viernes, 1 de abril de 2016

CAPITULO 11 (SEGUNDA PARTE)



Juan Layton abrió la puerta de su oficina e hizo una mueca al ver los papeles que se amontonaban en su escritorio. Se preguntó de nuevo qué narices hacía empezando de cero a su edad. El antiguo resentimiento lo abrumó de nuevo. 


Siempre había pensado que se pasaría la vida regentando la tienda de bricolaje que fundó su abuelo. Jamás había considerado que fuera una empresa demasiado ambiciosa ni tampoco había imaginado que alguien pudiera codiciarlo. Sin embargo, después de que su hijo Juan se casara y tuviera hijos, su mujer empezó a ver Bricolaje Layton como una mina de oro, y le quedó muy claro que estaba dispuesta a matar para conseguirlo.


Si no lo ambicionara para el bien de sus nietos, Juan se habría opuesto a ella con uñas y dientes. Sin embargo, no lo intentó siquiera. De hecho, le gustaba que su nuera demostrara esa ambición para asegurarse el futuro de sus hijos.


De modo que cuando su hija, Maria, decidió casarse con un hombre que vivía en el diminuto pueblo de Edilean, situado en Virginia, Juan lo vio como una salida a todo ese embrollo. 


Disponía de ahorros en el banco, así que pensó en usarlos para abrir un nuevo establecimiento en Virginia. Graciela, su nuera, había puesto el grito en el cielo, aduciendo que «no tenía derecho» a llevarse lo que había ganado a lo largo de los años y que debería «dejárselo» a ellos. Lo había dicho como si la muerte de Juan fuera algo inminente. Y esa fue la gota que colmó el vaso para la generosidad de Juan. Sabía que su nuera quería comprar una de esas enormes mansiones emplazadas en eso que llamaban «urbanización privada».


—¿Una urbanización privada? —le había preguntado con sorna la primera vez que escuchó dicho término.


—¡Pues sí! —contestó su nuera con su habitual beligerancia. A menos que estuviera intentando venderle algo a alguien, le gustaba dejar claro que siempre estaba preparada para pelear—. Con un guardia de seguridad en la verja de entrada. Como protección.


—¿Contra qué? —preguntó Juan con el mismo tono de voz que ella—. ¿Contra los fotógrafos que te acosan? ¿Es que quieren una foto de la nuera de Juan Layton?


Cada vez que Graciela y su padre se enzarzaban en una discusión, Juan los dejaba solos. Se negaba a que lo involucraran en sus disputas. Sin embargo, Juan sabía que su hijo quería regentar su propio negocio. En alguna ocasión, Juan se preguntaba si su hijo se había casado con Graciela porque sabía que ella sería capaz de enfrentarse a él. A veces, incluso pensaba que tal vez su hijo había instigado a su mujer para quedarse con el negocio. Bien sabía Dios que Graciela carecía de la inteligencia necesaria para planear cuál era la mejor forma de que su suegro les dejara el negocio..


Una tarde, mientras Graciela lo martirizaba con la idea de vender unas dichosas cortinas en un establecimiento dedicado al bricolaje, recibió un mensaje de texto de un completo desconocido. El tipo aseguraba estar enamorado de Maria y afirmaba que quería casarse con ella, para lo que le preguntaba la forma de conquistarla.


El amor era el último pensamiento en la mente de Juan. 


Entre los gritos de Graciela, el enfurruñamiento de Juan, que los había dejado solos, y enterarse de esa forma de que un desconocido quería casarse con su hija, Juan estalló. Se dejó llevar por un impulso, algo que jamás hacía, y le contestó al tipo preguntándole si en su pueblo existía alguna tienda de bricolaje. Si su preciosa y cariñosa hija iba a mudarse a esa localidad, él también se iría. Estaba a punto de darle a «Enviar» cuando añadió que quería más fotos de esa mujer tan guapa, Lucia Cooper, de quien Maria ya le había enviado algunas y de la que no paraba de hablar maravillas.


