martes, 12 de abril de 2016

CAPITULO 12: (TERCERA PARTE)




Pedro esperó en la enorme oficina de Frazier Motors a que lo atendiera uno de los vendedores, contemplando el exterior con las manos en los bolsillos, gracias al enorme ventanal que iba del suelo al techo. Bajo él se encontraba la extensa sala de exposición, llena de coches brillantes y vendedores dispuestos a eliminar hasta la más mínima mota de polvo que osara depositarse sobre las relucientes carrocerías.


Una puerta se abrió tras él.


—¿No hay un refrán que dice: «Médico, cúrate a ti mismo»?


Pedro se dio la vuelta para descubrir a su primo Colin Frazier bloqueando la entrada con su enorme figura. Se había casado hacía poco y su esposa estaba esperando un bebé.


—¿Qué tal está Gemma? —se interesó Pedro. Se hacía visitar por un obstreta-ginecólogo en Williamsburg.


—Estupenda. Tiene una salud de hierro —respondió Colin—. Come más que mi hermano pequeño, ¿eso es normal?


El hermano pequeño de Colin era un joven muy desarrollado para su edad.


—Absolutamente —lo tranquilizó Pedro—. ¿Qué haces aquí?


Colin era el sheriff de Edilean. Había sido toda una sorpresa para la familia, incluso para la ciudad en pleno, que Colin decidiera renunciar al negocio familiar de la compraventa de coches. Los Frazier tenían intereses sobre todo lo que se moviera sobre ruedas en Edilean.


—Tenían que alinear el tren delantero de mi camión —explicó Colin—. Los chicos dijeron que tenías mal aspecto, así que me han enviado para que te sostenga la mano.


Invitó a Pedro a sentarse con un ademán, mientras él acomodaba su voluminosa masa en el sofá. Los dos hombres habían crecido juntos y se conocían muy bien.


—¿Es por esa chica a la que casi arrollaste?


Pedro asintió con la cabeza.


—¿Qué piensas hacer?


—De momento, dar media vuelta y huir del problema. Mamá me ha echado una bronca, Karen me ha dejado varios mensajes de voz en el contestador automático de mi
teléfono, y esas tres mujeres que trabajan para mí... —Y agitó las manos exasperado.


—Deberías despedirlas —le aconsejó Colin—. Son empleadas de Tomas. Cuando Gemma andaba por aquí, se lo hacían pasar muy mal.


Un destello de luz brilló en los ojos de Pedro. Cuando la mujer que amaba era muy amiga de Tomas, Colin se había mostrado muy celoso.


—Lo mejor que puedes hacer —siguió Colin— es ser sincero con la chica y contarle la verdad. Discúlpate, humíllate si es preciso... y cómprale otro coche.


—Tienes razón —admitió Pedro, dejando la silla y plantándose ante el ventanal, con las manos profundamente hundidas en sus bolsillos—. ¿Qué habéis hecho con su coche? No ha quedado destrozado, ¿verdad?


—No. Se murió de viejo y de puro abandono. Creo que no le cambiaron el aceite en años. Papá le envió anoche una propuesta para alquilar otro.


—Enviadme la factura a mí, es lo menos que puedo hacer.


—¿A qué has venido? —preguntó Colin—. Papá me ha comentado que querías cambiar el BMW.


—Sí. No puedo andar por ahí con él, recordándole a Paula lo que pasó.


—De todas formas, ya era hora de que pasase por el taller. Entretanto, puedo prestarte un Jeep. —Colin estudió a su amigo. Sentía simpatía por Pedro, ya que había accedido a ayudar a su primo unas semanas mientras se le curaba el brazo; después, Tomas decidió irse a Nueva York y Pedro se encontró atrapado por un trabajo que no quería, con tres empleadas y unos pacientes que no dudaban en dejarle muy claro que deseaban que su amado doctor regresara a una consulta que consideraban de su exclusiva propiedad. Colin, como todo el pueblo, sabía que Pedro estaba más que harto de esa actitud.


—Esa chica te gusta, ¿no? —se interesó Colin.


—No lo sé —dudó Pedro, encogiéndose de hombros—. Solo he tenido una conversación telefónica con ella, pero...


—Pero ¿qué?


—Me preparó la cena, limpió mi apartamento, hablamos... Todo fue muy agradable.


Colin solía vivir en aquel apartamento, así que sabía lo deprimente que podía ser: poca luz, mal olor que nunca desaparecía, ruidos por la noche... Algunas veces, volver allí una vez terminada su jornada era más de lo que podía soportar. Por eso, el aroma de una buena comida, la limpieza... Sí, podía resultar hasta afrodisíaco.


