jueves, 7 de abril de 2016

CAPITULO 31 (SEGUNDA PARTE)




Facundo sabía que se estaba comportando como un crío al levantarse de la mesa sin comer, pero había llegado a su límite. Además, su invitación al almuerzo campestre incluía una nota pidiéndole que se reuniera con su padre en el viejo molino justo después del desayuno. No especificaba la hora, solo decía que fuera y esperase. Entre la sensación de ser un intruso en un grupo de amigos y la curiosidad por saber qué quería su padre, Facu se fue.


Mientras conducía, fue incapaz de abstraerse del hecho de que Pedro ya sabía que eran hermanos. En su caso, él siempre había sabido de la existencia de Pedro Alfonso. Sabía que un niño que era su hermanastro vivía en una mansión, que tenía la oportunidad de ver a su madre todos los días y de recibir todo lo que deseaba. Cuando era pequeño y su madre le contó que tenía un «medio hermano», Facu se echó a llorar. Su madre no entendió el motivo hasta que Facundo le preguntó entre lágrimas qué parte le faltaba al niño.


Después de que su madre le explicara que tenían el mismo padre pero madres distintas, Facundo se interesó mucho por su hermano y solía hacer preguntas sobre él. Era un vínculo que compartía con su madre.


Claro que tampoco compartían muchas cosas. Apenas se vieron mientras crecía. Ella se ausentaba durante semanas, viajando por todo el mundo, siempre pegada a Salvador Alfonso.


Facundo se quedaba en casa con niñeras, que cambiaban con bastante frecuencia, y más tarde fueron sustituidas por tutores. No se sorprendió al descubrir que eran los mismos que habían educado a su hermano.


Cuando tuvo edad de ir al instituto, ya se había hartado de vivir bajo la sombra de Pedro Alfonso y le enseñó a su madre el panfleto de un internado. Su madre no podía negarse.


Facundo no tenía claro en qué momento la curiosidad se transformó en rabia. Y tampoco sabía por qué dirigía esa animadversión a su hermanastro y no a su padre.


Solo vio a Salvador unas cuantas veces mientras crecía. 


Cuando tenía cinco años, una lluviosa mañana de domingo, estaba sentado en la sala adyacente al despacho de su madre, dibujando, cuando entró un hombre. No era demasiado alto ni tampoco le pareció amenazador.


El hombre se detuvo al pasar junto a la puerta y no dijo nada, pero después se volvió.


—¿Eres Facundo?


Asintió con la cabeza.


El hombre se colocó junto a él y miró lo que estaba dibujando: los edificios que se veían por las ventanas.


—¿Te gusta el arte?



Volvió a asentir con la cabeza.


—Me alegra saberlo.


El hombre se marchó y Facundo no se habría acordado de él de no ser porque más tarde su madre le dijo que era su padre. El siguiente domingo que Facundo fue al trabajo de su madre, se encontró con una caja llena de material de dibujo esperándolo.


Su madre le dijo:
—Tu padre es un hombre muy generoso.


Durante los años siguientes, Facundo solo pensó cosas buenas de su padre. Hasta que no cumplió los nueve años no reparó en cómo eran los padres de los demás y en lo que estos hacían por sus hijos.


No podía permitirse enfadarse con su madre, ya que era todo cuanto tenía. Y su madre le decía que se lo debían «todo» a su padre, de modo que no se atrevía a dirigir su animadversión hacia él. En cambio, Facundo concentró toda su rabia en su hermano, en el niño al que nunca había visto, en el niño que lo tenía todo, incluyendo una madre que se quedaba en casa siempre. Y nunca olvidó que su padre vivía con ellos.


Facundo se matriculó en la misma universidad que su hermano, pero por aquel entonces ya había decidido otro camino. No estudió Derecho. Una vez acabados sus estudios, regresó a Estados Unidos y siguió estudiando, pero jamás fue capaz de quedarse en el mismo sitio mucho tiempo. Tal vez los demonios que rugían en su interior hacían que sentar cabeza le fuera imposible.