En aquel momento, Juan solo pensaba que esa mujer se había convertido en la madre que Maria nunca había tenido. 


La esposa de Juan, el amor de su vida, había muerto cuando Maria era tan solo un bebé. Después de aquello, había estado demasiado ocupado ganándose la vida y criando solo a dos hijos como para pensar en buscar otra mujer. Había salido con algunas de vez en cuando, e incluso tuvo una relación seria, pero a todas les encontraba algún defecto. 


Maria decía que buscaba un clon de su madre, no una persona real, y Juan sabía que su hija tenía razón.


Claro que Maria casi siempre tenía razón. Eso era lo que Juan pensaba, aunque antes muerto que decírselo a ella.


Cuando descubrió que su hija iba a casarse con un médico, supo que estaba a punto de cometer un gran error. Maria había nacido en el seno de una familia de trabajadores. 


¿Cómo iba a arreglárselas siendo la mujer de un médico con ínfulas? Sin embargo, el tal doctor Tomas (así era como lo llamaban) resultó ser un buen tipo. Un tipo excelente. 


Estaba loco por Paula y renunció a un sinfín de cosas con tal de estar con ella.


Gracias a Tomas, Juan pudo abrir su tienda de bricolaje en Edilean. Tomas prácticamente le regaló el viejo edificio. El hecho de que necesitara una renovación completa era lo de menos.


A lo largo de los años, Juan había ayudado a un montón de gente en Nueva Jersey. Si se quedaban sin trabajo, él les buscaba uno. Si necesitaban herramientas para algún trabajo, se las vendía a crédito. Si no podían pagarle, alargaba los plazos todo lo que fuera necesario.


Toda esa gente le pagaba con su fidelidad, comprando en su tienda en vez de hacerlo en alguna franquicia, pero aun así, el negocio iba cuesta abajo. Aunque preferiría la muerte a verse obligado a admitirlo, la idea de Graciela de abrir un departamento de decoración podría haber sido una buena solución.


Y tampoco habría admitido jamás que disponía de menos dinero del que afirmaba tener. Aunque no llegó a mentir, sí que maquilló las cifras.


Maria y él tuvieron una de sus típicas discusiones cuando le informó de que pensaba contratar los servicios de unos albañiles de Nueva Jersey para llevar a cabo las reformas en el edificio. Le dijo que lo hacía porque confiaba en ellos. La verdad era que lo hizo para cobrarse muchos favores. 


Recurrió a gente con la que llevaba años sin hablar. Salvo unas cuantas excepciones, todos aparecieron en el pequeño pueblo y trabajaron unos días gratis. Algunos llevaban tantos años haciendo negocios con Juan que le enviaron a sus nietos. O a sus hijas, un hecho que a Juan no le molestó. 


Porque su hija siempre había trabajado para él.


Casi todos trabajaron gratis. Juan les pagó a algunos de los más jóvenes, pero sus antiguos amigos se negaron a aceptar dinero.


—¿Ves esa sierra? —le preguntó uno de ellos—. En junio hará diecisiete años que me la vendiste. Tus dos hijos la han reparado tantas veces que ya he perdido la cuenta. Supongo que te debo el dinero que me he ahorrado al repararla en vez de comprar una nueva cada vez que se estropeaba.


Juan hizo el trabajo del contratista y se limitó a supervisar a los hombres, que trabajaban a cualquier hora del día o de la noche. Algunos no necesitaban indicaciones, pero otros estaban tan verdes que tuvo que enseñarles por dónde se cogía una clavadora.


Solo tuvo que pagar el material. Las vigas para el techo y la grúa para su instalación habían estado a punto de dejarlo a dos velas.


Pensó muchas veces en tirar la toalla y volver a casa para luchar con Graciela por lo que le pertenecía. Sin embargo, eso implicaba enfrentarse a su hijo y a sus nietos. ¿Qué podía hacer, aparecer en Nueva Jersey y echar abajo el muestrario de cortinas de Graciela? ¿Intentar que el negocio recuperara las ventas que tenía cuando sus hijos eran pequeños?


