lunes, 18 de abril de 2016
CAPITULO 32: (TERCERA PARTE)
Paula pasó la noche en su nuevo apartamento, situado sobre la tienda de sándwiches. Pedro había intentado convencerla de que se quedara con él y a ella le resultó casi imposible resistirse a la intensidad de sus ojos, pero lo consiguió. Sentía que había otras cosas en su vida que necesitaba poner en orden antes de seguir intimando con nadie. Ahora, por la mañana, tumbada en la cama mirando al techo, se daba cuenta de que algo había pasado en su interior. No estaba segura de qué era exactamente, quizás el renacer de la esperanza.
Durante muchos años, su esperanza de futuro había estado ligada a la marcha de su hermana a la universidad y a no tener que compartir casa con su padrastro. Después pensó que su futuro estaba ligado al de Gonzalo y, apenas con unos días de diferencia, había desplazado esa esperanza hacia Pedro.
Pero ahora... ahora se le abrían otras posibilidades. Nunca había querido regentar un restaurante. Aprendió a cocinar porque las circunstancias la obligaron. Y como era una persona creativa, se obligó a hacer otras cosas que no fueran costillas de cerdo asadas. Aunque quizá...
Estaba desperezándose cuando la sorprendió una voz masculina.
—¡Paula! —rugió alguien en el piso de abajo.
Era Ramon. Y su voz era tan impresionante como su cuerpo.
Saltó de la cama y buscó sus vaqueros, pero solo encontró una camiseta de tamaño gigantesco.
—¡Baja o subiré yo! —gritó—. Y en ese caso tendré que pelearme con mi primo.
Paula suspiró mirando al cielo. Pedro podía ser muchas cosas, pero no un alfeñique.
—¡Ya voy! —respondió.
—¡Bien, te espero! Tenemos mucho trabajo pendiente. Y no te molestes en maquillarte, no hay tiempo.
Paula fue enseguida al cuarto de baño y se echó un rápido vistazo en el espejo. ¡Estaba hecha un desastre! Tenía el pelo enmarañado, los ojos adormilados y una raya en la mejilla producto de un pliegue de la almohada. Empezó a arreglarse un poco hasta que pensó: «¡Qué diablos!...»
Estaba demasiado excitada para perder el tiempo en tonterías, y además era Ramon, no Pedro quien la esperaba al final de la escalera con expresión de impaciencia. Expresión que cambió al ver a Paula.
—¡Dios santo! ¿Este es tu aspecto cuando te despiertas? No me extraña que Pedro se haya quedado completamente idiotizado.
Ella no pudo evitar reírse ante el sincero cumplido. Se pasó las manos por el pelo intentando alisarlo.
—¿A qué viene tanta prisa?
—A que creo que deberíamos tenerlo todo a punto para abrir mañana.
—Imposible. Tengo que esculpir ocho animalitos para los niños. Ellos...
—Sí, ya lo sé. Toda la ciudad lo sabe. Los niños vieron cómo una flecha perdida clavaba a Jim Levenger en un árbol, y tú los reuniste y los tranquilizaste esculpiendo dragones con patatas. Y esas pobres mujeres que sufren trabajando para Pedro compraron una tonelada de barro para que estés contenta en Edilean, te quedes aquí para siempre y entretengas a Pedro para que esté de buen humor y las deje en paz. Creen que cuanto más sexo tenga, más amable será. Y viéndote esta mañana, las comprendo perfectamente.
En circunstancias normales, Paula se habría sonrojado por las palabras de Ramon, pero el tono la hizo reír.
—¿El equipo de chismosas tiene alguna idea de cómo se supone que voy a esculpir ocho animales y abrir un restaurante al mismo tiempo?
—Esto es Edilean.
—¿Qué significa eso?
—Que todo el mundo opina de todo.
—Entonces, yo también puedo —aseguró Paula—. Y opino que es mejor que hoy haga las esculturas, mañana ya compraré las provisiones y haré sopa, y pasado mañana abriré el restaurante. Y voy a necesitar ayuda para todo eso.
Iba a mencionar también el dinero que necesitaría y que no tenía, pero no pudo hacerlo.
—Ya me he encargado de todo. Ayer, mientras tú te divertías yendo de picnic al bosque y pelabas patatas, yo trabajé de lo lindo.
—No las pelé. La piel de las patatas sirve para imitar la piel de los animales.
—Como quieras —aceptó, abriendo la puerta delantera. Su camioneta estaba aparcada frente a ella—. Mantenla abierta, ¿quieres?
Ella sujetó la puerta mientras él se dirigía a la camioneta y abría las puertas traseras.
—He traído veinticinco kilos de barro, y vas a esculpir tus animalitos y a encargarte del restaurante al mismo tiempo.
—Pero...
—Ni siquiera pienses que no eres capaz. Soy profesor de universidad, ¿recuerdas? Los chicos hacen sus deberes a las tres de la mañana en plena fiesta.
—Pero, yo no...
No pudo seguir. Ramon le puso una caja en los brazos.
