jueves, 14 de abril de 2016

CAPITULO 20: (TERCERA PARTE)





«¡Tres horas!», pensó Paula con fastidio. Pedro y ella habían estado bailando y hablando con los invitados a la fiesta durante tres horas, pero le parecían veinte.


Él era mucho mejor que ella congeniando con los invitados. 


Llevando a Paula de la mano, se había dirigido a todo hombre presente en la fiesta, pretextando que intentaba adivinar qué pariente se ocultaba tras el disfraz y así obligarlos a hablar. En su ir y venir tropezaron con varios agentes jóvenes del FBI, por supuesto, y Sophie se dio cuenta de que aquel truco también era una forma de demostrar su credibilidad como testigo. Si señalaba a uno de los agentes como el sospechoso, todo aquel montaje se mostraría inútil... pero ninguna de las voces cuadraba con la que oyó en la casa abandonada.


A las nueve y media, un hombre disfrazado de gladiador —es decir, con poca ropa— la apartó de Pedro para compartir un baile lento.


—¿Cómo va todo? —le preguntó.


No podía verle la cara, pero su áspera voz era inconfundible. Se trataba de Mike.


—Su aspecto es... es... —Tenía un cuerpo extraordinariamente musculado.


—Ni lo mencione. Este disfraz es la idea de Sara de una broma pesada. ¿Ha reconocido alguna voz?


—No. ¿Han encontrado la bomba?


—Sí.


Paula le dedicó una amplia sonrisa.


—Estaba preocupada.


—Todos lo estábamos, pero los perros la han encontrado.


—¿En qué edificio la habían dejado?


—En casa de los Welch, una de las más antiguas de la ciudad. Sara se puso tan furiosa al enterarse que he tenido que mandarla a casa. —Mike giró al compás de la música y la atrajo hacia él—. ¿Cómo os va al doctor y a ti?


Paula buscó a Pedro con la mirada y lo encontró junto al muro exterior, hablando con un hombre disfrazado de Daniel Boone y una mujer vestida de Martha Washington.


—Bien —respondió.


—¿Solo bien?


—Puede que un poco mejor que eso. —Sonrió—. Nos llevamos bien y me infunde confianza. Está convencido de que soy capaz de hacer muchas cosas.


—Algo muy distinto de lo que te pasaba en casa, ¿eh?


Sorprendida, lo miró con el ceño fruncido.


—Sé ver cosas —explicó el detective—. Y te vi el día que llegaste a la ciudad, pero ahora pareces una persona distinta. Tu mirada ha cambiado.


—Me han pasado muchas cosas en poco tiempo —respondió.


—Y supongo que te pasaron muchas más antes de que llegaras aquí, ¿verdad?


La cara de Paula se quedó blanca como la cera. Mike era un detective retirado y tenía contactos con el FBI. ¿Le habrían hablado del robo? ¿La arrestarían en cuanto atraparan al ladrón y terminase la fiesta?


La mirada de Mike era intensa.


—Me refiero al incidente de la cerveza —añadió en voz baja.


—¿De la cerveza? —Tuvo que recurrir a su memoria para saber de qué estaba hablando—. Oh, eso. El incidente de la cerveza.


Se sintió tan aliviada de que no fuera un asunto más serio, que se relajó instantáneamente.


—Paula, si en algún momento necesitas ayuda legal, personal, del tipo que sea, dímelo. Nada me sorprende ya.


—¿Qué es lo que no te sorprende? —preguntó Pedro, apareciendo de improviso.


—Paula tuvo algunos problemas poco antes de llegar a Edilean. Puede que hayas oído hablar de un loco que casi la atropella, aunque luego se vengó de él derramándole una jarra de cerveza en la cabeza.


—Sí, sí... algo he oído... —balbuceó el médico.


—¿Habéis visto a Facundo? —preguntó Paula—. Aquella noche estaba con ese hombre en el restaurante, así que sabe quién es y quiero preguntárselo.