Era absurdo, sí, aunque lo habría hecho de no ser por lo único que lo frenaba: Lucia.


Lucia, pensó en ese momento, con la vista clavada en los papeles del escritorio. Su vida había acabado girando en torno a ella.


Maria la había conocido cuando alquiló un apartamento en la casa de la señora Wingate. Las tres mujeres conectaron tan bien que todos los mensajes de correo electrónico que Maria le enviaba trataban sobre ellas. Después, descubrió que su hija intentaba encubrir que había conocido a un hombre. 


Sabía que Juan le haría un sinfín de preguntas, de modo que ni siquiera lo había mencionado en sus mensajes.


Maria no sabía que sus mensajes, y las fotos de Lucia, o más bien Lucia, sí, Lucia, habían despertado la curiosidad de su padre. Lucia Cooper le había hecho recordar todo lo que añoraba. En un momento en el que había perdido a su hijo y estaba a punto de perder a su hija y su negocio, Lucia Cooper llenó ese vacío.


Cuando viajó hasta Edilean para ver el edificio que le ofrecía el doctor Tomas, se recordó que la señorita Cooper no lo conocía. No podía saludarla como si ya la conociera gracias a los cientos de fotos suyas que había visto y a todos los datos que le había sonsacado a Maria. Debía mostrarse distante y reservado. Debía hacer de James Bond, se dijo, no interpretar a un tío de Nueva Jersey tan anticuado que se negaba a usar un destornillador eléctrico para poner tornillos.


Una vez que estuvo en Edilean, Maria y Tomas tuvieron una pelea. Ella se marchó a Nueva York y la idea de perderla alteró mucho al doctor Tomas.


Juan se percató de que todo el mundo le ofrecía al médico muestras de simpatía en vez de darle una patada en el culo, que era justo lo que necesitaba. Y fue él quien se la dio. ¡Las palabrotas que salieron de su boca lo dejaron pasmado! Y por eso dejó de pensar que un médico era demasiado pijo para su hija. Estuvo toda una larga noche cantándole las cuarenta al muchacho y dándole un montón de consejos sobre Maria.


Tomas tardó tres días en superar la resaca (mientras que Juan se levantó a las nueve en punto de la mañana) y en comenzar a hacer lo que le habían dicho que necesitaba hacer para que Maria regresara.


Una vez que enderezó a Tomas, Juan localizó la tienda de la señora Wingate y le dijo que quería alquilar un apartamento en su casa. La mujer titubeó.


—Me han dicho que necesita reparar algunas cosas —dijo—. Si quiere, puedo echarles un vistazo.


Eso la convenció y no tardó en darle las indicaciones precisas.


—Llamaré a Lucia para avisarla de su llegada —dijo la señora Wingate, mirándolo de nuevo de arriba abajo.


Juan conocía bien esa mirada. Las mujeres como ella no querían encontrarse a un hombre como él sin previo aviso.


Se tomó su tiempo para conducir desde Chaves Road hasta la vieja casa de la señora Wingate. La idea de conocer a Lucia lo aterraba. Tenía el presentimiento de que iba a gustarle. Pero ¿y si había malinterpretado lo que sabía de ella y en realidad era tan arrogante como la señora Wingate? 


Esa mujer lo había mirado como si fuera un obrero que había usado la entrada equivocada. Si Lucia también lo miraba así...


«Me iré a un motel», se dijo.


La casa era grande, tal como Maria le había contado, y estaba rodeada por un precioso jardín. El edificio necesitaba ciertas reparaciones, pero nada importante.


Sacó su vieja maleta de la camioneta, respiró hondo y se dirigió a la casa. El interior era tan femenino que tuvo la impresión de estar entrando en un harén... sin ser el jeque.


Se detuvo un instante al pie de la escalera y aguzó el oído. 


Tal como Maria le había dicho, escuchó el ruido de una máquina de coser. Un sonido maravilloso para un hombre que se había pasado la vida entre herramientas.


