martes, 15 de marzo de 2016
CAPITULO 3 (PRIMERA PARTE)
Edilean, Virginia, 2011
¡Paula Chaves iba a ir a Edilean a pasar todo el verano!
El doctor Pedro Alfonso colgó el teléfono al acabar de hablar con su prima Karen. ¡Por fin iba a pasar algo bueno en su vida!
En las últimas semanas había empezado a pensar que estaba en una espiral descendente que no iba a acabar jamás.
Le picaba el brazo, e hizo lo que pudo con el alambre de la percha para rascarse debajo de la escayola. Tanta facultad de Medicina para eso, todos aquellos años de formación ¿y qué utilizaba para el incesante picor si no una percha?
Como siempre, trató de no pensar en lo que le había ocurrido en las últimas semanas. Cuando se estaba dirigiendo al aeropuerto, se dio cuenta de que se había dejado el móvil en casa. Puesto que era el único médico del pequeño pueblo, no podía arriesgarse a estar ilocalizable.
Condujo de vuelta a casa y se encontró con que le estaban robando. Antes de que supiera lo que estaba pasando, le habían golpeado en la nuca con un palo de golf, y arrojado a patadas por la ladera de una colina. Así que en ese momento tenía el brazo escayolado, su padre había abandonado su jubilación para encargarse de la consulta, y a él le habían prescrito «reposo». Que no hiciera nada. Que dejara que su brazo se soldara.
Semejante prescripción le había hecho dudar entre el suicidio y el asesinato. ¿Cómo no iba a hacer nada? No podía por menos que pensar en la de veces que le había dicho a sus pacientes lo que su médico le había dicho a él. A lo largo de los años, Pedro había adoptado su expresión más seria para decirle a un paciente tras otro que buscara algo que hacer que solo requiriese un brazo o una pierna. En tales ocasiones, había parecido algo pasajero, así que ¿a qué venían tantas quejas? Pero cuando le dijeron exactamente lo mismo a él, había respondido que eso era imposible.
—Tengo pacientes. Un pueblo entero depende de mí —le había dicho a su médico.
—¿Y eres el único que puede ocuparse de ello? —había respondido el hombre con una ceja levantada. No comprendía el dilema de Pedro y sin duda no sentía ninguna conmiseración. A Pedro se le ocurrió arrollar con su silla el estetoscopio del sujeto... mientras lo tenía en los oídos.
Lo de su padre había sido peor. Después de llegar de Sarasota, donde vivía desde que se jubilara, había empezado a quejarse en cuanto entró en la consulta de Pedro, la consulta que le había pertenecido. Vio todo lo que su hijo había cambiado y le dijo que debería haberlo dejado como estaba. Cuando Pedro se lo discutió, su padre le dijo que se fuera a casa y descansara.
—¿A hacer qué? —había mascullado Pedro al salir.
Había pensado en marcharse de Edilean una temporada, pero la idea no acabó de seducirle. Le gustaba estar en casa, y además, tenía unas plantas que cuidar. Y unos pacientes adicionales que ver, unos pacientes de los que su padre no sabía nada.
Aun así, el panorama veraniego era desalentador, y le daba pavor.
Pero entonces Karen le llamó para preguntarle cómo se encontraba. Pedro se había abstenido de contarle la verdad, aunque sí consiguió soltar algunos suspiros que ella le recompensó con cierta comprensión. Entonces le había contado la maravillosa noticia de que su amiga Paula Chaves iba a ir a Edilean a pasar todo el verano pintando.
Por primera vez desde que se había despertado y encontrado al pie de una colina en los límites de su propiedad, con plena conciencia de que se había roto el brazo en la caída, Pedro empezó a levantar el ánimo.
Aunque, por otro lado, el nombre de Paula siempre le infundía vitalidad. La había conocido hacía unos años, la primera vez que ella había visitado Edilean; entonces Paula era una adolescente, y Pedro un joven médico que trabajaba a las órdenes de su padre.
