domingo, 17 de abril de 2016

CAPITULO 29: (TERCERA PARTE)





—Hola —saludó Pedro desde la puerta de la sandwichería.


Paula, de espaldas a él, estaba subiendo y bajando de un pequeño taburete, sacando de las cajas y ordenando lo que Ramon y ella habían comprado. Sonrió automáticamente al oír la familiar voz del médico, pero entonces recordó todo lo pasado y borró la sonrisa de su rostro antes de que él pudiera verla. Cuando se dio media vuelta, no mostraba expresión alguna.


Solo lo había visto sin máscara estando dormido, así que estaba preparada para la intensidad que transmitían sus ojos, de un azul profundo que destacaba todavía más entre sus espesas pestañas negras. Los consideraría hermosos de no ser por su profundidad; los halcones podían aprender un par de cosas de ellos. Por unos segundos comprendió por qué le temía casi toda la ciudad. Después, sin que pudiera evitarlo, en su mente relampaguearon imágenes de los dos en la cama, de sus labios buscándose apasionadamente, de las manos de Pedro tocándola, acariciándola...


Le dio la espalda antes de que pudiera leer sus pensamientos.


—Todavía no hemos abierto, así que no tenemos comida.


—¿Podemos hablar?


Ella aspiró una bocanada de aire y se enfrentó a él.


—Claro. ¿Tienes algo que decir?


—¿Serviría de algo una disculpa?


—No —respondió sinceramente—. Pero dime una cosa, ¿ganaste? Conseguiste vengarte de la mujer que te derramó una jarra de cerveza en la cabeza. ¿Eso te convierte en ganador?


Pedro la contempló atónito.


—¿Eso es lo que piensas?


—Entonces ¿por qué lo hiciste? ¿Qué otra razón tenías para ocultarme tu identidad?


—Me gustabas —confesó, casi avergonzado.


—¿Te gustaba que te limpiara el apartamento y que cocinara para ti?


—No, no es eso —rectificó rápidamente el médico—. Me gustaba que te interesaras por mí, que me escucharas, que me hicieras reír, que... —Hizo una breve pausa—. La primera vez que hablamos por teléfono no sabía quién eras, y aun así te confié cosas que nunca le había contado a nadie. Lamento lo que ocurrió en la autopista, jamás volveré a apartar los ojos de la carretera. Yo...


Rebuscó en el bolsillo de sus pantalones y extrajo un teléfono móvil de última generación que dejó sobre el mostrador. Era un día irracionalmente caluroso, y él vestía unos vaqueros y una camiseta bastante ceñida.


—Te lo debía...


—No me debes nada.


La hostilidad en su voz pareció desconcertarlo y, por un segundo, Paula temió que diera media vuelta y se marchara. Pero no lo hizo. Se quedó mirando y valorando el pequeño restaurante. Ella aún no había tenido tiempo de hacer gran cosa con él.


La noche anterior, cuando Ramon y ella volvieron de su día de compras, él insistió en entrar, incluso en acompañarla escaleras arriba hasta el apartamento, y Paula pronto descubrió el motivo. Durante su ausencia, el pequeño apartamento había sufrido una transformación completa. Ahora contaba con un mobiliario nuevo, aunque de segunda
mano, y algunas alfombras. En el dormitorio habían dejado una cama de caoba con sábanas azules y blancas, y un montón de cojines.


—Ofrendas de culpabilidad —bromeó Ramon. Cualquiera que fuera la razón, la gentileza de la gente de Edilean hizo que Paula sonriera.


Cuando volvió a mirar a Pedro, vio que sus ojos seguían clavados en ella.


—¿Quieres abrir un restaurante? —preguntó él, intentando desesperadamente encontrar un tema menos conflictivo.


—La verdad es que no. —Paula no pensaba mentirle—. Pero parece que la vida toma las decisiones por mí. Tengo trabajo, así que necesito que te vayas.


Pedro permaneció inmóvil unos segundos, indeciso, hasta que decidió contornear el mostrador para acercarse a ella.