—Y él no te mentirá, no como otros —apuntó Mike, con apenas disimulada alegría—. No he visto al predicador, pero Ramon también lo vio todo y anda por ahí disfrazado de vikingo. Sara tuvo que pedir los cuernos del casco a Texas. Seguro que a Ramon le encantará decirte quién fue el hombre que casi te mató y después huyó. Y, Paula, si cuando sepas quién es quieres denunciarlo, házmelo saber. Puedo tramitar la denuncia... ¿Qué te pasa, Pedro? Tienes mala cara. Será mejor que no sigas bebiendo. ¡Oh, perdonad! Tengo que irme, Ames me está llamando.


—Es un buen hombre —comentó Paula, dedicándole una sonrisa mientras se alejaba.


—Tiene un sentido del humor bastante retorcido —masculló un nervioso Pedro, sujetándola de la mano y arrastrándola hasta la pista de baile.


—¿Por qué dices eso? A mí me parece...


—Vamos a charlar con ese hombre disfrazado de hobbit.


—Antes quiero hablar con Roman.


—Ramon —rectificó Pedro, arrastrándola al extremo opuesto de la sala—. Ramon es aburrido e intentará conquistarte.


A Paula no le gustó aquella actitud, ella no era de su propiedad, y dio un tirón para liberar su mano.


—Y a mí me parece bien porque no estoy comprometida con nadie —protestó, furiosa.


Pedro se quedó de piedra.


—Si piensas así es que no comprendes cómo son las ciudades pequeñas. Mi madre prácticamente nos ha reservado la iglesia.


La respuesta le pareció tan absurda a Paula que tardó unos segundos en reaccionar.


—¿Puedo al menos elegir mi vestido de novia?


—Sí. Y el dibujo de tu vajilla de porcelana. Pero Edilean se encarga de todo lo demás.


—¿Y quién elegirá la máscara que llevarás puesta?


Pedro dejó escapar una carcajada.


—¡Qué importa! ¿Quién me mirará a mí, llevando a mi lado a una preciosidad como tú?


Paula no podía superar aquello y se dio por vencida.


—De acuerdo, Ramon el Vikingo no entra en la competición. Vamos a hablar con el hobbit. Pero te lo advierto, un gladiador más y vuelvo a casa en caballo.


—Un gladiador o un vikingo más, y te obligaré a subir conmigo al caballo y nos iremos juntos de aquí. ¡Malditos parientes!


Tras él, Paula sonrió.


Pasó otra hora. Ella estaba cansada y quería dejar la fiesta. 


La mitad de los invitados había vuelto a sus casas, casi todos ajenos a lo ocurrido. Dado que eran más de las diez y no se había producido ninguna explosión, el ladrón tenía que ser consciente de que su plan no había funcionado.


—Seguro que ya se ha marchado —comentó Paula. Se mantenía a un lado con Pedro, contemplando a las pocas parejas que quedaban.


—Mike dice que han interrogado a los dos cómplices y no saben dónde trabaja ese tal Pete en Edilean. Ni siquiera están seguros de que ese sea su verdadero nombre y, desde luego, no están dispuestos a identificarlo. Dicen que... —Hizo una pausa, desalentado.


—¿Qué? ¿Qué dicen?


—Que no saben nada de una bomba y que, si alguien asegura lo contrario, es un mentiroso y en un juicio sería su palabra contra la suya. Lo siento.


Paula apartó la mirada. Una vez se hiciera público el robo del libro de recetas de los Treeborne, su credibilidad se esfumaría. Un juez nunca admitiría una identificación suya.


—Voy un momento al baño —suspiró, dando media vuelta y alejándose.


Una vez en el cuarto de baño tuvo que reprimir las ganas de llorar. Desde que llegara a Edilean, casi todo había sido mágico. El mundo exterior estaba lleno de hombres como Gonzalo y el que casi la atropelló, pero al cruzar la frontera de la ciudad todo cambió. Entró encantada en Brigadoon, alias Edilean, donde todos eran abiertos, agradables y honrados. Las tres empleadas del doctor Pedro la recibieron calurosamente, y no solo se ofrecieron a llenarle la nevera, sino que compraron los cojines para el sofá del doctor. Y todo por ella, por una «recién llegada».


En cuanto a Pedro... no sabría por dónde empezar. Era el hombre más dulce, más amable, más... bueno, más heroico que había conocido nunca. Nada retorcido, nada mentiroso, sin segundas intenciones. Solo honradez y... y besos.


