domingo, 20 de marzo de 2016

CAPITULO 20 (PRIMERA PARTE)





Paula sabía que era absurdo que sintiera que iba a echar de menos a aquel hombre al que nunca había visto, pero lo sintió. Cuando Pedro empezó a mover cosas alrededor, supo lo que estaba haciendo: haciéndole sitio para que pudiera apoyarse en él. Esperó, bebiendo el champán a sorbos, hasta que notó que Pedro estiraba el brazo.


No titubeó cuando se dio la vuelta y retrocedió entre sus piernas estiradas para apoyarle la espalda en el pecho. 


Cuando tris levantó el brazo lesionado y se lo deslizó por el cuerpo, fue una sensación familiar para Paula. Se acurrucó contra él, y durante un rato permanecieron allí sentados en silencio, escuchando el agua y los sonidos de la noche.


—Te voy a echar de menos —le dijo él en voz baja, con la boca muy cerca de su oreja—. ¿Te importa si te llamo mientras estoy fuera?


—Me encantaría que lo hicieras. Así te contaré todo sobre la tortura diaria aeróbica a la que me someten mis dos damas.


—¿Habéis hecho la danza del vientre esta tarde?


—Ay, sí. A Lucia se le da bastante bien, aunque la señora Wingate y yo jamás pasaremos de ser unas aficionadas.


—Creo que deberías dejarme que hiciera de juez —dijo Pedro—. En mi condición de médico, podría observar y...


—Ni lo sueñes.


Él se rio entre dientes.


—¿Estás deseando ver de nuevo a Ruben?


—No puedo pensar en otra cosa. —Al no decir nada Pedro, volvió la cara hacia la suya—. Sé que es imposible, pero pareces celoso.


—Mi chica fantasea sobre.. ¿cómo la llamaste?... «la hermosa desnudez» de otro hombre ¿y se supone que ni siquiera he de ponerme un poco celoso?


—¿Y cuándo me he convertido yo en «tu chica»?


—Hoy, cuando me pasé el día pensando en ti.


—Eso es porque ahora no tienes trabajo. Si no estuvieras incapacitado y tuvieras en qué ocupar tu tiempo, ni me dedicarías un pensamiento. Sería la chica con la que te tropezaste y eso sería todo. Dudo mucho que hubiera habido una segunda y una tercera noche juntos.


—Creo que eso no es cierto —replicó Pedro—. Te olvidas de la foto que tengo de ti. Llevo deseando estar contigo desde que Karen le contó a todo el pueblo que ibas a venir. —Hizo una pausa—. ¿Cuánto has pintado hoy? ¿O hiciste fotos? ¡Eh! Acabo de caer en la cuenta de que a lo mejor te gustarían las orquídeas salvajes que tengo en casa.


—¿Orquídeas salvajes?


—Las que provienen de la naturaleza, no los híbridos que tengo en casa de la señorita Livie. Tengo licencia de importador, y cuando estuve en Sudamérica compré algunas y las traje conmigo. Han prosperado bien, aunque no fue fácil. Creo que extrañan la libertad y aquellas lluvias tropicales. A las orquídeas no les gusta demasiado que las mime


—En Sudamérica —repitió Paula—. ¿Fuiste como médico? —Estaba jugueteando con la mano del brazo lesionado de Pedro, palpándole los dedos, midiéndoselos, comprobando lo cuidadas que tenía las uñas. Tenía unas manos fuertes, como si hiciera algún deporte que exigiera unas manos así.


—Sí —respondió él en voz baja, con la cara muy cerca de la suya—. Procuro ir a algún lugar del mundo al menos una vez al año. Hago lo que puedo por ayudar.


A Paula le gustó que fuera a lugares a salvar vidas. Incluso le gustó que no alardeara de sus buenas obras.


—¿Te has encontrado alguna vez con Ruben en tus viajes?