Paula aguantó la respiración. Le resultaba extraño sentir tanta familiaridad hacia aquel hombre con el que, por otra parte, nunca había hablado a cara descubierta. Aquella era la primera vez. Pensó que sus ojos ya le habían parecido preciosos tras la máscara y que ahora despertaban cierto hormigueo en su piel.


—No creo que... —empezó a decir, pero él dio un paso atrás.


—Te ayudaré —afirmó decidido, situándose junto a la caja llena de útiles de cocina.


Paula frunció el ceño, mientras él cogía una enorme olla sopera y se la tendía. Sabía que lo mejor era decirle que se fuera, que no quería volver a verlo, pero se sentía incapaz de pronunciar las palabras. Se limitó a subirse al taburete y tomar la olla de sus manos.


—Le he enviado el libro de los Treeborne a un amigo al que le encanta descifrar códigos.


—¿Que has hecho qué?


—Que le he enviado...


—Ya te he oído. ¿Quién te ha dado permiso para hacer algo así? Yo solo quería que se lo enviaras a Gonzalo. Dijiste que... —Se interrumpió al oír el zumbido del móvil de Pedro.


—Perdona, tengo que contestar —se disculpó el médico, sacando el teléfono del bolsillo—. ¿Cuándo?... Diles que no lo muevan y ven a buscarme a la sandwichería de Paula.


Cortó la comunicación y miró a la chica.


—Era Helena. Tengo que irme, se trata de una emergencia. Yo... —Parpadeó unas cuantas veces sin saber qué hacer, hasta que dio un paso, sujetó a Paula por la cintura con ambas manos y la bajó a pulso del taburete—. Vas a venir conmigo.


—No puedo ir contigo —protestó ella.


—Por favor —insistió el médico con voz casi suplicante—. Déjame que intente convencerte de que hice lo que hice sin malicia. Si la primera vez que nos vimos te hubiera dicho quién era, me habrías dado con la puerta en las narices y no habrías querido acompañarme aquella primera noche. Tú... ¡Maldita sea, tengo que irme, es una emergencia! Por favor, Paula, ven conmigo.


Ella estaba segura de que no debía hacerlo, pero sus ojos eran tan persuasivos que no pudo resistirse. Y la verdad era que deseaba ir con él. Un mínimo asentimiento de cabeza hizo que Pedro la cogiera de la mano y la arrastrase hasta la puerta.


Fuera, Helena ya descendía de un Jeep y sus ojos se desorbitaron al ver al médico saliendo del local con Paula firmemente sujeta de la mano.


Dado que el suelo del vehículo era bastante alto, Pedro volvió a sujetar a la chica por la cintura y la alzó por los aires hasta el asiento del conductor. Ella sabía que debía resistirse y decirle que no pensaba acompañarlo, pero la idea de pasarse todo el día ordenando material de cocina la atraía todavía menos y ya sabía que con Pedro presente siempre pasaban cosas emocionantes.


—¿Se supone que conduzco yo? —preguntó.


La mirada de Pedro hizo que pasara las piernas por encima de la palanca del cambio de marchas y se acomodara en el asiento del pasajero.


—No soy Frazier, pero será mejor que te pongas el cinturón.


Paula no tenía la más mínima idea de lo que pretendía insinuar, pero se apresuró a obedecer.


—¡Espera! —exclamó—. No me has dado tiempo a cerrar con llave la puerta de la tienda.


Pedro soltó un bufido, miró a Helena y ella asintió. El médico conectó un interruptor, y una sirena y una destellante luz roja cobraron vida. Cuando apretó el acelerador, el vehículo se lanzó hacia delante.


Paula tuvo que sujetarse a la puerta con una mano y al asiento con la otra. Cuando Pedro esquivó tres coches por milímetros, no pudo reprimir una exclamación de miedo.


—¿Estás bien? —se interesó él, alarmado.


—Sí.


