martes, 19 de abril de 2016

CAPITULO 35: (TERCERA PARTE)




Cuando Pedro fue a la sandwichería esa tarde, no encontró a nadie. «Menudo fiasco de anuncio, Ramon», pensó.


La puerta delantera estaba abierta y pensó recordarle a Paula que la cerrase cuando estuviera en el apartamento por la noche. Una cosa era dejar la tienda abierta aunque no estuviera, pero dejarla abierta estando dormida era otra muy distinta.


Las luces estaban apagadas, pero podía darse cuenta de que todo parecía limpio y ordenado. Vio un jersey rosa al fondo. Seguro que Paula lo había dejado allí.


Pero lo que había dejado era a sí misma, sentada en uno de los reservados y desplomada sobre la mesa, con la cabeza apoyada en sus brazos. Pedro no necesitaba ser médico para reconocer a una persona exhausta.


—Vamos, nena —susurró, dándole un suave beso en la sien. 


Ella despertó lo suficiente para alzar los brazos y rodearle el cuello con ellos.


—Sin máscaras —dijo Paula débilmente, sin abrir siquiera los ojos. Él sonrió, mientras la chica enterraba la cara en su cuello acariciándole con la punta de la nariz—. Basta de máscaras. Solo yo, tan desnuda como puedas encontrarme.


—Me gustas desnuda.


—¿Ah, sí?


Pedro sonreía, intentando sacarla del reservado. Tenía que subirla al apartamento, pero estaba claro que tendría que hacerlo al estilo Rhett Butler y Escarlata O’Hara. Lo malo era que la escalera resultaba demasiado estrecha. No pasarían.


Paula resolvió el problema como lo haría una niña: reforzando su abrazo. A Pedro no le costó mucho esfuerzo alzarla en vilo, y ella aprovechó para cerrar las piernas en torno a la cintura del médico y apretarse contra él.


El placer de tener el cuerpo de Paula contra el suyo casi fue más de lo que podía soportar.


—Ahora me encanta ser pequeñita —murmuró ella, mientras se dirigían a la escalera.


—Nunca he sabido qué hacen las chicas altas con ciertas partes de su cuerpo.


—Me gusta cómo hueles —afirmó Paula, con los labios pegados al cuello de Pedro—. Me gusta tu olor y me gusta tu sabor. ¿Cómo va tu yo interior?


—Mucho mejor desde que te conocí —reconoció el médico, dejando escapar una risita.


La llevó hasta el dormitorio, se agachó y la dejó suavemente en la cama. Ella se movió hasta quedar de costado y volvió a dormirse.


Pedro se quedó allí de pie, incapaz de moverse, viendo cómo la chica se acurrucaba, cómo los vaqueros le marcaban la curva de las nalgas, cómo su jersey rosa se había subido dejando al descubierto su vientre y su espalda. 


Tenía la forma de un reloj de arena y le recordó una época en la que las mujeres llevaban corsé y apretaban las cintas al máximo para exhibir una cintura de avispa. Paula no necesitaba corsé para conseguirlo. Incluso con vaqueros y camiseta podía presumir de las redondeces de las partes superior e inferior de su cuerpo, con su minúscula cintura en el centro.


Tenía que marcharse, tenía que cerrar la puerta tras él y dejarla dormir, pero no le resultaba fácil. Deseaba acurrucarse junto a ella, deseaba hacer el amor con ella, deseaba...


Ella dio media vuelta en la cama. Sin abrir los ojos alargó sus brazos hacia él. Pedro no necesitó más invitación.


Un segundo después estaba a su lado en la cama, rodeándola con sus brazos, con sus piernas.


—¡Hoy te he echado tanto de menos! —exclamó, besándole el cuello y la cara—. Quiero estar contigo siempre. Para siempre.


Ella no respondió, solo arqueó su cuerpo para pegarse aún más contra él, disfrutando de sus manos, de sus labios, de sus palabras.


Solo tardó unos segundos en quedar desnuda. Para ella resultó erótico estar desnuda y sentir su piel contra la ropa de Pedro, como si estuvieran haciendo algo ilícito, casi ilegal.


Mantuvo los ojos cerrados mientras él le besaba los senos y le lamía los pezones, sus fuertes manos sobre su cintura, sus pulgares acariciándole el estómago.


—Paula, eres tan preciosa... Nunca he visto una mujer tan perfecta como tú.