—Ahí tienes todo lo necesario para esculpir. Y yo tengo unos cuantos libros de cocina para inspirarnos y elegir lo que vamos a cocinar.
En el interior de la furgoneta podían verse cuatro enormes bolsas de la compra con el logotipo de William & Mary; y a su lado, tres bolsas más y cuatro cajas de Williams-Sonora.
—Has estado de compras.
Ramon le dedicó una sonrisa.
—La relación entre las mujeres y las compras es muy particular. Llamé a dos mujeres que tienen una... ¿cuál es esa palabra tan desagradable que utiliza la gente hoy día? Una relación fiel, eso es. Durante meses dijeron que no podían salir conmigo bajo ninguna circunstancia, pero en cuanto les pedí ayuda con las compras, solo preguntaron dónde y cuándo. Una me echó una mano con los libros, y la otra a elegir los utensilios de cocina.
—Algo que podrías haber hecho tú solo.
—Habría sido mucho más aburrido, ¿verdad? —respondió, antes de volver a reírse y contagiar a la chica.
El día resultó frenético. Ramon estaba acostumbrado a manejar grupos de personas, así que atosigó a Paula con docenas de cosas a la vez. No ayudó que el día antes hubiera mandado publicar un anuncio en el periódico de Williamsburg:
Se necesita personal para sandwichería en Edilean. Se requiere personal creativo, inteligente, educado y con talento. Se valorará experiencia en cocina.
—¿Buscas una camarera o una esposa?
—Estoy abierto a las dos posibilidades —admitió él—. Veremos quién se presenta.
CAPITULO 31: (TERCERA PARTE)
—Tenemos que hacer algo —dijo Helena por teléfono, sujetando la puerta de la camioneta de su marido—. ¡Lo digo en serio, de verdad! Tenemos que impedir esto antes de que suceda.
—No te entiendo —reconoció Bety—. ¿No has dicho que el doctor Pedro alzó en vilo a Paula para subirla a su Jeep? A mí me parece que las cosas van viento en popa.
—¿Eso crees? Ramon McTern pasó todo el día con ella y le compró todo lo que necesitaba para su restaurante. Y ahora anda por ahí diciendo que va a ser el chef de Paula. ¡Se pasará catorce horas al día a su lado! Ramon es un hombre atractivo, si no estuviera casada yo misma... —Calló de golpe, mirando de reojo a Bill, su marido, que estaba sentado a su lado, mirando al cielo con paciencia infinita.
—Vale, acepto sugerencias —admitió Bety—. Dime qué tengo que hacer y lo haré. El asunto de la sandwichería ha sido toda una sorpresa para mí. ¿Te comentó Paula algo sobre abrir un restaurante? Sé que le hizo la comida al doctor, pero cocinar a gran escala es algo muy distinto.
—Todo lo que sé es que el doctor está colado por ella, y que ella le hizo esa pequeña escultura de barro. Tendríamos que haberle preguntado a Karen más cosas de ella.
—Dadle lo que quiere —dijo Bill.
—No interrumpas, por favor. Esto es muy importante —le dijo a su marido, frunciendo el ceño—. Si esos dos rompen, el doctor Pedro será más insoportable que nunca, tan insoportable que tendré que dejar la consulta. —Y volvió a su llamada—. Podríamos decirle que no podemos encargarnos de su apartamento, así tendrá que volver con el doctor.
—¿No crees que simplemente se iría a un motel o que volvería a casa de Karen? —preguntó Bety.
—Dadle lo que quiere —repitió Bill, subiendo su tono de voz.
—¡Por favor, intento hablar con Bety de algo que nos afecta a todos! —gritó Helena—. ¿Y si una de nosotras se ofrece para ayudar en la sandwichería? Así, Ramon y Paula no se quedarían solos.
Bill no resistió más. Frenó la camioneta, abrió la puerta y descendió mientras su esposa seguía hablando por teléfono.
—Tenemos que encontrar la manera de que esos dos estén juntos para que puedan... —De repente, mientras hablaba y observaba cómo Bill llenaba una bolsa de basura con los restos del picnic, recordó lo que había dicho su marido—. Bety, ¿recuerdas dónde compraste el barro con el que Paula hizo la escultura para el doctor Pedro?
—Por supuesto.
—¿Podrías llamarlos y decirles que entreguen otro pedido en el estudio de la casa que ha alquilado Paula? Y añade algunas herramientas para modelar, ellos sabrán cuáles son.
Bety apenas necesitó unos segundos para comprender lo que Helena pretendía. Miró su reloj.
—La tienda aún estará abierta y conozco a alguien de Williamsburg que puede pasar a recoger lo que sea y entregarlo. Tardará como máximo dos horas.
—Podría funcionar —apostó Helena, sin dejar de mirar a su esposo limpiando el campamento. Al colgar, recordó haber leído en alguna parte, seguramente en Internet, que
si un hombre quería conquistar a una mujer, necesitaba pasar a la acción.
