miércoles, 6 de abril de 2016
CAPITULO 28 (SEGUNDA PARTE)
—Bueno, ¿qué quieres preguntarme? —dijo Penny, dirigiéndose a Paula.
Estaban sentadas a una mesa oxidada, situada detrás de la tienda de antigüedades. Una valla alta de madera rodeaba el patio trasero, y apoyados en ella descansaban un buen número de carteles viejos. El anuncio de aceite Mobil Pegasus quedaba justo detrás de la cabeza de Penny con su elegante peinado.
Lo primero que percibió Paula fue que la señora Pendergast se había colocado en la posición que denotaba más autoridad. Se encontraba de espaldas a la valla, conformando una barrera sólida, mientras que ella estaba de espaldas a la puerta y a las ventanas de la tienda, una posición más vulnerable. Sin embargo, lo más relevante era que la pregunta que acababa de hacerle la colocaba a ella como la interesada en obtener respuestas que tal vez obtuviera o tal vez no.
Paula no pensaba dejarse embaucar. Así que colocó la silla en otra posición para no encontrarse de espaldas a la puerta de la tienda y después miró a Penny a los ojos.
—Quiero que me lo cuentes todo.
Penny alabó la reacción de Paula con una sonrisa y se encogió de hombros.
—Una noche con el jefe celebrando con champán un acuerdo de negocios el mismo día que me había peleado con mi novio. Un cúmulo de circunstancias.
—¿Y después? —preguntó Paula.
Penny tardó un momento en contestar y Paula dudaba de que le hubiera contado a alguien la historia con anterioridad. La señora Pendergast no parecía el tipo de mujer dispuesta a compartir los detalles íntimos de su vida con otra persona.
—Eso no fue tan fácil. Descubrí el embarazo cuando estaba de cuatro meses. Para entonces, mi novio se había largado y, además, Salvador estaba...
—Casado.
—Sí. Con una mujer a quien le importaban un comino él, su empresa, sus sueños y cualquier cosa relacionada con su marido —afirmó Penny con un deje amargo en la voz.
—¿Y eso justifica que te metieras en la cama con él? —quiso saber Paula, que estaba de parte de Lucia.
—Cuando te hagas mayor, descubrirás que las cosas siempre tienen dos versiones. Lucia se casó con Salvador presionada por su familia, gente de apellido ilustre pero que se habían quedado a dos velas. Salvador sustentó a sus suegros hasta que estos murieron y aún sigue pagando las deudas de los dos hermanos de Lucia, que son un par de caraduras.
Paula clavó la mirada en la mesa un instante.
—¿Por qué mantuvo a Pedro tan aislado de todo?
—Salvador padeció una infancia dura. Era pobre y sufría de una leve dislexia. Se burlaban de él en el colegio.
—¿Por eso quiso ofrecerle a su hijo privacidad contratando a los tutores?
—Exacto —respondió Penny.
Paula guardó silencio mientras esperaba a que Penny continuara. Su renuencia a seguir hablando era obvia... o tal vez no fuera así. Porque al fin y al cabo, había sido ella la instigadora del encuentro, de modo que tal vez quisiera que Paula allanara el camino entre Pedro y Salvador.
—Salvador creyó que lo estaba haciendo bien con su hijo al proporcionarle la educación en casa —siguió Penny, con la vista clavada en sus manos—. Sé que eres amiga de Lucia, pero...
—Soy capaz de digerir la verdad, sea cual sea.
—Creo que al principio Salvador se creyó enamorado de Lucia, pero lo cierto es que estaba enamorado de la idea de tener una familia. Soñaba con conquistar el mundo juntos. Él se encargaría de amasar una fortuna, le compraría a Lucia una mansión impresionante y ella sería una anfitriona famosa por sus cenas y celebraciones. Algo parecido a lo que se ve en las revistas.
—Por lo que conozco de Lucia y de su vida actual, creo que eso no iba mucho con ella. Le gusta coser y mantener un reducido círculo de amistades.
—Exacto —reconoció Penny—. Y a Salvador le encanta trabajar. Además, detesta las cenas y las celebraciones. Estaba enamorado de la idea de la familia, pero se aburría como una ostra siempre que se encontraba en casa.
Paula comenzaba a entender el problema. Dos personas del todo incompatibles casadas la una con la otra. Lucia obligada por su familia, prácticamente vendida a un hombre con un grave complejo de inferioridad y algo que demostrarle al mundo.