Cuando su madre lo llamó unos días antes para pedirle que ayudara a Pedro, se negó. Incluso se echó a reír. ¿Ayudar a un hermano que nunca se había puesto en contacto con él? 


En su cabeza, le correspondía al hermano mayor hacer el primer movimiento.


Fue entonces cuando su madre le contó que Pedro desconocía la existencia de un hermano. Fue tal la sorpresa, que Facundo accedió a engatusar a una chica para sonsacarle información.


Pero cuando por fin pudo conocer a Pedro, toda la rabia que sintió de niño lo asaltó. Esperaba encontrarse a un capullo sabelotodo y mimado, pero se encontró con un hombre que le preparó una tortilla.


Desde aquel primer día, habían sido casi inseparables. Pero pese a la buena relación que habían entablado, Facundo seguía enrabietado. Le encantó ganarle la mano a Pedro al negociar el contrato con el avaricioso novio de Paula. Incluso le gustó estar con su hermano. Y cuando presenció el momento en el que Paula le daba la patada a Pedro, llegó a la conclusión de que no se lo había pasado mejor en toda la vida.


Sin embargo... Lo más difícil de todo fue ver a Paula y a Pedro juntos, lo mucho que se querían. Si bien era cierto que discutían, también era evidente que se pertenecían el uno al otro pese a todo.


Cuando se desplazaron de Virginia a Maryland, Pedro, nervioso e inquieto, le contó cómo conoció a Paula de niño y cómo ella le cambió la vida. Por primera vez, Facundo escuchó de primera mano que la vida de Pedro no había sido la gloriosa aventura que él siempre había imaginado.


Esa mañana, verlos durante el desayuno había sido la gota que había colmado el vaso de su paciencia. Paula y Pedro eran la viva imagen de la «felicidad conyugal». Y esa tarde Salvador Alfonso había organizado una comida campestre, sin duda alguna en honor a su hijo mayor, al predilecto.


Facundo estaba tan ensimismado que cuando el coche que llevaba delante frenó de repente, tuvo que pisar a fondo el freno. Al hacerlo, el estuche de terciopelo azul que Pedro le había dado el día anterior se deslizó por el suelo.


—Paula no los quiere —le dijo Pedro, cuando lo mandó llamar a su habitación—. Deshazte de ellos.


Facundo se mordió la lengua para no decir lo caros que eran los anillos. Tampoco le soltó que no era su criado. Sabía que hablaba desde el despotismo fraternal, que no tenía nada que ver con los negocios, de modo que metió el estuche con los anillos debajo del asiento del Jeep con la intención de dárselos a su madre para que ella se encargase del
asunto.


Enfiló la carretera que llevaba al viejo molino. Había descubierto... En fin, los parientes de su madre habían descubierto que un descendiente de James Hanleigh, el primer hijo ilegítimo del doctor Tomas Janes, seguía viviendo en Janes Creek.


—Es una viuda —le dijeron, y se imaginó a una anciana de pelo canoso recogido en un moño a la altura de la nuca. Con razón no podía permitirse restaurar el viejo molino de piedra.


Facundo necesitaba un lugar donde pensar y también necesitaba un poco de tiempo. Sabía que había llegado el momento de encauzar su vida y, para hacerlo, debía tomar unas cuantas decisiones difíciles.


Aparcó el Jeep delante de la fachada principal y pasó junto al jardín medicinal (un jardín Tomas, pensó) para llegar a la parte trasera. Apenas había dado unos pasos cuando escuchó un ruido atronador, como si se hubiera derrumbado algo, y un chillido ahogado, como si alguien hubiera resultado herido.


Corrió hacia el lugar del que procedía el estruendo, atravesó una puerta y entró en una estancia a la que le faltaba parte del techo. Sin embargo, no vio a nadie, ni vio nada salvo un rayo de sol que dejaba al descubierto las motas de polvo.


—¿Me ayudas? —susurró una voz por encima de su cabeza.


Cuando levantó la vista, vio a una mujer colgando de los dedos, aferrada muy precariamente a una viga de madera podrida que había sobre la pared.