—Hemos trabajado juntos media docena de veces más o menos. Bueno, él es un verdadero héroe. ¿Te han contado alguna vez que descendió sobre el océano colgado de un cable para salvar a un niño?


—Karen me lo ha contado por lo menos cuatro veces. Enmarcó la fotografía que sacó aquel periodista ese día. ¿Dónde estabas tú cuando ocurrió eso?


—Por allí.


Algo en el tono de su voz le dijo que había estado con Ruben.


—¿En el helicóptero o en la orilla?


—En el helicóptero.


—¿Te asomaste fuera del helicóptero, suspendido en el vacío, para cogerle el niño a Ruben?


—Más o menos —admitió él—, pero Ruben bajó por el cable.


—¿Cómo decidisteis quién bajaría?


—Piedra, papel, tijera —dijo Pedro—. Perdí yo.


Ella le apretó más la mano y sonrió en la oscuridad. Le gustaban los héroes que mantenían sus actos en secreto.


—Sigues sin contarme lo que hiciste hoy —insistió él.


—Y tú también.


Pedro se rio entre dientes.


—No hice gran cosa. Estuve paseando por el pueblo. Le llevé la comida a mi padre, pero estaba demasiado ocupado para comer, así que me marché y volví a casa. Traté de cambiar algunas macetas, pero no se me da bien hacerlo con un brazo.


—Si no estuviera en casa de la señora Wingate, ahora estarías visitándolas a ella y Lucia, ¿verdad? —preguntó Paula en voz baja.


—Es muy probable. —La besó en el cuello, acariciándole la cálida piel con los labios.


—Cuando regreses... —Paula no era capaz de pensar teniendo él su boca en el cuello.


—¿Sí?


Paula tomó aire.


—Cuando regreses de Miami creo que deberíamos ser más normales.


—¿Normales? —Pedro se apartó—. ¿Te refieres que podré presentarte como mi novia a los demás?


—¿No crees que deberíamos esperar hasta que nos veamos mutuamente, antes de adquirir un compromiso tan serio como el de novios?


Pedro le subió la mano por el hombro, le enredó sus largos dedos en el pelo, y le volvió la cara hacia él. La besó lenta y suavemente.


Paula sintió que su cuerpo cedía ante el de Pedro. El aire frío de la noche, el sonido del agua y la calidez de Pedro, lo dulce que sabía, todo hizo que quisiera darse la vuelta completamente hacia él. Deseó que se quitaran mutuamente la ropa, descubrieran totalmente sus cuerpos y hicieran el amor sobre la manta.


—Paula —le susurró contra los labios.


—Tengo que irme —dijo ella, y se apartó de él.


Él respondió con un gemido.


Paula se movió para no seguir tocándole. Necesitaba pensar en cosas más corrientes y calmarse.


—Estarás de vuelta el domingo.


Pedro tardó un rato en contestar.


—Sí. Al día siguiente de la fiesta.


—¿Fiesta? Ah, te refieres a la de Ruben. Casi me había olvidado.


Pedro le cogió la mano.


—Paula, no tengo ningún derecho sobre ti. Si tú y Ruben queréis empezar a salir, no me interpondré en vuestro camino.


Paula sabía que su declaración era muy políticamente correcta y que era lo que debía decir, aunque en parte deseó que hubiera declarado que mataría a un dragón por ella... que en el caso concreto que les ocupaba era otro hombre.


Sacudió la cabeza para aclararse las ideas. No había dragones y no había nada sólido entre ella y aquel hombre.


—Es muy amable por tu parte —dijo—, mientras se levantaba—. Creo que debería volver ya. Si Lucia ve que he desaparecido, se inquietará.


—¿Lucia? —preguntó Pedro, levantándose—. ¿No la señorita Livie?


—Ella se muestra... —Paula titubeó. Después de todo, él era amigo de la mujer.


—¿Distante? ¿Como si una parte de ella viviera en otro mundo?


