error —sentenció, caminando de nuevo hacia la puerta.


—¡Navidad! —exclamó Ramon.


—¿Qué tiene eso que ver? —se extrañó Paula.


—Todo el mundo en los alrededores, desde aquí hasta Washington, cree que Edilean es la ciudad más bonita que haya visto nunca. Nosotros odiamos que la llamen «pintoresca», pero hemos aprendido a sacar provecho de ello. El setenta y cinco por ciento de nuestro negocio lo hacemos entre el día de Acción de Gracias y Navidad. Y todos los compradores que pasan por aquí acaban hambrientos. Haz sopa, haz bocadillos, cóbrales el mismo precio que pagarían en una gran ciudad, y a mediados de enero tendrás bastante dinero para poder irte de aquí.


Paula tenía la mano sobre el picaporte de la puerta, pero aún no lo había girado.


—No puedo hacerlo sola.


—Quizá podamos conseguirte un poco de ayuda.


—¿«Podamos»?


—Nosotros, la gente de Edilean, todos. Al me contó que planea hacerles sentir tan culpables por haber encubierto a Pedro, que vendrán a comer aquí tres veces al día.


Paula siguió aferrada al picaporte.


—De acuerdo, dos comidas y puedes elegir los clientes —insistió Ramon—. Si fuera tú, haría un menú sencillo y lo cambiaría cada día, de esa forma no te aburrirás. Dile a la gente que lo tome o lo deje. Y para Acción de Gracias podrías...


—Preparar comida para llevar —terminó ella con voz baja—. Admitir pedidos con antelación.


Conocía a un carnicero que lo hacía, y envidiaba a la gente que podía permitírselo. Cocinar un pavo y una docena de platos complementarios no era fácil, así que se agradecía toda clase de ayuda.


—¿Has visto la cocina? —preguntó Ramon, señalando detrás del mostrador—. Es una Wolf de mandos rojos. Bonita, ¿eh?


Paula retiró la mano del picaporte y se acercó para ver la cocina a través del cristal.


—Nunca he usado una cocina industrial.


—Tiene ocho fuegos. La última inquilina quería este modelo y lo compré para ella. Me costó una fortuna.


—¿Y cómo te lo pagó? —quiso saber Paula, alzando una ceja.


Ramon soltó una carcajada.


—Me has pillado. Sí, me pidió una Wolf de ocho fuegos mientras estábamos juntos en la cama. Creí que se refería a mí, pero resulta que hablaba de una cocina industrial.


Una ligera sonrisa asomó a los labios de Paula.


—Ah, mucho mejor. ¿No crees que podrías quedarte aquí dos meses y medio? Solo hasta Año Nuevo.


Paula fue hasta el extremo del mostrador y echó un vistazo. Allí estaba la enorme cocina con sus quemadores de hierro, una doble puerta para el horno bajo ellos y un revestimiento de acero inoxidable en la parte superior. Más acero inoxidable cubría los mostradores y una estantería cubría el resto de la pared.


«¿Puedo hacerlo?», se preguntó, e intentó visualizar el pequeño local lleno de gente. Madres con hijos sobreexcitados llevando media docena de bolsas llenas de regalos; gente haciendo una parada antes de lanzarse a las compras de última hora; dueños y empleados de las tiendas vecinas pidiendo bocadillos para poder volver a sus negocios cuanto antes...


—¿Quieres ver el apartamento? —sugirió Ramon.


Paula asintió y siguió al hombre hasta el fondo de la tienda, estudiando el resto del local a medida que avanzaba. En la parte trasera podían verse algunas manchas en la pared, allí donde habían colgado algunos cuadros. Si realmente recibían muchos turistas en Edilean, «desde aquí hasta Washington», como decía Ramon, quizá pudiera exhibir algunos de sus trabajos. Solía ser bastante buena haciendo relieves. ¿Por qué no colgar unos cuantos en las paredes?


Si servía desayunos y comidas, pero no cenas, podría reservarse las tardes para ella. Sin un hombre en su vida —y se juró a sí misma que no lo habría— tendría tiempo suficiente para sus creaciones.


«¡Qué palabra más maravillosa!», pensó al subir la escalera, y no pudo evitar repetirla en voz alta:
—Crear.


—¿Decías algo? —preguntó Ramon.


—No, nada.


Abrió la puerta en la que terminaban los escalones y vio el apartamento. Era pequeño y alargado, tan estrecho como la tienda, pero con techos altos y ventanas en toda la parte frontal. La sala de estar daba a la calle, y tanto el dormitorio como el baño quedaban en la parte trasera. La cocina estaba a medio camino. Había un montón de cajas llenas con los efectos personales de la última inquilina, y que tendría que eliminar. Pero, en conjunto, parecía un apartamento bastante aprovechable.


Paula miró a Ramon.