El coche cogió un bache y Paula se sintió impulsada por los aires hasta casi tocar el techo del Jeep. Estaba furiosa con él y tenía derecho a estarlo, pero una idea cruzó por su mente.


—¿Cómo será la tercera cita?


Pedro pensó en Paula llevando un corsé diminuto, en él montando un caballo que no quería obedecer a su jinete y en los dos caminando por una viga de madera de apenas unos centímetros a muchos metros del suelo. Primera cita. Y esta era la segunda.


Giró el volante para esquivar a un perro que cruzaba tranquilamente la calle, y una carcajada empezó a nacer en su garganta. Un segundo después, ambos reían incontroladamente mientras el Jeep enfilaba un camino polvoriento.


—¿Quién...? ¿Dónde? —consiguió balbucear Paula por encima de los quejidos del Jeep, que parecía empeñado en caer en todos los agujeros que encontraba. Apenas conocía Edilean, pero resultaba evidente que estaban saliendo de los límites de la ciudad, adentrándose en los alrededores.


—Campamento Ocho —explicó Pedro—. Parece que un tipo se ha herido jugando con un arco y una flecha... o eso es lo que me ha dicho Bety.


—¿Grave?


—Depende de dónde se haya clavado la flecha. Sujétate bien, esto va a ser duro.


—Justo cuando empezaba a sentirme cómoda —ironizó Paula.


Pedro sonrió sin mirarla.


—¿Lo ves? No aparto los ojos de la carretera, ni siquiera cuando la mujer más bonita que jamás haya conocido me está sonriendo... ¡Ups, lo siento! El camino está en muy mal estado. ¿Todo bien?


—Necesitaré pegamento dental, pero estoy bien. ¡Cuidado con eso! —advirtió, mientras Pedro giraba bruscamente el volante para esquivar un surco de dos metros de largo.


—Le diré a los Frazier que vengan con un bulldozer para arreglar eso. Paula, siento mucho haber estado a punto de atropellarte, de verdad. Estaba mirando mis fichas y oí el crujido de tu teléfono al ser aplastado, pero a ti no te vi. No habría...


—¡Izquierda! —gritó ella—. Eso lo sé, pero ¿por qué hiciste que todo el mundo me mintiera?


—Autoprotección. No he sido muy feliz desde que estoy aquí.


—Ramon dice que eres un monstruo. O casi.


—Ramon traicionaría a su propia madre si eso le permitiera estar contigo.


—Se ha portado como un caballero.


—Como un caballero, vale, pero ¿te ha hablado de su libro? Es mortalmente aburrido.


—No —admitió Paula—. Eso no, pero me ha ofrecido un restaurante gratis durante cuatro meses y pagar el sueldo de los que trabajen en él.


No pudo evitar sentirse complacida ante la mirada de Pedro llena de celos. Bien. Que sufra un poco.






CAPITULO 28: (TERCERA PARTE)






Fue la mejor cita que había tenido en toda su vida. En la universidad —y después— había salido con chicas que esperaban que él, un Treeborne, les ofreciera lo mejor de lo mejor: vino, comida, entretenimiento... Por tanto, lo exigían. 


Quizás esa constante expectación, esa constante exigencia, fue lo que hizo que nunca se tomara en serio a ninguna mujer. Nunca le duraban más de seis meses.


La visita al supermercado con Paula fue muy ilustrativa. 


Había asumido que sería él quien lo pagara todo; más todavía, pensó en decirle que cargara en su cuenta todo lo que quisiera. ¿Sería como esas mujeres de los programas televisivos que solían llenar los carritos de la compra con jamones y pavos? Si lo era y él complacía sus caprichos, puede que acabara tan agradecida que podrían usar el asiento trasero de su coche.


Pero cuando estuvieron en la tienda y él colocó unas frambuesas en el carro, Paula las devolvió rápidamente al estante.


—Demasiado caras —objetó.


—No importa —respondió sonriendo—. Coge lo que quieras, pago yo.