Lo que casi hacía llorar a Paula era que ella era todo lo contrario. Una mentirosa y una ladrona. Había robado un libro que era la esencia... no, la columna vertebral en la que se asentaba una importantísima compañía de alimentación.


Prácticamente toda su ciudad natal trabajaba para Treeborne Foods. ¿Los habría dejado sin trabajo?


Apoyó las manos en la pila del lavabo e hizo un esfuerzo sobrehumano para contener las lágrimas. Cuando la puerta se abrió logró erguirse rápidamente y apoderarse de una toallita de papel para disimular, antes de que entrara la mujer disfrazada de Martha Washington. Dedicando apenas un fugaz vistazo a Paula, se dirigió rápidamente a uno de los reservados con taza y cerró la puerta.


Paula abrió el pequeño bolso de mano que colgaba de su muñeca y empezó a retocarse el maquillaje. Mientras se pintaba los labios miró por el espejo al reservado donde se había encerrado la mujer. ¿Habría oído sus sollozos? La puerta no llegaba hasta el suelo y, sorprendida, vio la parte trasera de los zapatos de la mujer, por lo que se dio cuenta inmediatamente de que no se había sentado, sino que permanecía de pie.


Paula hizo todo lo posible por conservar la calma. Guardó lentamente el pintalabios en el bolso y esperó, pero la mujer —el hombre— no apareció.


Salió del cuarto de baño y se quedó junto a la puerta, fingiendo que buscaba algo dentro de su bolso. Minutos después salió la persona que estaba dentro y volvió a mirar a Paula, pero esta vez sus ojos se recrearon demasiado en su escote. Bajo el espeso maquillaje creyó entrever lo que parecía una leve sombra de barba. La siguió hasta el vestíbulo y, cuando entraron en el salón de baile, Paula buscó algún rostro familiar. Mike no estaba lejos. Atrajo su atención y señaló la espalda de Martha Washington.


Después, todo sucedió muy deprisa. Pedro apareció de la nada, pasó su brazo por la cintura de Paula y la sacó del edificio. Su trabajo había terminado y él no quería que siguiera allí.





CAPITULO 19: (TERCERA PARTE)




Ya no llovía, pero tampoco lucía el sol, y el ambiente era gris y neblinoso. Pedro le dio un rápido beso en la mejilla, retuvo su mano un instante más, y se marchó.


Paula hacía todo lo posible por parecer tranquila, pero con poco éxito. Sara Newland era muy amable con ella, como todas las personas a las que había sido presentada, pero seguía aterrorizada. Una docena de chicas, todas de una edad parecida a la suya, entraban y salían de la habitación en la que Sara estaba ajustando el vestido de Paula. Eran tantas que se sentía incapaz de relacionar los nombres con los rostros: Tess, Jocelyn, Gemma, Ariel...


Hacía horas que Pedro se había marchado y que ella narrara su historia. Varias veces. Un atractivo agente del FBI, Jefferson Ames, había pasado media hora a su lado repasando una y otra vez los hechos.


—Creemos que esos tipos atracaron un banco en Baltimore hace tres años. Desde entonces han mantenido un perfil bajo y no han puesto el dinero en circulación. Suponemos que su jefe se oculta cerca de aquí y hemos cercado Edilean —explicó Ames—. Ahora, cuénteme otra vez cómo son sus zapatos.


Mantuvieron tan ocupada a Paula, respondiendo repetidamente a las mismas preguntas, que prácticamente no había prestado atención al vestido que le ofreció Sara. 


Era de seda verde, con un escote bajo y cuadrado, de talle alto y ceñido bajo los senos. Una fina gasa color ciruela cruzaba su hombro izquierdo. Paula dejó de responder a las preguntas de Ames cuando Sara le colocó un collar en el cuello. Era grande y pesado.


Paula lo palpó unos segundos, pidió disculpas y se acercó a un espejo.


—¿Esto es...? ¿Estos son...?


—Rubíes engarzados en oro —explicó Sara—. Perteneció a una de mis antepasadas, una de las fundadoras de Edilean. Lo encontramos en una habitación secreta de esta misma casa.


Paula admiró el collar en el espejo. Era de una belleza intemporal que resultaba deslumbrante. Se giró para encarar al agente del FBI.


—¿Es esto lo que están buscando los ladrones?