Ella no pudo evitar una sonrisa. Los labios de Pedro bajaron y bajaron, y cuando su lengua se introdujo en el centro de su ser, abrió los ojos desmesuradamente. Aquello era nuevo para ella, algo que jamás había experimentado y no tardó en sentir cómo la atravesaban oleada tras oleada de pasión.


Pedro le acarició la barbilla, obligándola a que lo mirase.


—¿Ha estado bien? —susurró.


—Nunca... nunca antes había...


—¿Ah, sí? —sonrió él—. Siempre es bueno saber que eres el primero.


—Eres el primero en un montón de cosas —admitió, rozándole suavemente la cara. Podía notar la incipiente barba con la yema de sus dedos. ¡Oh, qué símbolo tan masculino! Lo besó, sintiendo en su lengua la leve aspereza de su mejilla.


—Creo que es bueno compartir ciertas cosas —aseguró, moviendo la mano hasta situarla entre las piernas del médico. Estaba preparado, pero ella quería tomarse su tiempo. Desabrochó el pantalón rápidamente y bajó la cremallera. Y cuando tanteó su sexo, Pedro dejó escapar un gruñido de placer ante el éxtasis que le produjo el contacto.


A ella le gustaba tener ese poder sobre él, le encantaba la sensación de que aquel hombre era suyo, solo suyo. Los pantalones desaparecieron como por ensalmo y sintió la piel de su amante pegada a la suya. Caliente, anhelante de deseo.


Aunque recibir placer era algo nuevo para ella, estaba acostumbrado a darlo. Sus labios descendieron poco a poco deliberadamente, tomándose su tiempo, y sus dedos juguetearon entre sus muslos.


—¡Paula! —exclamó, cuando ella se introdujo el miembro en su boca.


Cuando igualaron las cuentas, se recrearon en la alegría del descubrimiento mutuo de sus anatomías acariciándose, tocándose, besándose, explorando todos y cada uno de los rincones de sus cuerpos. Tardaron mucho tiempo en satisfacer su curiosidad y calmar su ansia. Cuando lo lograron, Pedro la tumbó boca arriba en la cama, pero Paula lo empujó riendo y se sentó sobre sus muslos, quedando abrazados frente a frente.


—Está bien. Haz conmigo lo que quieras —acepto él, como si se sometiera a un poder mayor.


Paula dejó escapar una risa de triunfo, irguiéndose y moviendo las caderas para permitirle la entrada. Después se inclinó hacia él gruñendo de placer, y tomó su cara entre las manos.


—¿Qué forma voy a darte? ¿La de una jirafa o la de un oso? —le preguntó, traviesa, mientras empezaba a mover las caderas—. ¿O la de un halcón para que encaje con tus ojos?


Las manos de Pedro la sostenían por la cintura y la guiaban diestramente.


—Paula, amor mío, seré lo que tú quieras que sea.



CAPITULO 34: (TERCERA PARTE)





Mientras Pedro conducía de regreso a la consulta, pensó en las palabras de Paula sobre lo que puede parecer normal y no lo es. En su adolescencia había querido ser normal, pero las circunstancias —la ciudad prefiriendo al «otro Alfonso» como médico, el ser abandonado por la mujer que amaba...— habían cambiado su vida.


Al entrar en la consulta, lo primero que vio fue el calendario de Bety, el que había marcado con las «X», y sintió ganas de hacerlo pedazos. Mejor aún, de ordenarle a ella que lo destruyera —estaba harto de que le recordasen a Tomas y su forma de hacer las cosas—, pero se contuvo y se preguntó si podría conseguir que su empleada lo retirase por propia voluntad.


—Bien, ¿qué tenemos esta tarde? ¿Puede pasarme los teléfonos de los pacientes, por favor?


Bety se quedó mirándolo sin reaccionar. Aquel «por favor» la había dejado catatónica.


Helena salió de uno de los consultorios y no reparó en Pedro. Normalmente, el médico solía refugiarse en su despacho.


—¡Está empezando a hacer frío! —exclamó la mujer—. ¿Sabéis que Paula abrirá su restaurante mañana? No sé qué hará si Ramon y sus acólitos ocupan todas las mesas. Entre el doctor y él... —El final de la frase quedó en el aire al darse cuenta de la presencia de Pedro y su rostro enrojeció visiblemente.