—Madre del amor hermoso —masculló Facundo y corrió para colocarse debajo de ella—. ¿Tienes una escalera?


—Al otro lado —susurró ella.


Facundo corrió hacia la habitación contigua, pero escuchó el crujido de la madera podrida y supo que la mujer iba a caerse. Solo tenía tiempo para una cosa: colocarse justo debajo de ella. Su cuerpo amortiguaría la caída.


Saltó los últimos pasos con los brazos extendidos y la atrapó justo cuando la madera se rompía. Aunque no le pareció demasiado grande al verla colgada de la pared, cuando su cuerpo lo golpeó, se tambaleó hacia atrás. Tropezó con unos tablones sueltos y cayó de espaldas. El peso y la inercia hicieron que se deslizara por el suelo. Sintió que se desollaba la espalda al pasar por encima de los escombros. 


Lo asaltó el dolor y gruñó... pero no soltó a la mujer. La abrazaba con tanta fuerza que era un milagro que no la partiera en dos.


Cuando dejó de moverse, descubrió que estaban envueltos en una nube de polvo. Se encontraba de espaldas, con la mujer encima. Para protegerla del polvo y de los cascotes que pudieran caer, le cubrió la cabeza con las manos y le escondió la cara contra su pecho; a su vez, él enterró la cara en sus rizos rubios. Mientras el polvo los engullía, inhaló el olor de su pelo. Y cuando la nube de polvo se asentó, se quedó quieto, abrazándola.


—Creo que ya ha pasado todo —dijo ella, y su voz quedó amortiguada contra su pecho.


—Sí, vale —repuso él, sin apartar la cara de su pelo.


—Esto... —le dijo ella—. Creo que ya puedo levantarme.


Facundo empezó a recuperar el sentido común, lo bastante como para levantar la cabeza y echar un vistazo a su alrededor, pero no la soltó. Era una mujer menuda y le resultaba maravilloso sentir su cuerpo contra el suyo.


Cuando ella se removió para liberarse, la soltó a regañadientes, tras lo cual la mujer se sentó en el suelo a su lado. Facundo se quedó tendido de espaldas, mirándola. Incluso con la mancha que tenía en la cara, era guapísima. 


Tenía una melenita rubia oscura, rizada, y
uno de los tirabuzones le tapaba el ojo izquierdo. Unos ojos de un azul intenso, una naricilla respingona y una boca que esbozaba una sonrisa completaban la imagen.


La vio restregarse la mancha de la cara, pero solo consiguió extenderla todavía más.


Facundo le señaló la sien derecha. Ella se cubrió la mano con la manga de la camiseta y se restregó la cara.


—¿Me la he quitado?


—No del todo —contestó al tiempo que extendía un brazo. Seguía tumbado donde había caído, pero levantó una mano hacia ella—. ¿Puedo?


—¿Por qué no? No va a ser nuestro primer contacto.


Sonrió al escucharla, le tomó la barbilla con una mano (algo que no era necesario) y usó el pulgar para quitarle la mancha. Cuando acabó, no la soltó y se miraron a los ojos un buen rato.


De hecho, podrían haberse quedado así de no ser porque un trozo de madera cayó al suelo a su espalda. Facundo rodó al instante hasta quedar de costado, interponiendo su cuerpo entre la madera caída y ella. La mujer lo abrazó con fuerza y se quedaron así hasta después de que el polvo se asentara.


—Creo que será mejor que salgamos de aquí —sugirió ella y, una vez más, tuvo que apartarlo a la fuerza.


Facundo se sentó, sin dejar de mirarla y con una sonrisa en los labios.


—¿Estás...? —se interrumpió al oírla jadear. La vio levantando las manos manchadas de sangre.


En un abrir y cerrar de ojos, la mujer pasó de sonreír con dulzura a mostrar una actitud diligente. Le colocó una mano en el hombro y se inclinó para mirarle la espalda.


—Te sangra la espalda.


Cuando Facundo se limitó a sonreírle, ella hizo una mueca.


—Vale, héroe, a levantarse. Tenemos que limpiarte las heridas.