Los padres de Karen habían organizado una fiesta e invitado a un montón de primos para que conocieran a la chica. El resultado había sido una casa llena de personas que se tenían más vistas que el tebeo, así que la principal ocupación consistió en ponerse mutuamente al corriente de las vidas del prójimo. Pedro fue el único que se percató cuando Paula se escabulló por la puerta trasera. Empezó buscándole un margarita, pero entonces recordó que la chica tenía la edad de Karen, solo diecinueve años. En vez de eso le consiguió un vaso de limonada y se lo llevó afuera.
—¿Sedienta? —preguntó, entregándole el vaso.
—Claro —dijo ella, cogiéndolo, pero sin apenas mirarle.
Que la chica no volviera a mirar lo guapo que era hizo que Pedro parpadeara varias veces; que la gente reaccionara al verle había sido una constante en su vida.
Jamás había tenido problemas para conseguir chicas, porque acudían a él sin necesidad de que tuviera que mover un dedo. Pero aquella chica siguió mirando la luz de la luna a través de la extensión de césped y no pareció interesada en lo extraordinariamente guapo que era. Hasta ese momento solo había sido la «amiga de la universidad de Karen», pero esa noche Pedro la contempló por lo que era en realidad. Era alta, con un cuerpo delgado que se curvaba en todos los sitios adecuados. Llevaba unos vaqueros y una camiseta que se adherían a su perfecta figura, no escandalosamente, sino con discreción, y eso le gustó.
Parecía una chica con clase, incluso elegante. Tenía una cara bastante bonita, y el pelo negro le enmarcaba la cara. Sus ojos verdes le recordaron a los pétalos de las orquídeas mariposas, y su naricilla respingona se elevaba de una manera que le entraron ganas de besarle la punta. Tenía unos labios perfectamente moldeados, aunque en ese preciso momento mostraban un mohín de tristeza que casi le hicieron arrugar la frente; por encima de todo, Pedro quiso eliminar esa tristeza.
—¿Somos demasiados para ti? —le preguntó.
—Sí —respondió ella con sinceridad—. Karen tiene tantos parientes que... —Se interrumpió de pronto y le echó un vistazo—. Lo siento, no era mi intención parecer negativa. La familia de Karen ha sido muy amable al darme esta fiesta, pero conocer a tanta gente de golpe es demasiado. Perdona, pero no me acuerdo cómo te llamas.
—Pedro.
—Ah, sí, el escritor.
—No. —La sonrió con aire burlón.
—¿El abogado?
—Me estremezco solo de pensarlo. —Pedro dejó su copa y apoyó los codos de espaldas al murete de ladrillo que discurría por el patio.
—No eres uno de los... —Paula agitó la mano—. Esos que tienen que ver con los coches.
—¿Un Frazier? No, soy un Alfonso.
Ella volvió a mirarle arrugando ligeramente la frente de su bonita cara, y entonces sonrió, y, cuando lo hizo, Pedro tuvo la sensación de que el corazón se le subía de un salto a la garganta. ¡Joder! Sí que era guapa. La luz de la luna titilaba sobre su piel de una manera que la hacía parecer de alabastro.
—Eres médico. Igual que Ruben.
Pedro le dedicó su mejor sonrisa, la que había hecho que muchas mujeres tuvieran la sensación de que se iban a derretir. Pero Paula no se derritió; se limitó a seguir mirándole con aire inquisitivo.
—Sí, soy médico. Trabajo aquí, en Edilean.
Ella levantó la cabeza para mirarle.
—¿Te gusta ser médico o lo haces porque es lo que hacen los Alfonso?
Pedro no estaba acostumbrado a que las mujeres guapas se pararan a la luz de la luna y le preguntaran por sus pensamientos más íntimos. No le sorprendía que le enseñaran un lunar que les preocupara, o que alguna se le acercara insinuantemente, pero que alguien le preguntara por su vida era una novedad.
—Yo...
—Si dices que quieres ayudar a la gente, eso no cuenta —le cortó ella.
Había querido eliminar la seriedad de la chica, pero fue él quien se echó a reír. Eso era exactamente lo que había estado a punto de decir. Tardó un instante en considerar la pregunta.
