miércoles, 13 de abril de 2016
CAPITULO 17: (TERCERA PARTE)
La chica se apretó tanto contra el médico para intentar ver algo por la rendija, que Pedro terminó por colocarla entre sus piernas frente a él, con el pecho pegado a su espalda.
Solo pudieron ver la puerta principal abierta y la lluvia que caía en el exterior. Paula giró la cabeza para mirar a Pedro, y se dio cuenta de que él tenía los ojos fijos en su escote.
—El problema está ahí abajo —susurró.
—Tu presencia me distrae. Quizá deberíamos...
—¿Cuándo vamos a largarnos de este agujero? —gritó una voz en el piso inferior.
Pedro apartó la mirada de los senos de Paula para volver a centrar su atención en la sala. Un hombre pequeño y delgado chorreando agua mantenía la puerta abierta.
—¡Entra de una vez! —ordenó, mirando al exterior—. Él llegará en cualquier momento.
—Sí, sí, ya lo sé. —Otro hombre más alto y más grueso entró en la casa, portando dos enormes bolsas de un restaurante de cómoda rápida que dejó sobre la mesa de la cocina. Hizo una pausa para estudiar el interior de la mansión—. ¿Cómo encontró Pete este basurero?
—Tranquilo, únicamente nos quedaremos una noche —dijo el primer hombre—. Y solo porque llueve.
—Y porque tú eres el que conduce... —replicó el segundo, pero se detuvo de inmediato—. Eh, alguien ha estado aquí. Mira todas esas cacerolas para recoger la lluvia.
Cuando el hombre sacó una pistola del bolsillo trasero de sus pantalones, a Paula se le escapó un gemido. Pedro le tapó la boca con la mano y abrió desmesuradamente los ojos para que guardara silencio. Ella asintió con la cabeza.
—¿Has oído eso?
—No puedo oír nada. Los gruñidos de mi estómago ahogan cualquier sonido.
El segundo hombre se movió por la sala, empuñando la pistola y dispuesto a disparar.
—Echaré un vistazo por ahí arriba. Esta casa me da escalofríos.
Pedro se separó de Paula y le indicó por señas que no se moviera de allí. Entonces, abrió silenciosamente el panel que cubría la apertura del armario y salió a través de él. Una vez sola, Paula hizo un esfuerzo por controlar sus nervios y permanecer inmóvil. Tuvo la impresión de que Pedro se había marchado hacía mucho rato, pero en el fondo sabía que solo habían pasado unos minutos. Cuando regresó, volvió a colocar el panel en su sitio cerrando la entrada.
Paula pensó que si el hombre de la pistola encontraba aquella entrada, estarían atrapados. No tendrían medio de escapar, ya que el suelo de la sala se hallaba a muchos metros por debajo de ellos.
Pedro centró su atención en el piso inferior. Podían oír los pasos del segundo hombre en la escalera y siguieron atentos su avance por aquel piso, abriendo y cerrando puertas. Paula pensó en la cama de la que cogiera las almohadas y el edredón, y miró alarmada al médico.
—No te preocupes, yo la arreglaré —le susurró, con los labios muy cerca de su oreja.
Todo dependía de si el hombre había estado antes en el dormitorio, ya que entonces quizás echara en falta las almohadas y se dedicara a buscarlas por todo el piso.
Cuando escuchó las pisadas del hombre frente al armario, Paula contuvo el aliento. Pedro la rodeó en silencio con sus brazos. Al sentir la rigidez del miedo en los músculos de la chica, intentó tranquilizarla besándola en la oreja. Esos besos la calmaron, la distrajeron del hecho de que había un hombre con una pistola a menos de un metro de distancia.
Cuando el hombre cerró la puerta del armario, la nuca de Paula estaba arqueada hacia atrás y los labios de Pedro se recreaban en su garganta.
Cuando pasó el peligro, él le dio un último beso superficial y abrió la puerta unos centímetros para mirar al exterior.
Parecía completamente ajeno a lo que acababa de hacer, y volvió a sentarse más tranquilo antes de hablar.
—No tendrás un teléfono móvil a mano, ¿verdad? —Pero él mismo contestó su pregunta—. No, claro. Con ese vestido no tendrías dónde guardarlo. Sabes lo mal que le sienta a tu plexo celíaco, ¿verdad?