Fuera verdad o no, el recuerdo de las palabras: «Dadle lo que quiere», podían ser claves para conseguir unir al doctor Pedro y a Paula... y esas palabras las había pronunciado su marido.
Bajó de la camioneta y se acercó a la mesa del campamento, pero Bill no levantó la mirada.
—Pásame esos platos, ¿quieres?
Como ella no respondía, Bill la miró y se sorprendió agradablemente por el brillo de sus ojos. Con una media sonrisa soltó la bolsa, contorneó la mesa y la abrazó.
Hicieron el amor en el frío suelo del bosque. No lo sabrían hasta semanas después, pero su deseo de aumentar la familia se cumplió aquella noche.
Uno de los padres llevó a Pedro y a Paula de vuelta a Edilean. Los dos hombres ocuparon los asientos delanteros mientras que la chica se sentó atrás. Paula necesitaba pensar en cómo cumplir la promesa hecha a los niños, pero cuantas más vueltas le daba, más imposible le parecía. ¿Por qué se había comprometido con ocho niños para hacerles una escultura a cada uno en solo veinticuatro horas? ¿Por qué no se había limitado a dar forma de animal a unas cuantas patatas más?
En el fondo sabía que las patatas se secaban y arrugaban, y por eso les había prometido a los niños hacerles unas figuritas algo más consistentes. Se lo merecían por todo lo que habían pasado, pero ¿de dónde iba a sacar el barro? ¿Cómo iba a pagarlo? ¿Y si le pedía un préstamo a Ramon o a Pedro?
Este se volvió hacia ella en su asiento y frunció el ceño al ver el semblante preocupado de la chica. Medio minuto después, su móvil le avisó de la entrada de un mensaje. Lo leyó y tendió el móvil a Paula.
25 kilos de arcilla y las herramientas adecuadas van camino del estudio de la casa alquilada.
¿De acuerdo? Bety.
Cuando Pedro le indicó al hombre que los dejara en su casa alquilada recientemente, miró a Paula para ver si estaba de acuerdo. Sí. Cuanto antes empezara con las esculturas, antes acabaría... y podría volver a sus sopas y sus bocadillos.
Le dieron las gracias a su improvisado chófer y se despidieron de él. Ambos quedaron frente a la casa, sin saber qué hacer a continuación. De repente se levantó un viento gélido y la temperatura descendió varios grados.
Paula se frotó los brazos para entrar en calor, mientras seguía al médico hasta el interior.
Todo estaba igual que la primera vez que la había visto, escasa de mobiliario, pero el sol que entraba por las ventanas le daba un aspecto muy acogedor. Las habitaciones parecían más limpias, aunque necesitadas de una mano de pintura. Habían dejado tres taburetes junto a la encimera de la cocina y Paula se sentó en uno de ellos.
Pedro pasó junto a la encimera y abrió la nevera. Estaba llena de comida.
—Mira, parece que las chicas han hecho la compra.
—¿Es que atienden todas tus necesidades?
—Atendían todas las de Tomas, pero no las mías.
—Según dicen, tampoco te lo mereces.
A Pedro se le escapó una risita.
—Cierto. Al menos hasta que llegaste tú. —Rebuscó en el cajón del fiambre y sacó unos cuantos paquetes de embutidos—. ¿Tienes hambre?
—Sí. —Entrecerró los ojos—. Quizá debería recurrir al libro de los Treeborne para preparar algo.
—¿También estás enfadada conmigo por eso?
—Me enfada tu presunción. Todo lo que te pedí fue que enviaras un paquete, y tendrías que haberte limitado a enviarlo.
—¿Tienes miedo de lo que haga Treeborne cuando lo reciba? —preguntó Pedro rebanando un tomate—. ¿Sigues enamorada de él?
Paula tardó un par de segundos en responder.
—Si una simple frase puede matar el amor, ¿se le puede llamar realmente amor?
—Si esa frase sirve para que alguien a quien amas te aparte de su lado sí, una frase puede matar el amor. —Extendió un poco de mayonesa en cuatro rebanadas de pan de molde—. Si ese tipo... ¿Gabriel?
—Gonzalo.
—Si ese Gonzalo viene a Edilean y te dice que no quiso decir lo que te dijo, que su padre lo obligó, ¿qué harías? ¿Lo perdonarías?
—Da la impresión de que lo conoces muy bien.
—Conozco a los de su clase, a la gente que tiene miedo de luchar por aquello en lo que cree, la gente que tiene miedo de sí misma y de lo que podría llegar a hacer.
—¿Como huir después de casi atropellar a una chica, por ejemplo?
—¿Eso es lo que te dijo? —bromeó Pedro, mientras apilaba los sándwiches y los cortaba por el medio en diagonal.
—No, me dijo que... —Pedro esperó que concluyera la frase—. Me dijo que soy la clase de chica con la que puedes acostarte, pero no casarte.
Paula miró al médico a los ojos. Durante el largo viaje de Texas a Edilean, esas palabras se repitieron una y otra vez en su cabeza. Las estudió desde todos los ángulos, intentando descubrir algún significado oculto en ellas que disminuyera su gravedad. Le dio vueltas y más vueltas a todo, desde su familia a sus trabajos, pasando por su forma de vestir o sus modales en la mesa.