—¿Tendría sentido decir que no creo que tuviera elección? Hasta donde alcanzan mis recuerdos, he querido curar las cosas, hacer que mejoren. Los chicos solían traerme animales heridos, y yo los vendaba.
—¿No es también médico tu padre? ¿Te ayudaba?
—No —dijo Pedro, sonriendo—. Estaba demasiado ocupado con las personas de verdad. Pero lo comprendía. Decía que él había hecho lo mismo cuando era niño. Mi madre me ayudaba. Iba a buscar los viejos libros de texto de papá al ático, y juntos aprendíamos a entablillar y suturar heridas. Creo que probablemente ella le preguntara a mi padre qué es lo que había que hacer, pero era agradable que mi madre y yo lo hiciéramos juntos.
—Me gusta esa historia —dijo Paula, que desvió la mirada hacia el césped—. Mi madre murió cuando yo era muy pequeña y no la recuerdo. Pero mi padre siempre me ha prestado su apoyo. Es un gran tipo, y me ha enseñado muchas cosas.
—Parece que lo echas de menos —había dicho Pedro en voz baja, sin poder evitar dar un paso hacia ella. Nunca antes se había sentido tan unido a una mujer que no fuera de su familia. Había deseado cogerle la mano y guiarla por la oscuridad, sentarse en alguna parte y hablar toda la noche
—. ¿Tu...? —empezó, pero se interrumpió cuando la puerta corredera de la casa se abrió.
—¡Estás ahí! —dijo Karen, dirigiéndose a Paula—. Te anda buscando todo el mundo. —Paseó la mirada de Pedro a Paula con aire meditabundo, como preguntándose si había estado sucediendo algo.
Paula se adelantó un paso y miró a Pedro por encima del hombro.
—Ha sido un placer conocerte. Espero no tener necesidad de acudir a tu consulta —dijo, y siguió a Karen al interior de la casa.
Esa había sido la última vez que Pedro había visto a Paula.
Había querido invitarlas a ella y a Karen a su casa, pero una paciente había sufrido una trombosis en una pierna y la habían tenido que trasladar a Richmond en avión. Pedro la había acompañado, y cuando volvió a casa, Paula había regresado a Nueva Jersey. Sin necesidad de que se le dijera, sabía que en los recuerdos de Paula había sido relegado a «uno de los primos de Karen».
Se dijo que no pasaba nada, porque Paula tenía solo diecinueve años, y, en comparación a sus veintisiete, Pedro era un anciano. Había tenido que contenerse en su intento de sonsacarle información a Karen.
Siempre se había comportado como si no le importara nada, pero le preguntaba por ella a menudo. «¿Cómo está esa amiga tuya... Cómo se llamaba? Eso. Paula. ¿Cómo le va? ¿Os habéis echado algún nuevo ligue? ¿Alguna de las dos tiene algo serio?» Hacía todas aquellas preguntas en un tono paternalista, y nunca le había parecido que Karen se diera cuenta de lo que realmente le estaba preguntando.
Ella elogiaba lo buen amigo que era por acordarse incluso de una compañera de habitación de la facultad, y un tío aún mejor por escucharla parlotear sin parar sobre todo lo que hacían en la universidad. Karen le contaba que el padre de Paula casi la volvía loca por lo mucho que la controlaba, y cómo le iba con su pintura, y todo lo relacionado con cualquier ligue que su amiga pudiera tener. También le hablaba de su otra compañera de habitación, Sofia, y de su propia vida, y jamás pareció advertir que Pedro siempre manipulaba la conversación para volver a Paula.
Cada vez que Paula había vuelto a Edilean a visitar a Karen, Pedro había tratado de verla. Pero todas las veces había surgido algo, alguna emergencia que como médico no podía desatender. En una de las visitas, se encontraba en Francia en una de sus escasas vacaciones. Que hubiera estado allí con otra mujer no había tenido ninguna importancia para él.