Ella se puso en pie y Facundo comprobó que tenía una figura muy agradable, aunque quedaba oculta por unos vaqueros anchos y una camisa enorme que cubría una camiseta con el letrero de «Myrtle Beach» en el bolsillo. No era una mujer exuberante, pero sí esbelta y bien formada.


Le tendió la mano para ayudarlo a levantarse, pero cuando Facundo se movió, el dolor de la espalda lo devolvió a la realidad. Sin embargo, con esos ojazos azules clavados en él, fue incapaz de soltar el gemido que quería.


Cuando ella lo vio hacer una mueca, le pasó un brazo por la cintura y lo ayudó a sortear los escombros que había desparramados por el suelo hasta salir al patio y a la luz del sol. Lo guio hasta que lo tuvo sentado en el murete de piedra.


—Quédate aquí sentado y no te muevas, ¿vale?


—Pero... —comenzó él.


—Vuelvo enseguida. Tengo que coger mi maletín médico.


Facundo se animó.


—Eres una Hanleigh.


Tras titubear un momento, ella sonrió.


—Sí. Al menos, ese era mi apellido de soltera.


A Facundo se le borró la sonrisa, pero después la recuperó.


—Eres la viuda.


En esa ocasión, ella se echó a reír.


—Soy Clarissa Hanleigh Wells, la dueña de este montón de piedras y sí, soy viuda ¿Necesitas saber algo más antes de que vaya por mi maletín?


—Eres una Tomas —dijo él.


Ella meneó la cabeza.


—No tengo ni idea de lo que quiere decir eso. Tú quédate aquí quietecito que yo vuelvo enseguida. —Desapareció detrás de una pared.


Facundo se sacó el móvil del bolsillo. Se dio cuenta de que tenía seis correos electrónicos y tres mensajes de voz, pero pasó de ellos. Estuvo a punto de mandarle un mensaje a Pedro diciéndole que había encontrado a Clarissa Hanleigh, pero se lo pensó mejor, apagó el móvil y lo devolvió a su bolsillo. Los vería a todos en el almuerzo, así que las noticias podían esperar hasta entonces.


Miró a Clarissa mientras esta volvía a toda prisa. Regresó con un maletín de cuero rojo que parecía bastante pesado, pero saltó con agilidad unas piedras caídas y unos maderos podridos.


Alfonso siguió sentado con una sonrisa, aunque sabía que parecía un tonto.


Ella se plantó delante de él, lo miró un momento y dijo:
—Quítatela.


—¿Cómo dices?


—¡Vaya! —exclamó ella—. ¿Dónde estudiaste?


—En Stanford.


—Era de esperar... Quítate la camisa para que pueda ver el alcance de la herida.


Mientras él se desabrochaba la camisa, Clarissa lo rodeó para verle la espalda y Facundo la escuchó inspirar hondo.


—Da igual. Tengo que cortarla, y como sea demasiado fea, te llevo al hospital.


—No —rehusó—. Prefiero que la cures tú. —Escuchó cómo se ponía los guantes y, acto seguido, sintió su mano en el hombro. Se obligó a mantenerse quieto cuando ella empezó a separar la tela de los arañazos de su espalda.


—Creo que deberías...


—No —la interrumpió con brusquedad—. Eres médico, ¿no?


Ella titubeó mientras cortaba.


—Es lo que quería ser.


—¿Has querido serlo toda tu vida? ¿Parecías haber nacido para ser médico? ¿Esa clase de cosas?


—Sí, exacto —convino ella—. ¿Es lo que tú llamas un Tomas? ¿Por mi antepasado?


—Es como lo llaman en Edilean.


—Nunca he oído hablar de ese sitio.


—Está en Virginia, y tienes parientes allí.


Ella se detuvo, con las manos sobre su espalda.


—Juan y yo no tenemos parientes.


—¿Juan?


—Mi hijo —contestó ella.


Facundo contuvo el aliento mientras ella usaba unas pinzas para sacar un trozo de tela de un corte.


—Ah. Un hijo. ¿Cuántos años tiene?


—Cinco.