Subió la escalera despacio y cuando llegó al último peldaño, se dio de bruces con una mujer muy guapa que llevaba un montón de vestidos para bebés en los brazos. El golpe fue fuerte. Si no la hubiera agarrado de un brazo, la mujer habría acabado en el suelo después de rebotar contra su torso. Le agradó comprobar que era fuerte, que tenía buenos reflejos y una gran flexibilidad. Se enderezó tan rápido que, de repente, Juan sintió su suave delantera pegada a su torso.


El tiempo pareció detenerse un instante. Se miraron a los ojos y lo supieron. Así, sin más.


—Supongo que eres Juan y necesito tu ayuda —dijo Lucia cuando se apartó de él—. Harry no funciona, la mesa cojea y necesito ayuda para cortar. Deja la maleta aquí y sígueme. 
—Se agachó para recoger los vestidos blancos y Juan aprovechó para admirar su firme y delgada figura. Lucia se detuvo al llegar a una puerta—. Vamos. No tenemos todo el día. —Y con eso desapareció en el interior de la estancia.


Juan se demoró un instante, asaltado por el repentino pensamiento de que su hijo y él tal vez no fueran tan diferentes.


—Adoro a las mujeres mandonas —dijo en voz alta, tras lo cual siguió a Lucia hacia el taller de costura.






CAPITULO 10 (SEGUNDA PARTE)




Pasó una hora, y después dos. Cuando ya habían pasado tres horas, se convenció de que no volvería a verlo en la vida. De modo que cuando Pedro golpeó el cristal de la puerta trasera, dio un respingo antes de regalarle su mejor sonrisa.


Pedro no parecía estar de muy buen humor, una sospecha que quedó confirmada cuando se sentó en uno de los taburetes y preguntó:
—¿Tienes whisky?


Le sirvió una copa de McTarvit, una botella que siempre tenía en casa para sus primos.


Pedro la apuró de un solo trago.


—¿Quieres contármelo? —le preguntó en voz baja. Cuando la miró, vio el dolor reflejado en sus ojos.


—¿Alguna vez has tenido la sensación de que lo que más temes en la vida se está haciendo realidad?


Quería decirle que ella temía convertirse en una empresaria cincuentona sin vida social y, de momento, ese era el camino que llevaba.


—Sí —contestó—. ¿Es lo que crees que te está pasando?


—Es lo que parece creer mi madre.


Esperó a que él le contara algo más, pero guardó silencio. 


Cuando eran niños, Pedro siempre decía lo menos posible, y en ella recaía la tarea de sonsacarle información.


—Bueno, ¿qué vas a hacer mañana?


La miró un momento y sonrió.


—No lo que me gustaría hacer, pero estoy abierto a alternativas.


—¿Qué quiere decir eso de que no puedes hacer lo que te gustaría?


—Nada —contestó él—. ¿Qué haces mañana?


Paula sintió que la opresión del pecho desaparecía. Hasta ese momento había temido que, una vez que hablara con su madre, anunciaría que se marchaba.


—Trabajar —dijo—. Lo que hago todos los días. Tú eres quien tiene otros planes. ¿Te ha dicho tu madre que te vayas del pueblo?


—En realidad, me ha dicho todo lo contrario. ¿Hay algo de comer? Estoy bajo de reservas después de la charla materna.


Paula había estado tan preocupada por la posibilidad de que se marchara que no se había percatado de que tenía la camisa rota y sucia, y de que tenía una hoja en el pelo. Justo como cuando eran niños.


—¿Qué has estado haciendo? —le preguntó mientras abría el frigorífico.


—Un poco de escalada. Tenéis un bonito acantilado en Stirling Point.


—¿Y cómo te has ensuciado tanto subiendo por el sendero?


—No he subido por el sendero —contestó él mientras se acercaba a los armarios y sacaba un par de platos.


Paula se detuvo con un cuenco en las manos.


—Pero es una pared vertical.


Pedro se encogió de hombros.


A Paula no le hizo gracia.


—No tenías cuerdas y estabas solo. Ha sido arriesgado. No vuelvas a hacerlo —le regañó.