Paula le dirigió una mirada tan fría que hasta sintió cómo enrojecían sus orejas.


—Solo compro lo que puedo permitirme —escupió con los dientes apretados.


Gonzalo se quedó tan desconcertado que solo pudo pestañear.


—¿Por qué no me esperas en el coche? —sugirió la chica tranquilamente, intentando no atraer la atención del resto de clientes.


Era tarde y había poco público, pero todos sentían curiosidad al toparse con un Treeborne.


—Mejor todavía —insistió Paula—. Márchate y ya llamaré a un taxi.


—Dicen que tiene gripe —fue lo único que Gonzalo pudo replicar, refiriéndose al único taxista de la ciudad.


Paula no se rio, se limitó a seguir empujando el carrito hasta que él se interpuso.


—¿Y si prometo portarme bien?


—¿Podrás?


—Seré tu esclavo y te obedeceré en todo.


La chica frunció el ceño y señaló el mostrador de la fruta.


—Entonces coge media docena de limones y una docena de manzanas... No, de esas no. De las pequeñas. ¿Es que no te fijas en los precios?


—No, la verdad es que no —reconoció él, aceptando la bolsa de plástico que le tendía Paula—. Excepto en las joyerías. Ahí suelo tener cuidado. Alguna de esas piedrecitas pueden arruinar a un hombre.


Paula le ofreció la sombra de una sonrisa.


—Sí, a mí suele pasarme a menudo. Coge un par de calabacines.


Cuando Gonzalo dudó, ella se inclinó hacia él para mirar por encima de su hombro.


—¿Te gustan estos?


—No. Esos.


—¿Los amarillos?


—No, los... —Se interrumpió al darse cuenta de que tenía sus senos apoyados en la espalda del chico. Pero Gonzalo se encogió de hombros con tanta inocencia que Paula no tuvo más remedio que sonreír.


Siguieron así durante una hora y media, con Gonzalo haciendo preguntas curiosas sobre artículos que no le importaban un pimiento. Solo quería estar junto a Paula, disfrutar de su voz suave, de su rostro precioso, de su cuerpo escultural. 


Tenía la sensación de que hacía toda una vida que solo oía hablar de negocios, negocios y más negocios.


En la sección de productos congelados tuvo una revelación. 


Había empezado a coger algunos cuando Paula se le acercó y le instruyó sobre la diferencia entre los artículos buenos y los malos. Incluso le explicó que a algunos de los considerados «malos» podían aplicársele intrincados métodos de cocinado que los mejoraban, métodos que los paquetes no se molestaban en explicar. También le explicó que había otros, cuyo sabor era tan horrible que no quería tener nada que ver con ellos.


—De todas formas, prefiero los productos frescos —comentó, y se alejó caminando.


Gonzalo miró las cajas de cartón a través de las puertecitas de cristal que conservaban el frío, y memorizó las que le había señalado la chica.


—¿Cómo sabes tanto sobre... esos productos?


Casi se le había escapado «nuestros» productos.


—Todo el mundo que trabaja para tu familia lo sabe.


—Entonces ¿por qué no lo sabemos nosotros? —insistió atónito, como si pensara que le estaba gastando una broma. La familia Treeborne gastaba una fortuna en investigación para que la gente consumiera sus productos.


—No contratáis a gente de esta ciudad para puestos de responsabilidad, aquellos cuyas opiniones son tenidas en cuenta, ¿recuerdas?


Finalmente la acompañó a su casa e insistió en cargar con la compra hasta la cocina, pero ella se negó. Cuando intentó arrancarle otra cita, Paula se lo sacó de encima diciendo que tenía mucho trabajo pendiente y no podía perder el tiempo en citas. Gonzalo se marchó sin un mísero beso de buenas noches.


Cuando Gonzalo llegó a su mansión, llamó por teléfono al chófer de su padre, que ya estaba durmiendo, y le dijo que se encargara de llenar el depósito de gasolina del coche de Paula.


—Necesito que te encargues de eso antes de las cinco de la mañana.