Paula solo pudo parpadear desconcertada. ¿Qué le había pasado al Pedro dulce y amable de unos segundos antes?
—No tengo teléfono —logró articular por fin.
—Échale un vistazo a la cesta. No creo que haya ninguno, pero la esperanza es lo último que se pierde.
Ella rebuscó en silencio dentro de la cesta, pero solo encontró los restos de la comida.
—¿Qué hacen ahora?
—Están comiendo, y veo dos pistolas encima de la mesa.
Pedro apoyó la espalda contra el muro y pareció encantado de que uno de los hombres encendiera la radio. El ruido ahogaría sus voces.
—Supongo que están esperando a ese tal Pete, y que pasarán aquí la noche. Puede que tengamos que quedarnos hasta que se marchen. —Dedicó una sonrisa irónica a Paula—. ¿Estás preparada para una fiesta de pijamas?
Si se lo hubiera preguntado diez minutos antes habría dicho que sí encantada, pero su puya sobre el plexo celíaco aún le escocía.
—A lo mejor bajo y me presento. Siempre he querido ser la chica de un gángster.
Lo dijo con tanta seriedad, que él no estuvo seguro de si hablaba en serio o no. Algunas mujeres veían las pistolas como una muestra de poder. Tras pensarlo unos segundos, decidió que solo intentaba tomarle el pelo y, con la misma seriedad que Paula, dijo:
—¿Crees que podría apoderarme de las dos pistolas con mi látigo de Zorro?
—¡Ni lo intentes! —exclamó alarmada, antes de darse cuenta de que le estaba pagando con su misma moneda—. En serio, ¿qué podemos hacer?
—Si nos movemos de aquí, nos verán. Ojalá pudiéramos avisar al sheriff, me da en la nariz que esos tipos son criminales buscados. Quizá pueda distraerlos para...
—¡No! —exclamó Paula en un tono demasiado alto—. Es mejor esperar aunque tengamos que quedarnos aquí toda la noche. Tenemos comida... bueno, algo de comida y vino. ¿Qué más queremos?
—Seguridad —contestó Pedro.
Hacía todo lo posible por conservar la calma y que Paula no se diera cuenta de que estaba realmente aterrorizado por ella. De estar solo, intentaría cruzar al otro lado de la sala por las vigas de madera, descendería por la escalera de hierro y escaparía por una ventana de la que sabía que tenía el cierre roto. Dudaba de que lo hubieran arreglado desde que era niño. Si la encontrase cerrada, probaría la puerta lateral.
Pero no podía dejar sola a Paula, ya había descubierto que no era exactamente una aventurera. No era el tipo de chica capaz de practicar el vuelo sin motor, se había aterrorizado al verlo colgado del látigo. No podía dejarla sola ni llevarla consigo.
Por otra parte, tampoco era como las tímidas mujeres que trabajaban para él. Si se le escapaba una sola palabra que no fuera amable y considerada, ellas corrían a esconderse y llorar. Paula no. Se había mostrado brusco con ella y su reacción fue incendiaria. Si la provocaban, respondía de la misma manera... o vertía una jarra de cerveza en la cabeza del provocador.
Apoyó la espalda en la pared e hizo todo lo posible por parecer tan tranquilo que hasta era capaz de dormirse.
Incluso así, con los ojos semicerrados, su mirada se concentró en ella. Era realmente preciosa... ¡y tenía todo un cuerpazo! El corsé ceñía su cintura hasta hacerla diminuta, y la parte superior apenas ocultaba sus encantos. Llevaba una blusa de encaje negro sobre el corsé rojo, pero su transparencia ocultaba más bien poco. Su falda negra tenía una abertura casi hasta la cintura y, cada vez que se movía, dejaba sus piernas al descubierto: delgadas, bien torneadas, realmente hermosas.
Pedro no tenía ni idea de por qué su hermana se empeñó en emparejarlo con su otra compañera de cuarto, o por qué le había ocultado a Paula. Quizá Karen creía que quedaría deslumbrado por la belleza de Paula, y eso le impediría tomar una decisión inteligente y meditada. O, lo más probable, pensó que tenía demasiado mal carácter, que era demasiado hosco para interesar a la pequeña Paula.