—¿O me desmembrarás? —preguntó él, y esa palabra lo llevó a hacer una mueca. Sirvió ensalada de patata en los platos—. Bueno, ¿qué has hecho mientras yo no estaba?


—Intentar moldear cera para que fuera luz de luna.


Pedro la miró con curiosidad.


—¿Qué quiere decir eso?


—Anoche durante la boda, la luz de la luna me pareció tan bonita que me pregunté si podría convertirla en una joya.


—¿Y eso que tiene que ver con la cera? —le preguntó él mientras comenzaba a comer.


Paula se sentó a su lado y aceptó el plato que él le había servido. Se le pasó por la cabeza que David lo había preparado y que tenía que hablarle a Pedro de él, pero no lo hizo.


—Fabrico joyería industrial, fundición a pequeña escala y también a la cera perdida.


—¿La cera perdida? Me suena de haberlo visto en la tele. Era un misterioso método desaparecido a lo largo de los siglos.


Paula resopló con desdén.


—¡Menudos imbéciles! Se llama «a la cera perdida» no porque el proceso se haya perdido, sino porque la cera se funde y se cuela. La cera se pierde en el proceso.


—Vas a tener que enseñármelo. A lo mejor podrías...


—¡Pedro! —exclamó Paula—. Quiero saber qué está pasando. Me dijiste que necesitabas mi ayuda y ahora mismo no pienso darte un curso de joyería.


Pedro titubeó antes de decir:


—Tengo tres semanas.


—¿Tres semanas antes de qué?


—Antes de tener que enfrentarme a mi padre con la noticia de que su mujer quiere el divorcio.


—¿Qué pasará después?


—Una batalla legal —contestó—. Mi padre se opondrá y yo me opondré a él. Será la guerra.


—Pero en cuanto termine, ¿serás libre? —quiso saber ella.


—Sí —respondió—. No sé lo que seré libre de hacer, pero ya no me atará obligación alguna a ellos. Salvo por motivos éticos y morales, y por el cariño, y por...


—Pero ¿qué planes tienes ahora? Para estas tres semanas —precisó Paula.


—A lo mejor capturo un poco de luz de luna para que puedas meterla en cera y perderla.


Paula sonrió.


—Eso estaría bien. Necesito ideas nuevas. Siempre me han inspirado las formas orgánicas y se puede decir que ya he agotado todas las que conozco.


—¿Qué me dices de las flores que solías unir?


—Es la flor del trébol y se consideran malas hierbas.


—Me gustaban —dijo él en voz baja y por un segundo sus miradas se encontraron. Pero después, Pedro se volvió y recogió los platos sucios para meterlos en el lavavajillas.


—Si vas a quedarte aquí durante tres semanas, tenemos que decirle a la gente quién eres.


—¿A la gente? —preguntó él—. ¿A quién te refieres?


Pedro, estamos en un pueblecito. Estoy segura de que todo el mundo está hablando de que Paula recogió a un moreno desconocido y se lo ha llevado a su casa.


—¿Has llamado ya a tu madre? —le preguntó él con una sonrisa.


—La última vez que supe de ella, estaba en Nueva Zelanda, así que las noticias tardarán en llegarle otras veinticuatro horas, o eso espero. Pero mi hermano está aquí. Al igual que mi primo Colin.


—El médico del pueblo y el sheriff. Eres una mujer con muchos contactos.


—¿Qué vas a contarles? ¿Les dirás que Lucia Cooper es tu madre?


—Me ha pedido una semana para contarle a Layton que está casada y que tiene un hijo.


—Si se lo dice así, creerá que tiene un hijo de nueve años.


—¿Cuántos años cree tu madre que tienes? —quiso saber Pedro.


—Cinco —contestó Paula, y los dos se echaron a reír—. ¿Y si contamos la verdad, pero nos callamos que la mujer que cose, Lucia Cooper, es la señora Merritt? Viniste aquí de niño, nos conocimos, has crecido y ahora has vuelto a Edilean para pasar tres semanas de vacaciones.