—Lo que quieren robar, sí. Las piezas son tan únicas que resulta difícil venderlas, así que suponemos que las fundirán. Pero las piedras, aunque necesiten ser talladas de nuevo, son de una calidad superior.


La artista que había en Paula sintió náuseas ante la idea de que algo tan antiguo, tan hermoso, fuera a ser fundido para vender el oro a peso. La posibilidad de impedir que se perdiera algo tan valioso, artísticamente hablando, le infundió valor.


—Dígame qué puedo hacer para ayudarlo —dijo, resuelta.


Pedro no regresó hasta las siete, y Paula se alegró tanto al verlo que tuvo que contenerse para no abrazarlo. Se había cambiado y ahora llevaba traje, pero de un estilo que le hubiera cuadrado al Darcy de Jane Austen. Se ajustaba perfectamente a su cuerpo, resaltando sus musculosas piernas y su esbelta figura.


Permaneció expectante, estudiando su amplia espalda, hasta que se dio la vuelta. Como antes, llevaba un antifaz que le cubría media frente, los ojos y la nariz, pero dejaba al descubierto sus carnosos labios.


Él no dijo ni una palabra. Cruzó la sala, la cogió de la mano y la llevó a un dormitorio. Una vez solos se miraron con ojos interrogantes hasta que Pedro abrió los brazos y ella se refugió en ellos. Se abrazaron intensamente.


—Dime qué estás pensando —susurró Pedro.


—Que no saben lo cobarde que puedo llegar a ser. No dejan de repetirme que he sido muy valiente, pero no es verdad. Siento ganas de esconderme debajo de la cama y no salir hasta que todo haya terminado.


—Yo también —confesó él.


—¿Tú? Pero... —Se alejó de él para poder contemplarlo mejor. Sus ojos brillaban tanto que no podía resistirlos—. ¡A ti te encanta todo esto! Te permite salir de ese apartamento que tanto odias y de esa consulta que te esclaviza, y tú...


Pedro la besó. Fue un beso rápido, familiar. Dejó que se sentase en la cama, antes de dirigirse hacia una bandeja con sándwiches de pavo.


—¿Son tuyos?


—Sí —confirmó. Había estado demasiado nerviosa para comer nada.


Pedro le dio un pequeño mordisco al sándwich.


—¿Cuánto te han contado?


—No mucho —reconoció Paula, mientras él se sentaba a su lado—. Yo he contestado todas sus preguntas, pero ellos no han respondido ni una sola de las mías.


—Algún día, Mike y tú tendríais que hablar del FBI. Seguro que estaríais de acuerdo.


Entre bocado y bocado, Pedro le contó lo que habían estado haciendo y la trampa que le preparaban al «enemigo». Con el campo de entrenamiento del FBI tan cerca de allí, no les faltaban voluntarios que vestir con los disfraces que los parientes del médico pensaban llevar en la fiesta.


—Y de esta manera poder vigilar las joyas —añadió Paula—. ¿Quieres algo de beber?


—Cerveza.


La chica solo tardó unos segundos en ir hasta la cocina y volver con una botella de cerveza, muy consciente de que todos —policías, FBI y parientes de Pedro— dejaban de hablar y centraban su atención en ella.


—Soy la friki del día —comentó al llegar al dormitorio y darle la cerveza al médico.


—A mí me parece que se están preguntando cuándo vas a asesinarme.


—¿Por qué? ¿Por hacerme caminar por aquella viga o por llevarme a una casa abandonada llena de ladrones armados hasta los dientes?


Pedro dio un largo trago de cerveza sin responder.


—Hay algo que me preocupa —siguió Paula—. Si ese hombre hace años que vive en Edilean, ¿no conocerá a muchos de los asistentes a la fiesta? ¿No sospechará cuando vea a tanta gente que no pertenece a la familia?


—Por eso nos encargaremos de que la mayoría de los que acudan no sepa lo que está pasando.


—Pero ¿eso no es...? —Calló, consciente de no querer abundar en lo obvio.


—¿Peligroso? —apuntó Pedro—. Sí, pero para ti será peor. Si esos hombres sospechan siquiera que puedes identificarlos... No, no quiero que pienses en eso, Paula.