Pedro parecía la víctima inocente atrapada en el centro.
—¿Y tú? ¿Cómo encajas en todo esto? —preguntó Paula.
—Yo... —Penny titubeó—. Me parezco más a Salvador que a Lucia. También crecí en el seno de una familia pobre y estaba desesperada por librarme de esa etapa de mi vida. Conocí a Salvador en una fiesta. Me gustó porque solo hablaba de negocios en vez de tirarles los tejos a todas. Me pasé la noche cerca de él, escuchando todas sus conversaciones sin disimulo alguno. Estaba tan decidido a cerrar el negocio que quería hacer que pensé que ni siquiera se había fijado en mí. Sin embargo, cuando los otros jóvenes se aburrieron de hablar con él, Salvador se volvió hacia mí y me dijo: «¿lo has pillado?» Yo le contesté que casi todo y repetí las cifras. Él me miró un momento y después me pidió el teléfono y yo se lo di.
—Supongo que te llamó.
—Sí —reconoció Penny, sonriendo—, pero solo le interesaba el trabajo. Entre nosotros el trabajo siempre ha sido lo fundamental.
—Salvo aquella vez.
La sonrisa de Penny se ensanchó.
—Y aquella vez me dio a Facundo.
—¿El señor Alfonso estaba casado cuando lo conociste?
—No —respondió Penny—. Ni siquiera conocía a Lucia por aquel entonces, pero sabía lo que quería y fue directo a conseguirlo.
—Si os parecéis tanto, ¿por qué no...?
—¿Por qué no me vio como a una posible pareja? —Penny rio—. Tendrías que haber visto a Salvador entonces. La ambición lo devoraba. Lo consumía por completo. Tenía que ponerse a la cabeza de todos los demás o, de lo contrario, moriría.
—Y Lucia formaba parte de todo eso —aventuró Paula.
—Desde luego.
—Pero una noche... —señaló Paula.
Penny se encogió de hombros.
—Cada vez que reflexiono al respecto, llego a la conclusión de que era inevitable. Salvador y yo siempre estábamos juntos. Pedro solo tenía un año y debo admitir que me sentía muy celosa de Lucia. Yo no tenía tiempo para llevar una vida social y no había encontrado a un hombre capaz de soportar mi ritmo de trabajo. En cualquier caso, Salvador
y yo trabajamos ese día hasta bien tarde, mantuvimos relaciones sexuales y me quedé embarazada.
—¿Qué dijo el señor Alfonso cuando se lo comunicaste?
Penny meneó la cabeza mientras recordaba.
—Se puso contentísimo. Lucia había tenido un embarazo complicado y no podía tener más hijos, así que Salvador estaba muy contento por la posibilidad de volver a ser padre. Quería que los niños se criaran juntos.
—Estás de broma, ¿verdad?
—En absoluto. Salvador no se rige por las reglas convencionales. Pero al final lo convencí de que mantuviera la boca cerrada, aunque Lucia siempre supo que había algo entre nosotros. Siempre me ha mirado por encima del hombro y yo jamás se lo he recriminado, porque me lo merecía.
—¿Y cómo siguió la cosa entre el señor Alfonso y tú?
—No hemos vuelto a mantener relaciones después de aquella vez, si eso es lo que quieres saber. Y tampoco las mantenía con Lucia. Hizo lo que se esperaba de él, y se encargó de que a su familia no le faltara de nada. Mi vida siempre ha sido sencilla, pero le he dado a mi hijo la mejor educación que se puede encontrar.
—Y Facundo sabe quién es su padre —afirmó Paula.
—Siempre lo ha sabido. Jamás se lo he ocultado.
—¿Han pasado mucho tiempo juntos?
—Salvador ha pasado con mi hijo tanto tiempo como pasó con el de Lucia. No es el padre ideal que por las noches arropa a sus hijos y les da un beso en la frente.
—Y seguiste trabajando para él. ¿Tiene algún hijo más escondido?
—No. Ninguno. Ha tenido sus escarceos amorosos, pero jamás se ha tomado en serio a las mujeres, y siempre ha sido discreto.
Paula se detuvo a pensar un instante.
—Tenía a Lucia en casa. A ti, en el trabajo. Y dos hijos preciosos. Entiendo que no quisiera enredar más las cosas.
Penny sonrió.
—Creo que empiezas a entender a Salvador Alfonso.