—No tengo muebles, necesito ayuda con la tienda y no dispongo de dinero para pagar a nadie. Bueno, la verdad es que no tengo dinero ni para comprar una bolsa de cebollas.


—¿Y si yo...?


—No —cortó ella. Por primera vez desde que viera la cara de Pedro, estaba completamente segura de algo.


—Pero, yo...


—No —repitió, lanzando chispas por los ojos.


Pedro nos lo ha hecho imposible para los demás, ¿verdad? —preguntó Ramon tras soltar un largo suspiró.


—Si te refieres a los hombres en general, la respuesta es sí. Yo... —Se interrumpió, insegura de lo que quería o necesitaba. Era demasiado pronto y sus ideas en aquel momento eran demasiado confusas.


De lo único que estaba segura era de que todo había ido demasiado deprisa. Había pasado de Gonzalo a Pedro en cuestión de días. Al volver a su pequeña ciudad tejana, Gonzalo resultó ser su salvador. Durante muchos años había tenido que oír los comentarios sarcásticos de la gente por haberse ido a estudiar a una sofisticada universidad del Este solo para aprender a pintar cuadros.


«Eso lo aprendí yo en primaria», dijo una vez un chico que conocía desde niño, y todo el mundo se había reído burlonamente. Paula solo había vuelto porque su hermana pequeña necesitaba ayuda, y solo por eso se había quedado. Para ella, era un acto noble. Sentía que debía proteger a su hermana, pero los demás insistían en señalar que su título universitario no le serviría para hacer de camarera o para contestar al teléfono en cualquier compañía de seguros.


Entonces llegó Gonzalo, y ese verano había sido maravilloso. Fue genial que Gonzalo la eligiera como su pequeña y sexy compañera de juerga. Aunque no aparecieran mucho en público, todo el mundo sabía que Gonzalo Treeborne y ella eran pareja.


Tras su tercera cita, Paula se dio cuenta del cambio de actitud de la gente que la rodeaba. Le tomaban menos el pelo y desaparecieron los comentarios sobre lo bien que le sentaba el uniforme. En lugar de eso, daba la impresión de que darle los «buenos días» se había convertido en algo importante para ellos.


¿Era eso lo que realmente le había gustado de salir con Gonzalo? ¿No exactamente él como hombre, sino como parte de la familia Treeborne? Cuando le dijo que todo había terminado, ¿se sintió furiosa por perderlo a él o por perder el respeto que el apellido Treeborne le había proporcionado?


Y lo más importante, ¿había accedido a la relación con Pedro por él en sí mismo o porque veía la posibilidad de vengarse de Gonzalo con todo un médico?


—¿Ves? —dijo—. Soy igual que tú. Carne de matrimonio.


—Oye, ¿estás bien? —preguntó Ramon cuando volvieron a la planta baja.


—Pensaba en voz alta. ¿De verdad crees que puedo ganar dinero con esto? Solo el alquiler...


—Es gratis durante cuatro meses, y yo me encargaré del sueldo de tus empleados durante tres.


—No puedes...


Ramon pasó de la calma al enfado en un par de segundos.


—¿Sabes una cosa? Tienes que cambiar el chip. Todos necesitamos ayuda en un momento u otro de nuestra vida, y yo te la estoy ofreciendo. Si hace que te sientas mejor, tómalo como una inversión y el año que viene devuélveme todo lo que me gaste. Pero, de momento, tienes que aprender a decir que sí.


Lo primero que pasó por la mente de Paula fue dar un portazo y marcharse de allí, de Edilean, para siempre, pero al final comprendió que Ramon tenía razón.


—Lo sé, es que... —Hizo una pausa, intentando controlar los nervios—. Es que me siento una inútil. No tengo trabajo y necesito ayuda. ¿Tienes idea de por dónde debería empezar?


—¿Quién consideras que te dijo la peor mentira? —preguntó Ramon, exhibiendo una sonrisa—. ¿Quién te mintió más descaradamente en tu propia cara?


—¿Aparte de ti?


—El alquiler gratis y los salarios son mi penitencia. —Y su sonrisa se acentuó—. ¿Quién más te debe una?


Paula apretó los labios rememorando todo lo ocurrido.


—Las tres mujeres que trabajan para Pedro. Cuando pienso en que pasé todo un día limpiando y ordenando su apartamento mientras ellas, sabiendo lo que había pasado, me ocultaron su identidad... Me gustaría devolverles la jugada.


—Tengo una idea mejor, les daremos todo un baño de culpabilidad.


Ramon sacó su teléfono móvil del bolsillo y presionó algunas teclas.


—¿Bety? Estoy en Daisy’s. —Hizo una pausa—. Sí, por fin he encontrado un inquilino y quiere abrir la tienda cuanto antes. Así que quiero que las otras chicas y tú vengáis aquí y lo dejéis todo inmaculadamente limpio.