—Exacto. —Cuando Pedro le cogió la mano, sonrió.


Pedro la besó en la palma, y empezó a guiarle por el bosque.


—La señorita Livie no ha tenido una vida fácil, y no habla mucho de sí misma a los demás.


—Salvo a ti.


—Ella y yo hemos pasado mucho tiempo juntos. Pero tú y Lucia habéis hecho buenas migas, ¿no?


—Es una mujer interesante —respondió, y durante el resto del camino le habló de las horas que había pasado con Lucia y sus máquinas de coser—. Ver lo que podía hacer me hizo desear haber estudiado más sobre el arte de las fibras.


—Aún no es demasiado tarde.


Y cuando lo dijo, aumentó la presión ligeramente sobre su mano, y Paula supo lo que le estaba pasando por la cabeza.


—Tal vez debiera volver a la facultad y aprender cómo hacer unos edredones fabulosamente artísticos en casa.


—A mí me parece bien —dijo él, sujetándole la mano con fuerza.


—Buen intento —dijo ella—, pero no, gracias.


Paula se dio cuenta por la hierba que pisaba que estaban cerca de la casa de la señora Wingate. Sabía que era tarde y que tenía que entrar, aunque no deseaba dejar a Pedro. Su intuición le decía que esa sería su última noche secreta juntos. Al día siguiente, él tomaría un avión y estaría fuera varios días. Cuando regresara, sabía que se verían y que se convertirían en una «pareja» como todas las demás, salvo por que ella se marcharía al final del verano.


Dejó de caminar y se volvió hacia él.


—Te deseo que tengas un buen viaje y...


Se interrumpió porque Pedro la atrajo hacia él y dejó caer la boca sobre la suya con toda la pasión que ella estaba sintiendo. Sus lenguas se tocaron, y Paula inclinó la cabeza como si tratara de acercarse más y más a él.


Deseó hundirse dentro de él, abandonarse al momento. No quería dejar a ese hombre y aquella noche jamás. El aire, los sonidos, los olores y estar tan cerca de aquel hombre, sintiendo su fuerza, su calidez, todo se unió para hacerla desear que aquello no acabara nunca.


—¿Cuál es tu número de móvil? —preguntó Pedro, mordisqueándole la oreja.


—¿Qué? —Paula no entendió lo que decía. Todo su cuerpo parecía una masa de deseo.


Pedro apartó la cabeza.


—Que cuál es tu número de móvil, por si te puedo llamar.


Paula no pudo evitar soltar una carcajada.


—Aquí me tienes, pensando que este es el momento más romántico de mi vida, y las dulces palabras que me susurras son: «¿Cuál es tu número de móvil?»


Pedro la atrajo de nuevo hacia él.


—¿Quieres dulces palabras? —Le puso los labios en la oreja—. Paula, nunca he deseado a una mujer tanto como a ti. Me gusta todo lo tuyo, desde el tacto de tu cuerpo contra el mío hasta el olor de tu pelo. Pero lo que más me gusta eres «tú». Disfruto de tu humor, de la tranquilidad de hablar contigo, de tu espíritu aventurero. Me gusta lo amable que eres con las dos mujeres, y la facilidad con que dices que ayudarás a mi sobrina. Incluso me gusta que mi prima Karen se convierta en guerrera cuando cree que podrían hacerte daño. Engendrar una amistad así dice mucho en tu favor.


La besó en el cuello.


—Paula —susurró—. No quiero asustarte, pero creo que estoy...


Ella se apresuró a besarle.


—No lo digas.


—De acuerdo —respondió Pedro—. No lo complicaré, y tú puedes seguir creyendo que no soy más que un tío de pueblo que está embelesado con una chica de la gran ciudad.


Cuando se apartó, le soltó la mano.


Paula le gritó su número de teléfono. Cuando empezó a repetirlo, él le dijo que lo recordaría siempre. Ella regresó riendo a la casa.