Colin sabía lo que era desear algo, ya fuera un trabajo o la mujer que amas.


—Tiene que haber una forma de solucionar esto. Seguro que puede hacerse algo.


—No se me ocurre nada —confesó Pedro, regresando a su silla—. Le he pedido a mi madre que se encargue de cerrar la boca a la gente, pero lo de la cerveza fue demasiado público. El primer recién llegado que se encuentre con ella estará encantado de chismorrearle que el tipo que casi la atropella es el doctor Pedro.


Colin sabía que los residentes de Edilean eran capaces de guardar un secreto si no estaba involucrado un «recién llegado». Por desgracia, demasiada gente había presenciado el incidente del restaurante. Era un milagro que Paula no se hubiera enterado ya.


—Si pudiera llegar a conocerte bien antes de que se lo cuenten... —La voz de Colin se fue apagando porque era consciente de que el Pedro actual no era el mismo que conociera en el pasado. A lo largo de los años, Colin había viajado dos veces al extranjero para ayudar a Pedro en sus labores humanitarias. Por entonces, el médico era organizado, eficiente, dedicado y encantado de contribuir en la medida de sus posibilidades a esas labores. Ese hombre no era el que ahora vivía en Edilean. Y Colin estaba pensando en la forma de cambiar eso, Pedro siempre había sido capaz de afrontar un reto.


—De todas formas —terminó diciendo Colin—, esa chica y tú no habríais durado mucho. Siempre andas triste y de mal humor, así que hubieras terminado alejándola de tu lado. Estoy seguro de que es una chica normal y quiere lo mismo que todas las chicas normales: un hogar e hijos. De salir juntos, acabaría dejándote tirado como hizo Laura. Además, dicen que Ramon va a por ella, y probablemente él le gustará.


—Es un bocazas —escupió Pedro, bajando los ojos—. Puede que a Paula le guste viajar, a muchas mujeres les gusta, ¿sabes?


—Vaya. Estás pensando en casarte con ella, ¿no?


—¡Pero si apenas la conocí ayer! Bueno, la verdad es que ni siquiera la conozco. Solo disfruté hablando con ella, eso es todo.


—Hablaste con ella, comiste la cena que te preparó, dormiste en las sábanas que lavó... A mí me suena a matrimonio.


Pedro quiso protestar ante lo absurdo de la idea, pero terminó soltando una carcajada.


—De acuerdo, entiendo lo que quieres decir. Quizás he exagerado un poco todo esto, pero ha sido bonito tener esperanzas por un tiempo. Volveré a mi consulta y le diré la verdad. En este momento debe de estar... —Miró a Colin—. Debe de estar poniendo en orden mis cuentas. Le di el número de mi tarjeta de crédito para que abriera una cuenta on-line y se encargase de todo.


Colin sacudió la cabeza con tristeza.


—Lo tienes crudo. Quizá puedas retrasar un poco lo inevitable, pero...


—Le dije a mamá que me diera tres días. No sé en qué estaba pensando, quizás en que nos entendíamos tan bien hablando por teléfono que cuando descubriera la verdad diría: «Oh, no importa. Te perdono.»


—Las mujeres no perdonan, y puedes estar seguro de que tampoco olvidan. En cuanto lo descubra, estás muerto.


—Gracias —replicó Pedro, sin el menor asomo de agradecimiento.


—Quizá puedas...


Colin se interrumpió al abrirse la puerta y entrar una guapa secretaria, llevando en los brazos una aparatosa caja de cartón.


—Oh, perdón. No sabía que esta sala estuviera ocupada. —Dejó la caja sobre la mesa—. Tu padre quiere esto para mañana. Dice que será mejor que el equipo que ha conseguido unas ventas tan malas este trimestre se tape la cara.


—De acuerdo —aceptó Colin—. Déjalo ahí, yo me encargo de todo.


La chica se marchó, cerrando la puerta tras ella.


—¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Quizá puedas disculparte lo suficiente para que ella...


Pedro se había acercado a la caja y estaba removiendo su contenido.


—Es Halloween —dijo, sorprendido.


—Sí. Papá siempre da una fiesta para el personal en la que reparte los incentivos, pero las ventas de este año han sido tan malas que...


Volvió a interrumpirse porque Pedro había sacado una máscara de hombre lobo y se la estaba probando. Apenas tardó un segundo en exclamar:
—Una máscara ocultaría tu identidad.