Dejó a un lado el plato y la botella vacíos, apoyó las manos en la cama y retrocedió hasta apoyarse en el cabezal. 


Cuando levantó un brazo, pareció algo natural que Paula se deslizara bajo él y apoyara la cabeza en su pecho.


—Tendrás que hablar con todos los hombres de la fiesta —dijo Pedro—. Solo tú puedes identificar su voz.


—Tú también oíste a los otros dos. Incluso los viste.


—Jeff Ames dice que se encargarán de ellos. Sabemos que llevarán disfraces que los cubrirán por completo.


—Y con un pelaje que pica.


—Exacto —corroboró el médico—. Los agentes del FBI también llevarán disfraces para que el jefe de la banda crea que todo discurre según su plan. Jeff me dijo que tendré que identificarlos en cuanto los pillen, aunque eso signifique dejarte sola. Ya te imaginas dónde le dije que podía meterse su plan.


La miró fijamente y movió su mano libre para acariciarle suavemente la cara.


—Me sigue sorprendiendo lo preciosa que eres. En cuanto terminemos con esto...


Se inclinó para besarla, pero Paula lo detuvo.


—Creo que ya es hora de que te quites la máscara —susurró, alargando las manos para desatar el lazo anudado en su nuca.


Pedro reaccionó instintivamente, y medio segundo después ya estaba de pie junto a la cama.


—Será... será mejor que vaya a... er, a revisarlo todo.
Y abandonó rápidamente el dormitorio.


Paula se quedó en la cama, mirando desconcertada la puerta cerrada. Estaba empezando a pensar que algo malo le pasaba a su rostro. Quizá resultó herido en alguno de sus arriesgados rescates, quizá lo tenía lleno de cicatrices. Incluso entraba dentro de lo posible que esa fuera la causa de que quisiera marcharse de Edilean, para no verse señalado constantemente por la gente que cuchicheaba a sus espaldas. Quizá por eso prefería vivir en países del 
Tercer Mundo donde encajaba mejor, donde su cara desfigurada y sus cicatrices daban menos que hablar.


O quizá solo le gustaba andar por ahí enmascarado una vez al año. Paula se levantó de la cama, alisó su vestido de seda y se dirigió al comedor. El espectáculo debía continuar.




CAPITULO 18: (TERCERA PARTE)




—Nos marcharemos cuando yo lo diga —dijo la nueva voz—. Tomad, dejad esto en la mesa.


Paula oyó algo pesado impactar contra la superficie de madera.


—¿Qué diablos es esto? —preguntó el más delgado. A aquellas alturas, ya podía reconocer la voz de los dos primeros.


—¿Tanto te cuesta reconocer unos disfraces de Halloween? —se burló el segundo.


—¿Qué pretendes? ¿Que nos recorramos las calles robándoles los caramelos a los niños? Me encanta la idea.


—¡Cierra el pico! —ordenó el recién llegado, que parecía más inteligente que los dos primeros—. Vamos a asistir a una fiesta.


—¡¿Qué?! —exclamaron sus dos socios al unísono.


—Comprendo vuestra falta de aptitudes sociales, por eso he traído unas máscaras que os ocultarán completamente la cara.


—No quiero ir a ninguna fiesta. Solo quiero largarme de este maldito lugar dejado de la mano de Dios.


—¡Harás lo que yo diga! —sentenció el tercer hombre—. ¡La gente de Edilean es rica! Las mujeres tienen joyas centenarias, y en esta fiesta las sacan de las cajas de seguridad de los bancos para lucirlas en público. Es la fiesta más esnob del mundo. Para poder asistir a ella tienes que ser un pariente cercano, no confían en nadie más. Llevo varios años viviendo aquí y lo sé, nunca he conseguido que me inviten.


Hizo una pausa, como si seguir con aquel argumento lo sacara de quicio. Cuando siguió, lo hizo más tranquilo.


—Me he encargado de que esta noche haya tres plazas libres, plazas que ocuparemos nosotros. Diremos que somos primos, son cientos, y no todos se conocen. Mientras permanezcamos allí, nos limitaremos a disfrutar de la fiesta. Pasearemos y comeremos, pero sin hablar con nadie, ¿de acuerdo?


