viernes, 22 de abril de 2016
CAPITULO 46: (TERCERA PARTE)
Al día siguiente, Paula estuvo demasiado ocupada para pensar en sus problemas. Parecía que media Virginia había dejado sus compras para el último minuto y decidido hacerlas en la preciosa, tranquila y adorable pequeña Edilean.
Gonzalo y Paula hacían los sándwiches, Kelli servía la sopa y Ramon se ocupaba de los pasteles. Su retumbante voz y sus modales persuasivos lograban que hasta la persona más delgada se animara a probar las tartas bañadas en crema.
De la caja se encargaba una mujer de unos treinta años que había respondido al anuncio de Ramon.
—No lo vi hasta que tuve que cambiarle el papel a la jaula del periquito —le dijo a Ramon cuando llegó aquella mañana—. Me llamo Daniela, pero puedes llamarme Dany. Creo que soy inteligente, dicen que bastante creativa y no me falta talento, pero no soy y nunca he sido una persona divertida, lo siento. Aunque sí he trabajado en un restaurante. —Sus ojos brillaban de contento mientras hablaba.
Era una mujer guapa, de pelo y ojos negros, con unas caderas algo excesivas que compensaban su voluminoso pecho. En conjunto, resultaba decididamente simpática.
Paula, que en aquel momento ayudaba con la sopa, dejó la decisión en manos de Ramon, pero cuando Gonzalo le dio un disimulado codazo, prestó más atención. Ramon, el enorme y gruñón Ramon, contemplaba a Dany completamente mudo, así que se limpió las manos con un trapo y dejó el mostrador.
—¿Sabes manejar una caja registradora? —preguntó a la mujer.
—Sí —respondió Dany con su tranquila y agradable voz.
—Estás contratada. Habla con Ramon de tu sueldo —decidió, mirando a Ramon, que seguía absorto, en silencio—. Despierta, ¿quieres? Tienes que encargarte de los pasteles.
Ramon siguió sin responder.
—¡Ramon! ¡Pasteles!
—Me gustan mucho —dijo él por fin.
Paula volvió a su sopa negando con la cabeza, mientras Gonzalo a duras penas conseguía reprimir la carcajada.
—El amor está en el aire... —canturreó él, burlonamente.
—Sí, Kelli y tú hacéis una buena pareja.
La cara de Gonzalo adquirió un tono decididamente rojizo.
—¿Tan obvio resulta? Quiero decir, ¿tanto se nota que me gusta?
Paula estuvo a punto de gastarle una broma, pero se contuvo.
—Tu padre no la aprobaría.
—Lo sé. —Y siguió cortando queso, pero un segundo después se detuvo—. ¿Sabes una cosa? Me importa un bledo. El miedo a perder el legado de Treeborne Foods hizo que cometiera un error que lamentaré toda mi vida. Y por culpa de ese error, te perdí.
Paula retrocedió un paso, alarmada.
—Gonzalo, si pretendes...
—No, no es eso lo que pretendía decir. Aunque mi padre no hubiera intervenido, creo que tú y yo no habríamos sido una buena pareja.
—¿Lo dices porque me tenías fascinada?
—Oh, no. Esa parte me gustaba.
Paula le dio un golpecito amistoso en el hombro, sin dejar de reír.
—¡Menudo príncipe estás hecho!
—¿Lo ves? Nunca hubiera podido vivir con alguien que me tenía en un pedestal. Podía verlo en tus ojos y, cuando estaba contigo, me sentía importante y poderoso.
—Nunca lo había mirado bajo ese punto de vista.
—Siempre temí que descubrieras lo cobarde que puedo llegar a ser. Mi padre me ha tenido aterrorizado toda mi vida.
—Bueno, tiene aterrorizada a toda una ciudad. ¿Por qué no a ti? —comentó ella.
—Pero se acabó.
—¿Gracias a Kelli?
—Sí y no —concedió Gonzalo—. Más bien no. Me he dado cuenta de que soy capaz de ganarme mi propio sueldo.
—Con lo que ganas aquí no podrías permitirte los lujos que llevas disfrutando toda tu vida.
—Mi madre me dejó algo de dinero y pienso invertirlo en la panadería. Además, intentaré conseguir algún patrocinador para crear una línea de pasteles congelados.
Paula se quedó mirándolo unos segundos.
—Mmm. La ambición de los Treeborne sigue vivita y coleando.
—Es posible.