El embarazoso silencio duró unos segundos, hasta que Pedro dijo:
—Helena, quiero agradeceros a tu esposo y a ti que limpiarais todo el desastre del picnic.


Cuando ninguna de las mujeres respondió, dio media vuelta y se dirigió a su despacho.


—Adoro a Paula —susurró Helena.


—Creo que somos nosotras las que tendríamos que darle las gracias a ella. Supongo que necesitará clientes, así que pasaré la voz.


—Buena idea —admitió Helena, y fue a las consultas sonriendo.


Pedro pasó la tarde intentando suavizar sus modales, intentando tratar mejor a los pacientes, intentando... Bueno, intentando ser un clon de Tomas.


Por desgracia, descubrió que cuanto más escuchaba a sus enfermos, más expansivos se volvían. Al terminar la jornada iba más que retrasado con las consultas y le envió un mensaje de texto a Paula:

Demasiados pacientes.
¿Nos vemos a las 6.30? ¿Cena?


Cuando el móvil de Paula zumbó, avisándola de la recepción de un mensaje, la chica estaba tan agobiada de trabajo que apenas tuvo tiempo de leerlo. Sí y sí, respondió apresuradamente.


Hacia las cuatro terminó la última escultura y la colocó sobre el mostrador, junto a las demás, para que se secara.


Eran frágiles y no parecían muy apropiadas para que unos niños de cinco o seis años jugaran con ellas, pero todas tenían grabado el nombre del niño al que iban destinadas, y había añadido sus iniciales y el año.


—Son geniales —exclamó Ramon tras ella—. Por cierto, ninguno de los aspirantes sirve para el trabajo, demasiado hablar y poco hacer. Creo que le preguntaré a mis parientes si conocen a alguien más adecuado.


Paula estaba cortando zanahorias, y la mirada que le dirigió indicaba claramente que aquella conclusión llegaba demasiado tarde.


—¿Te ayudo? —preguntó. Pero ella sabía que le apetecía seguir discutiendo con los chicos. Daba la impresión de que añoraba su trabajo de profesor.


—Puedo arreglármelas sola, tú ve con tus nuevos amigos —dijo, aunque solo quedaban cuatro—. Parecen hambrientos, ¿por qué no te los llevas a comer algo?


Ramon le dio un beso en la mejilla.


—Mi primo no te merece.


—Completamente de acuerdo.


Paula terminó de cortar los vegetales para la sopa, pero se dio cuenta de que no podía hacerla porque no tenía suficiente espacio en la nevera para que le cupieran las ollas más grandes. Tendría que levantarse temprano para tenerlo todo listo al mediodía.


Mientras lo preparaba y lo ordenaba todo, llegaron algunos de los padres de Williamsburg con sus hijos en busca de sus regalos. Paula les advirtió que una vez secos serían bastante frágiles.


—Oh, no se preocupe. Esto irá directamente a la vitrina del comedor —le dijo una madre—. Y, Paula, gracias por todo lo que hizo. Seguro que los niños no han tenido pesadillas, solo han soñado con los dragones de patata.


A las siete, cuando estaba a punto de terminar, apareció Facundo Pendergast, el pastor baptista.


—¿Debería quitarme el sombrero antes de entrar? —preguntó tímidamente desde la puerta.


Paula no lo había visto desde el primer día, cuando vació la jarra de cerveza sobre Pedro y le dijo que iba a trabajar para el hombre que casi la atropelló.


—No importa —accedió ella, y el pastor entró en la tienda.


—Esto tiene buen aspecto. Se nota el enfoque creativo de gente con talento.


—¡Ramon y su anuncio! —gruñó la chica entre risas—. Creo que, en el fondo, lo único que pretendía era atraer a unos cuantos estudiantes y lo consiguió. Me costó mucho que ayudaran a limpiar mientras contemplaban cómo el universo afectaba a sus brillantes yos.


—Nunca fui tan joven —confesó él.


—Yo, tampoco.


—Entonces ¿sigues sin ayudantes?


—¿Eso es el prólogo de «conozco a alguien que será perfecto para ti»?


—La verdad es que sí. Se llama Kelli y no lo ha pasado nada bien. Es joven y tiene experiencia en este tipo de trabajo.


—Suena estupendo —comentó ella—. ¿Cuándo podría empezar?


—En estos momentos está viniendo hacia aquí en autobús.