Paula no escuchó ninguna respuesta, así que supuso que simplemente habían asentido con la cabeza. Y con la radio apagada temía moverse, ya no podía contar con que su estrépito cubriera cualquier ruido.


—A las diez de la noche se producirá una situación de emergencia —añadió el recién llegado—. Y yo...


—¿Qué clase de emergencia?


—Un incendio. He preparado una bomba para que explote en un momento concreto. Uno de sus preciosos edificios estallará en llamas, y los hombres acudirán en masa para apagar el fuego, nosotros incluidos.


—¿Con las joyas? —preguntó uno de sus secuaces.


—¡No, estúpido! Esta ciudad es como la de los cuentos de hadas. Los hombres se movilizarán para combatir el fuego, pero las mujeres se quedarán en la cocina, preparándoles comiditas para cuando vuelvan.


El silencio se enseñoreó de la sala, y ella tuvo la impresión de que los dos cómplices no entendían nada de lo que el otro les había dicho.


—Nosotros volveremos sobre nuestros pasos y nos apoderaremos de las joyas. Iremos armados y obligaremos a las mujeres a que nos las entreguen, las meteremos en una bolsa y nos largaremos. Gracias a las máscaras, no sabrán quiénes somos. El lunes volveré al trabajo y fingiré estar tan escandalizado por el robo como todos los demás.


—¿Y nosotros?


—Tras el robo os daré un mapa indicando el lugar donde os reuniréis con alguien que se encargará de todo. ¿Alguna pregunta más?


El silencio volvió a reinar unos segundos, hasta que los dos primeros hombres empezaron a hablar a la vez. El primero protestaba porque no le gustaba su disfraz, ya que la piel que habían escogido para él daba la impresión de picar mucho.


—Podrás rascarte cuando te lo quites.


El otro aseguraba que la máscara le impedía ver bien.


—No necesitas ver bien. Empuña la pistola y amenaza a las mujeres con ella. Ese es todo tu cometido.


Paula le dio la espalda a la puerta del armario y se apoyó en ella. Aquello era serio, muy serio. Horrible. Querían provocar un incendio en la preciosa Edilean. Iban a robar unas joyas que podían catalogarse de antigüedades. 


Empuñarían armas unos hombres que ni siquiera podían ver lo que estaban haciendo...


Tenía que salir de allí. ¿Cómo si no podría identificar al organizador de todo aquello? Solo sabía que vivía en Edilean y que planeaba acudir a su trabajo como si nada hubiera pasado. ¿Cómo localizar a alguien con tan pocos datos?


Miró hacia la puerta, allí donde un pequeño cristal esmerilado decoraba la parte superior. Aunque apilara la ropa del armario para encaramarse, no lograría ver nada. 


Cuando escuchó pasos acercándose en su dirección, contuvo el aliento. ¿Iban a abrir la puerta y descubrirla?


Pero los pasos se detuvieron.


—Despejad la mesa —dijo la voz del ideólogo del robo—. Tengo los planos del ayuntamiento.


—¿Para qué los necesitamos?


—Porque es el lugar donde se celebrará la fiesta. Uno de vosotros subirá por las escaleras poco antes de las diez y esperará a que estalle la bomba. No quiero que haya mujeres o niños merodeando por allí, y puedan esconderse cuando llegue nuestro momento. De ser así, tú te encargarás de hacerlos bajar, ¿entendido?


Paula se tumbó en el suelo para intentar ver algo a través del mínimo espacio existente entre la puerta y el marco. 


Sabía que no sería mucho, pero quizá pudiera captar algún detalle útil.


Solo pudo vislumbrar el calzado de los hombres. Uno de los dos primeros llevaba zapatillas de deporte, y el otro tenía unas botas viejas y muy estropeadas. El tercero calzaba unos mocasines muy caros, y se fijó en que tenía los pies pequeños.


Seguía tumbada cuando de repente oyó un golpe. Se puso rápidamente en pie, se acurrucó en la chaqueta que se había puesto minutos antes y volvió a esperar.


Oyó los pasos de los tres hombres recorriendo toda la sala.


—¿Qué es eso? —preguntó uno de ellos.


Paula apoyó la oreja en la puerta y oyó unos golpecitos apagados.


—¡Nueces! —gritó el cabecilla—. Alguien está tirando nueces por la chimenea.