En una ocasión, estando en Nueva York, se pasó por la galería de arte donde Paula estaba trabajando, aunque a la sazón ella se encontraba en Nueva Jersey. En otro viaje a Nueva York con ocasión de una conferencia, alquiló un coche y condujo hasta la Ferretería Chaves, pero Paula no estaba allí. Había llegado a ver a su padre, que parecía ser tan ancho como alto y todo músculo, pero a Pedro no se le ocurrió nada que decirle. ¿Que estaba persiguiendo a una chica que había conocido cuando ella solo tenía diecinueve años? Juan Chaves no parecía la clase de hombre que recibiría esas palabras con una sonrisa. Pedro se había marchado con una nueva caja de herramientas y había regresado a Edilean en coche.
Pero ahora parecía que Paula iba a ir a pasar todo el verano en Edilean. De una vez por todas iba a tener la oportunidad de pasar algún tiempo con ella. La diferencia de edad ya no era un impedimento, así que quizás ahora por fin podrían conocerse mutuamente.
—¡Eh! ¡Ya sé! —había dicho Karen por teléfono—. Tú y yo podemos salir con Paula y Ruben. Como si fuera una cita doble.
«¿Ruben? —pensó Pedro—. ¿Qué tenía él que ver con Paula?» Pero entonces resolvió que probablemente Karen solo estuviera planeando concertarle una cita a Paula.
—¿Que Paula va a venir a Edilean? —había conseguido articular Pedro—. ¿Cómo te las apañaste para conseguirlo?
—Le señalé que era yo y Edilean o su padre y Nueva Jersey. Aceptó inmediatamente.
Pedro no se rio.
—¿Y de qué va eso de Ruben? ¿Lleva fuera de casa desde cuándo? ¿Dos años ya?
—Ay, vaya, me parece que he revelado algo que no tenía que revelar. Creo que mejor se lo preguntas a tu padre.
—¡Karen! —dijo Pedro con seriedad, intentando parecer todo lo mayor que podía—. ¿Qué es lo que pasa?
Karen no se sintió intimidada en lo más mínimo.
—¿No te contó tu madre que ella y tu padre tenían reservas para un crucero?
—No lo recuerdo. En las últimas semanas me han ocurrido muchas cosas. Me cuesta recordarlo todo.
—Lo sé, y todos intentamos ayudarte. —Karen dejó de perder el tiempo con más compasión—. Tu madre jura que no va a renunciar a ese crucero. Le dijo a la mía que tardó medio año en convencer a tu padre para hacerlo, y que si él no sube a ese, tu madre jamás conseguirá subirle a un barco.
—¿Karen? ¿Qué tiene esto que ver con Ruben y Paula?
—A eso voy, espera un poco. Tu padre va a ir al crucero y Ruben va a volver a Edilean para encargarse de tu consulta hasta que te recuperes.
Pedro trató de controlar su impaciencia.
—Eso es estupendo por su parte. Necesita sentar la cabeza. A lo mejor se queda aquí.
—Crees que todos los habitantes del planeta deberían vivir en Edilean, Virginia, ¿no es así?
—Solo las buenas personas. —Tomó aire—. ¿Y qué tiene esto que ver con tu amiga Paula?
—¿Recuerdas la primera vez que me visitó Paula? Creo que la conociste entonces, ¿verdad?
—Sí. —Jamás le contaría a nadie la cantidad de cosas que había hecho por culpa de aquel encuentro.
—Es una historia muy larga, pero en aquella ocasión hubo algo entre Ruben y Paula, y ella ha estado al tanto de todo lo relacionado con él desde entonces. Creo que cuando se vuelvan a ver... Bueno, espero que hagan buenas migas. Por mi parte, voy a hacer todo lo que pueda para que se hagan novios.
—¿A qué te refieres con que «hubo algo»?
—Es demasiado largo para ahondar en ello ahora —dijo Karen— y tengo que irme. He de pulir y abrillantar unos anillos de boda. Pero ten los dedos cruzados para que consiga que se enrollen. Creo que harían una pareja fantástica, ¿tú no?
—Ruben quiere viajar por el mundo. Jamás sentará la cabeza.
—Acabas de decir... La verdad es que estás de mal humor, ¿no? Quizá no te pidamos que salgas con nosotros, después de todo. —Esperó a que él le contestara, pero como su primo no dijo nada, suspiró y dijo—: ¿Qué tal si me paso esta tarde y te cuento mis últimos diseños de joyería?