CAPITULO 19 (PRIMERA PARTE)




Paula ya estaba fuera esperando a Pedro en cuanto la luz se desvaneció. Era la última noche de oscuridad completa, y temió que fuera a ser el último encuentro realmente secreto que tuvieran.


Tenía miedo de caminar demasiado deprisa, no fuera a chocarse con el pesado mobiliario del jardín. En vez de pasar el día con Lucia, quizá debería haber ido a la casa de muñecas, a fin de poder encontrarla más tarde en la oscuridad. Podría haber esperado allí a Pedro.


Oyó un ruido a su izquierda.


—¿Pedro? —susurró, pero no hubo respuesta. Pero entonces sintió que Pedro le ponía la mano en la suya, se la agarraba y tiraba de ella, y Paula le siguió.


No la condujo por el bosque hacia la casa de muñecas. 


Quiso preguntarle adónde la llevaba, pero era mayor su deseo de que la sorprendiera.


Cuando dio un traspié, Pedro se paró, le levantó la mano para llevársela a los labios y le besó los dedos uno a uno.


—No queda mucho ya —le dijo en un susurro, y caminaron un poco más.


Cuando se detuvieron, Pedro la atrajo hacia él, de manera que la espalda de Paula quedara contra su pecho; ella sentía el brazo del cabestrillo en su espalda.


—Dime qué ves —le susurró Pedro—, pero no utilices los ojos.


Era difícil pensar mientras la estaba tocando, aunque cerró los ojos, aguzó el oído y «sintió».


—Mis otros sentidos —susurró Paula.


—Muy bien. —Pedro le acarició la mejilla con la suya—. ¿Qué oyes?


—Tu respiración, incluso tu corazón.


—Me gusta. ¿Pero qué oyes aparte de mí?


—Ranas —dijo— y agua. Un agua tranquila. No algo pequeño. Un lago o un estanque grande. —Volvió la cabeza hacia él.


—Muy bien. —La besó en la mejilla. No fue solo un besito; notó enteramente la blandura de sus labios. Cuando acercó la boca a la suya, él se apartó.


—¿Los besos son mi recompensa?


Él le acarició el cuello con los morros como respuesta.


—Me das un aprobado alto. ¿Qué es lo que sigue?


—El olfato.


Paula aspiró lentamente.


—Otra vez tú. Limpieza. Te acabas de duchar y afeitar. Nada de colonia. —Apoyó la cabeza contra él, con los ojos cerrados—. Conozco tu aliento. Dulce y fresco. Podría encontrarte en medio de una muchedumbre por tu olor y tu aliento.


Pedro le puso la cara en el cuello.


—¿Qué me dices de lo que te rodea?


Paula tuvo que mover la cabeza para sentir el aire nocturno.


—El aire huele todavía a lluvia... —Aspiró—. A Rosas. Están cerca. Y hay... ¿Eso es jazmín?


—Muy bien —dijo él, y la besó a dos centímetros de la boca. 


Dejó que sus labios se demoraran allí, como desafiándola a que se volviera hacia ellos. Pero Paula permaneció donde estaba y no se giró hacia él. Si Pedro podía resistir, ella también.


—Tacto —susurró Pedro.


—¡A ti! —dijo ella—. Noto tu fuerza y calidez en mi espalda, y el bulto duro de tu brazo herido.


Pedro se volvió, y Paula notó que se quitaba el cabestrillo por la cabeza. La rodeó con el brazo, poniéndole la escayola por delante y pegando todo el cuerpo contra ella.


—Te siento —susurró ella—. Tu ropa, tu cuerpo contra el mío. La fuerza de tus brazos me hace sentir segura, protegida. Aunque no vea nada... siento confianza. Sí. Me siento segura, por estar con alguien en quien confío.


Tomó aire.