—¿Quién puede estar haciendo eso?


—¡Ardillas! Pueden ser ardillas o niños gastando una broma de Halloween. ¿Cómo he podido aliarme con idiotas como vosotros? Apagad las luces y seguidme afuera. Les daremos una lección que no olvidarán en su vida.


—¡Pedro! ¡Es Pedro! —susurró Sophie, alarmada.


Tras oír pasos a la carrera y la puerta principal al cerrarse, salió rápidamente del armario. El interior de la casa estaba muy oscuro y tuvo que recurrir a la memoria para localizar la puerta. Tardó unos segundos en salir al exterior, y suspiró aliviada al ver que ya no llovía.


Mientras corría hacia el cobertizo, no se molestó en mirar atrás para saber dónde estaban los hombres o si la habían visto. Al llegar a la parte posterior del edificio descubrió que la yegua seguía allí tranquila, impasible, ajena a todo. 


Entonces se fijó en la silla de montar colocada sobre la cerca. «Genial —pensó—. Tendré que montar a pelo.»


Su infancia no incluía clases de equitación sin silla, y mucho menos huir de unos criminales cabalgando campo a través sujeta a la crin de un caballo.


—Tranquila, chica, tranquila —susurró suavemente, avanzando hacia el animal—. Tenemos que buscar a Pedro y salir de aquí. Por favor, no te encabrites como hacías con él, ¿vale? Porfi, porfi.


La yegua se comportó dócilmente mientras trepaba por la verja y conseguía pasar una pierna por encima de su grupa.


 Apenas se había sentado cuando se dio cuenta de que el bocado y las riendas estaban en el suelo, frente a ella. 


Mientras se deslizaba por el flanco del animal maldiciendo entre dientes su imprevisión, el faldón de la chaqueta que se había puesto en el armario quedó enganchado en uno de los tablones. Se deshizo de ella con rabia, recogió las riendas, aspiró profundamente para reunir aire y valor al mismo tiempo, y volvió a montar en la yegua.


Su experiencia con la equitación se limitaba a las películas que viera en televisión, así que chasqueó la lengua y clavó los talones en los flancos del animal para obligarlo a moverse. Este abandonó la cálida comodidad del pesebre con una lentitud enloquecedora y se aventuró en el frío aire nocturno.


La luz era escasa, pero Paula sabía dónde se encontraban los supuestos ladrones gracias a sus insultos y juramentos.


Quedaban a su izquierda, así que giró a la derecha, intentando acelerar la marcha. Por lo que recordaba, árboles y matorrales le bloquearían el camino un poco más adelante.


—¡Mataré a esos críos! —rugió uno de los hombres. Estaban tan concentrados en el tejado que ni vieron ni oyeron a Paula y su montura alejarse de ellos.


Pedro sí. Cuando Paula llegó a la esquina más lejana de la casa, el médico estaba esperándola al borde del tejado, en cuclillas.


—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó.


—Oh, se les antojó una taza de té y tuve que prepararlo —replicó, exasperada.


Pedro saltó al vacío. Los ojos de Paula se desorbitaron al verlo volar desde el tejado hasta caer sobre el caballo tras ella. A duras penas consiguió contener al animal hasta que Pedro logró afianzarse. Cuando lo oyó gemir de dolor, se giró para mirarlo.


—¿Estás bien?


—Sí. Aunque creo que ya no podré tener hijos.


—Al menos deberías intentarlo.


Pedro se le escapó una mezcla de risa y gruñido, pero alargó los brazos y tomó las riendas antes de urgir a su montura.


Esta trotó lenta y silenciosamente hasta que penetraron en el bosque.


—No podía volver —comentó Pedro a modo de disculpa—. No debí...


—Los he oído planear un robo esta noche en la fiesta McTern —lo interrumpió Paula. Sentía el endurecido cuerpo del médico presionando su espalda.


—Cuéntamelo todo.


Y ella le explicó lo que había escuchado, tan rápida y sucintamente como fue capaz.


—¿No pudiste ver la cara de ese hombre?


—No, solo sus zapatos —lamentó Paula, explicándole lo estrecha que era la ranura entre la puerta y el suelo.