Aunque era verdad que no se había criado en el ambiente lujoso al que él estaba acostumbrado, había ido a la universidad y...
La risa de Pedro cortó sus pensamientos. Obviamente, el médico creía que había dicho algo gracioso. Soltó lo que tenía en las manos, recogió su bolso y se dirigió hacia la puerta.
Pedro la frenó antes de que llegara, y apoyó sus dos manos en los hombros de la chica para que no se moviera.
—Paula, me reía porque lo que te dijo Gonzalo es absurdo. Por lo que me contaste de ese cobarde y por lo que he podido leer... sí, he hecho unas cuantas búsquedas en Internet, lo reconozco. Según todo eso, Gonzalo vive dominado por su padre. Y supongo que ese hombre había escogido otra chica para él.
Paula seguía fulminándolo con la mirada, todavía furiosa por sus carcajadas.
—Eres exactamente el tipo de mujer con la que cualquiera querría casarse. Toda la ciudad está llena de hombres que desearían verte avanzar hacia ellos por el pasillo de una iglesia
—Eso es ridículo. Solo quieren... bueno, ya sabes lo que quieren de mí, pero... —Retrocedió un paso—. Esta conversación sí que es absurda. Ningún hombre...
Antes de que ella pudiera reaccionar, él dio un paso adelante y la abrazó. No fue un abrazo pasional, sino consolador.
—Lamento que te hiriera —susurró Pedro al oído de la chica—. Renunciaste a todo por ayudar a tu hermana. Te olvidaste de tus estudios superiores y aceptaste una serie de trabajos mal pagados para poder protegerla. Dejaste a un lado a tus amigos universitarios y, lo más importante, abandonaste tu pasión por la escultura para ayudarla. ¿Dices en serio que una mujer que hizo todo eso no es la que cualquier hombre desearía como esposa y madre de sus hijos?
Paula no pudo controlar las lágrimas que afluyeron a sus ojos. Había amado a Gonzalo. A pesar de sus dudas —y de las advertencias de todos los que conocía—, había llegado a amar su dulzura. Los días pasados en su casita de verano, en su barca o simplemente en su compañía, le habían hecho olvidar lo dura que era su vida. Y una noche, una noche horrible, descubrió que todo era mentira, que los sentimientos de Gonzalo eran muy distintos a los suyos, y aquello la había destrozado.
Se dejó caer contra el cuerpo de Pedro, apoyando la mejilla en su pecho, dejando que las lágrimas brotaran.
—No pasa nada, tranquila —la consoló, acariciándole el pelo—. Ni vendrá a Edilean ni volverá a hacerte daño. Y sabes muy bien que ni su palabra es ley ni todo lo que dice tiene obligatoriamente que ser verdad.
Extendió un poco los brazos para alejarla de él y poder mirarla a los ojos.
—Sé que eso no te ayuda mucho ahora. Yo también me hundí cuando una mujer me dijo que no me amaba, y que estar conmigo y escuchar todo lo que yo deseaba hacer en mi vida la aterrorizaba.
—¡Eso es una estupidez! —estalló Paula—. Hiciste que caminara por aquella viga a pesar del terror que sentía. Puse mi vida en tus manos.
Pedro la obligó a que retrocediera hasta la cocina.
—Tenía tanto miedo de que ella tuviera razón, que en cuanto terminé mi residencia huí a África, a Sudamérica, a cualquier parte del mundo donde me aceptaran. ¿Y sabes qué?
—¿Que todos te adoraron?
—Ni mucho menos, pero sí confiaron en mí —explicó Pedro, sonriendo.
Hizo que Paula se sentara en el sofá y empujó los bocadillos en su dirección, pero ella quiso acercarse a la nevera en busca de los ingredientes necesarios para hacer un poco de té helado.
—Quiero que me cuentes más cosas de tus viajes. Una vez dijiste que deseabas que conociera tu verdadero yo, el que llevas dentro y no dejas que vean los demás.
—Solo si tú haces lo mismo.
—Está bien —aceptó ella.
Pedro tomó un sándwich y le dio un buen mordisco.
—¿Sabes que una vez Ruben, el marido de Karen, casi nos mata a mi burro y a mí? ¿Y que destrozó medicinas que había tardado seis meses en reunir?
—¿En serio?
—Oh, sí, muy en serio. Pasó en Marruecos y fue horrible. Se celebraba una carrera de coches internacional, el rally París-Nosequé, pero dos idiotas se equivocaron de recorrido. Más tarde descubrí que estaban enzarzados en una competición personal, persiguiéndose uno a otro. El primer tipo decidió ahorrarse unos cuantos kilómetros tomando un atajo, así que en lugar de rodear un poblado, quiso atravesarlo. Y el segundo, Ruben, fue tras él sin pensárselo dos veces.
—Pero ¿y la gente del poblado?