—¿Por qué chantajeó a Pedro para que trabajara con él?
La expresión de Penny se tornó seria.
—Bueno, esa es la cruz en la vida de Salvador. Siempre pensó que cuando sus hijos crecieran, trabajarían con él, pero ninguno de ellos quiere hacerlo. Pedro estaba muy enfadado con su padre y Salvador no entendía el motivo. Según él, ha protegido a Pedro durante toda su vida.
—Y Pedro lo ve como si lo hubiera mantenido encerrado en una cárcel de oro.
—Exacto. A Salvador se le dan mucho mejor los negocios que la vida familiar. Le dije que no lo hiciera, pero de todos modos amenazó a Pedro y así consiguió que trabajara para él. Salvador pensó que si su hijo lo veía todos los días en la oficina, le contagiaría el virus de la ambición y de esa forma acabaría entendiéndolo.
—Pero no lo hizo —señaló Paula.
—No. Pedro abrió los ojos gracias a una niña que le enseñó a divertirse.
Paula sonrió.
—Ese fue un punto de inflexión para los dos —reconoció, al tiempo que levantaba la cabeza—. Y ahora, ¿qué? ¿Cómo le decimos a Pedro que Facundo es su hermano?
—No estoy segura de que no lo sepa.
—No he visto indicio alguno de lo contrario.
—Ambos llevan sangre Alfonso en las venas y no permiten que los demás adivinen sus pensamientos.
—Ni siquiera en mi caso —replicó Paula en voz baja.
—Tú tampoco corriste a exponerle los hechos después de averiguar la verdad, ¿no? Por lo que veo, Pedro y tú sois tal para cual.
Paula meditó al respecto un momento.
—Y ahora, ¿qué? ¿Pedro tendrá que pasarse años enfrentado a su padre para ayudar a Lucia a obtener el divorcio?
—No sé qué está tramando Salvador ahora mismo. De un tiempo a esta parte, está muy misterioso. De hecho, es la primera vez en treinta años que ni siquiera sé dónde se encuentra.
Hubo algo en la voz de Penny que logró que a Paula se le pusiera el vello de punta.
—No tendrás por ahí una foto del señor Salvador, ¿verdad?
—Puedo enseñarte una que tengo en el móvil —contestó mientras sacaba el teléfono del bolso—. Salvador prefiere la discreción.
—A diferencia de Pedro —comentó Paula, al recordar las fotos que le había enviado Ruben—. Por cierto, ¿qué tal está Alejandra?
—Sobornada y bien lejos —contestó Penny al tiempo que le pasaba el teléfono.
Paula no se sorprendió al ver una foto del hombre al que conocía como Red, pero decidió guardarse la información de que el señor Alfonso se encontraba en Janes Creek.
—Ni Pedro ni Facundo se parecen mucho a él —comentó, tras lo cual le devolvió el teléfono a Penny.
—Se parecen al abuelo de Salvador, que era un hombre guapísimo. ¿Has...?
Paula se puso en pie de forma tan brusca que Penny dejó la pregunta en el aire.
—Pedro va a pensar que lo he abandonado. Hemos quedado en un restaurante y llego un cuarto de hora tarde. Ha sido una conversación muy... reveladora. Gracias por ayudarme a entender mejor a Pedro. —Recogió sus cosas y corrió hacia el interior de la tienda de antigüedades. No había querido responder a la pregunta de Penny sobre si conocía o no a Salvador Alfonso. Sí lo conocía. Había hablado con él en dos ocasiones.
Se detuvo al salir de la tienda y trató de recordar todo lo que le había dicho el tal Red. Lo primero que recordó fue que había ido a pescar a Edilean. Parecía estar al tanto del lugar donde vivía Lucia. Y si sabía el paradero de su mujer, también debía de estar al corriente de la existencia de Juan Layton. De ser así, y teniendo en cuenta que no se lo había tomado a mal, tal vez Pedro no necesitara pasar años peleando por el divorcio de su madre.
—A lo mejor podemos tener una vida —musitó.
En el presente. No en un futuro lejano, sino en el presente.
Cruzó la calle en dirección al restaurante, pero lo hizo a paso tranquilo. Tenía mucha información en la cabeza y la verdad era que no sabía qué hacer con ella. ¿Cuánto debía contarle a Pedro? ¿Cuánto debía callarse?