—El aire es fresco aunque cálido al mismo tiempo, como si estuviera totalmente mezclado pero quedaran hebras sueltas. Desde el agua sopla una brisa. Me siento bien aquí, en este lugar, contigo.


Cerró los ojos, dejando que la sujetara, disfrutando de la sensación. Repasó mentalmente las fotos de esa mañana, en las que había visto a aquel hombre crecer desde un niño, que apenas arrancaba a andar, hasta un hombre alto y erguido, en un médico. Un montaje de imágenes y colores, de las escenas y sonidos que producían, retozó en su cabeza.


—El gusto —dijo él en un susurro, y la hizo darse la vuelta entre sus brazos para darse el primer beso.


Los labios se encontraron a la perfección. Sin la distracción de la vista, Paula pudo entregarse al tacto de los labios de Pedro, a la calidez de su piel. Abrió la boca bajo la suya, invitándole a que le metiera la lengua. Le notó contener la respiración cuando ella se volvió del todo entre sus brazos y sus senos le tocaron el pecho. Levantó las manos hasta la nuca de Pedro y le hundió los dedos en el pelo.


Él la abrazo con fuerza.


—Paula —dijo en voz baja.


Paula jadeó, sintiendo el corazón de Pedro latiéndole con fuerza contra el pecho.


—Champán —le dijo él contra la boca.


—¿Qué?


Pedro se separó aunque mantuvo la cara pegada a la suya.


—Tengo champán, cerezas y queso.


Paula se resistía a rendirse a la sensualidad de Pedro. Era demasiado pronto para eso.


—¿De verdad? —preguntó, todavía con las manos en sus hombros—. Eso es fantástico, porque estoy hambrienta. Lucia yo hemos estado trabajando juntas y me olvidé de comer.


Pedro le cogió la mano, la guio unos cuantos pasos y entonces la hizo volverse hacia lo que Paula no dudó era el agua.


—Estoy segura de que este lugar es precioso a la luz del día.


—Lo es —dijo él—. Llevo dando de comer a los patos de aquí desde que era niño.


—Te vi. —Pedro estaba a su derecha, y Paula le oyó mover unas cosas, pero entonces se detuvo.


—¿Cuándo?


—Cuando tenías dos y dieciséis años, y cuando terminaste la facultad.


—Ah —dijo él, y Paula le oyó reírse—. Así que estuviste viendo los álbumes. A la señorita Livie le encanta hacer fotos.


—Ceo que lo que le encanta eres tú —le corrigió.


—Te puedo asegurar que es recíproco. —Ella le oyó sentarse; él levantó la mano, le cogió la suya y tiró de ella—. El problema con una cena campestre en la oscuridad —dijo Pedro— es que no puedes ver dónde te sientas. Aquí hay un gran macetero de piedra en el que apoyarse, pero me temo que tendremos que compartirlo.


—Qué mal que solo haya uno —se quejó Paula, mientras se sentaba encima de la tela que Pedro había extendido sobre el suelo.


—Si quieres apoyar la espalda en algún sitio, tienes que acercarte a mí.


Paula se movió hacia él pero sin llegar a tocarle.


—¿Qué tal así?


—Fatal para tu espalda. Como médico, no te lo puedo recomendar.


Paula se desplazó hasta que sus cuerpos estuvieron juntos y sus brazos se tocaban.


—¿Mejor?


Pedro alargó el brazo derecho, la rodeó y la atrajo hacia él hasta que la espalda de Paula quedó apoyada contra su pecho.


—Ahora sí es el respaldo adecuado.


Paula se rio.


—Pero ¿cómo vamos a comer? Solo tienes un brazo y me estás rodeando con él.


—Ese es un dilema, ¿verdad? —Le puso la mano en un lado de la cara y la besó en la sien, y luego en la mejilla—. Ah, Psique, eres el alimento de los dioses.