—Sí, no podría reconocerme —admitió Pedro, devolviendo la máscara a la caja.


Los ojos de Colin brillaron excitados.


—Nos costará un poco, pero quizá podamos guardar el secreto esos tres días: viernes, sábado y domingo. Mañana por la noche se celebra la gran fiesta de Halloween y todo el mundo irá enmascarado. Mamá no faltará, está deseando contarle a todo el mundo que Rachel, la novia de Pere, está embarazada.


—Eso ya lo sabemos —dijo Pedro.


—Rachel ha comprado ropa de bebé para seis niños. Y me parece bien. Ariel también está preñada, y si contamos a Gemma, necesitarán toda esa ropa.


Pedro no pudo reprimir una sonrisa. Todo el mundo sabía que lo que más anhelaba Alea, la madre de Colin, era tener nietos. Ahora que su hija Ariel, su nuera Gemma y su futura nuera Rachel estaban embarazadas, su deseo iba a convertirse en realidad.


—¡Oye, tengo una idea! —exclamó Colin—. ¿Qué te parece si mañana por la noche preparamos una fiesta privada para Paula y para ti? ¿Conoces la vieja casa Haynes, junto a la carretera McTern?


—¿Qué? —Pedro contuvo un segundo el aliento—. Sí, claro. Es la casa que quería comprar para Laura y para mí. El estanque...


—Sí, vale, lo sé. Es igual que el de Alfonso House. —Años de camaradería cruzaron por sus cabezas—. El caso es que Frank y Ariel han comprado la casa. La semana pasada se marcharon y la cerraron. Seguirá cerrada y vacía hasta que vuelvan.


Ariel, la hermana de Colin, también era doctora y estaba en California terminando su año de residencia. El plan era volver a Edilean una vez acabase y compartir consulta con Tomas. De esa forma se repartirían el trabajo y ambos podrían tener tiempo libre para dedicarlo a sus familias.


—¿Y si consigo que mamá lo prepare todo para que vosotros dos tengáis una fiesta privada en esa casa? Como es Halloween, no le extrañará que lleves una máscara.


Pedro tuvo que parpadear unas cuantas veces mientras pensaba en el plan de Colin. Quizá funcionase. Era posible. 


Pero también era probable que no. Definitivamente no, no funcionaría. ¿Qué mujer aceptaría salir con un hombre que llevase siempre puesta una máscara? Entonces se acordó de que, según Tomas, Maria, la mujer con la que se había casado, era una artista, así que para ponerse a su altura había tenido que ser creativo.


—Soy un científico, así que no me resultó nada fácil —le explicó Tomas—, pero al final lo conseguí.


Paula también era artista, así que quizá la idea le gustase.


—¿Crees que Sara podría hacerme un disfraz para mañana? —le preguntó Pedro a Colin.


—Lo que creo es que si existe la más mínima opción de que dejes de ser tan melancólico y pesimista, toda la ciudad sacará aguja e hilo y te fabricará uno. ¡Rayos! Hasta yo te coseré los botones. —Colin sacó su teléfono móvil del bolsillo—. Tienes una última oportunidad para negarte. Una vez llame a mamá y le cuente nuestro plan, no habrá vuelta atrás.


—Entre ella y mi madre, quizá... —Pedro no quiso seguir dándole vueltas—. De acuerdo, ¿por qué no?


Colin pulsó la tecla que marcaba el teléfono de su madre.




CAPITULO 11: (TERCERA PARTE)





—Buenos días —saludó el doctor Alfonso a las tres mujeres que trabajaban para él.


Helena se sorprendió tanto por su tono amable, que se le cayeron las carpetas que sostenía en las manos. Bety se atragantó con su café, y la mandíbula de Alicia le llegó casi a la rodilla.


—Un día precioso, ¿verdad? —insistió.


Como las tres siguieron sin responder y sin moverse, tomó él mismo el libro de citas. Al descubrir que estaba en blanco, recordó que había planeado pasar el día en Richmond. 


Volvió a mirar a sus tres ayudantes.


—Paula, mi nueva ayudante, vendrá a las nueve para que le asigne sus tareas. Quisiera agradecerles a las tres que ayer le dieran la bienvenida. De hecho, en cuanto la saluden y todo eso, pueden tomarse el día libre.


