jueves, 24 de marzo de 2016

CAPITULO 34 (PRIMERA PARTE)





Paula no podía dormir. Quizá se debiera al hecho de que esa mañana había dormido hasta las once, o tal vez a que Pedro estuviera tan cerca pero tan lejos al mismo tiempo. No era posible, pero después de pasar solo una noche juntos, lo echaba a faltar a su lado.


Aunque, por otro lado, su insomnio podría habérselo provocado Ramon, el primo de Pedro. El hombre no había abierto la boca durante toda la cena, y no era necesario que a Paula le dijeran que el silencio no era un estado habitual en aquel hombre. ¿A qué profesor universitario no le encantaba hablar?


Echó un vistazo a la cama del otro lado, en la que Noelia dormía apaciblemente. La luz de la luna se colaba a través de la ventana y alumbraba la preciosa cara de la niña. A pesar de la siesta que se había echado en el coche, estaba tan cansada que a punto había estado de dormirse en la mesa.


Pedro la había llevado a la cama, Paula le puso el pijama, y ambos le habían deseado buenas noches con un beso. 


Cuando Paula volvió a entrar en el salón, Ramon había recogido los platos y los había metido en el viejo y desvencijado lavavajillas.


Debería haber sido la ocasión para que los mayores se sentaran en torno al fuego y se conocieran mutuamente, pero no ocurrió tal cosa. El silencio de Ramon hizo que Paula se sintiera incómoda y que lamentara haber ido. Al fin y al cabo, aquella era la casa de Ramon, y tenía derecho a escoger sus vistas. Tal vez Paula regresara al día siguiente a casa de la señora Wingate y se pusiera a trabajar en los anuncios de Karen.


Al poco rato de que Ramon se excusara y se fuera a la cama, Paula hizo lo propio. Le dio un rápido beso a Pedro y se metió en el dormitorio con Noelia. Se desnudó deprisa, se puso un pijama de franela y se tumbó allí, con la vista fija en el techo.


A medianoche renunció a intentar dormir. Aquella motosierra del comedor la obsesionaba. Se puso la bata y las zapatillas y salió de puntillas al salón.


No quiso encender una luz alta por miedo a despertar a alguien, aunque consiguió acercar una vieja lámpara de suelo —un ejemplar de más o menos 1952— a la mesa.


Por un vez se alegró de que un bricolajero hubiera tratado de arreglar la herramienta, porque Ramon había dejado su caja de herramientas en el extremo de la mesa. Al abrirla, vio que las herramientas que contenían eran básicas, todas compradas en juegos, así que la mayoría eran inútiles. Pero lo que había era suficiente para que pudiera hacer el trabajo.


Si algo había aprendido por experiencia, era que cuando hacía su trabajo artístico no podía tener malos pensamientos. Lo había aprendido de forma dolorosa. Años atrás, al día siguiente de una de las peores batallas de la Guerra de Graciela, Paula había hecho sus deberes de clase, consistentes en seis acuarelas.


El lunes, después de que su profesor de dibujo hubiera criticado sus pinturas, había alucinado al comprobar que había dejado traslucir toda la ira en su trabajo. Si hubieran sido buenas, habría dicho que ver a su padre batiéndose en duelo con su nuera había valido la pena. Pero las pinturas eran realmente malas, lo peor que hubiera hecho nunca.


Cuando empezó a reensamblar la motosierra, trató de pensar en alguna idea para la campaña publicitaria de Karen. 


Su familiaridad con las arandelas y los destornilladores, e incluso con el motor, la relajó, y no tardó en empezar a trabajar mecánicamente.


—Yo utilizo mis orquídeas —oyó Paula, que no se sorprendió al ver a Pedro parado en el extremo de la mesa. No llevaba más que unos pantalones de chándal que le colgaban muy, pero que muy abajo, de sus caderas.


—¿Utilizas tus orquídeas para qué? —logró articular Paula.


—Cuando me quiero tranquilizar, acudo a ellas. —Se sentó al otro lado de la mesa donde estaba ella.