—¿Y tu padre? ¿No tendrá nada que decir al respecto?
—¡Ja! —exclamó Gonzalo—. Vine aquí a buscarte sin dejar siquiera una nota. Cuando llamé a casa para preguntar por el libro de cocina, también quise saber si mi padre había preguntado por mí, y no lo hizo ni una sola vez. Para él, soy completamente prescindible. —Su tono era jovial, pero Paula sabía reconocer el dolor que intentaba ocultar.
—Puedes quedarte en Edilean con Kelli, y montar tu negocio aquí.
—Creo que lo haré. ¿Y tú? ¿Tu médico boxeador aún no te ha pedido que te cases con él?
—Yo...
Gonzalo dejó el queso y la miró.
—¿Tú, qué? —Pero Paula no respondió—. Te he abierto mi corazón, así que me parece justo que hagas lo mismo. Si ese doctor te la ha jugado, lo...
—¡No! —cortó Paula—. No es eso, es que...
No pudo seguir porque ya eran las ocho de la mañana y Kelli había abierto la puerta del restaurante. Un instante después, el pequeño local estaba lleno de clientes hambrientos.
CAPITULO 45: (TERCERA PARTE)
—¿Qué piensas hacer en Navidad? —preguntó Henry a Paula. Estaban en su garaje, trabajando en una gran escultura de un metro de altura y que representaba la batalla de Bunker Hill. Entre los dos habían encontrado una forma eficaz de colaboración, consistente en que Henry intentaba dar una forma básica a la arcilla, basándose en diferentes cuadros encontrados en Internet. Una vez hecho esto, el anciano daba un paso atrás y Paula retocaba su trabajo.
En las últimas semanas había llegado a conocer bastante bien a Henry. Aunque su aspecto exterior pareciera tranquilo, por dentro era un volcán. Ahora comprendía que hubiera sido capaz de dirigir un par de empresas muy importantes.
Solo se rendía ante su pequeña y oronda esposa.
—Henry, como no saques esa porquería de mi garaje, acabarás viviendo con ella y no conmigo —le advirtió un día.
En su siguiente encuentro, ya había empezado la construcción del estudio prometido.
—Aquí podrás hacer tu propio trabajo —le dijo Henry a Paula—. Ven, mira lo que hice ayer.
Lo que había hecho era un hombrecito horrible a caballo, con una pierna dos centímetros más corta que la otra... y eso no era lo peor. Lo peor era que si el hombre estuviera de pie junto a su montura, sería un palmo más alto que el caballo.
La ambición de Henry era mucho mayor que su talento.
Reprimiendo un suspiro, Paula destrozó prácticamente el trabajo del anciano. Intentó ser delicada, pero no podía desprenderse de su malhumor. Cuando terminó de modelar con los dedos, utilizó una herramienta de acero inoxidable y empezó a esculpir con ella.
Henry no se ofendió, sino que se rio. Sabía lo que era delegar.
—No has contestado a mi pregunta sobre la Navidad —observó.
—Aún no sé lo que haré. Pedro y yo compramos un árbol, y muchos regalos para su familia y sus amigos. Fue divertido.
—¿Qué piensas comprarle a él?
—Me enseñó fotos de sus viajes y quiero hacer una escultura basándome en una de ellas. Me gustaría hacerla en bronce, pero entonces no podría terminarla antes de Navidad.
Henry contemplaba los cambios que estaba sufriendo su escultura a manos de la chica. Siempre era capaz de ver qué tenían de malo sus obras, el problema era que no sabía cómo hacerlas bien.
—Algo te preocupa.
—No, yo...
—Tengo tres hijas, ¿recuerdas? Siempre sé cuándo les pasa algo.
Paula se limpió las manos con un trapo.
—Ayer tuve un cliente un poco especial. Parece que me lo enviaron las tres cotillas de Pedro.
—¿Las mujeres que trabajan para él?
Henry tenía mucho cuidado de guardarse sus opiniones. Si algo había aprendido criando a tres hijas era que, si hablaba mal de alguien, ellas lo apoyaban automáticamente.
Su hija mediana casi se había casado con un chico que tenía antecedentes de robo a mano armada, únicamente porque Henry le desaconsejó que saliera con él «por su propio bien».