Pedro pensó que preferiría oír hablar de Paula, pero no lo dijo. Ya haría que le contara todo cuando llegara a su casa.
—Pues claro, me encantaría tener compañía.
—Ve a atender tus orquídeas —le dijo su prima al despedirse, y colgó.
Pedro permaneció junto al teléfono mucho tiempo sin hacer otra cosa que mirarlo de hito en hito. Estaba eufórico por que Paula fuera a pasar el verano en Edilean, pero ¿qué era aquello sobre ella y Ruben? Karen jamás había dicho una palabra al respecto.
CAPITULO 2 (PRIMERA PARTE)
Después de tres días de intentar llamar su atención, desistió.
Si no estaba interesado en ella, pues no lo estaba, y punto.
Y no iba a seguir vistiéndose como si tratara de conseguir un curro de bailarina de striptease.
Hizo que Karen le dibujara un plano de cómo llegar a Punta Florida —dijo el nombre en un susurro—, se puso unos vaqueros y una camiseta normales, cogió la caja de acuarelas y utilizó el coche de su amiga para dirigirse al solitario paraje desde el pueblo.
Pasó dos días en la Punta, trabajando incesantemente; Karen había estado en lo cierto en cuanto a que era un lugar magnífico. Había un elevado risco que por un lado ofrecía unas dilatadas vistas del paisaje, y por otro daba a una profunda laguna de aguas claras. Primero fotografió las vistas, manteniendo pulsado el botón de la cámara digital con un rápido chasquido. Nunca se le había dado bien pintar a partir de las fotos, pero a lo mejor aprendía.
Se esmeró en captar la bruma azul que ascendía desde las hondonadas de Virginia e iba desapareciendo poco a poco entre las copas de los árboles. Jugó a poner una tonalidad encima de otra para tratar de recrear la luz que se descomponía antes de brillar.
Experimentó con trabajar lenta y meticulosamente sobre una pintura, y luego a toda velocidad en la segunda.
El segundo día no ascendió por el sendero que conducía a la cúspide del peñasco, sino que permaneció abajo para estudiar las flores, las vainas, la corteza de los árboles, las hojas. No trataba de hacer una composición sino que pintaba lo que veía. Hojas que se entrelazaban de forma natural con otras en un perfecto equilibrio de luz, color y forma.
Un par de veces se tumbó boca abajo para observar algunas flores del tamaño de una mariquita, y luego las recreó en acuarela. Pulsó el icono de aproximación de su cámara —gracias por el regalo, papi— para aumentar las flores, de manera que pudiera pintar los estambres y los pistilos, las venas de los pétalos y las hojas diminutas.
Cuando terminó, tenía una flor que ocupaba una hoja del grueso papel de acuarela.
Estaba tan absorta en lo que estaba haciendo que no oyó nada hasta que un grito la hizo pegar un salto. Se dio la vuelta y miró entre los arbustos, dándose cuenta de lo mucho que se había adentrado desde la erosionada zona sin vegetación que rodeaba la laguna.
Levantó la vista y vio a un hombre parado en los altos peñascos. Tenía el sol detrás, así que Paula no podía verle la cara, aunque su bonito cuerpo sí que estaba desnudo. Y parecía que estaba a punto de ejecutar una de las tristemente célebres zambullidas desde el cortado.
—Por ti, Laura Chawnley —gritó el hombre—. Adiós para siempre.
Paula contuvo la respiración; el que estaba allí arriba era Ruben Alfonso. Un joven profundamente deprimido estaba a punto de zambullirse desde el acantilado a una laguna de dudosa profundidad.
Dejó caer su pintura y tropezó con la caja de acuarelas mientras echaba a correr hacia la zona abierta.
—¡No! —gritó hacia las alturas—. ¡Ruben, no!
Pero el joven no la oyó. Horrorizada, le vio hacer una zambullida vertical desde el alto peñasco y dirigirse de cabeza hacia el estanque. Ruben entró elegantemente en el agua... y no emergió.