Ella empezó a darse la vuelta entre sus brazos, pero golpeó con la pierna un recipiente, que cayó sobre otra cosa. Se incorporó de golpe tratando de agarrar lo que fuera que hubiera golpeado, y al hacerlo se apartó de él.


—Boicoteado por un bote de encurtidos —dijo Pedro, soltando un gran suspiro.


—Pobrecito. —Paula estaba sonriendo—. ¡Aliméntame, Seymour!


Pedro pilló la alusión cinematográfica.


—Así que ahora soy una planta que se come a la gente. —Se enderezó, y ella oyó el inconfundible sonido que hace una botella al ser sacada del hielo.


—Así que has preparado un festín, ¿eh?


—Un poco de esto y un poco de aquello. Puesto que no me dejarás llevarte a cenar, tendrá que servir esto.


—Una cena campestre en la oscuridad con champán. Me gusta mucho más esto que un restaurante.


—Karen dijo que sería así.


—¿Cuándo hablaste con ella?


—La invité a desayunar esta mañana.


Paula le oyó trastear con la botella de champán; sería difícil abrirla con una sola mano. Alargó la mano para quitársela, pero Pedro la apartó.


—Deja que te ayude —dijo ella, pero él puso la botella fuera de su alcance.


No fue hasta el tercer movimiento cuando Paula se dio cuenta de que él lo estaba haciendo así para que ella le tocara más. Así que se inclinó hacia delante, le pasó las manos por el pecho y puso la cara muy cerca de la suya... y entonces le arrancó la botella.


—Eso ha sido juego sucio —protestó él.


—Estoy sedienta. —Paula retorció el alambre del tapón, y este saltó. Pedro le puso dos copas de flauta en la mano, y Paula consiguió llenarlas sin derramar demasiado.


Pedro le recorrió todo el brazo con la mano antes de llegar a la copa.


—¿Por qué brindamos?


—Por los besos en la oscuridad —propuso Paula.


—Perfecto.


Después del primer sorbo, ella dijo:
—¿Dónde está la comida?


—Tenía pensado darte de comer. —Se inclinó hacia ella.


Pero Paula le puso la mano en el pecho y le apartó.


—Eres prácticamente un inválido, así que me parece que debería ser yo la que te alimente. Aunque puede que no quieras que te dé de comer.


—Ahora que lo dices, llevo todo el día con dolores, así que podría soportar que otro hiciera el trabajo. La comida está a tu izquierda. ¡Huy! Me equivoqué. Eso es mi pierna. La comida debe de estar a tu derecha. A menos que prefirieses...


Sonriendo, Paula encontró los recipientes y empezó a quitarle las tapas.


—¿Qué delicias gastronómicas nos has preparado?


—Pollo y ensalada, queso y cerezas. Y siento debilidad por los encurtidos.


—Todo me parece maravilloso. —Paula empezó a palpar a su alrededor en busca de lo que Pedro había esparcido por allí hasta que encontró los platos y los cubiertos—. ¿Y de qué estuvisteis hablando tú y Karen?


—De ti. Me dijo que me mantuviera apartado de ti, que perteneces a su hermano.


Paula dejó de servir el plato.


—¿Le hablaste de nosotros?


—¿No te importa que vaya diciéndole a la gente que eres propiedad de su hermano? ¿Lo único que te preocupa es que la gente no sepa nada de lo nuestro?


Paula no fue capaz de discernir si hablaba en serio o en broma.


—Sé que Karen siempre ha querido que saliera con su hermano, pero además tenía la impresión de que tú y yo debíamos mantener un secreto.


—No entiendo por qué deberíamos hacerlo —replicó él—. ¿Tú sí? ¿Es que tienes un marido o un prometido en alguna parte?


Paula consiguió untar queso en una galleta salada, y alargó la mano para encontrar la cara de Pedro.


Él le besó el pulgar, y ella le metió el queso y la galleta en la boca.


—¿Por qué tengo la impresión de que me estás preguntando si hay algo entre Ruben y yo?