¿Cuál sería su reacción cuando escuchara lo que tenía que decirle? ¿Se pondría furioso? Procedía de una familia rica y poderosa, de modo que podía meterse en un avión privado y largarse a... ¿A hacer lo que los multimillonarios hacían para librarse del estrés?
De repente, recordó la foto de Pedro con el esmoquin, acompañado de una modelo rubia. ¿Sería esa su vida real?
¿Se habría adaptado a la vida glamurosa de Nueva York mejor de lo que su padre pensaba?
Paula sabía que debía mantener la cabeza fría pasara lo que pasase. No podía ir corriendo a decirles a los dos hijos de Salvador Alfonso lo que acababan de contarle. ¿Se limitarían a mirarla con una sonrisa de superioridad y a decirle que ya lo sabían? ¿Que hacía mucho tiempo que lo habían descubierto todo? Paula no se creía capaz de superar semejante humillación.
Se detuvo en la puerta del restaurante y respiró hondo.
Necesitaba mantener una expresión normal y hacer lo que tan bien se les daba a los Alfonso: guardar los secretos.
En el restaurante no había muchos comensales, de modo que Pedro y Facundo destacaban entre la escasa clientela.
Estaban sentados a una mesita redonda emplazada cerca de una pared, de espaldas a ella. Entre ambos había un enorme cuenco lleno de palomitas. Estaban bebiendo cerveza y viendo absortos el partido de fútbol que retransmitían por la televisión.
Paula volvió a sorprenderse por el parecido físico que existía entre ambos. Si se cambiaran la ropa y los viera de espaldas, posiblemente no pudiera diferenciarlos.
Pedro se volvió y la vio. Por un instante, la miró tan serio que Paula temió que supiera dónde había estado. Pero después se relajó, sonrió y apartó una silla para que se sentara.
—¿No te has comprado nada? —le preguntó él.
—¿Que si me he comprado...? —Recordó en el último momento que había ido a una tienda—. No he visto nada que me gustase.
Salvador la estaba observando.
—Parece que te haya pasado algo.
—No, es que estaba deseando disfrutar de la compañía de dos hombres tan guapos —se apresuró a replicar. Era un desastre para guardar secretos, pensó—. Bueno, ¿qué se puede comer aquí que esté bueno? —preguntó.
—Te hemos esperado —respondió Pedro. Todavía la miraba como si quisiera leerle el pensamiento—. Aquí el amigo Facundo tiene algo para enseñarnos, pero quería esperar a que tú llegaras.
Paula se negó a mirar a Pedro a los ojos. No quería que adivinara más de lo que ella estaba dispuesta a dejarle ver.
—Eso suena interesante. ¿De qué se trata?
Facundo se levantó y se acercó a la pared para recoger un paquete que descansaba en el suelo. Estaba envuelto con papel marrón y era bastante voluminoso. Comenzó a desembalarlo de espaldas a ellos para evitar que vieran el contenido. Cuando se volvió, sostenía un retrato y a juzgar por la parte trasera del lienzo, era muy antiguo. Puesto que estaba vuelto hacia él, ni Pedro ni Paula veían la pintura.
—Siempre haciéndose el interesante... —le comentó Pedro.
—Mira quién fue a hablar... —replicó Facundo, con la vista clavada en Paula—. Me picaba la curiosidad sobre los Tomas, así que hice una búsqueda en Internet y encontré unas cuantas fotos. Tu primo es un hombre muy distinguido.
Paula no pudo evitar sonreír al escuchar esa descripción de la extraordinaria apostura de su primo.
Sin dejar de mirarla, Facundo volvió el cuadro y ella jadeó. El hombre del retrato era idéntico a su primo Tomas Chaves.
—¿Es él? ¿El médico que murió en la mina? —preguntó.
Facundo dejó el cuadro apoyado en la pared, frente a ellos, y se sentó otra vez.
—Ese es James Hanleigh, nacido en 1880 y muerto en 1982.
—Pero... —dijo Paula—. Es igualito que mi primo Tomas.
Pedro los miró.
—¿Algún bastardo?
—Eso creo —respondió Facundo. Estaba a punto de seguir hablando, pero en ese momento llegó la camarera para anotar la comanda.
Paula pidió un sándwich Club y Pedro pidió empanada de cangrejo con triple ración de ensalada de col y una cerveza.
A Paula no le sorprendió que Facundo pidiera exactamente lo mismo. Intentó no mirarlo, pero no pudo evitarlo. Tal como esperaba, Facundo tenía un brillo risueño en los ojos. Le dieron ganas de darle una patada por debajo de la mesa.