—¿Por qué no le gusto a tu primo?


—Cree que me vas a romper el corazón.


—¿Le dijiste que me voy a marchar?


—No —dijo Pedro—. Se dio cuenta de que eras una chica de ciudad, y las chicas de ciudad no se quedan en Edilean.


Paula levantó una llave inglesa de media luna y un perno.


—¿Qué parte de mí parece de ciudad?


—Quizá fuera tu cazadora.


Paula le contó sonriendo que Agustina le había dejado caer encima un rizador del pelo y había chamuscado la piel. Por supuesto, su jefa no podía volver a ponérsela de nuevo, así que se la había arrojado a Paula.


—Me estaba diciendo que era demasiado buena para llevar ropa estropeada, pero que yo no. ¿Y ese es todo el problema de Ramon?


—Sí. —Pedro le pasó un destornillador pequeño cuando Paula hizo ademán de ir a cogerlo—. Sabe que no habría subido a ninguna chica aquí a menos que fuera en serio con ella, así que está preocupado.


—Sabes muy bien que no puedo...


—No lo digas —dijo Pedro—. Lo he oído demasiadas veces. ¿Te gustaría ir a pescar mañana? Y con eso me refiero a que mientras yo pesco, tú y Noelia os dediquéis al arte.


Paula tenía la cadena en las manos cuando le miró.


—No es mala idea. Los cebos podrían ser zafiros amarillos.


—¿Piensan que cogerán más peces?


—Más clientes —dijo Paula.


—¿Hay alguna posibilidad de que montes esa cosa antes del amanecer? —preguntó él en voz baja mientras se levantaba. 


Parecía imposible, pero los pantalones de chándal se le habían bajado aún más en las caderas. Paula sabía a qué se refería con su pregunta, y sus ojos se clavaron en el torso desnudo de Pedro.


—¿Recuerdas la primera noche, cuando me palpaste la cara? —preguntó él en voz baja.


—Sí.


—Fue tan agradable, que había pensado que podríamos salir a la luz de la luna y quizás entonces pudiera, bueno, palparte todo el cuerpo.


Levantó la mirada hacia él. A la luz de la solitaria lámpara de suelo, los ojos de Pedro parecían desprender un fuego azul.


—¡Sostén eso! —dijo ella, entregándole uno de los extremos de la pesada cadena—. Voy a mejorar el tiempo de Juan.


—No sé qué significa eso, pero me gusta el tono en que lo has dicho.


Acabó de montar la motosierra en poco menos de cuatro minutos. Quizás algún día se jactaría ante su hermano de que al fin había superado su tiempo. Salvo que no podría contarle las circunstancias que habían provocado su rapidez.


Pedro rodeó la mesa y en un abrir y cerrar de ojos la tenía entre sus brazos.


—Salgamos —masculló. Dentro había demasiada gente, y no querían que nadie les molestara.


Paula ya le estaba besando los hombros y el pecho 
desnudo.


Pedro la cogió de la mano y la condujo hasta la puerta y luego al exterior.


—Vamos —dijo en un susurro—. Sé de un sitio donde la luz de la luna baila con las flores.








CAPITULO 33 (PRIMERA PARTE)




Dentro de la cabaña, Paula dejó la caja en la encimera de la cocina y miró por todas partes. Era todo una gran habitación, con tres puertas al fondo que daban a los dos dormitorios y al baño, situado en medio.


Los muebles parecían todos desechos de casas diferentes. 


Nada iba a juego y todo era viejo y estaba destartalado. Dos sofás y dos gigantescos sillones miraban hacia la enorme chimenea de piedra, en cuyo fondo se acumulaba una montaña de cenizas de treinta centímetros de alto.


Lo que más le interesó de la estancia fue que la mesa de comedor estaba cubierta por una gruesa capa de periódicos, sobre los que reposaban las piezas desmontadas de una motosierra. No pudo reprimir una sonrisa, porque las máquinas desmontadas era algo que había visto durante toda su infancia. Una de las maneras con que la Ferretería Layton se había mantenido en el negocio cuando tuvo que competir con las grandes tiendas especializadas, fue la reparación de maquinaría.