Las tres mujeres seguían mirándolo tan fijamente y en tal silencio que le resultaba difícil mantener el buen humor, pero recordó a Paula y recuperó la sonrisa. Era la primera persona a la que le había contado toda la historia de lo ocurrido entre Laura y él. Antes ya había hecho bromas sobre su ruptura delante de la gente, y en esos casos solía decir que lo tenía superado, pero la noche anterior comprendió que no era verdad. Había superado la separación de Laura, había superado su ausencia, pero no el dolor que ello conllevaba. Nunca había logrado comprender qué veía Laura en un hombre tan... tan..., bueno, tan inferior a él. Aquello había aniquilado su ego, su masculinidad, su seguridad en sí mismo.


Pero la noche anterior se quitó un peso de encima. Tal como inteligentemente señaló Paula, si se hubiera casado con Laura, estaría atrapado en Edilean para siempre.


—¿Pa... Paula? —logró balbucear por fin Bety.


—Sí, Paula. —Pedro no pudo evitar fruncir el ceño. No se acordaba del apellido de la chica, suponiendo que Karen se lo hubiera dicho.


—¿Le gusta? —preguntó Alicia, vacilante. Ninguna se había atrevido hasta entonces a hacerle al doctor Pedro preguntas personales... al menos, no después de la primera vez. Los escalpelos no cortaban tan profundamente como sus réplicas.


—Sí, me gustó —respondió. Y la sonrisa volvió a aflorar en sus labios—. Tuvimos una conversación muy interesante.


—¿Conversaron? —se interesó Bety—. ¿Se vieron, se encontraron en persona?


Pedro dejó el libro de visitas y suspiró audiblemente. ¿Qué les pasaba a aquellas mujeres?


—No, no nos hemos visto en persona, pero mantuvimos una larga charla por teléfono. Me gustaría saber qué les pasa a las tres. ¿Por qué me miran como si fuera un fantasma? ¿Paula es un fantasma? —Las tres mujeres intercambiaron miradas y parecieron ponerse de acuerdo en que fuera Helena la que le contase la verdad. Pero cuando fue incapaz de abrir la boca, Pedro tuvo que contenerse para no gritarle. 


El más pequeño comentario que se pudiera interpretar como algo menos que amistoso y cortés, y la mujer desaparecería en el baño entre lágrimas. Los ojos de Pedro taladraron a la mujer con la intensidad de un halcón. Era la mirada que utilizaba a menudo para hacer que la gente moviera el culo.


—Ella... ella fue la que le derramó encima la cerveza —soltó Helena por fin, antes de desplomarse en una silla como si aquella simple frase hubiera agotado toda su energía.


Pedro lo recordó todo de golpe: la preciosa chica del restaurante, la cerveza corriendo por su cara, la amiga de Karen presentándose al mismo tiempo en Edilean... No se había detenido a pensar en ello, simplemente supuso que la chica de la cerveza era alguien de paso. El restaurante no se encontraba precisamente en la autopista principal, pero aquella carretera llevaba a otras ciudades que no eran Edilean.


Las mujeres estaban contemplando a Pedro con los ojos muy abiertos, esperando su reacción, pero él no sabía qué decir. Dio media vuelta sin abrir la boca y se dirigió a la salita de recepción.


Lo primero que le pasó por la cabeza fue que Paula se marcharía en cuanto se enterase de quién era él. Le echaría un vistazo, lo reconocería y adiós muy buenas. El día anterior, Facundo lo llamó y le contó lo que realmente había pasado en la autopista.


—Casi la atropellas —le explicó.


—No hice tal cosa.


—Sí, lo hiciste —insistió Facundo—. Tomaste la curva que hay a unos siete kilómetros del restaurante a toda velocidad y con la atención puesta en tus notas. La pobre chica tuvo que lanzarse de cabeza entre los arbustos de la cuneta para evitar que la arrollaras.


—¡Dios! —susurró Pedro—. Y el crujido que sentí bajo mi rueda...


—Su teléfono. Y también tenía un sobre con algo dentro. Le pasaste por encima.


—Y ella se limitó a derramar cerveza en mi cabeza —dijo Pedro—. Si alguien me hubiera hecho algo así, le habría disparado con una escopeta de cañones recortados. No sabrás su nombre y su dirección, ¿verdad? Me gustaría enviarle unas disculpas y... y un teléfono nuevo.


Entonces fue cuando Facundo dijo que tenía que irse.


Pedro se sentó en una de las sillas de recepción forradas de cuero y cerró los ojos. Por lo que respectaba a las mujeres, parecía incapaz de hacer nada bien. Había tenido dos relaciones desde la ruptura con Laura, y en ambas...


Enterró la cara entre las manos.