—Porque es eso lo que estoy haciendo —dijo él, masticando—. Karen parece pensar que sois pareja.


Paula untó más queso, encontró la mano de Pedro y le ocupó la mano con la tostada.


—¿Te contó la historia de Punta Florida?


—Con todo lujo de detalles. Hizo que pareciera una gran historia de amor.


—No exactamente. Fue más bien la historia de un joven deprimido y una chica asombrada por la belleza de su desnudez.


Pedro se abstuvo de comentar el resumen.


—¿Qué le dijiste a Karen para obligarla a decirte que te mantuvieras alejado de mí? —Paula le pasó un plato y él se lo puso sobre sus piernas extendidas.


—¿Me creerías si te dijera que lo supuso?


—Claro que sí. No te preocupes por eso. Solo quiere lo mejor para mí.


—¿Y yo no?


—Karen sabe que no voy a vivir aquí, que voy a regresar a Nueva York. Puesto que tu vida está aquí, se preocupa por mí... y también por ti.


—Sé que te vas a marchar —dijo Pedro—. Pero me niego a pensar en ello. Creo en lo de disfrutar el momento.


—Yo también —admitió ella, sonriendo—. Quiero preguntarte algo.


—Lo que quieras.


—¿Quién es el hombre misterioso en la vida de Karen?


—No sé a qué te refieres.


—Sofia y yo solíamos hablar de él. Karen siempre estaba buscando a un hombre en internet. Estaba apuntada a varios de esos sitios de búsquedas de personas, de esos en los que pagas treinta y cinco dólares para averiguar la dirección de alguien. Nunca he sabido si llegó a encontrarle.


—No sé nada de eso.


—Pensé que quizá fuera algún chico del instituto que se moviera mucho.


—Yo no lo sabría. Cuando Karen tenía esa edad, ya me había ido a la facultad. Podría preguntarle...


—¡No! —soltó Paula.


—No quieres que Karen sepa que estás fisgando, ¿eh?


—Exacto —admitió, y permanecieron en silencio durante un rato.


—Quiero saber qué has hecho hoy —dijo él.


—Tu día parece más interesante. ¿Qué más le contaste a Karen sobre nosotros?


—No le conté nada. Tiene un sexto sentido cuando se trata de ti.


—¿Estás evitando decirme que hiciste hoy? ¿Es que hay algún secreto?


Pedro soltó una carcajada.


—¡Me pillaste! Si eres tan intuitiva cuando no puedes ver mis gestos, ¿cómo eres a la luz del día?


—Sigues eludiendo la respuesta.


—¡De acuerdo! —Pedro seguía riéndose—. Mi hermana me llamó, y me tengo que ir en avión a Miami por la mañana.


—Ah —dijo Paula, sin poder creerse lo chafada que la dejó la noticia. Ya no habría más reuniones nocturnas.


—Van a darle el alta en el hospital a su marido, Armando, y voy a ayudarles a volver a Edilean.


—¿Y cómo les vas a ayudar a trasladarse, si solo tienes un brazo?


—En realidad, lo que mi hermana quieres es que cuide de mi sobrina, Noelia. Soy el canguro oficial. Mi madre irá en coche desde Sarasota, así que ella y Andy se encargarán de todo. Yo solo le echaré un vistazo a Armando para comprobar que a los médicos no se les haya pasado nada por alto, y luego nos dirán a Noelia y a mí que nos entretengamos con nuestras cosas.


—Lo cual he oído que te encanta —dijo Paula.


—Sí, claro. Noelia está abierta a cualquier aventura. Le van a encantar tus pinturas.


—¿Le hablaste de mí? —preguntó Paula.


—Todavía no, pero lo haré.


Ella sonrió.


—¿Y qué pasa con tus padres y tu hermana?


Pedro se tomó su tiempo para contestar.