«Y quizá lo era», pensó. Y quizá, lo que pensaba hacer en los próximos minutos haría que ella lo odiase. Pero lo odiaría igualmente cuando descubriera que casi la había arrollado con su coche.
Fueran cuales fuesen las consecuencias tenían que salir de allí, y la única salida consistía en caminar por las vigas.
Aunque antes de hacerlo tendría que provocarla un poco, infundirle algo de valor. Abrió los ojos y clavó su mirada en Paula.
—No piensas quedarte aquí y esperar, ¿verdad? —preguntó ella, sintiendo que se le erizaba el vello de la nuca.
—No.
—Si nos quedamos aquí y no aparecemos en la fiesta, lo más probable es que nos busquen.
—Sí.
—Y si alguien viene a buscarnos, ya que tu familia sabe que pensabas traerme aquí, es muy probable que haya un tiroteo.
Esta vez, Pedro se limitó a asentir con la cabeza.
Paula desvió la mirada hacia las puertecitas que los separaban del salón. No quería pensar en que la única salida pasaba por las estrechas vigas. Era demasiado peligroso imaginarse a Pedro caminando por uno de aquellos pedazos de madera.
—Supongo que la única solución es que consigas escabullirte hasta el exterior y avises a alguien. ¿Crees que habrán visto tu caballo?
El miedo que Pedro percibía en los ojos de la chica le provocaba dudas. Por sus pasadas experiencias sabía que si colaboraban podrían conseguirlo; pero, por esas mismas experiencias tenía la certeza de que llevar consigo a alguien miedoso y lloriqueante era apostar por un fracaso seguro. Lo que Paula necesitaba era determinación, incluso la rabia resultaría un revulsivo adecuado. ¿Cómo podía hacerla enfurecer en solo unos segundos? Su primera idea fue quitarse la máscara y que descubriera quién era él... pero eso no funcionaría. Tenían que colaborar, así que quería que se enfureciera pero no con él. Al menos no de esa forma.
Necesitaba que confiase en él para que pudiera... Alzó la cabeza. Necesitaba que la chica le demostrase que podía hacerlo.
—Si hubieran visto el caballo, no estarían tan tranquilos. No pienso dejarte aquí sola, y la única forma de escapar es que ambos crucemos el salón por las vigas y lleguemos hasta la escalera de hierro... pero no creo que puedas hacerlo.
Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, dando por terminada la conversación y fingiendo que volvía a dormitar.
Paula lo miró unos instantes antes de responder:
—¿Qué significa eso? ¿Por qué no puedo hacerlo? —preguntó, sintiendo más curiosidad que enfado.
Sin abrir los ojos, Pedro exhibió una sonrisa condescendiente, una sonrisa de superioridad.
—Porque eres demasiado bajita, no creo que llegaras a la viga más elevada. Además, resulta evidente que tu tronco superior está demasiado desarrollado para poder mantener el equilibrio. Tu figura no es precisamente aerodinámica.
Paula parpadeó varias veces, sin poder creerse lo que estaba oyendo. ¿Que no era aerodinámica? ¿Qué cuerpo humano lo era? ¿Y quién creía ser aquel medicucho para decirle aquello? ¿Un ingeniero aeronáutico?
—¿Que no puedo...? —empezó, pero el nerviosismo hizo que se le trabara la lengua y no pudo completar la frase, así que hizo una pausa para tranquilizarse—. ¿Sabes una cosa, doctor Alfonso? ¡Eres un gilipollas! ¡Un gilipollas de primera! Tengo un equilibrio perfecto y te aseguro que mis brazos son lo bastante largos como para llegar a la viga superior.
Se levantó rabiosa y decidida a demostrarle lo equivocado que estaba. Ni siquiera fue consciente de que Pedro se situaba tras ella. Empezó a caminar por la viga sin mirar hacia abajo, concentrándose únicamente en poner un pie delante del otro. Tras los primeros pasos, alzó los brazos y tocó los laterales de la viga que tenía encima. Quedaba muy por encima de su cabeza, y si trastabillaba no podría sujetarse a ella, pero el simple contacto reforzó su equilibrio.
Avanzó lentamente, pensando en todas las estupideces que le habían dedicado los hombres a lo largo de su vida: las miradas lascivas, los piropos groseros, los desagradables acosos...