No, aquel momento no era el más adecuado para la autocompasión. No le extrañaba que se sintiera mejor descolgándose de un helicóptero mediante un cable. Un océano embravecido era más fácil de manejar que las mujeres.


¿Qué podía hacer en ese momento? Lo correcto, lo más honesto, era esperar a Paula e intentar explicarse, pero ¿cómo? ¿Haciéndose el simpático? ¿Pretextando falta de sueño? ¿Argumentar que era un médico tan ocupado que tenía que leer los informes mientras conducía?


No, no lo perdonaría. Y no debía hacerlo, no se lo merecía.


Además, ¿de qué le serviría hacer lo correcto? Por la noche no tendría una cena deliciosa, las facturas seguirían esperando que se acordase de pagarlas y no podría tener una conversación nocturna con nadie.


«Hablar», pensó, sentándose más erguido. Podía hablar con ella... mientras no lo viera, claro, y mientras algún bocazas de Edilean no le dijera quién estuvo a punto de atropellarla.


Sabía que si seguía pensando diez segundos más en aquella idea absurda, ridícula, recuperaría la razón y se echaría atrás. No, haría lo lógico, esperaría a Paula en su consulta y afrontaría las consecuencias. Sería un buen jefe, le daría un cheque por todas las molestias y...


¡Oh, al diablo con todo! Prácticamente se abalanzó hacia la puerta de la consulta


Eran las nueve menos cuarto.


—No se lo digáis —ordenó a las mujeres casi catatónicas—. Y no dejéis que nadie de esta ciudad se lo diga. Necesito tiempo para... para... —No podía pensar con claridad—. ¿Entendido?


Ellas asintieron con la cabeza al unísono y Pedro corrió hacia la entrada posterior. Tenía que sacar su maldito coche del aparcamiento antes de que Paula llegase. Su primera parada sería Frazer Motors, en Richmond, para intentar sustituirlo por una temporada. El BMW traería demasiados malos recuerdos para la chica. Mientras conducía, deseó haberle prestado más atención a su hermana cuando hablaba de sus compañeras de cuarto. Quizás ella supiera una forma de apaciguar a Paula.


Primero tenía que llamar a su madre para intentar frenar la rumorología que ya se estaría extendiendo por la ciudad. Utilizó su manos-libres, pulsando los números sin dejar de conducir.


—¿Mamá? —dijo cuando descolgaron al otro lado de la línea.


—Vaya, vaya, pero si es el chico que se baña en cerveza...


Pedro no pudo evitar una mueca y deseó estar de vuelta en Namibia, pero no dijo nada. Era mejor dejar hablar libremente a su madre.


—Karen dijo que su amiga no duraría mucho contigo —añadió Ellen Alfonso—. Entre tu mal genio y tu intento de asesinar a la pobre chica, Karen tenía más razón de lo que me imaginaba. ¿Qué ha dicho Paula al descubrir que su nuevo jefe es alguien que va por ahí atropellando a mujeres y dándose a la fuga?


—Nada —dijo Pedro. Su mente estaba ocupada pensando en la manera de conseguir que la chica lo perdonase.


—No la culpo por no querer ni hablarte —interpretó Ellen—. ¿Te tiró algo por lo menos? Espero que fuera algo afilado y tuviera buena puntería. Ramon pasó por aquí y me contó los detalles. Estaba encantado porque así podrá intentar conquistarla él. Cree que tiene agallas y eso le gusta. 
Agallas. ¿No es una expresión deliciosamente pasada de moda? En cuanto a ti, prácticamente te pusieron en bandeja de plata a una chica preciosa y soltera, y aun así la fastidiaste. Ramon dijo que...


—¡Madre! —la cortó Pedro bruscamente—. No tiene que enterarse que fui yo.


—¿Paula? ¿No quieres que la pequeña Paula se entere de que fuiste tú el que casi la mató, hizo que acabara en la cuneta y después te marchaste como si no hubiera pasado nada? ¿Que fuiste tú el que...?


—Sí, exactamente. —Volvió a cortarla—. Voy a intentar que me perdone.


Aquello sorprendió tanto a su madre que la hizo callar, algo que no sucedía muy a menudo.


—Si me presento ahora, huirá de mí gritando. Pero si consigo ganar algo de tiempo, quizá... quizá pueda... —No supo seguir, no tenía la más mínima idea de qué podía hacer.


—Quizá puedas, ¿qué? —le apremió su madre.


—No estoy seguro, mamá, quizá sea una quimera... pero me gusta. Le conté todo lo de Laura.


—¿Que hiciste qué?