Paula pudo escuchar el tono ofendido de Bety.


—¿Desde cuándo somos tus mujeres de la limpieza, Ramon McTern? Que el doctor Pedro esté fuera de la ciudad no significa que no tengamos trabajo. Somos profesionales y...


—Paula lo sabe todo —dijo tranquilamente Ramon.


—¿Cuánto es todo? —preguntó Bety tras unos segundos de silencio.


—Todo es todo: las mentiras, los secretos, la conspiración de toda la ciudad... Sabe hasta el último detalle.


Cuando Bety recuperó el habla, su tono era mucho más pesaroso, más sumiso.


—Tendremos que comprar todo lo necesario.


—Daos prisa —y cortó la comunicación, sin dejar de mirar a la preciosidad que tenía delante—. ¿Qué más necesitas?


—No lo sé —reconoció Paula—. ¿Vas a concederme más deseos?


—¿Eso me convierte en un hada madrina? —contraatacó Ramon, entrecerrando los ojos.


—Si el zapato se ajusta al pie, es Cenicienta —sentenció Paula.


Ante ese insulto, Ramon se levantó y se dirigió hacia la puerta.


—¡Lo siento! —exclamó ella, yendo tras él y sujetándolo por el brazo—. No quise ofenderte. Yo...


Una mirada a los ojos de Ramon, brillantes y divertidos, y se dio cuenta de que le había tomado el pelo.


—Está bien, lo necesito todo. Muebles, cortinas, sartenes, ollas... hasta el nombre del local pintado en el escaparate.


—¿Cómo piensas llamarlo? ¿La Venganza de Paula?


—¿Qué tal No se Admiten Médicos?


—Me encanta ese nombre —confesó Ramon, llevándose la mano al corazón—. Significa que aún tengo una posibilidad.


Paula retrocedió un paso y levantó las manos en actitud defensiva.


—No. Se acabaron los hombres. Al menos por una larga temporada.


—¿Muy larga? —quiso saber Ramon.


—Hasta que... —Miró las paredes antes de proseguir—. Hasta que cubra las paredes con mis obras.


—Ah, sí. Eres una artista, ¿no?


—Lo era. Quería serlo.


—Yo siempre he querido ser escritor. El problema es que no puedo escribir.


—Dudo que eso sea verdad. Seguro que puedes...


Ramon negó con la cabeza.


—¿Qué? —se extrañó Paula.


—Creo que nunca he conocido a nadie con un corazón como el tuyo. Despiertas mi instinto protector y me haces sentir como un caballero de brillante armadura. Quizá debería montar en un caballo negro y... —Se dio cuenta instantáneamente de que había metido la pata, y Paula lo subrayó entrecerrando los ojos—. Oh, perdona.


No había querido decirlo, pero ahora se daba cuenta de por qué Pedro había aceptado llevar el ridículo disfraz que le hizo Sara. Cuando Paula lo miraba con sus grandes ojos azules, Ramon sentía ganas de empuñar una espada y un escudo, y enfrentarse a cualquier hombre que se le acercara.


«Lástima que no estemos en la Edad Media», pensó. De ser así, podría retar a su primo a una justa, con Paula como premio para el vencedor. Dado que era bastante más corpulento que Pedro, seguramente lo vencería. Pero vivían en el siglo XXI y solo podía empuñar un teléfono.


—¿Sara te hizo ese disfraz negro y rojo?


—¿Ese que era dos tallas más pequeñas que la mía?


Ramon estuvo a punto de decir que le ajustaba a la perfección, dado que la mayor parte de la exquisita figura se desparramaba por encima del corsé, pero se contuvo.


—Sara conoce a muchas mujeres que saben coser. Tendremos las cortinas hechas en veinticuatro horas.


—¿Y los muebles?


—Saldrán de los desvanes de Edilean. La madre de Sara puede encargarse de eso, es la alcaldesa.


—¿Con qué cocinaré?


—Tú y yo iremos a unos grandes almacenes y llenaremos mi furgoneta con todo lo que necesites.


—No puedo...


Ramon levantó un dedo para que no siguiera hablando.


—Pero no puedes...


—¡Sin discusiones!


Paula lanzó un profundo suspiro.


—Gracias.


—Eso es lo que quería oír. Eso y el sonido de una caja registradora.


—Ya que sacas el tema...


—Compraremos una también. —Ramon volvió a pulsar las teclas de su móvil—. Déjame hablar con Ellie, la madre de Sara, para que se ponga en marcha. Mientras llamo, será mejor que abras la puerta.


Paula se volvió hacia la puerta y vio a Bety y a Helena acercándose con cubos y fregonas en las manos.


—Alicia ha ido a buscar un aspirador a la tienda de su marido —dijo Bety en cuanto cruzó el umbral—. Y, Paula, juramos que no queríamos causarte ningún daño.