Paula se había pasado casi todos los sábados de su infancia en la tienda con su padre y su hermano. Era entonces cuando las mujeres y los manitas acudían con una herramienta eléctrica barata que habían comprado de rebajas, la dejaban caer en el mostrador y decían: «Ha dejado de funcionar.»


Juan siempre había sido un mago de las reparaciones. 


Durante años le había irritado que su hermano fuera mejor que ella. Puesto que lo de las reparaciones no iba con su natural, se había esforzado en aprender. Cuando terminaba los deberes del colegio, se leía los manuales de los aparatos.


—No te empeñes —le decía Juan—. A las chicas no se les dan bien las máquinas eléctricas.


—Lo único que quiero es ser lo bastante buena para superarte —le retrucaba ella entonces—. Y eso no debería ser demasiado difícil.


A veces su padre tenía que mediar para zanjar la pelea subsiguiente.


Paula nunca consiguió ser tan buena como Juan, así que le dejaba las cosas complicadas. Aun así, sabía lo suficiente para que su padre soliera dejarla a cargo del mostrador de mantenimiento. Cuando un contratista llevaba una máquina defectuosa, rellenaba el resguardo y les dejaba la reparación a su padre o a Juan. Pero cuando los particulares acudían con sus herramientas rotas, a veces las arreglaba ella misma. Luego, por las noches, entretenía a su padre y a Juan con lo que ellos llamaban «Historias del tonto».


—¿Así que ha intentando taladrar una pieza de acero de más de medio centímetro de grosor? —había aprendido a decir Paula con cara de palo. Entonces cogía el taladro eléctrico por el que la persona había pagado veinte dólares y le explicaba amablemente que la herramienta estaba pensada para taladrar madera, no acero. En muchas ocasiones, los clientes se iban con una buena máquina comprada en Chaves.


En una ocasión, una mujer había llevado un taladro de buena calidad que había dejado de funcionar.


—No entiendo qué es lo que le ha pasado —había dicho—. Estaba colgando cuadros con él hace dos días, y hoy aparece así. —El aparato apenas podía girar. Paula no se pudo resistir a echar un vistazo al interior. En cuanto lo abrió, salió un líquido pegajoso: la hija de dos años de la mujer había vertido jarabe de arce dentro del taladro.


Paula había desmontado fresadoras, lijadoras y sierras de mano eléctricas. Le habían entregado motocultores que la gente había hecho pasar sobre terrenos pedregosos o montones de alambre de espino. De hecho, casi siempre tenía un arado cincel en el mostrador de reparaciones. Entre cliente y cliente, aprovechaba para desenredar las hojas de los arados con un cuchillo de hoja curva y unos cortaalambres.


Y además estaban las motosierras. A la gente le encantaba cortar troncos, aunque rara vez se molestaban en comprobar si había clavos en la madera. Llegó a adquirir una gran destreza en volver a colocar las cadenas sueltas, y luego explicaba a los clientes cómo utilizar adecuadamente el artefacto.


Lo que acentuaba el espíritu competitivo en ella y Juan era que alguien dejara caer sobre el mostrador una herramienta metida en una bolsa de papel en cuyo interior repiquetearan las piezas. Algún vecino había decidido que podía arreglar la herramienta, la había desmontado entera y luego había sido incapaz de volver a montarla de nuevo. A los catorce años, había terminado por dejar que Juan arreglara las máquinas, aunque lo desafíaba a ver lo rápido que podía hacerlo. Así que le entregaba la bolsa de las piezas a su hermano, y entonces miraba el reloj para ver cuánto tardaba en volver a montarlo todo.


A los clientes habituales les gustaba observar a su hermano, así que Paula


Cuando un bricolajero aparecía con una herramienta eléctrica metida en una bolsa, Paula hacía sonar un silbato. 