Así que siguió callado y esperó que Paula le contase lo que estuviera dispuesta a contar. Nada más. Su opinión personal era que Pedro Alfonso estaba coartando el increíble talento de la chica. Que ella malgastase su tiempo en aquella deprimente sandwichería le molestaba profundamente y tenía un plan. Por Navidad iba a ofrecerle un trabajo a tiempo completo. Tendría un sueldo, pagas extras y un excelente lugar donde trabajar. Ya estaba bien de pasarse el día haciendo bocadillos de ensalada de atún.
—Se llama Tyler Becks, es médico y quiere encargarse de la consulta de Pedro —explicó Paula.
Henry conocía los chismes que circulaban por la ciudad; según ellos, Pedro había renunciado a una carrera cuando menos llamativa para volver a Edilean y ayudar a su amigo.
Lo malo era que seguía atrapado allí.
—¿Qué dijo Pedro?
—Nada. —Y podía detectarse frustración en la voz de Paula—. Ni siquiera mencionó que lo había visto, fue Ramon quien me lo contó. Eso hizo darme cuenta de que la mayoría de las veces no sé lo que está pensando. Prácticamente vivimos juntos, pero no sé más sobre él que hace unos meses.
—En la ciudad todos dicen que está loco por ti —comentó Henry en voz baja.
—Sí, supongo. —Paula desvió la mirada. En la distancia podía oír el ruido de las pistolas de clavos de los trabajadores que estaban construyendo el nuevo estudio del anciano. Sospechaba que este iba a ofrecerle un trabajo, y no sabía qué responderle.
La verdad era que no tenía ni idea de qué hacer con su vida.
Ramon no dejaba de burlarse sobre su posible marcha el quince de enero. Lisa era feliz en la universidad, incluso estaba planeando pasar las navidades con sus amigos, ya no necesitaba a su hermana mayor. Y Paula sabía que no podía volver a su ciudad natal. ¿Para qué? La única persona que había llegado a ser importante para ella era Gonzalo, y ahora estaba en Edilean.
La chica sabía que Pedro se sentía profundamente celoso de Gonzalo, y reconocía que una parte de ella incluso disfrutaba con esa idea.
—¿Tiene algo que ver con el joven Treeborne? —preguntó Henry.
—No, con Gonzalo todo va bien. Es más, creo que se está enamorando de Kelli.
—¿La panadera? ¿La que lleva ese...? —E hizo un gesto con el dedo circunvalando sus ojos.
—Sí, esa. Es una buena pastelera-jefe y lo que me encanta es que no parece querer aprovecharse de Gonzalo. Yo solía ser muy consciente de que era un Treeborne y lo trataba como un príncipe. Me tenía deslumbrada, lo reconozco.
—¿Y Kelli no?
—Ni de lejos. Actúa como si ser un Treeborne fuese casi una molestia, un inconveniente.
—Eso suena bien —dijo Henry, sonriendo.
—Lo es. Debí tratarlo así.
—Entonces ¿qué es lo que realmente te preocupa?
—Ese hombre, el doctor Becks... Las tres mujeres me lo enviaron, aunque no directamente. Solo sugirieron que fuera a comer algo al Fénix y preguntara por Paula.
—¿Y nunca habían hecho algo similar?
—No. Por eso me imaginé que se trataba de algo importante y me senté a charlar con él. El pobre hombre está hecho un desastre. Su esposa tiene un lío con otro médico, un
compañero suyo con el que había establecido su consulta, y ahora quiere divorciarse de él.
—¿Y pretende instalarse en Edilean mientras se lame las heridas?
—Sí, y creo que le sentará bien. La gente de Edilean se encargará de buscarle pareja, y para cuando Tomas vuelva ya se estará recuperando.
Se acercó a la mal proporcionada escultura de Henry para hacer algunos cambios más.
—Todo eso me parece bien —comentó Henry—, pero tú no pareces estar muy de acuerdo.
—Creo que es maravilloso. Sé que Pedro quiere volver a viajar, que eso es lo que le gusta... al menos lo supongo, porque no me lo ha confesado nunca. Hace unas cuantas semanas dieron por la tele una noticia acerca de un doctor que era propietario de un barco y lo había reconvertido en un hospital flotante, con el que viajaba a lugares que no habían visto un médico en su vida. ¡Tenías que haberle visto la cara! Se le iluminó como si hubieran encendido una bombilla.
—¿Qué dijo?