—Lo que pasa —explicó Helena— es que el doctor Pedro puede ser tan gilipollas a veces que intentamos hacer todo lo posible por tenerlo contento. Cuando te conocimos y vimos que eras preciosa, creímos que...


—Ya basta —cortó Ramon—. Me llevo a Ifigenia de compras. Cuando volvamos, quiero que todo el local brille como los chorros del oro. Esta tarde traerán el mobiliario y lo colocaremos entre todos.


Paula intentó esconder la sonrisa por la referencia a Ifigenia. Según la mitología griega, Ifigenia fue una mujer que quisieron sacrificar para apaciguar la ira de la diosa Artemisa. Si el sacrificio se llevó a cabo depende de la fuente que se consulte.


—¿Vamos? —preguntó Ramon.


Y Paula asintió.


Más tarde, cuando hicieron una pausa en las compras para almorzar. Roan se escabulló para llamar por teléfono a Pedro y decirle que Sophie había descubierto su identidad.


—¿Quién se lo ha dicho? —quiso saber el médico.


Dado que ya hacía horas de aquello y nadie de Edilean se lo había contado, ya tenía otra muestra de la cobardía de la ciudad.


—Fue a tu apartamento y te encontró durmiendo en el sofá. La verdad, no sé por qué no aprovechó para machacar tu fea cara con una sartén. Piensa que... —Ramon frenó en seco al darse cuenta de que Pedro no protestaba como era habitual en él—. Oye, ¿te encuentras bien?


—No —admitió Pedro—. ¿Está muy furiosa?


—Más deprimida que furiosa, pero estoy en ello.


—Debe de pensar que soy peor que Treeborne.


Pedro se encontraba en un pasillo del hospital, con su arrugada chaqueta blanca y oscuras ojeras debidas a la falta de sueño, el agotamiento y la falta de respuesta de Paula a sus seis mensajes de texto, tres e-mails y cuatro llamadas telefónicas.


—¿Treeborne? —se extrañó Ramon—. ¿Como el de los alimentos?


—Olvídate de lo que he dicho, ¿vale? —respondió tajantemente Pedro—. Háblame de Paula. Tenía miedo de que cuando lo descubriera todo decidiera irse de la ciudad. Por eso intenté alquilarle una casa.


—¿La vieja casa Gains? Al me dijo que Paula devolvió el contrato y que lo obligó a hacerlo pedacitos. Su esposa exigió que Al le abonara el depósito, más el primer y el último mes del alquiler. Pero no te preocupes por ella, nos estamos encargando de cuidarla.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro, reprimiendo un escalofrío—. ¿Y qué quieres decir con «estamos»? ¿Y qué te ha dicho de mí?


Ramon había esperado disfrutar con las tribulaciones de su primo tanto como disfrutó al verlo con la cabeza empapada de cerveza, pero notaba tanta tristeza, tanta desesperación en su voz, que no se estaba divirtiendo nada. En la fiesta de Halloween, Pedro parecía más feliz de lo que nadie lo hubiera visto en muchos años, por eso la ciudad se puso de su lado para seguir con la charada.


—Al ha tenido una buena idea —dijo Ramon, y le habló de la sandwichería.


—Bueno, sabe cocinar. Eso lo sé por experiencia —admitió Pedro, con una voz desprovista de vida—. Claro que Paula sabe hacerlo casi todo. Tendrías que ver la escultura que me regaló. Es tan buena como cualquiera de las que exhiben en una galería de arte.


—¿Cuándo piensas volver a Edilean?


—No lo sé. Hoy. Puede que esta noche, mañana tengo varias citas. Si pudiera, cogería un avión y...


—¿Huirías? ¿Como hiciste cuando te dejó la chica Chawney? —le cortó Ramon, alzando progresivamente la voz—. Vamos, Pedro, esta vez te mereces lo que te ha pasado. Mira, voy a hacerte un favor, voy a ponértelo fácil. Haré unas cuantas llamadas para que alguien se encargue de tus citas aquí, en Edilean, y así podrás huir y lamerte las heridas diez años más. Te aseguro que estaré encantado porque pienso hacer todo lo posible para quedarme con Paula. Hoy pasaremos todo el día juntos y te confieso que me gusta, me gusta mucho. Y, a diferencia de ti, no soy un cobarde. Pienso pelear por lo que quiero.


Ramon colgó y se guardó el teléfono en el bolsillo.


—¡Idiota! —exclamó en voz alta.


Lo cierto era que Ramon sabía que Paula nunca sería suya, había dejado muy claro que no estaba interesada en él. Ni siquiera parecía verlo como un hombre. Aunque pasaran el día juntos e hiciera todo lo posible por hacerla sonreír de nuevo, sus ojos transmitían un pavoroso vacío que él no podría llenar.