Dejó de pensar cuando estaba a medio camino. Bajo ellos, los dos hombres hablaban casi a gritos para poder oírse por encima de la radio. Era plenamente consciente de que si alzaban la vista la verían y sería un blanco perfecto. El pánico casi la abrumó.
—Estoy aquí —susurró Pedro junto a su oreja—. Y lo estás haciendo genial. Unos cuantos pasos más y todo habrá acabado.
Ella giró la cabeza para mirarlo. Sus ojos brillaban tras la máscara sin rastro de sueño.
—Lo dijiste a propósito, ¿verdad?
Él sonrió.
—Me pareces aerodinámicamente perfecta, y si te quitas el corsé y me enseñas esa «parte superior» de tu cuerpo tan bien desarrollado, me dará tal impresión que perderé el equilibrio, caeré y me romperé el cuello.
Los dedos de Paula se clavaron como garras en la madera, pero consiguió esbozar una sonrisa.
—Y no queremos que eso pase...
—No —aseguró Pedro, señalando la pared que tenían enfrente. Entonces bajó la mano hasta la parte baja de su espalda. Miró hacia abajo y vio que los dos hombres se habían trasladado a la cocina, solo podían verlos si doblaban la esquina. Cuando volvió a posar la mirada en Paula, descubrió el miedo en los ojos de la chica y supo que necesitaba distraerla—. Paula, hay gente buena que a veces se equivoca y hace cosas malas.
Un estremecimiento recorrió la columna vertebral de la chica.
¿Había descubierto su robo del libro de recetas de los Treeborne? ¿Lo habría deducido de su deseo de enviarle el paquete a Gonzalo? Quizá...
—No es que hagan expresamente algo malo, pero puede pasar —insistió él—. Espera, pon el pie junto al mío. Eso es, muy bien. Ahora, sigue avanzando. Genial. De ser así, ese hombre tendría que ser perdonado, ¿no?
«¿Hombre?» ¿Estaba hablando de Gonzalo?
—Creo que debió ser sincero conmigo —observó, un instante antes de resbalar.
Pedro la sujetó por la cintura con su brazo izquierdo y evitó que cayera.
El corazón de Paula latía desbocado, pero Pedro parecía imperturbable ante su resbalón o ante el hecho de que estaban caminando sobre un pedazo de madera de diez centímetros de ancho con un abismo bajo ellos.
—¿Sincero? —preguntó él con tono neutro, como si no hubiera pasado nada.
—Si hubiera sido sincero, quizá le habría dado una segunda oportunidad.
—¿De quién estás hablando? —Tuvo que pensar unos segundos para recordar el nombre falso que había usado—. ¿De Earl?
—¿Earl? ¿Tu profundamente estúpido exnovio? ¿Por qué diablos iba a hablar de él?
A pesar de las circunstancias, Paula no pudo evitar una sonrisa.
—No lo sé. —Siguió avanzando por la viga, centímetro a centímetro con los ojos fijos en Pedro, no atreviéndose a mirar hacia abajo o hacia la pared. Era mejor pensar en lo que estaba intentando decirle—. Pero hay veces en que necesitas distanciarte.
Le dolían las manos y los pies la martirizaban. Le daba la impresión de que llevaba días caminando por aquella viga.
—Pero hay veces en las que una persona debe ser perdonada, sin importar lo que haya hecho —aseguró Pedro con convicción—. Distanciarte no siempre es la solución.
Paula no tenía ni idea de qué hablaba y estaba tan nerviosa, tan aterrorizada, que no podía pensar con claridad.
Cuando su hombro tocó el muro, dejó escapar un suspiro de alivio. Pedro se inclinó y le besó en la comisura de los labios. No en ellos exactamente, pero lo bastante cerca como para que se quedara helada e inmóvil por la sorpresa.
—No te muevas, Paula —susurró, sin despegar los labios de su piel—. Han vuelto a la sala y tenemos que ser invisibles unos minutos más.
Los pies de la chica seguían firmes en la viga, con la espalda apoyada en la pared. Su parte frontal quedaba oculta por el cuerpo de Pedro.