—Exacto. Alguien vio el primer coche y avisó a gritos a los demás para que se apartaran de su camino.
—Y tú no lo hiciste.
—Yo tenía un burro cargado con varias cajas de medicinas y el animal se quedó inmóvil, congelado de miedo. El primer coche nos pasó rozando, salpicando arena a diestro y siniestro, y la pobre bestia no se atrevía a moverse un solo centímetro. Cuando me di cuenta de que llegaba otro coche, no podía creerlo. Y se dirigía directamente hacia nosotros.
—¿Y qué hiciste?
—Solo podía pensar en las medicinas, así que me interpuse entre el coche y el animal.
—Eso fue muy arriesgado.
—Sí, pero no te imaginas lo que había tenido que pasar para reunir aquellos suministros... —Pedro se encogió de hombros para restarle importancia—. El caso es que el segundo conductor nos vio y frenó en seco. El coche hizo un trompo que asustó tanto al burro que este se sentó de golpe y las cajas se estrellaron contra el suelo. Lo perdí todo.
—¿Y el que conducía era el futuro marido de Karen?
—Sí, el mismo.
—¿Qué hizo?
—Huyó. Estaba obsesionado con la carrera y siguió con ella. Industrias Maxwell repuso generosamente los medicamentos perdidos, pero aun así... En fin, al menos Ruben perdió la carrera.
—Me alegro —exclamó Paula, y Pedro le sonrió.
La chica pensó que aquel momento era el más romántico que habían vivido juntos. Por muy emocionante que fuera ver acercarse a un hombre montado a caballo bajo la luz de la luna, ella prefería a un hombre capaz de secar sus lágrimas a plena luz del día.
—Vamos, acábate el sándwich —recomendó él.
Y siguieron sonriéndose mutuamente.
CAPITULO 30: (TERCERA PARTE)
El médico condujo por un camino de grava a lo que parecía la velocidad de la luz y derrapó hasta frenar completamente cuando apareció otro Jeep en dirección contraria. De él salió un hombre que Paula reconoció como Colin Frazier, el sheriff de la ciudad. Lo había visto en la fiesta de Halloween, disfrazado de sheriff del viejo Oeste. Todo el mundo bromeaba con él, preguntándole por qué no se había disfrazado. Colin se lo tomaba con buen humor... y a ella le había caído muy bien.
Pedro recogió su maletín médico de la parte trasera del Jeep, descendió del vehículo y empezó a correr. Paula no supo en principio hacia adónde se dirigía, pero no tardó en descubrirlo y se horrorizó. Más allá de una mesa de picnic atiborrada de comida vio a un hombre clavado a un árbol por una flecha que le atravesaba el hombro. Ante él, una mujer de pelo gris apretaba las manos contra su hombro intentando detener la sangre que fluía de la herida.
Mientras Pedro se apresuraba hacia el hombre, Colin sacó del maletero de su vehículo una enorme caja de herramientas. De ella extrajo unas enormes cizallas de metal, se las puso al hombro y corrió para reunirse con el médico.
Paula bajó del Jeep, pero no sabía qué hacer. Vio cómo Colin cortaba la flecha que mantenía en pie al hombre y cómo Pedro lo sostenía para que no se desplomara en el suelo. La mujer mantuvo las manos sobre la herida.
Mientras se dirigía hacia la mesa, escuchó a Pedro dando instrucciones a Colin y a la mujer tranquilamente, pero con firmeza. Ella parecía ser una enfermera retirada y el médico sabía utilizar su experiencia.
Paula se preguntó cómo podía haber resultado herido aquel hombre. ¿Un simple accidente? ¿Alguien que jugaba con un arco y una flecha? ¿O un malicioso intento de asesinato?
Buscó con la mirada un arco, pero en la mesa solo vio unos cuantos platos de papel, tres paquetes de perritos calientes y vasos también de papel, decorados con personajes de dibujos animados. «¡Niños!», pensó, dando media vuelta.
Bajo los árboles divisó un minibús verde con el nombre de una iglesia de Williamsburg pintado en un costado. Daba la impresión de que habían querido aprovechar el día para un último picnic, antes de que el frío lo hiciera inviable.
Contorneó la mesa para acercarse a Pedro.
—¿Cuántos niños han venido y dónde están?
Pedro miró a la enfermera, esperando su respuesta.
—Ocho. Se asustaron mucho cuando Jim resultó herido, y empezaron a gritar. No podía dejar a Jim, así que les dije que se escondieran hasta que fuera a buscarlos, pero...
—Paula, ¿te importaría? —sugirió Pedro.
—Tranquilo, yo me encargo.
Se sentía realmente encantada de poder ser útil. Le echó un vistazo al bosque que los rodeaba. Los árboles empezaban a pocos metros de allí, y eran tan densos que apenas podía ver más allá de la primera fila. No había niños a la vista.
Quiso preguntar por la edad de los pequeños, pero los adultos parecían tan ocupados que cambió de opinión.