—Sí, señor.


Gonzalo colgó y tecleó en su ordenador todo lo que Paula le había contado sobre los alimentos congelados. Por la mañana convocó a todos los jefes de departamento y les dijo que había estado investigando Treeborne Foods meses enteros y que sus conclusiones estaban en los folios que les iban a repartir. Dicho lo cual, dio media vuelta y abandonó la sala de reuniones.


Todos los reunidos se quedaron asombrados, con la boca abierta. Hasta entonces, Gonzalo nunca había tenido ninguna iniciativa.


Durante el resto de la semana esperó todos los días a que Paula terminara su jornada de trabajo.


Al principio ella lo ignoró, yendo directamente hacia su destartalado coche y marchándose sin dirigirle ni una sola mirada. Durante varios días intentó los acercamientos habituales: flores, bombones... incluso un brazalete de oro, pero todo le fue devuelto. La octava noche, cuando apareció sin ningún regalo bajo el brazo, por fin logró hablar con ella. 


Mejor dicho, cuando ella aceptó escucharlo.


Unas horas antes, Gonzalo había discutido seriamente con su padre. Por regla general, discutir con Lewis Treeborne consistía en que él gritaba mientras tú permanecías sumiso y con la cabeza agachada.


—Como si fuésemos una manada de lobos —resumió un empleado.


Aquel día, Lewis había vertido sobre su hijo, sin una razón concreta, toda la rabia que bullía en su interior. Gonzalo, simplemente, estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.


Como todos los abusadores, Lewis se sintió mejor después de inocular todo su veneno, pero su víctima, Gonzalo, quedó completamente devastado.


Condujo hasta la ciudad y aparcó en el espacio que ya le era habitual. Apenas se dio cuenta de la llegada de Paula. 


Normalmente, solía preparar un discurso de los motivos por los que debía salir con él, pero esa noche no se le ocurría ninguno. Paula le había dado las buenas noches al pasar en dirección a su coche e intentaba ponerlo en marcha. Cuando miró hacia Gonzalo, lo descubrió apoyado en su coche y mirando absorto la noche.


Salió del coche y le preguntó qué le ocurría.


—Nada —dijo, abriendo la puerta del coche para irse—. Lo siento, esta noche no te he traído ningún regalo, pero... Olvídalo. No pienso molestarte nunca más.


Ya tenía metida una pierna dentro del vehículo cuando ella habló:
—Necesito ir a comprar al supermercado. ¿Te importaría llevarme?


Gonzalo no entendía nada.


—¿Te ha vuelto a fallar tu coche?


—No. —Y pensó cuidadosamente sus siguientes palabras—. Dicen que tu padre y tú habéis tenido una bronca. ¿Quieres que hablemos?


El chico se dejó caer pesadamente en el asiento del conductor.


—¿Es que esta ciudad se entera de todo lo relacionado con los Treeborne?


—Si es público, sí.


No le dijo que, en el restaurante, se comentaba la bronca de Lewis Treeborne a su hijo entre burlas y risotadas. Todo el mundo pensaba que Gonzalo era un pelele mimado y echado a perder. «Es demasiado cobarde para plantarle cara a su viejo», era el consenso general.


Paula creía que probablemente era cierto, pero sabía lo que significaba encontrarse en una situación en la que otra persona tiene el control. Y sabía que no debía involucrarse, dado que aquel chico era un Treeborne, pero también era un ser humano y ahora parecía tan triste que no podía dejarlo solo.


—En la I-40 hay un bar que...


—Lo conozco —cortó él—. Sube.


Ese fue el principio. Por primera vez en su vida, Gonzalo podía tener a una mujer como amiga. En los meses siguientes le contó toda su vida, la relación especial con su madre y cómo lo protegía de su padre. A cambio, Paula le detalló cómo había conseguido mantener a su hermana lejos de las garras de su padrastro.