—Necesitamos esconder el rojo —murmuró el médico refiriéndose a su corsé, mientras apoyaba las manos en la pared, a ambos lados de la cabeza de la chica. Él era mucho más grande que ella, de forma que prácticamente la ocultaba. Si alguno de los hombres miraba en su dirección, solo vería la espalda de Pedro. Afortunadamente, el muro estaba recubierto por oscuros paneles de madera, así que el negro disfraz del médico quizá pasase desapercibido.
Paula no sabía si su corazón latía acelerado por la proximidad de los dos hombres armados o si se debía al íntimo contacto con el cuerpo de Pedro.
—En esta posición podría tomarte el pulso —susurró él, con sus labios acariciando la oreja de la chica.
—En esta posición podrías tomarme hasta la presión arterial.
—No me hagas reír o nos caeremos.
—He oído cerrarse una puerta. ¿Se habrán ido?
—¿Quiénes? —preguntó Pedro.
—Ellos. Los malos.
—¡Oh, claro! Ellos. Los malos.
A regañadientes, Pedro se separó lo suficiente para poder girar la cabeza y mirar hacia abajo. No vio a nadie y se separó un poco más de la chica. La sala estaba vacía y tenían que moverse con rapidez.
—¡Hemos de irnos! —anunció, dando un paso atrás para que Paula viera bien la escalera.
Podía ser una escalera y podía ser su salvación, pero a Paula le pareció una sentencia de muerte. Entre ellos y el primer escalón los separaba suficiente distancia para hacer que casi se desmayara.
—No podemos dudar, tenemos que... ¡Oh, al diablo!
Dio un paso atrás, sacó el látigo de su cinturón y lo enroscó en la viga superior. Tiró de él un par de veces para asegurarse de que estaba bien sujeto y, ante el pasmo de Paula, saltó al vacío hasta quedar colgado encima de la escalera. Hizo pie en el escalón superior y alargó los brazos hacia ella.
—¿Pretendes que salte? —preguntó Paula, incrédula.
—No. Déjate caer —respondió. Y, por su tono, no bromeaba. Era una orden.
Ella no se permitió el lujo de pensar en lo que iba a hacer, en si Pedro lograría sujetarla o en las mil cosas más que le pasaron por la cabeza. Era una cuestión de confianza, y aquel hombre la merecía.
Tendió los brazos hacia atrás para tomar impulso y saltó. Tal como esperaba, Pedro la sujetó por la cintura y giró al mismo tiempo para que ella pudiera aferrarse al pasamanos de hierro.
Pedro no le dio tiempo a pensar, y la conminó con gestos a que descendiera por la escalera. Sus pies resbalaron una vez, pero Pedro la sostuvo para que no cayera. Cuando llegaron al suelo del salón sintieron ganas de gritar de alivio, pero de pronto oyeron cómo alguien manipulaba el picaporte de la puerta. Pedro la empujó hasta un pequeño armario y cerró la puerta tras ellos.
El espacio era minúsculo y estaba lleno de abrigos viejos, tan apestosos que apenas podían respirar.
—Te digo que he oído algo —dijo uno de los hombres, al otro lado de la puerta del armario.
—¿Quieres dejar de preocuparte? Nadie se enterará de nada hasta el lunes, y para entonces ya estaremos lejos.
—Yo creo que deberíamos marcharnos ahora, largarnos de esta ciudad.
—Pete ha dicho que estaba planeando algo.
—¿Como qué?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? Si lo supiera sería el jefe.
Paula y Pedro estaban apretujados en el pequeño armario, y una caja empezó a deslizarse de un estante. Pedro logró atraparla antes de que cayera sobre la cabeza de la chica.
Alzó los brazos para volver a colocarla en su lugar y, cuando los bajó, los cerró alrededor de la chica, acercándola todavía más a él.
En circunstancias normales, Paula habría protestado, pero con el sonido de pasos cercanos yendo de un lado a otro y la radio sonando estridente, los brazos de Pedro hacían que se sintiera segura. Apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos.
—Tengo que abrir la puerta para ver qué sucede —advirtió Pedro—. Quiero que retrocedas y te escondas lo mejor posible. Cuando me asegure de que tenemos vía libre, reúnete conmigo.
Ella asintió con la cabeza.