Su hermano dejaba entonces lo que estuviera haciendo y se dirigía a la mesa de reparaciones. Paula levantaba un cronómetro, y los clientes empezaban a animar a gritos. En tales ocasiones Juan era como un soldado que reensamblara su fusil. Cuando acababa, levantaba las  manos, Paula hacía sonar el silbato, proclamaba el tiempo empleado y todos aplaudían.


La última vez que estuvo en casa había intentado que su hermano volviera a la actuación, pero Graciela había declarado «indigno» el espectáculo, así que Juan ya no lo volvió a hacer.


Ver ahora las piezas de la sierra mecánica que cubrían la mesa del comedor la hizo sonreír; la visión le había traído buenos recuerdos, e hizo que extrañara a su padre y a Juan. 


Si estuvieran allí, habrían vuelto a poner todas las piezas en su sitio en unos nueve minutos y medio.


—Ten cuidado —dijo Ramon cuando entró llevando una carga de leña—. Te harás daño.


Paula tardó un momento en darse la vuelta. Durante su infancia había oído ese tono al menos una vez por semana, un tono que decía: «Eres una chica. Es imposible que sepas algo de herramientas.» A lo largo de los años había borrado muchas de aquellas sonrisillas petulantes de las caras de los hombres.


Cuando se volvió para mirar a Ramon, lo hizo con una sonrisa.


Pedro estaba detrás de su primo.


—El padre de Paula... —empezó a decir, pero se interrumpió al ver la expresión de Paula.


—¿La has desmontado tú? —preguntó ella con cara de asombro, aparentando inocencia. Era el tono y la expresión que había utilizado con cualquier hombre que hubiera dado por supuesto que no tenía ni idea de cómo utilizar una herramienta eléctrica. A sus clientes habituales, en especial los contratistas, les encantaba oír aquel tono; sabían lo que se avecinaba: Paula se disponía a demostrarle a algún cerdo machista exactamente lo que sabía de herramientas.


Algunos contratistas utilizaban a Paula para poner a prueba a los nuevos empleados; querían ver cuál era su reacción al ser derrotado por una chica. Cuando les daba su lección, algunos se enfadaban —Juan había tenido que propinarle un gancho de izquierda en la barriga a uno—, aunque la mayoría acababan riéndose de sí mismos.


—Sí —respondió Ramon con aspereza—, pero está cascada. Necesito una nueva.


Paula conocía aquella marca y modelo en concreto de motosierra, y tenía menos de un año de antigüedad. Supuso que Ramon —como profesor universitario que era— no sabía utilizarla. Habría intentado serrar el poste de una valla pero sin desmontar esta primero. Su fuera así, era afortunado de seguir teniendo todos sus miembros.


Ramon se volvió hacia Pedro.


—Tendré que ir en coche al pueblo mañana y agenciarme una nueva. Tengo que cortar la leña para el invierno. Aquí arriba hará frío.


Pedro estaba mirando a Paula, que estaba detrás de Ramon. Tuvo la impresión de que ella estaba tramando algo, aunque no supo qué. Le lanzó una sonrisa para que supiera que hiciera lo que hiciese contaba con todas sus bendiciones.





CAPITULO 32 (PRIMERA PARTE)





La cabaña era tal cual la había imaginado, y Paula se habría llevado un chasco de no haber sido así. Era bastante ancha, con un profundo porche que ocupaba toda la parte delantera, donde además de unas sillas y unos troncos apilados había un vieja bañera colgada de la pared. En el centro del empinado techo se elevaba una chimenea, de la que salía lentamente un zarcillo de humo gris.


—Es perfecta —dijo, mirando por el parabrisas.


Atrás, Noelia se despertó, vio dónde estaban, y se abalanzó gateando entre los asientos delanteros y por encima de su tío para salir. Cuando le pisó el estómago, Pedro soltó un gemido de dolor.


—Supongo que se alegra de estar aquí —dijo Paula, observando a Noelia cuando la niña salió corriendo hacia los escalones del porche.


Pedro estiró la mano por delante de ella para dar un rápido bocinazo.