—Lista y guapa —aprobó Pedro, dándole un beso en la nuca—. Te llevaré a casa de Sara. Su marido, Mike, es un exdetective y querrá todos los detalles que le puedas proporcionar. Yo iré a buscar a Colin, el sheriff.


—¿Crees que seréis capaces de encontrar la bomba?


—Colin movilizará a mucha gente.


La idea de un montón de habitantes de Edilean buscando contra reloj un artefacto incendiario hizo que la chica se estremeciera.


—Pero si no consiguen encontrarla, cuando se acerque la hora dejarán de buscar, ¿verdad? Eso lo tendrán claro, ¿no?


—Sí —la tranquilizó él, esbozando una sonrisa—. Nos aseguraremos de poner a todo el mundo a salvo. Supongo que Mike mezclará algunos agentes encubiertos entre los invitados a la fiesta de esta noche. En cuanto a ti, me gustaría que te quedaras en casa, que no fueras a la fiesta para no correr riesgos. Me gustaría que...


—Conozco su voz —cortó Paula—. No le vi la cara, pero sí los zapatos y oí su voz. Soy la única que puede identificarlo.


—Pero... No puedes... —Pedro no supo qué más decir, aunque apremió a su montura.


Cuando alcanzaron la carretera aumentó el galope hasta que finalmente llegaron a una casa que parecía muy antigua. Se notaba que habían intentado renovarla, pero los años le seguían pesando. Pedro no se apresuró a apearse de la yegua, sino que retuvo a la chica unos segundos, pecho contra espalda.


—Tienes muy buen aspecto sin la máscara —dijo apreciativamente—. Incluso eres más guapa sin ella, aunque parezca imposible.


—¿Y tú? ¿Qué aspecto tienes bajo la máscara?


—Si me la quito, mi cuerpo se partirá por la mitad. Paula...


—¿Sí?


—Esta noche has estado estupenda. No conozco a nadie tan valiente como tú. Has caminado por una viga de madera a muchos metros de altura, y tu salto hasta la escalera de hierro fue maravilloso. Siento haberte dejado sola en el armario, pero no encontré una forma de volver sin ponerte en peligro...


—No importa, de verdad —respondió, sintiendo un poco de lástima por él—. Si no me hubiera quedado allí, tampoco me habría enterado de su plan.


—Eso es verdad —aceptó Pedro—. Por otra parte, ahora no tendríamos que enfrentarnos a una panda de locos armados con pistolas. Ojalá hubiera podido asustarlos de alguna manera.


Girándose, Paula le puso las manos en los hombros y lo miró directamente a los ojos.


—Hiciste lo correcto —le aseguró—. Si los hubieras atacado, podrían haberte disparado.


—Pero la ciudad no estaría en peligro.


«Así piensan los verdaderos héroes —pensó Paula—. Anteponen a los demás por encima de sí mismos.»


Se miraron a los ojos, y se habrían besado de no ser porque la puerta de la casa se abrió bruscamente. Un hombre apareció en el umbral. Era delgado, pero su forma de moverse hacía que no pasara desapercibido.


—¿Pensáis quedaros ahí toda la noche? —preguntó con voz áspera.


Pedro descabalgó y alargó los brazos hacia la chica, que se deslizó fácilmente hasta ellos.


—Paula, este es Mike. —Intercambiaron un movimiento de cabeza a modo de saludo—. Oye, ¿puedes prestarme tu coche? Tengo que ir a ver a Colin para organizar un grupo de búsqueda.


Mike se alarmó de inmediato.


—¿Quién ha desaparecido?


—Nadie, pero han escondido una bomba en la ciudad. Paula sabe los detalles, ella te los contará.


Mientras Mike abría un poco más la puerta para dejar pasar a la chica, le lanzó las llaves de su coche a Pedro. Paula se dirigió hacia la casa, pero el médico le cogió la mano y la retuvo.


—Esta noche tendrás cuidado, ¿verdad?


—Ya has comprobado que no soy una gatita miedosa.


—He comprobado que solo hay que decirte que no hagas algo para que frunzas el ceño y lo hagas. Haz una excepción esta noche, ¿vale? Quédate a mi lado y, en cuanto identifiques a ese tipo, mantente al margen. ¿De acuerdo?


—Está bien —aceptó resignada, sin apartar los ojos de él.