—Ya. ¿Y si hubiera contratado a uno de los chicos de Ramon?


—Sospechaba que ese anuncio no sería de mucha ayuda —contestó Facundo, sonriendo—. Mi esposa me dijo que tenía que ayudarte, que te lo debía por ser tan mentiroso y cobarde cuando te conocí.


—¡Vaya, no conozco a tu mujer, pero ya me gusta!


—Me mantiene a raya. —El pastor estaba frente al mostrador de cristal, donde todavía quedaban dos de las figuritas de arcilla—. He oído hablar de tus esculturas. ¿Querrías, er...?


—¿Si querría qué? —preguntó Paula secándose las manos.


—¿Querrías dar clases de escultura a los miembros de nuestra congregación?


—Nunca he dado clases. Además, las figuras solo son de barro y muy frágiles.


—Lo sé —admitió Facundo—. ¿Y si pudiera conseguir un horno para cocerlas?


—¿Eso es idea de Pedro?


—No, respondo ante un jefe más importante que él. Siempre estoy intentando atraer gente a la iglesia, y si no lo consigo con mis sermones, tendré que utilizar otros métodos.


Paula dio la vuelta al mostrador y se sentó a una de las mesas. Había estado de pie muchas horas y necesitaba un descanso.


—No sé... tengo que pensarlo. ¿Hablamos de niños o de adultos?


—De ambos —precisó él, sentándose frente a la chica—. Tenemos un montón de jubilados que acostumbraban a trabajar sesenta horas a la semana. Necesitan encontrar nuevos intereses además del golf. Y hay un hombre en concreto que necesita desesperadamente encontrar un buen maestro —dedicó una sonrisa a Paula—. Bueno, ya veo que estás muy cansada para decidir y mañana será un día muy duro, pero piénsalo. Puedes aprovechar las clases para hacer tus propios trabajos y te aseguro que conseguiré todo el material que necesites gracias a mi padre.


Paula se sorprendió de que un sacerdote hablara con tanta ligereza.


—No, no de «ese» padre —aclaró Facundo—. Me refiero a Salvador Maxwell, el padre que comparto con Ruben.


—Oh. ¿Él puede...?


—Puede permitirse lo que sea. Tú piénsalo y recuerda que Kelli se presentará mañana. Ah, Paula...


—¿Sí?


—¿Conoces el viejo dicho de que no hay que juzgar un libro solo por su portada? Aplícaselo a Kelli.


—De acuerdo —aceptó ella sin la menor idea de a qué podía referirse.





CAPITULO 33: (TERCERA PARTE)





Pero los aspirantes no fueron lo que Paula tenía en mente para el restaurante, ya que respondieron al anuncio todos los universitarios de cincuenta kilómetros a la redonda que estudiaban cualquier rama artística. Como reconocían la actitud profesoral de Ramon, le hicieron caso y se sentaron a las mesas. No tardaron en enfrascarse en profundas discusiones sobre el arte, la filosofía y el sentido de la vida.


A Paula le tocó trabajar. Y cuando Pedro apareció a la una del mediodía, la encontró sentada en el suelo con un libro abierto ante ella, el manual de la máquina de café que había comprado Ramon y un pegote de arcilla en las manos que empezaba a parecerse vagamente a una jirafa. Ramon y sus «estudiantes» monopolizaban todas las mesas.


El médico se abrió paso entre aquel lío, miró a Paula y, sin pronunciar palabra, le ofreció la mano. Ella la aceptó agradecida y salieron al exterior.


—Parece que estás empezando a conocer a mi primo —Pedro rio.


—Oh, sí. Sabe citas filosóficas adecuadas para todo lo que la humanidad ha pensado, dicho o hecho a lo largo de su historia.


—La humanidad, ¿eh?


Se había traído la arcilla consigo y seguía modelándola mientras hablaba.


—Otro día como este y empezaré a referirme a mí misma como «Una». Por ejemplo: «Una solo puede suponer la enormidad de las consecuencias cósmicas del yo interior de una misma.»


Pedro soltó una carcajada.


—Sí, eso es muy de Ramon. ¿Has comido?


—No desde hace horas.


—Yo tampoco. ¿Vamos a comer algo al local de Ellie?


—¿Es mi competencia?


—Es tu salvación. Es la dueña de la mejor tienda de comestibles de la ciudad y te venderá todo lo que necesites al por mayor.