—Supongo que es el motivo de que no... —Tuvo que concentrarse en la respiración porque lo que ella estaba haciendo dolía mucho.


—Es el motivo de mi existencia, si te refieres a eso. Pero sí... —Se detuvo para empapar una gasa con agua a fin de limpiar la sangre—. Juan es el motivo por el que no fui a la facultad de Medicina. En fin, eso no es justo. Un jugador de fútbol guapo, unos cuantos chupitos de tequila y el asiento trasero de un Chevy son los culpables de eso.


—¿Y te casaste con el futbolista?


—Sí —contestó ella en voz baja—, pero se emborrachó y se salió de la carretera por un puente antes de que su hijo naciera. Juan y yo siempre hemos estado solos.


—Eso se acabó. —Se volvió para mirarla justo cuando ella limpiaba un corte y jadeó de dolor.


—No pensaré menos de ti si gritas. O si lloras.


—¿Y perder mi estatus de héroe? —preguntó.


Ella dejó lo que estaba haciendo, le colocó las manos en los hombros y acercó la cara a la suya.


—Jamás perderás tu estatus de héroe ante mis ojos. Me has salvado la vida —dijo en voz baja al tiempo que lo besaba en la mejilla.


Facundo inclinó la cabeza y le besó el dorso de la mano.


Ella apartó las manos.


—Salvarme la vida no te da derecho a nada más. Por cierto, ¿quién eres, por qué estás aquí y qué es eso de que tengo parientes?


A medida que Facundo se lo contaba todo, se percató de que lo que decía era ligeramente incoherente, pero le costaba pensar con claridad. Entre el dolor de la espalda y la presencia de esa mujer, no tenía la cabeza en su sitio. 


Empezó contándole el objetivo de su viaje, cómo había ido con su hermanastro, Pedro, para ayudar a la prometida de este, Paula, a localizar a un antepasado con la esperanza de encontrar a sus descendientes.


—Todos los habitantes de Edilean están emparentados —dijo—, así que no sé para qué necesitan más familiares.


—Pareces celoso.


—Yo... —empezó. Iba a decir que tenía parientes, pero las personas a las que su madre había hospedado en Janes Creek solo llamaban cada vez que se les ocurría un plan que querían que su rico jefe financiara. Salvo por eso, su madre y él estaban solos.


—Sigue —lo instó Clarissa—. ¿Cómo es que de repente tengo una familia?


—Por la aventura entre el doctor Tomas Janes y la señorita Clarissa Chaves, de Edilean, Virginia, allá por 1890. Tuvieron un hijo al que ella llamó Tomas, y el nombre se ha ido transmitiendo por el primogénito de cada generación.


—¿Y todos son médicos?


—Eso creo. Tendrás que preguntarle a Paula los detalles.


—¿Y ella se va a casar con tu medio hermano?


—Sí —contestó, y no pudo evitar contarle lo que pensó al escuchar esa expresión de pequeño.


Clarissa soltó una carcajada, y el sonido le gustó.


—Eso es algo que diría mi Juan. —Le estaba vendando la espalda.


—¿Qué hacías cuando te he rescatado?


Ella soltó un gemido frustrado.


—Intentando restaurar este sitio, pero soy una negada.


—En eso tengo que darte la razón. —Tenía las manos sobre su piel, alisando el vendaje, y por un instante Facundo cerró los ojos.


—Ea, ya estás listo. —Lo rodeó. Él seguía llevando la parte delantera de la camisa, ya que no se la había cortado entera, y sonrió al ver su aspecto tan gracioso.


Facundo hizo ademán de quitarse los restos de la camisa, pero Clarissa emitió un sonido que lo llevó a levantar la cabeza. Tenía lágrimas en los ojos. Para él, fue lo más natural del mundo estrecharla entre sus brazos, enterrarle las manos en el pelo y apoyarle la cabeza en su hombro.


—Estaba muy asustada —susurró ella mientras daba rienda suelta a las lágrimas—. Solo pensaba en que mi niño se quedaría sin madre. En que jamás lo superaría. En que mi estupidez le arruinaría la vida. Y he sido una imbécil por venir sola todos los domingos por la mañana.