¿Cómo iba a poder reunirlos y ganarse su confianza, siendo como era una extraña? Vio una bolsa de patatas en el centro de la mesa y un viejo cuchillo pelador con la hoja erosionada y el mango descolorido por las muchas lavadas. También una cuchara de mango fino. Y la caja de herramientas de Colin estaba abierta en el suelo junto a la mesa.
—¿Puedo llevarme esto? —preguntó, sosteniendo en alto una lima pequeña y un par de destornilladores.
—Sí, claro —aceptó Colin mirando a Pedro, pero este se limitó a encogerse de hombros. No tenía ni idea de lo que pretendía la chica.
Paula desapareció entre los árboles con unas cuantas patatas y las herramientas de Colin. Hacía frío, demasiado para que los niños siguieran por allí, solos y perdidos, pero no veía el menor rastro de los pequeños. Seguro que para ellos había sido todo un trauma ver la flecha cruzar por encima de la mesa, impactar en Jim y clavarlo contra el árbol. Que su otra guía, la mujer, no pudiera liberarlo solo habría aumentado su terror.
Una solución era llamarlos a gritos, pero ¿qué hacer si no acudían? ¿Perseguirlos? ¿Ella sola contra ocho niños? No, eso no funcionaría. Podía asustarlos todavía más o resultarles tan divertido que hicieran de ello un juego.
Bien, haría lo que ya hiciera con Lisa cuando era pequeña y quería jugar al escondite.
Encontró un claro cerca del campamento, se sentó en el suelo junto a un tronco de árbol caído y apoyó su espalda en él. Se movía lentamente atenta al menor ruido, pero no oyó ninguno. Dejó a su lado las patatas y las herramientas, y cogió una de cada.
—Soy escultora —dijo en voz alta, y aquella palabra le dio una sensación de poder. Hacía mucho tiempo que no se definía de aquella forma—. ¿Sabéis lo que significa eso?
Pues significa que nací con un don. Imagino formas y les doy forma con barro o con piedra, o patatas en este caso.
Mientras hablaba cortaba grandes trozos de patata. Sus manos se movían rápidamente, con habilidad.
—Tengo una hermana más joven que yo, y cuando era pequeña la hacía reír recortando la comida en forma de animales. —Sostuvo la patata en alto para que, si estaban cerca, observándola desde la espesura, pudieran verla bien—. Esta patata va a convertirse en un conejo. A mi hermana, Lisa, le encantan los conejos, y de niña tenía una hembra. La llamaba Annie y quería que le diera forma de conejo a todo lo que comía.
Oyó un rumor de hojas tras ella y creyó captar movimiento a su derecha, pero no volvió la cabeza. Seguía tallando tan deprisa como era capaz. Tallando y pensando.
—Tendríais que haber visto los platos de mi hermana. Todas sus comidas con forma de conejo. Las tortitas eran fáciles y el puré de patatas resultaba pan comido, pero ¿cómo hacer que una compota de manzana tenga forma de conejo? Difícil, ¿verdad? ¿Sabéis lo que hice?
Esperó en silencio sin dejar de tallar la patata, pero no se respondió a sí misma.
—¿Qué hiciste? —dijo la voz de una niñita.
Esta vez sí alzó la mirada. Vio el miedo en los ojos de la pequeña y sonrió para tranquilizarla.
—Pues hice dos montones de compota, y le puse encima dos granos de uva para que hicieran de ojos y unas tiras de zanahoria como si fueran las orejas. Pero... —Hizo una pausa, mientras otra niña y un niño se acercaban poco a poco. Bajó la voz para que tuvieran que acercarse más si querían oírla—. Sabéis que a los conejos les gustan las zanahorias, ¿verdad? Pues me entró miedo de que el conejo despertase y se comiera sus orejas de zanahoria.
Los niños dejaron escapar una risita. Tendrían unos seis años y parecían encantados de sentirse de nuevo a salvo con una adulta simpática.
—¿Cómo está el señor Jim? —preguntó uno de ellos.
—Está bien, tranquilos. Se curará —respondió Paula, dejando el conejo de patata sobre el tronco junto a ella.
—¿A que no sabes hacer un dragón? —dijo un niño a su izquierda.
—¿Es un reto? —Ella sonrió—. Si dieran premios por los dragones de patata, yo tendría un montón. Buscad unos cuantos palitos y simularemos con ellos que es fuego saliendo de su boca. Así parecerá un dragón de verdad.
Siete niños aparecieron uno a uno, y se acercaron lentamente hasta sentarse frente a ella, contemplándola con curiosidad. Cuando terminó de tallar el dragón en la patata, le clavó un par de ramitas en la boca y los niños se acercaron todavía más para verlo de cerca.
—¿Quién quiere un oso? —preguntó Paula, y todos levantaron la mano a la vez.
Tallaba el oso cuando por fin apareció el octavo niño y se sentó junto a los demás. Poco después la sirena de una ambulancia rompió el silencio y los niños, sorprendidos, empezaron a levantarse.
—¡Sentaos! —ordenó Paula. Y su mirada hizo que los niños la obedecieran sin rechistar.