—Puede ofrecerme un noventa y nueve por ciento de descuento y aun así no podré permitírmelo. Intenté hablar con Ramon de dinero, pero estaba muy ocupado, ya lo has visto.


Llegaron hasta el Jeep de Pedro y subieron a él.


—Tienes que comprender que Ramon es un McTern.


—Al me dijo que había heredado alguna que otra propiedad.


—Oh, mucho más que eso. —Se encontraban en el pequeño aparcamiento situado tras el edificio que albergaba la consulta de Pedro, y este lo señaló—. ¿Ves ese edificio?


—Sí.


—Pertenece a Ramon. Y el siguiente también es suyo, y el siguiente del siguiente, y... La verdad es que casi todos los edificios del centro de la ciudad son suyos, y todos le pagamos un alquiler. Fue uno de sus antepasados McTern quien compró el terreno y empezó la construcción de la ciudad.


—¿Y ha pertenecido a su familia todo este tiempo?


—Desde hace siglos. De vez en cuando vende alguno de los edificios, pero casi siempre a la familia.


—Al me dijo que hace tiempo que intenta venderle la sandwichería. No será también primo suyo, ¿verdad?


—No —confirmó Pedro—. Pero la familia de Al se instaló en Edilean hace bastante.


Paula empezaba a comprender cómo funcionaban las cosas en aquella ciudad.


—¿Cien años? —aventuró.


—Más —rectificó Pedro, guiñándole un ojo.


Cuando llegaron a la tienda de ultramarinos, Paula casi había terminado la jirafa. Él frenó y contempló cómo la chica le daba los últimos toques.


—¿Me prestas tus llaves? —le preguntó al médico.


Pedro se las dio, y Paula utilizó la punta para marcar en la arcilla la distintiva pauta del animal.


—No sé cómo lo haces —se admiró él.


—No sé cómo salvas la vida de la gente.


Pedro soltó un gruñido de exasperación.


—Esta mañana he tenido tres casos de erupciones cutáneas, una en un lugar... digamos, «delicado», y una contractura. No han sido casos muy emocionantes que digamos.


—Pero la gente te necesita —replicó Paula, frunciendo el ceño.


—Al que necesitan es a mi primo Tomas, que también es terapeuta.


—¿Quieres decir que sabe escuchar además de curar?


—Sí, sabe escuchar —admitió Pedro—. ¿Has terminado?


Ella escribió «Brittany» en la base de la figura de arcilla y la dejó en el salpicadero para que empezara a secarse.


La tienda era de primera categoría y Paula se sintió muy impresionada.


—Creo que necesitamos algo más... er, más humano.


—No te preocupes. La propietaria del local es Ellie, la madre de Sara, y ella se encargará de todo lo que necesites. Le diré a Sara que te envíe al señor Lang.


—Creía que esa chica te gustaba —dijo una adorable anciana desde detrás de un mostrador de cristal lleno de delicatessen—. No puedes enviarle al señor Lang.


—Sara sabrá mantenerlo a raya. Además, al viejo le gustan las chicas guapas.


—Entonces, le gustarás —le dijo la anciana a Paula, extendiendo la mano por encima del mostrador—. Hola, soy Ellie, y el señor Lang es... —Miró a Pedro—. ¿Cómo describirlo?


—¿Saludable? —sugirió el médico—. Tengo pacientes treintañeros que están en peor forma que él —explicó Pedro mirando a Paula—. Tiene noventa años.


—Debe de ser por haberse pasado la vida volviendo loca a la gente —dijo Ellie, y no parecía una broma.


—Tengo que hablar con él —suspiró Paula—. Parece alguien interesante.


Ellie ordenó el mostrador mientras hablaba.


—Sea lo que sea, cultiva los mejores vegetales del estado. Si le caes bien, te los enviará directamente.


—Mmm, suena a todo un reto —sonrió Paula—. ¿Qué puedo hacer para caerle bien?


—Tírale una caja a la cabeza —sugirió Pedro. Ellie y él intercambiaron miradas y risas cómplices, antes de volver a centrarse en Paula—. Perdona, después te contaré toda la historia.


—Bien, ¿qué puedo hacer por vosotros? —se interesó Ellie—. Dicen que vas a ofrecer sopas y bocadillos en tu nueva tienda. ¿Qué tal unos postres?