—¡Ese es el problema! —saltó Paula—. No dijo una sola palabra al respecto. Solo se levantó y fue a la cocina a buscar una cerveza. Fui tras él y le pregunté si le gustaría hacer algo parecido. ¿Y sabes cuál fue su reacción? Se rio y dijo: «¿Sabes lo que cuesta algo así? Nunca tendré tanto dinero para poder hacer algo parecido.» Intenté que me hablara, que me contara sus aspiraciones, pero se cerró en banda y no dijo una sola palabra más.
—Así que se trata de dinero, ¿eh? —dijo Henry, pensativo—. ¿Y si le consiguiera el dinero suficiente para poner en marcha su proyecto? ¿Te irías con él?
—¿Qué podría aportar? Ni soy enfermera ni sé nada de medicina. Solo estorbaría. Pedro está acostumbrado a descolgarse de helicópteros, mientras que a mí me entra pánico si tengo que caminar por una viga del techo.
A Henry se le escapó una sonrisa.
—A mí también, y no por eso me considero un inútil. Paula, tienes un talento maravilloso y supongo que te interesa mostrarlo al mundo.
—Sí, claro —reconoció ella—. Bueno, creo que sí, pero a veces... no lo sé. Todo lo que sé es que Pedro no me habló del médico que puede que lo sustituya. Le insinué el tema cien veces, pero no conseguí nada. Me temo que...
—¿Qué, Paula? —la animó Henry.
—Que Pedro deje su sueño a un lado y termine quedándose en Edilean por mi culpa. O que quizás ese médico acepte su oferta, él se marche y yo vuelva a quedarme sola. Haga una cosa u otra, uno de los dos se sentirá desgraciado.
Henry se dio cuenta de que Paula estaba al borde del llanto e hizo lo mismo que solía hacer con sus hijas: la estrechó en sus brazos. Por encima del hombro de la chica vio que su mujer estaba observándolos, pero no dijo nada, solo le ofreció una sonrisa de simpatía, dio media vuelta y se alejó.
Sabía que su marido era muy bueno con las mujeres que lloraban.
Cuando una de sus hijas se peleaba con otra o con su madre, pasaban una a una —su mujer incluida— por los brazos de Henry para que las consolara y resolviera el problema.
—Déjame hablar con unos cuantos conocidos —dijo Henry, soltándola y retrocediendo un paso—. Conozco algunas empresas a las que podría interesarles patrocinar a un médico que quiere salvar el mundo. Y cuando volviera a casa de uno de sus viajes, siempre podrías estar esperándolo.
—De acuerdo —aceptó Paula. Y al mirar a Henry supo que habían cerrado un trato. Un trato de negocios. Si ella le daba a Henry lo que quería, una profesora particular y la oportunidad de exponer su trabajo en algún lugar importante, él patrocinaría la clínica ambulante de Pedro.
Aspiró profundamente. Es lo que ella quería, ¿no? Para eso había estudiado. Y ahora, todos sus estudios por fin le servirían de algo. Henry, ese hombre que había aparecido en su vida como un hada madrina, le estaba ofreciendo un precioso estudio y recursos ilimitados. No dudaba de que, gracias a Henry, podría conseguir clientes fabulosamente ricos que podían permitirse una escultura a tamaño natural en sus jardines. Solo tenía que seguir trabajando con él, y a eso podía acostumbrarse fácilmente.
Y, tal como decía el anciano, podía quedarse en Edilean, incluso vivir en la casa que había comprado Pedro y esperar que volviera a casa tras sus viajes. Él podía enviarle fotos y llamarla a menudo, y ella le mostraría sus trabajos y hacerlo partícipe de sus éxitos. Sí, podían amoldarse a una vida juntos y también por separado.
Parecía genial, una solución perfecta. Entonces ¿por qué tenía ganas de cavar un agujero y refugiarse en él?
—Bien, hablaré con Pedro —dijo por fin.
Esa noche estaban pasando una velada aparentemente tranquila, pero a Paula se la comían los demonios por dentro.
—¿Hay algo que te preocupe? —preguntó la chica.
—No, nada. ¿Y a ti?
—Tampoco, ningún problema... —negó, mintiendo descaradamente. Si no quería hablarle del doctor Becks y de la posibilidad de que se hiciera cargo de la consulta, ella no pensaba preguntárselo. Y si ya estaba haciendo planes para marcharse... bien, estaba en su derecho, pero no quería oírle decir que ella no podía acompañarlo porque no le sería útil.