—Anoche hablé con ella por teléfono y le conté todo lo que pasó entre Laura y yo. Paula dijo que si todo hubiera salido tal como yo lo había planeado, de haberme casado con ella habría quedado atrapado en Edilean para siempre, que nunca habría viajado a ninguna parte.


—Es cierto —corroboró Ellen—. Pero eso ya te lo dijeron otras personas.


—Sí, lo hicieron. Pero anoche cené lo que me preparó Paula, me bebí una botella entera de vino y... No sé, quizás es que había llegado al límite. Si tengo que quedarme aquí dos años y medio más, es preferible intentar sacar el mejor partido posible, ¿no crees?


—Claro que sí —aseguró Ellen con voz temblorosa.


—Mamá, ¿estás llorando?


—¡Claro que no! —respondió ella rápidamente—. Pero admiro tu espíritu. Hablaré con esas estúpidas mujeres de tu consulta y haré todo lo que pueda para ocultarle la verdad a Paula tanto como pueda.


—Un fin de semana. Si me consigues tres días, te lo agradeceré.


—No te olvides de la fiesta de mañana, acudirá todo el mundo. Hace meses pensé en un disfraz para ti, y Sara casi lo ha terminado.


—¿Y si llevo un estetoscopio y le ordeno a todo el mundo que se desnude para realizarle un examen completo?


Su madre no se rio de la broma, y Pedro iba a decirle que asistiría a la fiesta pero se detuvo.


—¿Por qué has llamado «estúpidas» a mis empleadas?


—Porque prefieren a Tomas antes que a mi hijo.


—Gracias, mamá —dijo a modo de despedida, antes de colgar.


Y solo tardó un segundo en empezar a pensar lo que podía hacer en solo tres días



CAPITULO 10: (TERCERA PARTE)





Cuando sonó el teléfono de la mesita de noche, Paula no estuvo segura de querer responder. Quizás era una llamada privada para Karen. Pero, tras el octavo timbrazo, descolgó el auricular.


—¿Sí? —preguntó, vacilante.


—¿Eres Paula?


Su corazón se detuvo un segundo. La habían encontrado. Le echó un vistazo al sobre que tenía en la cama, marcado por la huella de neumático. Por no hablar del libro de cocina, estropeado, deteriorado, encuadernado a la antigua con cintas de seda y hojas amarillentas. Lo más curioso era que estaba escrito en un idioma que no era capaz de reconocer o quizás en una especie de código.


—Sí, soy yo —reconoció, aceptando el hecho de que no tenía sentido mentir. Aguantó la respiración, temiendo lo que vendría a continuación.


—Soy el doctor Pedro. Bueno, puedes olvidar lo de doctor. Después de la cena que me has preparado, puedes llamarme como quieras.


Su voz era agradable, profunda, rica. La verdad es que sonaba un poco a chocolate fundido.


—Bueno, espero que te gustase —comentó, intentando recordar cuál era el aspecto del hermano de Karen.


—Si no fuera por Treeborne, yo...


—¿Qué? —preguntó, alarmada, antes de darse cuenta de que se refería a las cajas de precocinados que había visto en el congelador. Abrir esa puertecita y ver el nombre de los Treeborne en todas aquellas cajas había sido todo un shock—. Oh, ¿hablabas de la comida congelada? Perdona, casi derramo mi bebida del susto.


—¿Qué estabas bebiendo? —preguntó él, con un claro tono de flirteo.


Paula empezó a creer en el viejo refrán: «Si quieres conquistar a un hombre, empieza conquistando su estómago.»


—Te has bebido toda la botella de vino, ¿verdad?


—Me lo he comido todo y me lo he bebido todo, lo que es raro en mí. No suelo... er... —Buscó dificultosamente la palabra exacta.


—¿Achisparte?


—Hablas como toda una sureña. Achisparme, sí, pero no he probado bocado en todo el día y para desayunar solo me comí esa cosa que lleva un huevo dentro de un muffin.


—Eso no es nada bueno. ¿A qué hora quieres que vaya mañana? Si es que he conseguido el trabajo, claro.


—¿Estás de broma? —preguntó Pedro—. Te doblo el sueldo. Por cierto, ¿cuánto te iba a pagar?


A Paula se le escapó una carcajada.


—No tengo ni idea, Karen no mencionó ninguna cantidad. —Se preguntó cuánto le habría contado Karen sobre su situación—. ¿No habló contigo del trabajo y de mí?


—Creía que conocías a mi hermana. Me llamó diciendo que te había contratado como mi ayudante personal y colgó. Ni siquiera sabía cuándo aparecerías.