A Paula le pareció haber esperado minutos, pero no había señales de Ruben. No pensó en lo que hacía: simplemente saltó al agua fría con ropa, zapatos y todo. No era una buena nadadora, aunque se podía mover lo bastante bien para buscarle bajo el agua.
Se sumergió con los ojos abiertos, pero no vio nada. Salió a la superficie, tomó una bocanada de aire y volvió a sumergirse, conteniendo la respiración todo lo que pudo. Ni rastro de Ruben. La tercera vez que lo hizo creyó ver un pie delante de ella; nadó bajo el agua lo más deprisa que pudo y lo agarró.
Ruben se sacudió con tal rapidez que provocó que Paula se golpeara la cabeza con el lateral rocoso del estanque. Lo siguiente que supo Paula es que se hundía, y se hundía, y se hundía.
Pero Ruben la agarró por debajo de los brazos y la subió con él a la superficie. Paula solo estaba ligeramente consciente cuando la llevó hasta las rocas y la dejó en el suelo. Él se inclinó, como si fuera a empezar a hacerle el boca a boca, pero Paula empezó a toser y escupir agua.
Ruben se sentó sobre los talones.
—¿Qué narices intentabas hacer? —le dijo medio gritando—. Podrías haber muerto ahí dentro, si no hubiera estado yo para salvarte.
—Yo no habría estado ahí dentro... —se interrumpió ella para toser—, si no me hubiera metido para salvarte.
—¿A mí? No necesitaba que nadie me rescatara, tú sí.
—No lo sabía, ¿vale? —dijo Paula mientras se sentaba... y entonces vio que estaba desnudo. Estaba decidida a ser sofisticada, una mujer de mundo, y a no hacer mención alguna a su desnudez. Mantuvo la mirada fija en los ojos de Ruben—. Creí que estabas... intentando... bueno... poner fin a tus problemas. —Le estaba costando un esfuerzo ímprobo mantener la cabeza en lo que decía.
Ruben parecía ajeno al hecho de no llevar ropa.
—¿Pensaste que intentaba suicidarme? —La miró asombrado mientras se levantaba y se apartaba unos pasos.
Paula sabía que debía volver la cabeza, pero no pudo evitar echar un vistazo. Por detrás Ruben era realmente hermoso: una espalda escultural que terminaba en una cintura estrecha, unas nalgas preciosas y unas piernas fuertes. No había conseguido un cuerpo así dedicando todo su tiempo a estudiar.
Paula no se había percatado, pero había un montón de ropa sobre una roca.
—Puede que haya estado un poco decaído últimamente —dijo el hermano de su amiga mientras metía una pierna en el pantalón.
¿Un poco decaído?, pensó Paula; si podría haber caminado por debajo de la barriga de una cucaracha. No dijo nada porque vio que Ruben no llevaba ropa interior. Por otro lado, no estaba bien que tapara toda aquella belleza.
—La verdad, creo que lo he llevado todo bastante bien —siguió él—. Me hicieron algo verdaderamente terrible.
—Una traidora —dijo Paula.
—Sí —admitió Ruben.
—Diabólica.
—Cierto. —Él metió la otra pierna en el vaquero, pero no se subió la cremallera, dejándolos que colgaran abiertos.
Paula pensó que quizá sería excesivo que fuera corriendo a coger su cámara.
—Ruin.
—Todo eso, sí —dijo el futuro médico mientras se calzaba unas viejas zapatillas de deporte hechas puré, se metía la camiseta por la cabeza y se cubría aquellos pectorales y aquellos abdominales.
—Una verdadera burla —dijo Paula, aunque no se refería a él y su ex novia. Se recostó sobre los brazos y lo contempló mientras se abrochaba los vaqueros. El espectáculo mejoraba cualquier película que hubiera visto en su vida.
Ruben se volvió para entregarle una toalla y se agachó delante de ella.
—¿Te encuentras bien? Físicamente, me refiero.
—Sí, por supuesto.
—¿Te importa si te echo un vistazo?
Paula se tumbó sobre la roca.