Hasta que estuviera segura de que por allí no rondaba un asesino, quería tener a los niños donde pudiera verlos y mantenerlos calmados. La sirena fue aumentando de volumen y su tarea se complicó un poco, pero Paula consiguió retener a los pequeños, ofreciendo como premio las esculturas de patata a todos los que construyeran casitas para ellas con los materiales que pudieran encontrar en el claro. Además, estaba refrescando demasiado y los niños necesitaban moverse para entrar en calor.
Oyeron cerrarse las puertas de la ambulancia y la sirena volvió a resonar. Todas las cabecitas se volvieron en dirección al sonido, pero desde allí no se veía nada. Ella se preguntó si Pedro, Colin y la mujer del pelo gris se habrían marchado con la ambulancia y si, de ser así, volverían a buscarla.
Apenas un minuto después, Pedro apareció entre los árboles y se quedó inmóvil contemplando la escena. Los ocho niños estaban allí y, al parecer, muy ocupados construyendo algo con hojas y ramitas, incluso rocas, sin dejar de preguntarle a Paula cómo atarlo todo si no tenían cordeles.
La chica se levantó y se acercó a Pedro.
—¿Cómo está?
—No es grave. Gracias a Sue se pondrá bien.
—¿Qué pasó?
Pedro hizo una mueca de disgusto.
—Colin cree que es una mezcla de cazadores ineptos y demasiada cerveza. Los está buscando. Puede que ni siquiera se hayan enterado de lo que han hecho. —Hizo un gesto con la cabeza señalando a los niños—. Los llevaré al autobús de la iglesia de Williamsburg. Si quieres, puedo dejarte en Edilean.
—No, iré contigo —le contradijo Paula—. Será mejor que los saquemos de aquí. Aunque hoy haya hecho algo de calor, estamos en noviembre.
—¿Qué están mirando? Me refiero a esas cosas que están encima del tronco.
—Oh, nada importante —sonrió Paula—. Solo animales hechos de patata.
Siguió a Pedro, cuando este recorrió el par de metros que los separaban del tronco y recogió las esculturas. Eran un conejo, un dragón que escupía fuego y un oso con un guijarro en la boca, cuya forma se parecía vagamente a un pez.
—¡Paula, son maravillosas! —exclamó, mirando a la chica.
—¿Quién ha ganado? ¿Quién ha ganado? —los interrumpió insistentemente uno de los niños.
—Habéis ganado todos —exclamó ella—. Mañana os regalaré a todos una escultura de vuestro animal favorito, y las haré con arcilla para que podáis conservarlas. Bien, ahora volveremos a Williamsburg en el autobús y... ¡atención, el conductor será el doctor Pedro! ¿Creéis que sabrá hacerlo? ¿Qué creéis que hará si el motor falla?
—¡Le pondrá una inyección! —gritó un niño.
—O le dará una medicina... —susurró una niña.
—¡Ja, os equivocáis! —respondió Pedro—. Si tenemos algún problema, os haré bajar a todos para que empujéis el autobús.
Los niños lo miraron con los ojos desorbitados unos segundos, antes de darse cuenta de que les tomaba el pelo, y chillar, y gritar, y salir corriendo hacia el campamento.
—Gracias por hacer esto, Paula —le dijo a la chica—. Si Sue no hubiese taponado la herida de Jim, se habría desangrado, y no podía ocuparse de los niños al mismo tiempo. Si no hubieras estado aquí, no sé... Bueno, gracias de todas formas.
—Oh, he disfrutado. Hacer esto me ha hecho recordar algunas cosas.
—¿La escultura?
—Sí —admitió ella—. Hubo una época en que era lo más importante en mi vida, y en la universidad no podía pensar en otra cosa. Maria, Karen y yo éramos como Ramon, y estábamos seguras de que acabaríamos teniendo el mundo a nuestros pies gracias a nuestro arte.
Pedro se dio perfecta cuenta de que se estaba riendo de sí misma.
—Y, en vez de eso, has acabado con un médico malcarado. ¡Chicos, el último que llegue al autobús no podrá sentarse con la señorita Paula!
Todos los niños salieron de estampida a la vez. Los dos mayores, incluso recogieron las esculturas de patata sin frenar su carrera.
—¿No tendrías que haberlo dicho al revés? —preguntó Paula negando con la cabeza—. ¿Que el último tendría que sentarse conmigo?
—¡Ja! —exclamó de nuevo Pedro, soltando un bufido despectivo—. Tienes el don de hacer que la gente se enamore de ti. Al menos conmigo te funcionó... ¡Eh, vosotros dos! ¡No os comáis los perritos calientes crudos, están llenos de bacterias! —Como los niños no le hacían caso, añadió—: ¡Y de tripas de rana! Sí, eso es, comeos el pan y las patatas fritas. —Giró la cabeza hacia Paula—. Creo que han encontrado las magdalenas. ¿Estás preparada para viajar con ocho monstruos sobreexcitados por culpa del exceso de azúcar?