—No, gracias. Ya estoy demasiado agobiada con lo que tengo entre manos.


Iba a explicarle lo ocurrido con el ridículo anuncio de Ramon, pero se acordó de que era pariente de la anciana y se contuvo. No obstante, Ellie lo intuyó.


—¿Cómo van tus empleados «creativos»?


—Me gusta eso del talento —intervino Pedro—. Esta mañana, toda mi consulta se reía con ese tema. Helena dijo que su mayor talento era arquear la espalda sobre una mesa de picnic.


Ellie y Paula lo miraron con la boca abierta por la sorpresa.


—Euh... Me parece que se supone que no debí escuchar eso.


—No, creo que no —confirmó Paula.


—Antes de que siga metiendo la pata, vayamos al grano. Necesitamos esa cosa anaranjada...


Ellie lanzó una mirada interrogante a Paula.


—Calabaza —explicó la chica—. Le gusta la sopa de calabaza.


—¿Cómo vas a llamar a tu restaurante? —preguntó Ellie.


—Aún no lo he decidido —dijo Paula. Pero era una mentira tan patente que, avergonzada, tuvo que desviar la mirada.


—Dicen que tendrá algo que ver con los médicos —apuntó Ellie.


Paula rio con ganas. Parecía que Ramon había ido contando su conversación sobre los posibles nombres de la sandwichería.


—Quizá debería llamarlo «De vez en cuando».


Las dos mujeres intercambiaron una mirada y estallaron en carcajadas.


—Creo que no me necesitáis —dijo Pedro, pero también sonreía.


—Oh, pobrecito —se burló Ellie—. ¿Te sirvo lo de siempre?


—Sí, claro. —Y miró a Paula—. ¿De qué quieres tu bocadillo?


—Brie con arándanos —dijo, antes de levantar la mirada—. Oh, perdón. Estaba pensando en sopas y bocadillos. Comeré pollo con pan de trigo integral y... —Parpadeó unas cuantas veces—. Fénix. Llamaré al restaurante Fénix porque...


—Porque renace de las cenizas —terminó Pedro, apretándole cariñosamente la mano. Paula le sonrió como agradecimiento.


—Vosotros dos echáis chispas, ¿eh? —dijo Ellie, pero su voz traslucía felicidad—. Haré los bocadillos mientras llenáis los carros de la compra. Os aplicaré el precio al por mayor y le enviaré la factura a Ramon.


—Gracias. Muchas gracias —dijo Paula con voz temblorosa.


—No, querida. Gracias a ti.


—Odio inmiscuirme en esta fiesta de chicas —interrumpió Pedro—, pero tengo que volver al trabajo. ¿Quién sabe? Puede que alguien se haya cortado con el filo de un papel y necesite que le ponga una tirita.


—Ojalá existiera una píldora que te endulzase un poco el carácter —apuntó Ellie, mirando significativamente a la chica, como indicándole que ese era su trabajo.


Paula alzó las manos enseñando las palmas y retrocedió un paso. Ramon había dicho que ella suavizaba el temperamento de Pedro, pero no mucho al parecer.


—Os veo luego —anunció Ellie, desapareciendo tras la caja.


Pedro fue a buscar un carrito y después se dirigió a la sección de frutas y verduras. Paula no había hecho una lista, pero sabía lo que necesitaba para hacer cuatro grandes ollas de sopa, más que de sobra para una ciudad pequeña como Edilean.


—¿Tan malo eres? —le preguntó a Pedro, dejando una bolsa de cebollas amarillas en el carrito.


—¿Como médico? Si el caso es importante, no creo que sea malo.


—No, me refería a la forma de tratar a los pacientes.


Pedro se atragantó.


—Si lo que pretendes es que me siente y aguante pacientemente indirectas tan directas todo el día, no cuentes conmigo. ¿Necesitas champiñones?


—Sí, pero asegúrate de que estén enteros. ¿Por qué le 
salen erupciones a la gente? ¿Por la alergia? ¿Y tres el mismo día? ¿Tenían alguna relación?


—No puedo contarte nada concreto. El secreto profesional médico-paciente, ya sabes.