—Soy toda suya —dijo, y añadió—: Doctor.
Él le pasó las manos por la cabeza, palpándosela en busca de chichones.
—Laura tiene derecho a hacer lo que le venga en gana. Sigue mi dedo.
Paula movió los ojos de un lado a otro.
—Si quiere a otro, puede actuar a su libre albedrío. ¿Te duele en algún sitio?
Paula empezó a preguntarse si un cuerpo que se estremecía de deseo de la cabeza a los pies contaba, pero supuso que no.
—Nada que no haya sentido antes.
—Bien —dijo él—. A mi modo de ver no te pasa nada.
—Gracias —dijo ella sin ningún entusiasmo—. Así que no intentabas suicidarte, ¿no?
—¡Carajo, no! Llevo tirándome desde ese acantilado desde que era un niño... pero no se lo digas a mi madre o iniciará una campaña para hacer que clausuren este lugar o lo dinamiten. —Guardó silencio—. Bueno, ¿y tú qué estabas haciendo aquí arriba?
—Pintando.
Ruben miró alrededor, pero no vio nada. Paula se levantó, se metió entre los arbustos y regresó con las acuarelas, que extendió sobre una piedra.
—Son buenas —dijo él—. No soy crítico de arte, pero... —Se encogió de hombros.
—¿Sabes lo que te gusta?
—Sí. —Esbozó una ligera sonrisa al oír el lugar común, se sentó y se recostó contra la roca.
Paula dejó las pinturas al sol para que se secaran y se sentó a su lado, pero a un metro de distancia.
—¿Te encuentras mejor ya?
—Sí —admitió él—. Todo este asunto con Laura ha sido un palo emocional más que nada. Tal vez seas demasiado joven para que te cuente esto, pero...
—Tengo diecinueve años.
—Lo bastante mayor para oírlo, supongo. Jamás me he acostado con ninguna mujer salvo Laura.
—¿En serio? —exclamó ella, atónita.
—Qué estúpido, ¿eh?
—La verdad es que en cierto sentido es bonito —dijo Paula—. La fidelidad parece una virtud olvidada en este país.
—Estoy seguro de que Karen te habrá contado que me enamoré de Laura cuando tenía trece años. Estuvimos juntos todo el instituto y desde que estoy en la facultad de Medicina.
—Suena a matrimonio para toda la vida. Puede que ella quisiera a alguien del que no conociera hasta el último detalle de su vida.
Él la miró.
—Eres lista, ¿eh?
Paula no respondió, limitándose a sonreír de una manera que confió resultara tan seductora como enigmática.
Ruben no pareció reparar en el hecho.
—Laura me dijo algo parecido. Me comentó que ese tipo no sabía lo que a ella le gustaba comer, o cómo vestirse, o lo que iba a decir antes de que lo dijera.
—Si es tan predecible puede que sea un poco plomo. —No sabía cómo se tomaría Ruben lo que acababa de decir, pero la situación requería cierta inyección de realismo.
—Ya veo, has estado hablando con mi hermana. Ella dice que Laura es tan gris como la plata deslustrada... sin plata debajo.
—Parece propio de Karen. —Paula dudó—. ¿Y qué planeas hacer ahora?
—Creo que haré feliz a mi familia y dejaré de arrastrarme. Luego, creo que recuperaré el tiempo perdido.
—¿Con las mujeres? —preguntó Paula, sin poder evitar pensar: ¡Yo, primera!
—Una o dos, quizá. Seguro que no voy a perder ni un segundo más sintiéndome desgraciado.
—Bueno —dijo ella—. Tal vez tú y yo podríamos... esto... hacer algo.
Ruben se levantó y se estiró.
—Lo siento, chica, pero tengo que hincar los codos. Creo que volveré a la facultad a ver qué se cuece por allí. He perdido semanas estando... —Agitó la mano—. Eso se acabó ya.
Ella se levantó e intentó pensar en algo inteligente que decir que le convenciera de quedarse, pero no se le ocurrió nada.
Ruben se apartó de ella y luego se volvió.