Los ojos de Pedro se iluminaron.


—Si consigo que mi madre posponga el momento de contarle la verdad a Layton, podría conocerlo antes de que ella le diga quién soy.


—Creo que tenemos un plan —dijo Paula y ambos sonrieron.






CAPITULO 9 (SEGUNDA PARTE)




Paula abrió la puerta que daba a una amplia y aireada estancia, orientada a la parte trasera del edificio y con vistas al bosque. Al igual que la anterior, estaba vacía. Había sido restaurada y el suelo, renovado. Todas las ventanas eran nuevas, algunas incluso aún tenían pegados los plásticos protectores.


—Es genial —dijo Pedro en voz baja—. Realmente genial.


Paula se plantó delante de él.


—Quiero saber qué estás pensando.


Pedro se volvió un momento.


—Cuanto más escucho acerca de Layton, más me preocupo. Has dicho que es capaz de atosigar hasta salirse con la suya. Que...


—No —lo interrumpió—. He dicho que le daría la lata a Maria. Eso es lo que hacen los padres. Dicen que es por nuestro propio bien. Mi madre me da la lata. ¿Es que tu padre no usa todo lo que está a su alcance para que hagas lo que él quiere?


—A todas horas —contestó Pedro—, pero esa no es la cuestión. No sé si conseguiré que mi madre acceda, pero a lo mejor puedo alquilar estas dos estancias para abrir una tienda de deportes. —Y conseguir que alguien las gestionara en su nombre, pensó.


A Paula se le subió el corazón a la garganta. Eso significaba que se quedaría en Edilean. Pero después se le cayó a los pies.


—¡Ah! —exclamó—. Será un montaje. Convencerás a tu madre de que te preste el dinero para fingir que vas a abrir una tienda y así estar cerca del señor Layton.


Pedro se quedó de piedra al escucharla, sobre todo la parte del dinero, pero después recordó el coche que Penny le había comprado. Contarle a Paula la verdad sería hablarle de su padre. Y no quería hacerlo y ver cómo su expresión cambiaba.


—Más o menos —replicó.


Escucharon la puerta de un coche.


—Quédate aquí —dijo Pedro al tiempo que pasaba a la estancia contigua para echar un vistazo a la fachada. Regresó en unos segundos.—Es un hombre. Parece un bloque de piedra con una cabeza pegada encima.


—Es el señor Layton —dijo Paula.


—Un hombre de ese tamaño con mi diminuta madre... —Meneó la cabeza, dio un paso al frente y se detuvo antes de volver a mirarla—. Vámonos —dijo, y la cogió de la mano para echar a correr hacia la puerta trasera.



—No es real —se dijo Paula en voz alta mientras limpiaba la encimera de la cocina—. No es real y no se va a quedar —añadió para asegurarse de que la idea calaba.


Unas cuantas horas antes, Pedro y ella habían salido corriendo por la puerta trasera de lo que sería Bricolaje Layton para refugiarse en el bosque.


—Verá tu coche —le advirtió a Pedro, sin aliento, mientras se apoyaba en el tronco de un árbol y lo miraba.


Pedro era muy grande y muy viril. Aún no podía creerse que el niño en el que tanto había pensado a lo largo de los años se hubiera convertido en ese magnífico espécimen de virilidad. La camisa se le pegaba al torso, tanto que podía adivinar sus músculos. ¿Qué hacía para tener semejante musculatura?, se preguntó. ¿Se pasaba seis horas al día en el gimnasio?


Cuando Pedro la miró, apartó la vista. No quería ver de nuevo esa expresión, la que decía que la veía como a una niña.


—Solo si sale por detrás —replicó Pedro con una sonrisa—. ¡Espera!


Aguzaron el oído y escucharon el sonido de la gravilla al crujir.


—Se va —dijo Pedro—. ¿Volvemos?


Paula echó un vistazo al bosque. Lo que quería era internarse mucho, muchísimo, entre los árboles y...


—¿Paula?