—Lo comprendo, vale. Solo lo preguntaba porque algunas veces, en situaciones de mucho estrés, a mí me ha ocurrido exactamente lo mismo. Cuando mi madre murió y comprendí que no podía irme de la ciudad, todo mi cuerpo se cubrió de horribles manchas rojizas. Incluso me subían por la nuca y el cuero cabelludo. El médico tuvo que pasar veinte minutos conmigo porque no dejaba de llorar.


—¿Qué te recetó?


—Nada, en realidad —reconoció Paula—. Solo me dijo que tomase un vaso de vino diario y que riera por lo menos una vez al día.


—¿Y lo hiciste?


—No, pero ojalá lo hubiese hecho. ¿Dónde está la sección de lácteos?


—Por allí —indicó Pedro, y siguió a la chica muy pensativo—. Les pregunté por qué diablos les habían salido esas erupciones —dijo al fin.


—Espero que no con esas mismas palabras.


—Sí, porque sabía exactamente cuál era el problema... o creía saberlo. Una de las mujeres tenía el jersey lleno de pelos de gato, y ya le había dicho tres veces que si era alérgica a los gatos se mantuviera alejada de ellos.


—Pero le encantan los gatos, ¿verdad? —preguntó Paula.


—Sí.


—¿Y la segunda mujer?


—Lo mismo, pero cambiando los gatos por las fresas. Las baña de chocolate y, en cuanto se las come, empieza a rascarse. Cuando los picores y los sarpullidos se ponen serios, viene a mi consulta.


—¿Y la tercera?


Pedro calló unos segundos.


—La tercera era un caso diferente. Cuando le pregunté qué le pasaba, estalló en lágrimas.


—¿Por la pregunta en sí o por la forma en que se lo preguntaste?


—No fui muy amable, lo reconozco, pero tenía mis motivos. Los sarpullidos no son el problema en sí, sino una manifestación física del problema. A veces puede decirse que son autoprovocados, como cuando jugueteas con el gato del vecino siendo alérgica a los gatos, pero también pueden ser provocados por el estrés. Y si es estrés, no suelen confesar el motivo a menos...


—A menos que las pilles desprevenidas.


—Exacto. Así no tienen tiempo de recurrir a una mentira.


—¿Qué hiciste en ese tercer caso?


—No puedo darte los detalles, pero hice que Alicia la acompañara a un refugio para mujeres maltratadas y llamé a Colin, el sheriff. Él se encargó del resto.


—Y te quejabas de que había sido una mañana aburrida...


—Tomas hubiera...


Paula le puso un dedo en los labios para que callara.


—Creo que hiciste lo correcto.


La conversación había tomado un cariz muy serio y él quiso aligerarla un poco


—¿Ya tienes planes para la tercera cita? Tengo alguna experiencia en descolgarme de los helicópteros mediante cables, y he pensado que a lo mejor te apetecería probarlo.


La chica no sonrió, se limitó a añadir unos cuantos quesos al carrito.


—Ya sé que caminar por una estrecha viga de madera y ver a gente clavada en un árbol por una flecha es muy emocionante, pero a veces apetece algo más tranquilo. También resulta agradable estar juntos sin hacer nada.


Pedro no estaba muy seguro de lo que quería decir la chica. 


Él no había elegido aquellos dos acontecimientos. La primera noche había planeado una comida tranquila y... Vale, se vistió de negro, se puso una máscara y acudió a la cita montado en un caballo rebelde, pero la aparición de los ladrones no fue cosa suya. Y tampoco tener que asistir a un hombre con una flecha clavada en el hombro. Por otra parte, cuando Helena le avisó de la urgencia, Pedro sí se empeñó en que Paula lo acompañase.


—¿Gonzalo y tú pasasteis muchos momentos como esos? —se le escapó.


No pudo controlarse y descubrió que se sentía más celoso de lo que estaba dispuesto a admitir, pero la chica pareció advertirlo.


—Sí, los pasamos. —Hizo una pausa pero, antes de que Pedro pudiera decir nada, prosiguió—: Pero a escondidas de su padre y del resto de la ciudad. Por entonces no lo sabía, pero Gonzalo consideraba que no era lo bastante buena para aparecer en público conmigo. Pensé que era algo normal, pero... —Alzó las manos en un gesto de impotencia, dando por terminado el tema.


Cuando volvieron a la sandwichería, Pedro se empeñó en ayudarla con las compras, pero ella se negó.


—Tienes pacientes que atender.


Dejaron las bolsas en la acera, él le dio un leve beso de despedida y se marchó.