Esa sensación de compartir un problema familiar los llevó a la amistad, la amistad los llevó al sexo, y el sexo los llevó al amor. Para Gonzalo, aquel fue el mejor verano de su vida. 


Su padre casi nunca estaba en casa y la fábrica la dirigía gente competente, así que pasaba mucho tiempo con Paula.


Al principio, la negativa de la chica a aceptar su dinero resultó ser un problema. Lisa consiguió trabajo en el Dairy Queen y, gracias a ese trabajo y a las propinas, la chica pudo limitarse a dos empleos, que de todas formas le ocupaban la mayor parte del día. Gonzalo empezó a concebir formas ingeniosas de pasarle dinero a la chica: turistas que dejaban veinte dólares de propina, ventas maravillosas que permitían a los jefes de Paula aumentarle el sueldo...


A finales de verano, la economía de la chica había mejorado tanto que podía permitirse pasar días enteros con Gonzalo.


Casi nunca salían de la ciudad, pero no frecuentaban aquellos lugares donde Gonzalo pudiera ser reconocido, aunque eso no le importaba a ella. Solían pasar horas en una destartalada casita de verano, perdida en un rincón de la finca Treeborne. Tenían una barca, un lago y un bosque por el que pasear. Pasaban las tardes leyendo, hablando o simplemente tumbados al sol. Hacían el amor a menudo, siempre tranquilamente, con ternura.


Por primera vez desde que muriera su madre, Gonzalo sintió que alguien se preocupaba de él. No de su dinero, sino de él.


El único borrón en aquel verano fue la certeza de que tenía que casarse con otra. En septiembre intentó hablar con su padre sobre lo que veía como una condena a cadena perpetua, pero Lewis Treeborne no quiso saber nada.


—¡No puedes casarte con esa chica! —exclamó rabioso, antes de calmarse y cambiar su tono de voz a otro de preocupación—. Ahora puedes pensar que la quieres, pero solo porque os ocultáis en el bosque y coméis con los dedos. ¿Cómo te sentirías si tuvieras que llevarla a la ópera? ¿Se dormiría en medio de la obra, o se levantaría aullando y dando patadas al suelo como si asistiera a un partido?


Lewis apoyó una mano en el hombro de su hijo. Un gesto muy raro en él.


—He visto a la chica en cuestión y reconozco que es un bombón, pero es una pueblerina y nunca llegará a más. Créeme, si te casas con alguien así, en seis meses te avergonzarás de que te vean con ella. Todos tus amigos, tan modernos y sofisticados, se reirán tanto de ella que acabará cortándose las venas. ¿Quieres hacerla sufrir así? ¿Esa es tu idea del amor?


Lewis le apretó afectuosamente el hombro y dio media vuelta sonriendo. ¡Maldita sea, qué manipulable era su hijo! Palmer quería casar a su hija drogadicta con «un hombre bueno y limpio», y Gonzalo iba a ser ese hombre le gustase o no.


De ser necesario, Lewis haría que aquella chica desapareciera. Salió de la habitación sin dejar de sonreír.


Tal como había planeado, las palabras de Lewis plantaron su semilla en la mente de su hijo, y este empezó a mirar a Paula bajo una luz distinta. Ella sabía que estaba siendo constantemente juzgada y se preguntó por qué. Se respondió a sí misma que Gonzalo iba a tomar la decisión más importante de su vida y no le extrañaría que fuera la de casarse, así que solía bajar la cabeza y sonrojarse. Había empezado a creer, equivocadamente, que ella era la elegida.


Al final, Gonzalo sucumbió a los deseos de su padre; para enfrentarse a él hacía falta más valor del que tenía. Cierta noche coincidió con Victoria en una cena formal organizada por su padre. Se sentó frente a ella y se fijó en que, por lo menos, sabía usar el cuchillo de pescado correctamente. 