«Gracias, Karen», suspiró ella mentalmente.


—Yo, er... bueno, necesitaba trabajo y Karen se ofreció a buscarme uno.


—Eso suena ominoso —la interrumpió, pero con tono simpático—. Déjame adivinarlo: problemas con tu novio.


Desde que Gonzalo la dejara, no había tenido oportunidad de hablar del tema con nadie. En la universidad, Karen, Maria y ella pasaron mucho tiempo consolándose mutuamente por las traiciones de los hombres. Desde entonces...


—Bueno, yo... —Y sintió una opresión en el pecho.


—¿Qué pasó? —preguntó Pedro con suavidad. Su voz desprendía tanta comprensión que Paula decidió contarle la verdad, aunque hizo todo lo posible por restarle importancia.


—Es agua pasada pero, para resumir, digamos que tuvimos una diferencia de opinión. Yo pensaba que íbamos en serio, pero para él solo era un rollo de verano. Resultó que, mientras salíamos juntos, estaba comprometido con otra chica.


Pedro no se rio, solo dijo:
—Lo entiendo perfectamente.


—¿Qué te contó Karen sobre mí? —preguntó, repentinamente alarmada.


—Nada, de verdad. Lo digo en serio. Es que a mí me pasó algo parecido.


Paula intentó recordar qué le había contado Karen sobre su hermano, pero hacía demasiado tiempo y desde entonces habían pasado demasiadas cosas.


—¿Tuvisteis algo Maria y tú? ¿Se enamoró de ti o algo así?


—¿Maria? No, no tiene nada que ver con ella. Por entonces apenas era una cría. Después creció y hasta sentí un poco de envidia hacia Tomas, pero entre nosotros no hubo nada. A menos que cuente el que me salvara la vida aunque casi se ahogase por hacerlo.


—Oh, eso tienes que contármelo —exclamó Paula, acurrucándose en la cama.


—Es tarde y probablemente tengas ganas de dormir.


Ella se había pasado todo el día limpiando el oscuro y desastrado apartamento de Pedro y estaba exhausta, pero no pensaba confesárselo. Escuchar los problemas de otra persona quizá lograse distraerla del recurrente «Lo-Que-Gonzalo-Me-Ha-Hecho».


—No me importaría escuchar las desgracias de otra persona —reconoció.


—Sí, conozco la sensación. —Pedro se estiró en el sofá sin soltar el teléfono—. Bueno, pues érase una vez... —Y le contó lo ocurrido entre Laura y él.


Puede que su necesidad fuera fruto de la frustración de no poder contárselo a nadie o quizá de estar harto de guardárselo todo dentro. Con sus compañeros podía quejarse del trabajo y de los pacientes, pero no contarles cuánto odiaba ser constantemente comparado con Tomas. Y mucho menos la verdad de lo sucedido entre Laura y él. 


Porque sabía que toda la ciudad estaba deseando decirle: «Te lo advertí.» Todos habían creído siempre que Laura y él eran incompatibles.


Pero Paula no era de Edilean, ni era una paciente. Lo cierto era que ni siquiera la conocía. Era una extraña, era de noche —podía ver la luna a través de los cristales de su ventana— y había tomado demasiado vino. Una vez empezó a hablar, toda la historia fluyó como un torrente. Tardó un buen rato en explicárselo todo.


—Por lo que me contó Karen, siempre te gustó rescatar a la gente —comentó Paula sobre la timidez de Laura.


—Bastante, lo reconozco —confesó. Aquella chica estaba consiguiendo que se sintiera mejor.


—Karen es luchadora y normalmente tiene éxito en todo lo que se propone, y eso es lo que valora en los demás. A veces, me siento intimidada.


—¿Ah, sí? Muchas veces siento lo mismo. Laura me gustaba porque era absolutamente opuesta a mi madre y a mi hermana. Estar con ella me resultaba relajante porque nunca me daba órdenes o intentaba imponer su opinión a la mía.


—¿Y ahora? —se interesó Paula.


—Creo que he aprendido a enfrentarme con ellas, aunque no siempre me salga bien. Mamá quería prepararme la comida y encargarse de la limpieza de mi apartamento, pero le respondí que ya era un hombre adulto y que podía apañármelas solo. Y ya ves cómo ha acabado todo.


—¡No! —negó Paula—. Quiero decir, ¿y si te hubieras casado e instalado en Edilean? Tendrías el mismo trabajo que ahora, pero no durante dos años, sino para siempre.