—Pégate a mí como si fueras mi disfraz. Te quiero tan pegada a mí como esa cosa roja que llevas sobre tu glorioso cuerpo. ¿Entendido?
Ella volvió a asentir, pero Pedro no se movió. Mantuvo el abrazo, con una mano en su espalda y la otra enterrada entre su pelo.
—Lo siento, Paula. Siento todo lo que nos ha pasado.
—No ha sido culpa tuya —susurró ella.
—A veces, la rabia se impone a mi sentido común y no sé ver todo lo bueno que tengo delante.
Paula no sabía de qué estaba hablando, pero obviamente era algo muy importante para él.
Pedro apoyó las manos sobre los hombros de la chica y la separó suavemente de él. No había mucha luz dentro del armario, solo la que se filtraba a través del dintel de la puerta, pero, a pesar de la máscara, ella pudo ver preocupación en su rostro.
—¿Me perdonas? —susurró Pedro.
—¿Por qué?
—Porque voy a aprovecharme de esta desagradable situación —confesó, acercando sus labios a los de la chica.
Quizá fuera por la situación vivida en la viga de madera o quizá por el peligro al que ahora se enfrentaban, pero en aquel beso hubo más ternura y desesperación de la que había sentido nunca. Parecía más bien un beso de despedida, el último beso de un soldado antes de partir al frente, el último beso de un paciente antes de entrar en el quirófano, el último beso antes de la ruptura definitiva.
Pedro fue el primero en reaccionar.
—Quédate y espérame —ordenó. Y ella obedeció sin más.
Lenta, silenciosamente, Pedro abrió la puerta del armario y echó un vistazo. Paula siguió sus movimientos, oculta tras los abrigos viejos. Los ladrones habían subido tanto el volumen de la radio que no podían oír ni sus voces ni sus movimientos. Por lo que sabían, podían estar esperándolos al otro lado de la puerta.
Cuando Pedro la abrió lo bastante para poder sacar la cabeza, Paula contuvo el aliento.
Pero el médico se giró hacia ella y sonrió para indicarle que no había moros en la costa. Le hizo señas con la mano para que lo siguiera y ella no dudó.
Llegó hasta la puerta y estiró la mano para sujetarla, pero Pedro la cerró de repente dejándola sola en el armario. Fue todo tan rápido que casi se golpeó la cara, y retrocedió instintivamente hasta refugiarse de nuevo tras los abrigos, preguntándose qué habría ocurrido. ¿Habían descubierto a Pedro? ¿La esperarían ahora los tres frente a la puerta? ¿Estarían aquellos hombres amenazando a Pedro con las pistolas?
Escuchó atentamente, pero no oyó nada útil. La música ahogaba cualquier otro ruido. Pero si los hombres hubieran descubierto a Pedro, ¿no habrían gritado? ¿No le habrían disparado?
Se acercó lenta y precavidamente a la puerta. Apoyó la oreja contra ella y esperó, y esperó, pero solo pudo enterarse de que un vaquero cantaba que su tercera esposa se había escapado con otro, y no entendía por qué las mujeres de hoy en día no eran como su madre y se abrían de piernas ante cualquier hombre que se lo pidiera.
Paula puso su mano sobre el picaporte. Quizá Pedro la había dejado allí mientras iba en busca de ayuda. Pero, de ser así, podría haberlo hecho cuando estaban arriba, en un escondite mucho más cómodo y seguro. Ahora estaban en peligro y necesitaban ayuda por culpa de su temor a cruzar por las vigas.
Lentamente, con el corazón latiéndole a mil por hora, giró el picaporte. Cuando los gritos y la música cesaron de golpe, estuvo segura de que habían visto girar el picaporte. Cuadró los hombros preparándose para la aparición de los hombres armados, pero lo pensó mejor. En aquella posición dejaba a la vista demasiada carne. Ser descubierta llevando un disfraz tan ridículo y enseñando la mayor parte de su busto sería humillante. Descolgó una vieja chaqueta, se ajustó bien la máscara y esperó.
La puerta no se abrió, pero pudo escuchar los gritos furiosos de un hombre. Alguien más había llegado a la casa. ¿Era ese hombre la razón de que Pedro cerrara la puerta tan repentinamente? Volvió a pegar la oreja contra la puerta.
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