—¿Está dentro viendo sus culebrones? —preguntó Paula.


—Sería divertido. Está tratando de escribir su novela.


La puerta delantera se abrió de golpe y salió un hombre grande y fornido vestido con un mono raído y una camisa de franela azul encima de una camiseta verde oscura. Sus pesadas botas resonaron sobre el suelo.


—Desde luego, da el tipo —comentó Paula. Cuando el hombre llegó al suelo, ella le vio la cara. Era un hombre guapo, con barba de tres días, y su abundante pelambrera tenía un inconfundible tono rojizo—. ¿Le pusieron su nombre por el pelo?


—Cuando era niño lo tenía como el fuego —dijo Pedro, abriendo la puerta del coche.


—E imagino que se lo recordabais a menudo.


—Sí, claro —admitió Pedro, riéndose mientras salía—. Le llamábamos el Niño Encendido.


—¿Y él que te llamaba?


—Ramon es realmente desagradable. Me llamaba Ken —dijo, cuando cerró la puerta.


Paula tardó un instante en comprender la razón de que eso fuera tan malo, pero entonces se dio cuenta de que hacía referencia a Ken, el novio de la muñeca Barbie.


Riéndose por lo bajo, vio a Ramon coger en brazos a Noelia, a la que hizo girar en el aire mientras la niña aullaba de placer.


Salió del mamotreto de coche, pero se mantuvo a distancia, observando. Quería darles tiempo para que se saludaran; además, por lo que sabía, Ramon no sabía que iba ella.


Los tres hablaban pisándose la palabra unos a otros. Pedro y Ramon habían intercambiado grandes abrazos y en ese momento estaban simulando un combate de boxeo.


Ambos eran más o menos de la misma altura, pero ahí se acababa el parecido entre ellos. Ramon era más musculoso. 


Los dos eran atractivos, aunque los rasgos de Pedro eran refinados, incluso elegantes, mientras que Ramon parecía sacado de una vieja foto titulada Cazadores de Búfalos.


En conjunto, Paula se quedaba con Pedro de largo.


Mientras observaba, pensó en cómo se encontraba en ese momento con Pedro, pues aquella etapa de una nueva relación siempre era interesante, cuando empiezas a conocerte mutuamente, cuando descubres los vicios y virtudes de la otra persona. Le gustaba enterarse de los gustos gastronómicos y literarios de la otra persona, conocer su forma de reaccionar ante diferentes situaciones.


Más tarde, cuando empezara a ver las cosas que no le gustaban de la persona se daría cuenta de que todo había estado allí en aquellos primeros días. Como aquella vez en que un novio se había dirigido de forma poco considerada a una camarera, y luego le había dicho que lo sentía, pero que no había dormido bien y que eso le ponía de mal humor, algo que le juró no era su natural. En su momento ella no le había dado importancia, aunque más tarde se percató de que él «siempre» trataba con desprecio a los dependientes, camareros, mecánicos, etcétera. Entonces se dio cuenta de que siempre había sido un grosero, pero que ella no había querido ver la verdad.


Quizá se estuviera engañando, pero hasta el momento no había visto nada en Pedro que le desagradara. Aunque por otro lado, ¿no era de eso sobre lo que Karen le había advertido? Que Pedro hacía que una mujer se sintiera como una princesa, y que luego él... ¿Qué? ¿La dejaba tirada? Tal vez ella fuera su ligue favorito porque sabía que no podía haber nada permanente entre ellos.


Cuando terminara el verano, ¿le daría un beso en la frente y le diría que se lo había pasado muy bien?


Se recordó que era ella la que se iba a marchar, no él. 


Recuperó su cazadora —uno de los desechos de su jefa— del asiento trasero, rodeó la parte delantera del coche, y espero a que alguno de los tres reparase en ella.


—Paula va a pintar flores —estaba diciendo Noelia.


—Y tu casa de muñecas —añadió Pedro.


—Y me va a enseñar a pintar —continuó Noelia.