—Gracias por esto. —Hizo un gesto hacia las aguas profundas del estanque—. No fue muy inteligente por tu parte zambullirte en unas aguas desconocidas como estas no siendo una buena nadadora, pero te agradezco el detalle. De verdad que sí.
Siguió un momento de titubeo, al cabo del cual le cogió la barbilla con la mano y la besó en la boca. Su intención era darle un beso puro, de mera gratitud, pero provocó un cataclismo en las rodillas de Paula. Llevaba un año coladita por él, y esto, combinado con la gloriosa visión de su desnudez y el verlo vestirse, hizo que todos los nervios de su cuerpo vibraran.
Paula levantó las manos con la intención de pegárselo, pero él acabó de besarla y retrocedió para mirarla.
—¡Carajo! Ya eres una adulta. Mejor que salga de aquí antes de que me aproveche de la amiga de mi hermana pequeña. Gracias por escucharme, Paula. Y por todo.
Y al minuto siguiente bajaba corriendo por un sendero que ella no había visto. Paula oyó que un coche se ponía en marcha y se alejaba.
Se sentó en la roca donde estaban esparcidas sus acuarelas y soltó un gran suspiro.
—Mierda, mierda, mierda —dijo en voz alta, y entonces se levantó una brisa y tuvo un escalofrío. Mientras Ruben estaba allí había sido tal la calidez que sentía que ni siquiera se había percatado de su ropa mojada, pero en ese momento estaba helada.
Recogió sus pinturas, el material y la toalla de Ruben, y llegó al coche de Karen en el preciso momento en que empezaba a llover. Cuando llegó a casa de los Alfonso, Rubenado de la casa.
Los padres del chico la miraron sonriendo.
—Ruben nos dijo que le salvaste la vida —dijo la señora Alfonso.
—Lo intenté —respondió Paula—, pero no se estaba ahogando. Solo creí que se ahogaba. —Después de cambiarse de ropa, les contó una versión edulcorada de la historia, y los padres declararon que su gesto podría haber hecho que Ruben saliera de golpe de su depresión.
—No lo creo —dijo ella, pero era agradable que sus padres pensaran que sí.
En cuanto a Karen, tan pronto como estuvieron a solas su amiga le preguntó si se había acostado con Ruben.
—Eso quise —confesó Paula—, pero no mostró ningún interés.
Puesto que era una mujer bastante guapa y los hombres solían perseguirla, su amiga quiso conocer todos los detalles.
—Aunque sea mi hermano.
Paula le contó una historia más completa que la que les había endilgado a sus padres. Esta incluyó el capítulo del desnudo. Aunque no reveló lo que Ruben le había dicho acerca de que Laura era la única mujer con la que se había acostado en su vida. Hacerlo habría sido traicionar su confianza.
—Cree que eres una niña como yo —dijo Karen.
—Creo que tienes razón —admitió Paula—. Pero puede que fuera mejor que se marchara. Probablemente me habría sentido cohibida con él.
—Conociste a mis otros parientes —dijo Karen—. Te podría apañar una cita. Parece que te gusta Pedro.
Paula la miró inexpresivamente.
—El médico. El tío con el que estuviste fuera, en el patio.
—Ah, sí. Era agradable, pero no, gracias —dijo Paula—. Mi límite es un rechazo por verano.
Al cabo de las dos semanas, volvió a casa en avión, de nuevo con su padre, su hermano y su nueva cuñada. Paula había hecho casi cincuenta acuarelas. La mayoría estaban simplemente bien, pero cuatro se contaban entre lo mejor que hubiera hecho nunca.
Su padre la abrazó y le dijo que había hecho justo lo que quería hacer.
—Bueno, ¿y a qué viene ese aire tan mustio?
—No estoy mustia —replicó ella.
—A mí no me engañas.
—Es cierto. Yo no soy Juan.
Juan siguió mirando a su hija.
—De acuerdo, quería gustarle a cierto chico, pero no estaba interesado.
—Pues es un chico muy estúpido —dijo su padre, y lo dijo en serio.
Paula le sonrió.
—Los chicos son unos hijos de puta —masculló, y su padre se echó a reír
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