¿Qué podía hacer por los enfermos? ¿Convertir sus almohadas en unicornios? Comparada con la de Pedro, su profesión era más bien frívola. No, no quería oírle decir (amable y delicadamente, por supuesto) que no la necesitaba en su importante misión.
CAPITULO 44: (TERCERA PARTE)
Aquella noche el sexo fue algo muy especial para los dos.
Pedro no lo había racionalizado, pero llevaba a cuestas una pesada carga de culpabilidad por casi haberla atropellado. Aunque el incidente había tenido algo de bueno —desde entonces cambió su estilo de conducción—, seguía sintiéndose mal por lo ocurrido. La confesión de Paula lo había librado de aquella culpabilidad.
Ahora tenía algo con lo que compensar el hecho de que toda Edilean —incluido él mismo— hubiera mentido a la chica. De hecho, al día siguiente le faltó tiempo para contarle a Helena los detalles del incidente del atropello y la cerveza.
—Estaba plantada en medio de la autopista intentando conseguir cobertura para su teléfono —le contó despreocupadamente, mientras Pedro fingía consultar unos gráficos.
—¿Está seguro?
—Sí.
Helena sonrió satisfecha.
—Ahora están en paz. Usted tiene tanto contra ella, como ella contra usted. Así funcionan los matrimonios.
Y se marchó de la consulta antes de que él pudiera responder.
Todo cambió tres días antes de Navidad.
—Un hombre quiere verlo. Dice que es un asunto personal —anunció Helena a las cinco de la tarde con el ceño fruncido, como queriendo dejar claro que el hombre no le gustaba.
Pedro le echó un disimulado vistazo a la sala de espera y vio a su viejo amigo Tyler Becks. Habían estudiado juntos muchos años, jugado muchos partidos de fútbol y bebido muchas cervezas.
Tyler era alto, rubio y de ojos azules, y llegó a tener una larga lista de teléfonos de chicas que nunca le importó compartir. Por aquel entonces, Pedro estaba tan enamorado de Laura Chawnley que se sentía casi paternal mirando cómo los demás se peleaban por tal o cual número. Él se consideraba prácticamente un hombre casado.
Pedro sonrió a Tyler y lo invitó por señas a que pasara a su despacho. Una vez fuera de la vista de sus ruidosas empleadas, los dos hombres se saludaron como suelen hacerlo los viejos amigos.
—Siéntate —invitó Pedro—. ¿Cómo estás?
Tyler prácticamente se desplomó sobre la silla.
—Si me lo hubieras preguntado hace un mes, te habría dicho que estaba en el paraíso. Tenía una esposa, una consulta en alza a medias con un colega, una casa estupenda y pensaba en ampliar la familia. ¿Y tú? Seguro que por lo menos tienes ya tres críos.
Hacía años que no hablaba seriamente con Tyler ni estaban al día de sus respectivas vidas.
—Ni esposa ni hijos.
—Es verdad, lo olvidé. Esa chica a la que eras tan fiel te abandonó, ¿verdad?
—Eso fue hace tiempo —suspiró Pedro—. Desde entonces he viajado mucho, aunque ahora, ya lo ves, haya vuelto a mi ciudad natal. ¿Y tú, qué? ¿Estás de paso? Esto es muy bonito en Navidad...
Calló al ver que Tyler estallaba en lágrimas. Pedro cogió algunos pañuelos de papel de una caja que tenía sobre la mesa y se los alargó a su amigo.
—Lo siento —se disculpó Tyler—. No tengo derecho a...
Pedro se levantó de su asiento, fue hasta un archivador, sacó de él una botella de whisky de malta McTarvit de cuarenta años y sirvió dos vasos.
Tyler vació el suyo de un solo trago.
—Lo siento —repitió—. He pasado unas semanas horribles. Mi esposa me ha pedido el divorcio. Solo llevábamos casados tres años, pero...
Pedro volvió a sentarse frente a su amigo, sorbió un poco de su whisky y siguió en silencio. Por propia experiencia, sabía que lo más importante para una persona que estuviera viviendo una agonía como aquella era ser escuchado.
—Parece que mi socio, ¡el muy cabrón!, y ella llevan liados estos dos últimos años. Él me soltó un cuento lacrimógeno sobre lo perfecta que era mi vida y lo vacía que era la suya. ¡Ja! Si se presentaba un paciente a última hora o había que acudir a una emergencia, siempre era yo el que pringaba con la excusa de que necesitaba tiempo para intentar encontrar una mujer que fuera la mitad de buena que mi Amy, y mientras... mientras se la estaba tirando. —Tyler alzó sus ojos enrojecidos y llenos de dolor—. No quería una copia de mi esposa, quería el original.