Llevaba un vestido que seguramente costaría el sueldo anual de un trabajador normal, y los diamantes brillaban en sus orejas y sus muñecas. Por la cabeza le pasó una visión fugaz de Paula y él sentados en el suelo de la casita de verano, comiendo costillas a la barbacoa con la cara manchada de salsa, y se preguntó cómo se comportaría la chica en una cena como aquella. ¿Se sentiría confundida con tanto cubierto y tanta cristalería?


Tras esa noche empezó a marcar distancias con Paula, pero intentando que no se notase demasiado. En la que sabía que era su última noche, ya estaba plenamente convencido de que su padre tenía razón, pero parte de él se sentía tan incómodo, tan injusto, que decidió compensarla enseñándole el libro de cocina de los Treeborne. Por lo menos, podría contarles a sus nietos que lo había visto...


Lo que Gonzalo no previó fue lo desgraciado que se sintió tras la ruptura. Cada vez que se encontraba con la mujer con la que iba a casarse para pasar algún tiempo juntos, la comparaba mentalmente con Paula.


Apenas tardó unos cuantos días en comprender que había cometido una enorme equivocación. Fue a casa de Paula, pero su padrastro le informó de que la chica se había marchado de la ciudad.


—¡Subió a su coche y se marchó! —gritó Arnie—. ¿Cómo diablos voy a pagar ahora la casa?


Si Gonzalo no se hubiera encontrado en una situación similar, le habría respondido que se buscara un trabajo.


Ahora, una vez pasado Halloween, Gonzalo odiaba tanto su vida actual que apenas salía de su dormitorio. La última vez que vio a Victoria, esta le había ofrecido lo que llamaba una «línea» de cocaína especialmente buena.


Cuando sonó su teléfono, no tuvo ganas de responder hasta que pensó que podría ser Paula. Pero no era ella, era su padre. Quería que Gonzalo cogiera veinticinco mil dólares de la caja fuerte de su despacho y se los diera al hombre que se presentaría en la casa media hora después.


—Siempre que levantarte de la cama y bajar a mi despacho no suponga demasiado esfuerzo para ti, claro —ironizó el patriarca.


Estaba hastiado de la depresión de su hijo, un estado de ánimo desconocido para él.


Gonzalo colgó el teléfono, bajó de la cama cansinamente y fue hasta el despacho de su padre. La última vez que había estado allí fue con Paula, cuando le enseñó el famoso libro de recetas. Las lágrimas enturbiaron su visión mientras marcaba la combinación de la caja.


Contó el dinero, lo metió en un sobre y lo cerró. Fue entonces cuando volvió a mirar el interior de la caja fuerte y se dio cuenta de que el voluminoso sobre amarillo no estaba allí.


Dejó el sobre encima de la mesa y revolvió el contenido de la caja. No, definitivamente el libro de cocina no estaba allí.
Masajeándose las sienes con la punta de los dedos, Gonzalo intentó recordar dónde y cuándo lo había visto por última vez. Quizá su padre lo había cogido y...


El chico sabía que solo una persona había sacado el libro de la caja fuerte donde permaneciera décadas enteras. Y fue ese día, el último día en que Paula y él hicieron el amor en el suelo del despacho. Tal violación del espacio privado de Lewis Treeborne había elevado a Gonzalo hasta cumbres de placer nunca imaginadas, a la sensación de que por fin estaba desafiando al gran hombre.


Después, condujo a Paula hasta su dormitorio y...


Enterró la cara entre sus manos. Había acompañado a Paula hasta la puerta de salida dejando la caja fuerte abierta. Ella debió de volver a la casa tras su despedida. No quiso ser tan brusco, pero tenía miedo de que su padre volviera a casa y la encontrase allí; no quería que, encima, fuera blanco de las iras de Lewis. Gonzalo se derrumbó sobre el enorme sillón de cuero de su padre. Si perdían el libro de recetas, si sus secretos se hacían públicos, el imperio Treeborne se hundiría.


Se puso en pie, guardó apresuradamente el dinero en la caja fuerte y la cerró. En ese momento solo le preocupaba una cosa: encontrar a Paula Chaves antes de que su padre descubriera que el libro había desaparecido.