—Pues sí, es una estupidez —convino Facundo mientras la abrazaba con fuerza... y de repente recordó que su padre lo había enviado a ese lugar un domingo por la mañana—. Prométeme que no volverás a hacerlo.


—Pero es todo lo que tengo —protestó ella al tiempo que se apartaba—. Este montón de piedras medio derruido es todo lo que poseo. Mi trabajo apenas da para cubrir gastos...


—Te ayudaré.


—¿Cómo dices? —Se apartó todavía más para secarse los ojos y mirarlo.


—Me quedaré en Janes Creek y te ayudaré.


—No puedes hacer eso. No te conozco. Ni siquiera sé cómo te llamas.


—Ah, perdón. Soy Facundo Pendergast. Tengo veintiocho años y mi padre es Salvador Alfonso.


—¿No es...?


—Eso mismo. Uno de los hombres más ricos del mundo. Pero creo que tal vez... —Facundo decidió que sería mejor posponer el momento de contarle que cabía la posibilidad de que su padre lo hubiera enviado para conocerla—. Mi madre trabaja para él. Y mi hermano también, de momento, pero está a punto de mudarse a Edilean y mi madre también quiere vivir allí. ¿Dónde está tu hijo?


—En catequesis. Una de las mujeres con las que trabajo se lo lleva los domingos por la mañana para que yo pueda pasar un par de horas aquí. —Miró las ruinas—. Creo que necesita más de un par de horas a la semana, ¿no crees?


—Este sitio necesita meses de trabajo, un montón de maquinaria y de materiales, y al menos una docena de hombres.


—O de mujeres —repuso ella, y Facundo tuvo que sonreír.


—Cierto. ¿Dónde trabajas?


—Adivina.


—¿Trabajas en la consulta de un médico? ¿En un hospital? En algo relacionado con la medicina.


—Parece que eres más que una cara bonita —dijo, y se puso colorada—. No quería decir que...


Facundo la miró con una sonrisa.


—¿Puedo conseguir una camisa en alguna parte? No quiero volver al hotel. Y también algo de comer. Me temo que salí sin comer y me muero de hambre.


—Esto... —Clarissa titubeó—. En el ático tengo una caja con la ropa de mi padre. Era casi tan grande como tú. Podría lavar unas cuantas prendas mientras te preparo unos huevos con beicon.


—¿Cuándo vuelve tu hijo a casa?


—Sobre las once.


—Me gustaría conocerlo —dijo Facundo en voz baja.


—Y a mí me gustaría que te conociera.


Por un instante, se miraron y fue como si ambos dieran por sentado que eso podría ser el principio de algo real, de algo serio.


Facundo fue quien rompió el silencio.


—¿Os gustaría a Juan y a ti venir hoy a un almuerzo al aire libre? Es a la una. Seguro que hay comida de sobra y creo que conseguiré que Juan se lo pase bien. —Le dijo con la mirada lo mucho que deseaba que fuera con él.


—Creo que a los dos nos encantaría.


—¡Genial! —exclamó Facundo al tiempo que se ponía en pie, pero el movimiento le tensó la espalda e hizo una mueca de dolor.


Una vez más, Clarissa le rodeó la cintura con el brazo para ayudarlo.


—Podría quedarme herido para siempre —comentó él al tiempo que le echaba el brazo por encima de los hombros—. ¿Qué le gusta a Juan? ¿Los globos? ¿Los animales? ¿Los acróbatas?


—Los camiones de bomberos —contestó ella—. Cuanto más grandes y rojos, mejor.


—Pues que sean camiones de bomberos —replicó Facundo.


—Voy a traer mi coche —dijo Clarissa—. Quédate aquí y no muevas la espalda.


—A sus órdenes —soltó Facundo mientras la veía alejarse a toda prisa.


En cuanto la perdió de vista, le mandó un mensaje a su madre.


«Llevo a un niño de 5 años al almuerzo. Le encantan los camiones de bomberos. Voy a casarme con su madre. F.»