—Tu nueva amiga parece muy amable —dijo Ramon—. ¿Y qué es? ¿La niñera?


—Es la novia del tío Pedro —dijo Noelia.


—¿Ah, sí? —preguntó Ramon.


Paula pensó que el primo tenía una voz que podría llegar fácilmente hasta el fondo de un auditorio. Pese a que no se compadecía con la idea que alguien pudiera tener de un profesor universitario, sí que tenía de este la voz y la actitud. 


La manera de pararse, con los hombros hacia atrás, su manera de sonreírle a Noelia, le indicó a Paula que era un hombre que estaba acostumbrado a que le escucharan.


—Sí —dijo Pedro, y su voz dejó traslucir un ligero dejo de desafío, como si retara a su primo a decir algo despectivo.


A Paula le pasó por la cabeza que si no intervenía, allí podía estallar una pelea de patio de colegio a la vieja usanza.


—Hola —dijo en voz alta—. Soy Paula Chaves. —Se adelantó con la mano extendida.


Ramon se volvió hacia ella, sonriendo, pero la sonrisa se esfumó de su cara en cuanto la vio. La miró de pies a cabeza, como si tasara algún objeto que estuviera viendo en una subasta. Entonces, de ella pasó a mirar a Pedro, y de nuevo a mirarla a ella, y su atractivo rostro adquirió una expresión huraña.


—¡Ramon! —dijo Pedro con aspereza, mirando a su primo con el ceño puesto.


—Perdona —se disculpó Ramon—. Es que no me esperaba semejante belleza. —Cogió la mano de Paula entre las suyas—. Pedro no suele traer gente con él. Confío en que encuentres adecuado nuestro humilde alojamiento.


Paula sacó la mano de entre sus manazas.


—No es mi intención imponer nada, sino... —No sabía muy bien qué decir. No le gustaba cómo la estaba mirando el hombre. No era que la estuviera mirando con lujuria, sino que Paula tuvo la impresión de que, bueno, de que ella no le gustaba ni un pelo. Lo primero que pensó fue que el profesor no la consideraba lo bastante buena para Pedro—. Esto, yo... —empezó a decir


—Estoy hambrienta —gritó Noelia.


Paula se volvió y miró a Pedro, que a su vez se quedó mirando a Ramon de hito en hito cuando este rodeó la cabaña; parecía dispuesto a batirse en duelo por el honor de Paula.


—¿Me ayudas a sacar la comida del coche? —le preguntó ella. Como no respondiera, Paula le cogió del brazo y tiró de él.


Pedro se dirigió a la parte trasera del coche con el entrecejo arrugado y abrió la portezuela.


—¿Qué está pasando? —preguntó Paula en voz baja—. Mira, esta es su casa, así que si no quiere que me quede, me iré.


—¡No! —dijo Pedro—. Lo arreglaré, no te preocupes. Tú y Noelia instalaros y yo me ocuparé del Niño Encendido.


Noelia se acercó a la parte trasera del coche, y Pedro le puso en los brazos una caja ligera.


—¿Por qué no llevas a Paula adentro y le enseñas dónde está todo? —le dijo a su sobrina.


—¿Estás furioso con el tío Ramon?


—¡Sí! —dijo Pedro, inclinándose hacia sus sobrina—. Y le voy a dar una paliza. ¿Te parece bien?


Noelia no sonrió..


—¿Trajiste las vendas?


—¿Para él o para mí?


—Para ti. Es más grande que tú —dijo, riéndose a carcajadas mientras echaba a correr.


Pedro —empezó a decir Paula, pero él le metió en las manos una gran caja, y luego la besó por encima de ella.


—Averiguaré qué problema tiene. No te vas a ir a casa. ¡Y ahora, largo!