—Cuando se lo cuente a ellos, el asunto se pondrá serio. Empezarán queriendo saber cosas de tus padres, de tu trabajo, de tus planes para el futuro... querrán saberlo todo.


—¿Siempre quieren saber eso de todas las mujeres que hay en tu vida?


—De las que les hablo, sí —reconoció él—. ¿No te gustaría venirte conmigo y con Noelia a pasar una semana o así por ahí, verdad?


Lo primero que se le ocurrió a Paula es que tenía que trabajar y no salir corriendo con aquel hombre al que había conocido hacía solo unos días. Y además estaba su sobrina, a la que no conocía; serían unas extrañas la una para la otra. Pero no consiguió decir nada de eso.


—¿Adónde y cuándo?


La sonrisa de Pedro fue tan amplia que Paula hasta la sintió en la oscuridad.


—Noelia quiere ir a visitar a Roan a su cabaña. Es un primo nuestro y...


—¡Qué sorpresa!


—No te rías de Edilean. —Paula supo que estaba bromeando—. Ramon es el último de los McTern, que es la primera familia que se estableció en Edilean, allá por los años 1760.


—¿Y qué hace en esa cabaña?


—Come ardillas y zarigüeyas. Lo normal, vaya. —Como Paula no dijo nada, Pedro se echó a reír—. Ramon vive en California y es profesor de filosofía en Berkeley.


—¡Cielos! Un intelectual.


—Algo así. No pensarías eso si le conocieras. Sea como fuere, el caso es que tiene una cabaña en la reserva y va allí siempre que puede. Se ha tomado una año sabático para escribir algo, así que está allí solo.


—¿Y qué está escribiendo? ¿Sobre filosofía de qué?


—En realidad, está escribiendo una novela de misterio.


—¿En serio?


—Sí. Está harto de dar clases, y quiere hacer otra cosa. ¿Nos acompañarás? Ramon tiene dos habitaciones. Tú y Noelia podéis ocupar una, y entre todos nos repartiremos las faenas culinarias. ¿Te gusta el pescado?


—Me gustaría pintar flores silvestres.


—Es una buena idea —dijo él—. La campaña publicitaria de Karen podría inspirarse igual en las margaritas que en las miltonias. —Se calló para masticar—. Pero te tengo que pedir un favor.


—¿Cuál?


—Sé que si Noelia ve tus pinturas, querrá intentarlo ella. ¿Podrías proporcionarme una lista del material que necesitará, para que lo compre mientras estoy en Miami?


—¿Y eso es un favor? ¿Hacer una lista?


—Sí —dijo él—. ¿Hay algún problema?


Paula se alegró de que no pudiera verle la cara; sabía que debía de estar mirándole con adoración: la experiencia le había demostrado que cuando un hombre pedía un «favor» no lo hacía para poder ayudar a una sobrinita.


—Ninguno —respondió ella—. Me encargaré de Noelia. Al ritmo de trabajo que llevo, puede que acabe dando clases en una escuela elemental.


Pedro no tuvo claro si debía responder a aquello; temía desvelar lo que Karen le había contado sobre que su amiga no vendía lo que pintaba.


—Tengo un par de edificios en el centro, y Ramon es propietario de media docena.


—Me alegro por vosotros. —A Paula le desconcertó su comentario.


—Solo pensaba que a Edilean podría venirle bien un lugar donde la gente pudiera estudiar arte.


—Mmmm. Es una idea —dijo Paula—. Podría enseñar a los adultos a pintar a sus perros. O quizá debería enseñar a los niños a hacer cerámica. O...


—Entiendo —dijo Pedro, echándose a reír—. Pero es que eres todo un desafío para un hombre.


—¿Y eso?


—Para hacer que te quedes tengo que encontrarte una nueva profesión.


Entonces le tocó a ella echarse a reír.


—No creo que eso vaya a suceder de ninguna manera. ¿Con qué frecuencia vas a Nueva York?


—Unas tres veces al año.