Mientras seguía a Pedro hasta la mesa, Paula pensaba en lo que había dicho sobre el amor. El médico se apoderó de una de las magdalenas y le dio un mordisco.
—Añade un demonio más a la lista —dijo, sonriendo de tal manera que a Paula se le escapó la risa.
Metieron a los niños en el autobús y, durante el viaje de vuelta, hicieron turnos para que todos los niños tuvieran oportunidad de sentarse junto a Paula y le explicaran qué animal querían que esculpiera. Pedro, que hacía de chófer, vio una libreta y un bolígrafo en el salpicadero y se los pasó a la chica. Las ideas de los niños se fueron complicando tanto que tuvo que hacer unos bocetos previos con el nombre del peticionario bajo cada uno.
Cuando llegaron hasta la iglesia y los ansiosos padres, cada uno de los pequeños había pasado dos veces por Paula, y unos simples animales se habían convertido en intrincadas piezas de artesanía.
—Y quiero que su melena se esté moviendo como si saltara —especificó uno de los chicos sobre el caballo que había elegido.
—Los ojos tienen que ser grandes y el cuello muy largo. —Una jirafa.
—¡Qué bonito te ha quedado! —dijo una de las niñas del dibujo de un koala.
Paula pensó en el restaurante que debía inaugurar y que, por culpa de eso, no tendría tiempo para hacer tantas figuritas. Pero la verdad era que prefería tallar lo que fuera, antes que hacer bocadillos de atún.
Parecía que los teléfonos habían estado muy ocupados desde que Jim fuera herido por la flecha, y al llegar a la iglesia casi todos los padres querían preguntarle a Pedro qué había pasado. Paula aprovechó el acoso al que sometieron al médico para hacerse a un lado.
—¿Usted ha hecho esto?
Dio media vuelta para encontrarse a una de las madres sosteniendo el dragón de patata en una mano.
—Sí.
—Es maravilloso —dijo la mujer—. Oh, perdone. Soy la madre de Brittany.
—Ah, sí. Me ha encargado una jirafa.
Paula le explicó su promesa a los niños, lo que le había pedido cada uno y los bocetos que tuvo que improvisar.
—¿Y los modelará con barro?
—Claro. —Iba a explicarle que había estudiado arte en la universidad, pero se contuvo.
—Es que este verano fuimos al zoo —explicó la madre—. Y una de las jirafas se inclinó por encima de la verja, mordió la cola de caballo de mi hija y tiró de ella. Yo casi me desmayo del susto, pero Brittany y mi marido se rieron como locos. Él hasta hizo una foto y todo. Desde entonces está obsesionada con las jirafas. El empapelado de su dormitorio es de jirafas, su colcha también y tiene unas veinte jirafas de peluche.
—Una imagen adorable —comentó Paula, mirando a la niña de reojo—. ¿Tiene papel y lápiz? Le daré mi e-mail para que pueda enviarme una copia de la foto, si no le importa.
—No, claro que no —aceptó la mujer con ojos brillantes. Alguien la llamó en ese momento, y ella respondió moviendo la mano—. Tengo que irme, pero ha sido un placer conocerla. Teníamos miedo de que los niños volvieran traumatizados, pero no hacen mas que hablar de la señorita Paula y de los animales que talló en las patatas, así que gracias. Creo que lo que hizo bloqueó la horrible imagen del flechazo. Sería capaz de provocarle pesadillas a cualquiera, mucho más a unos niños.
Sus palabras eran halagadoras, y Paula comprendió que era la primera vez en mucho tiempo que sus actos hacían que se sintiera bien consigo misma. Durante años lo que había determinado su estado de ánimo eran los sentimientos de los hombres. Si su jefe intentaba sobrepasarse, era ella la que se sentía mal; si el padre de Gonzalo se ausentaba de la ciudad y él era feliz por eso, ella también; y cuando estuvo con Pedro en el pequeño escondite del primer piso de aquella casa, se sintió genial.
—Tienes una expresión muy rara —comentó el médico mientras se acercaba a la chica. Por fin había conseguido escapar del interrogatorio de los padres—. Un centavo por tus pensamientos.
Paula no pensaba confesarle que había entendido lo que toda mujer acaba comprendiendo en algún momento de su vida.
—No es nada —respondió—. Me estaba preguntando cómo volveremos a casa. Tu Jeep se ha quedado en el bosque.
Pedro sabía que no estaba pensando en eso, pero lo pasó por alto.
—Helena me ha llamado para decirme que su esposo y ella irán a recoger el Jeep y los restos del campamento.
Tendremos que pedirle a alguien que nos lleve a Edilean. Yo pasaré la noche en la casa de Gains, la que viste con la esposa de Al. ¿Quieres quedarte conmigo?
—No —respondió Paula con rotundidad. No solo porque estuviera furiosa con él, que lo estaba, sino porque tenía que hacer otras cosas. Necesitaba asentar sus pies en terreno firme antes de volver a conectar con un hombre—. Gracias, pero no.
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