Mientras Paula seguía a Noelia al interior de la cabaña con los brazos cargados, no pudo evitar pensar en lo que acababa de aprender de Pedro: la había defendido. Cuando salía con su penúltimo novio, la hermana de este había dicho algunas cosas muy desagradables acerca de su trabajo y de que vivía en un mundo de arte y artistas que era «demasiado bueno para el resto de nosotros». Se había enfadado por lo que había dicho la mujer, pero se había enfurecido porque su novio no había dicho nada para defenderla; y Paula se lo hizo ver. La excusa que le había puesto fue que se trataba de su hermana, y que por consiguiente no podía decir nada. 


Rompió con él dos días más tarde.


Ramon no había hecho ni dicho nada ni de lejos tan malo como lo que dijera la hermana. En realidad solo había sido un gesto, un ademán, pero incluso aquella nadería había hecho que Pedro saliera en su defensa.


Entró en la cabaña sonriendo.


—¿A qué puñetas venía todo eso? —Pedro exigió una explicación a su primo en cuanto se quedaron solos. Ramon estaban cortando leña, balanceando el hacha con tanta fuerza que parecía estar desquitándose con la madera.


—No sabía que ibas a traer un ligue —dijo Ramon con frialdad.


—Si tuvieras un teléfono aquí te habría llamado. —Pedro siguió esperando a recibir una explicación.


Su primo le miró a los ojos durante un instante. Habían sido críos al mismo tiempo trepado a los mismos árboles; en quinto grado se habían enamorado de la misma chica. Se conocían bien.


—Crees que estás enamorado de ella, ¿no es eso?


—¡Baja la voz! Te va a oír.


Ramon hizo lo que le decía.


—Esa chica viene de la ciudad. Destila ciudad por los cuatro costados. Esa cazadora que lleva cuesta miles de dólares. No se va a quedar en el pequeño y remoto Edilean. Pedro, esa mujer te va a romper el corazón.


—Paula no es lo que estás pensando —dijo Pedro, y desistió de su actitud hostil. No podía enfadarse con Ramon por que le cuidara. Por otro lado, su primo pensaba que puesto que vivía en la gran y pérfida California, sabía más de la vida que Pedro, que seguía viviendo en Edilean—. Y sí, va a regresar a la ciudad, y sí, voy a acabar destrozado.


—¿Y por qué te haces esto? —preguntó Ramon—. Hazme caso, haz caso de mi experiencia, y no estires el cuello cuando sabes que te lo van a cercenar.


—Soy más partidario de la filosofía de que es mejor haber amado y perder que no haber amado jamás.


—Lo dice por un hombre al que jamás le han arrancado y pisoteado el corazón —replicó Ramon


Pedro empezó a recoger la leña.


—¿No crees que va siendo hora de que superes lo de tu ex esposa y su joven novio?


—Un hombre jamás se sobrepone a algo así. Espera a que te ocurra a ti.


—No me va a ocurrir tal cosa. Ella ha sido sincera conmigo desde el primer día. Ramon, te juro por Dios que si haces algo que la haga sentir incómoda haré que lo lamentes.


—Pues luego no me vengas lloriqueando —dijo Ramon mientras le quitaba la leña de las manos y echaba a caminar hacia la cabaña.


—Puedes estar seguro de que no lo haré —le gritó mientras se alejaba.Pedro sabía que estaba furioso porque Ramon había dicho lo que él estaba pensando. Sabía que a cada día que pasaba con Paula, la partida sería más dolorosa. Si tuviera un ápice de sentido común, dejaría a Noelia con Ramon, llevaría a Paula de vuelta a Edilean y regresaría allí a pasar una semana... ¿A qué? ¿A pescar? Sabía que jamás podría quedarse en la cabaña si Paula estaba en Edilean. 


Fuera cual fuese el tiempo del que dispusieran, quería que lo pasaran juntos.


Levantó una pesada nevera e hizo una mueca por el dolor que sintió en el brazo izquierdo, aunque sonrió; Paula había reparado en lo que él creía haber ocultado a la perfección. 


No, no iba ser «sensato» y no iba a pasar alejado de ella ni siquiera un minuto que no tuviera que pasar. Esa noche, teniendo que compartir dormitorio con Ramon, mientras Paula estaba en la habitación contigua, ya iba a ser bastante difícil.