—¡Uauh! —exclamó Pedro—. Nunca lo había mirado de esa forma. Creo que...


—¿Qué?


—Este verano, Maria y Karen hicieron que afrontase lo que ocurrió con Laura, y dijeron que en el fondo me había hecho un favor. —Y le contó a Paula cómo decoraba su dormitorio con pósters de viajes—. Le dije a mamá que Laura viajaría conmigo y que juntos... No habría funcionado, ¿verdad?


—Creo que no —reconoció Paula—. Según Karen, necesitabas el mundo, no solo Edilean.


—Oh, sabes hacer que un hombre se sienta bien, ¿verdad?


—Es que... —Se detuvo, no queriendo nombrar a Gonzalo —. Es que Earl me dijo algo antes de dejarme. También me dijo que... que... —No pudo seguir.


—¿Qué te dijo?


—Es demasiado reciente y duele demasiado para repetirlo en voz alta. —Miró de reojo el libro de cocina que tenía en la cama, junto a ella.


Lo que más necesitaba en aquel momento era hablar con alguien de lo que había hecho. ¿Con un abogado quizá? No, sabía que si consultaba un abogado, lo primero que le diría sería que se entregase. «Mañana devolveré el libro —pensó—. Lo enviaré desde otro estado, para que el remite no sea de Virginia, Así...»


—¿Sigues ahí? —preguntó Pedro.


—Sí, sí. Solo estaba pensando en lo que me dijo.


—¿Y en cómo vengarte de ese tal Earl?


—Yo... —dudó. ¿Cuánto podía confiar en aquel hombre? Aspiró profundamente antes de seguir—. Me fui con algo que le pertenece y me gustaría devolvérselo, pero no quiero que sepa que se lo he enviado desde Virginia.


—¿Desde dónde quieres enviarlo? Tengo amigos en todo el mundo. Lo empaquetaremos, lo enviaremos al extranjero y mis amigos se encargarán de mandarlo de vuelta a Estados Unidos. Ni siquiera mirarán el contenido, te lo garantizo. ¿Qué te parece?


—¿Eso no llevará mucho tiempo?


—Los servicios de mensajería son rápidos y llegan a todas partes.


Paula tuvo que reprimir las lágrimas de agradecimiento que pugnaban por escapar de sus ojos. Excepto el idiota que casi la atropella, todos los habitantes de Edilean que conocía eran encantadores. Se propuso hacer todo lo que estuviera en su mano para que la vida de Pedro resultara más fácil.


—He visto algunas facturas pendientes de pago en la encimera de tu cocina. ¿Te importa si me encargo de pagarlas? Podrías firmarme algunos cheques en blanco... si te atreves a confíar en mí, claro. O puedo usar tu cuenta on-line.


Pedro sonrió.


—Paula, nunca he configurado una cuenta on-line, pero dicen que es muy fácil y resulta muy cómodo. ¿Qué tal si quedamos mañana en la consulta a las nueve y lo
arreglamos todo?


—Me encantaría —aceptó ella, sonriendo.


—De acuerdo, pues. Ahora resulta que soy médico, es medianoche y tenemos que irnos a la cama.


Paula tuvo que reprimir una carcajada ante la última frase de Pedro, pero antes de que pudiera decir nada, él se dio cuenta y rectificó.


—Vale, olvídalo, metí la pata. Quería decir que tienes que irte a la cama y yo también. No, espera...


—Ya lo he captado —lo cortó ella, sonriendo—. Nos vemos mañana.


—No te olvides del paquete para enviárselo al muy estúpido de Earl.


—No me olvidaré. Buenas noches y gracias.


—Soy yo el que debería darte las gracias a ti. ¿Qué era esa especie de sopa anaranjada?


—Calabaza.


—¿Y la fruta machacada?


—Chiribías.


—Karen tenía razón. Está bien, vete a la cama. Nos veremos mañana.


Ella volvió a desearle buenas noches y colgó.


Paula se mantuvo despierta un buen rato, mirando al techo y sonriendo. Puede que, al fin y al cabo, todo terminara saliendo bien. Si devolvía el libro de recetas a la familia de Gonzalo, quizás olvidasen el incidente y no la acusaran oficialmente de robo. Y si el remite era de otro país, ni siquiera se molestasen en buscarla.


Por primera vez desde que dejara a su padrastro, Paula creyó que podía dejar el pasado atrás y que ese día, esa noche, era la primera de su nueva vida.


Y quizá, pensó mientras apagaba la luz, el doctor Pedro podía ser parte de su nuevo futuro.