—Ya voy —contestó y recorrió tras él los escasos metros que los separaban de la parte trasera del enorme edificio de ladrillo.


Pedro le abrió la puerta del coche y la cerró antes de ponerse detrás del volante.


—Volvemos por donde hemos venido, ¿no? —preguntó él.


—Pero ahora me toca conducir a mí.


Pedro soltó una carcajada.


—A lo mejor probamos la carretera principal.


—¡Cobarde! —le soltó, y se echaron a reír.


La llevó de vuelta a casa, la acompañó hasta la puerta y se la abrió, pero no la acompañó al interior.


—Tengo que ver a mi madre —le dijo—. Tenemos que hablar de algunas cosas.


—Claro —replicó Paula al entrar en casa. Estaba segura de que en cuanto volviera, Pedro le diría que se marchaba del pueblo, que había sido bonito verla de nuevo.


Su móvil sonó nada más cerrar la puerta.


—¿Me has echado de menos? —le preguntó David.


Habían pasado tantas cosas en el último día y medio que casi no reconoció su voz.


—Claro que sí —contestó—. ¿Y tú?


—Te eché mucho de menos cuando no respondiste mis mensajes.


Paula se apartó el móvil de la oreja y pulsó una tecla. Tenía cuatro mensajes de voz.


—Lo siento —se disculpó—. He estado tan ocupada que no he mirado el móvil.


—Lo sé. Con la boda de los Johnson, ¿no?


«¡Ay, no!», pensó Paula. «Las alianzas. Por favor, por favor, que Carla se haya acordado de hacerlas», suplicó. Echó a andar hacia la puerta del garaje.


—Sí, la boda —confirmó. Encendió la luz. En el banco del trabajo había dos alianzas de oro, con el intrincado grabado bruñido a la perfección. «Gracias», pensó al salir del taller—. ¿Y tú qué te cuentas? ¿Estás muy liado?


—Si hubieras escuchado mis mensajes, aunque no me estoy quejando, por supuesto, sabrías que estoy hasta el cuello. Pero estoy haciendo todo lo posible para escaparme el fin de semana.


Apagó la luz y cerró la puerta.


—¿Cómo?


—¡Paula! —exclamó David—. Me parece que se te ha olvidado. ¿El fin de semana?


—Ah, sí, claro —respondió. Se le había olvidado por completo. Claro que la escapada no había sido idea suya, sino de sus amigos y familiares.


—Hiciste la reserva, ¿no?


Se acercó a su escritorio, situado en un rincón de la cocina, y miró la reserva impresa. Una habitación doble en el bed & breakfast Sweet River, de Janes Creek, Maryland, para las noches del viernes, el sábado y el domingo del fin de semana siguiente. Carla le había dicho que creía que David iba a proponerle matrimonio mientras estaban allí. Desde luego, podría decirse que él se había invitado solito a acompañarla.


«Lo conozco de hace seis meses», había protestado Paula con el ceño fruncido. «Me pidió venir porque quiere alejarse unos días de su empresa.»
«Claro, claro», había replicado Carla. «Se te olvida que conozco a su ex novia. Nunca se tomó un fin de semana libre por ella, y estuvieron juntos más de dos años.»


Paula había dicho que necesitaba... Como no se le había ocurrido una excusa, se había limitado a salir de la estancia.


—¿Paula? —le preguntó David—. ¿Sigues ahí?


—Sí. Es que un antiguo amigo de la infancia ha aparecido de repente y se está quedando en la casita de la piscina.


—Debe de ser una sorpresa muy agradable —dijo David—, pero, Paula, nada de amigos este fin de semana. Te quiero para mí solo. Tú y yo... vamos a jugar.


—Vale —contestó, y tras murmurar unas cuantas cosas más, David dijo que tenía que dejarla, ya que acababan de entregarle más de diez kilos de gambas.


Se metió el móvil en el bolsillo y empezó a recoger la cocina... y a mirar el reloj. No tenía sentido que la pusiera nerviosa el tiempo que Pedro pasara con su madre, pero así era.