Pedro empezaba a comprender dónde terminaría todo aquello. Tyler era uno de los muchos a los que les había ofrecido su trabajo en Edilean, hablándole de la ciudad en los términos más elogiosos que se le ocurrieron. Le dijo que prácticamente era un paraíso en la Tierra, una ciudad ideal para las familias y genial para los solteros que desearan formar una. También le contó que quería... no, que necesitaba volver a ser un médico de verdad, un médico itinerante que viajase por todo el mundo creando clínicas allí donde fueran más necesarias. Algunos lo habían escuchado cortésmente, otros sintieron ganas de colgar el teléfono, y todos rechazaron la oferta. Tyler simplemente se había reído. Según él, su vida era tan maravillosa que no tenía ganas de cambiar nada.
Pedro se inclinó hacia delante y escuchó relatar a Tyler su horrible situación actual.
—Quería tener una verdadera familia. Hijos. Hablé con Amy, pero ella siempre se negó aduciendo que no estaba preparada, que su trabajo como recepcionista era «demasiado importante» para pensar en dejarlo para tener hijos. A ver, ¿qué mujer no querría tener un hogar propio e hijos? Vamos, respóndeme. Una cocina impecable, enrejados llenos de rosas, niños corriendo por la casa. Pero mi esposa...
La mente de Pedro voló hasta Paula. No hacía mucho estaba a punto de casarse con Gonzalo Treeborne. Quería tener una gran boda y un hogar. Y lo habría conseguido si Gonzalo no hubiera sido tan cobarde.
Ahora, el chico se estaba convirtiendo en un gran apoyo para Paula. Todos los días tenía que escuchar las ideas de Gonzalo, los consejos de Gonzalo, los planes de Gonzalo...
Según él, solo quería que ella lo perdonase, pero Pedro sospechaba que hacía todo lo posible por conquistarla. No de forma descarada, sino sutil, con bromas y comentarios sobre una futura línea de productos para Treeborne Foods.
Cada vez le resultaba a Pedro más difícil competir con Gonzalo. Si aceptaba como buenas todas sus sugerencias, si él volvía a viajar, estaba seguro de que perdería a Paula para siempre.
—Y entonces fue cuando me acordé de tu llamada —dijo Tyler—. Hace seis semanas, la idea de dejar mi consulta me hacía reír, pero ahora...
—El sueldo es pésimo —cortó Pedro—. Apenas gano lo suficiente para subsistir, nunca podría mantener a una esposa y menos a unos hijos.
—No importa. Mi hermano es abogado y me ha dicho que cuando termine de... —Tyler tragó saliva— de disolver la sociedad que tengo con mi examigo, dispondré de bastante dinero para vivir diez años sin dar golpe. Ahora solo necesito un lugar tranquilo donde instalarme y trabajar, y tu pequeña ciudad me parece la más tranquila de todo el país.
—Sí, bueno —aceptó Pedro—, pero estamos casi aislados del mundo...
—¿Bromeas? Williamsburg está aquí al lado. Además, esta ciudad cuenta con unos lugares geniales. Reconócelo, es un paraíso.
La noche antes, Paula había dicho casi exactamente lo mismo: que Edilean era un pequeño paraíso.
—¿Cuándo piensas irte? —preguntó Tyler.
—Todavía no. Ahora mismo, yo...
—Vale, ya lo pillo. Quedemos para después de Año Nuevo. Tengo muchas cosas que preparar hasta entonces. —Tyler se levantó y alargó la mano a Pedro—. Entonces ¿trato hecho?
—No lo sé —dudó Pedro.
—Entiendo. Toda mi vida se ha vuelto del revés. ¿Qué tal si hablamos a mediados de enero?
«La fecha en que Paula tiene pensado marcharse, según Ramon», pensó.
—Sí, buena idea.
Los dos hombres se estrecharon la mano. Pedro le preguntó si quería cenar con Paula y con él, pero Tyler declinó la invitación. Conocía a cierta gente de los alrededores y ya lo habían invitado.
Tyler se detuvo en el umbral y miró a su amigo.
—Tengo un buen presentimiento sobre este asunto —dijo, antes de marcharse.
—Pues eres el único —susurró Pedro, dejándose caer en el sillón de su despacho.
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