Mientras comían, la conversación giró sobre el hallazgo del retrato. Al parecer, lo había encontrado Bernie, el tío de Facundo.
—Necesitaba ordenarle que hiciera algo para bajar todo lo que traga —comentó Facundo—. Me dijo que anoche encontró en Internet algunas fotos del actual doctor Tomas Chaves, que se las enseñó a su familia materna y que les dijo que hablaran con la gente del pueblo para ver si a alguien le resultaba conocido. En ocasiones, los parecidos son sorprendentes —añadió, mirando de nuevo a Paula con una sonrisa.
—¿Y ha descubierto ese retrato en una de las tiendas? —preguntó Pedro.
—No. Eso habría sido muy fácil. Se encontró con un hombre mayor, que le dijo que a lo mejor había visto una foto del doctor Chaves, pero que no recordaba dónde. El tío Bernie envió a la familia para investigar y hacer preguntas y...
—¿Todo esto pasó mientras estábamos en el viejo molino? —quiso saber Pedro.
—Todo. Creo que mi familia ha caído sobre Janes Creek como una plaga de langostas.
—¿Y dónde encontraron el retrato? —preguntó Paula.
—En casa de una ancianita que lo compró hace treinta años por cincuenta pavos en un mercadillo.
—¿Cuánto? —quiso saber Pedro.
—Cincuenta...
—No, me refiero a que cuánto me ha costado a mí.
—Doce de los grandes.
—¿¡Qué!? —exclamó Paula.
—Esa mujer es dura de roer —comentó Facundo, que se lo estaba pasando pipa—. Además, necesita reparar el tejado.
—Te pagaré... —dijo Paula, pero se interrumpió al ver la mirada que le echaba Pedro.
—A ver, ¿qué parentesco tiene ese hombre con los Chaves, qué lugar ocupa en el árbol genealógico? —quiso saber Pedro.
—Todavía no lo he averiguado. Buscaré información esta tarde y os lo contaré todo durante la cena.
—¿Así que no sabes si hay más miembros de la familia Hanleigh en el pueblo? —preguntó Pedro con un deje desafiante.
—Aún no —respondió Facundo con tranquilidad y un leve deje socarrón.
Paula clavó la vista en la comida. Estaba tan ocupada pensando en lo que le había contado Penny que no tenía tiempo para reflexionar sobre la búsqueda del descendiente de un hombre que podía ser su pariente o no.
Cuando acabaron de comer, Pedro le preguntó si estaba preparada para ir a la joyería.
En un primer momento, no supo de qué le estaba hablando y se limitó a mirarlo sin decir nada.
Pedro le sonrió y la miró con un brillo alegre en los ojos.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo él con una nota seductora en la voz antes de mirar a Facundo —. Paula y yo vamos a...
—Echar una siestecita —concluyó Facundo.
—Buena forma de decirlo, sí —comentó Pedro mientras retiraba su silla y extendía un brazo hacia Paula—. Gracias por el almuerzo. Nos veremos durante la cena
CAPITULO 27 (SEGUNDA PARTE)
Una vez en la librería, a Paula le agradó comprobar que a Pedro no le importaba revisar las cajas polvorientas para sacar libros descatalogados y panfletos locales. Descubrió un libro de cocina editado en los años veinte por las mujeres de la iglesia local.
Lo hojearon y al ver que no había contribuido nadie apellidado Janes, Paula dijo que no les servía. Sin embargo, Pedro replicó que una persona nunca sabía de dónde iban a salir sus parientes. Paula hizo ademán de preguntarle a qué se refería, pero Pedro se alejó. Se fue a hablar con el propietario de la librería mientras ella revisaba los estantes con los libros dedicados a la historia de la joyería. Escogió uno bien grande que versaba sobre Peter Carl Fabergé.
Salieron de la librería con una caja llena de libros, que Pedro dejó en el Jeep que le había requisado a Facundo.
—¿Crees que ha tenido que andar?
—¿Quién? —preguntó Pedro.
—Facundo. Lo dejaste en el antiguo molino sin medio de transporte. ¿Crees que ha tenido que volver andando... adonde sea que haya ido?
—Seguramente ha llamado a Penny para que lo recogiera —contestó Pedro.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando para ti? —Volvían a cruzar la calle.
—Desde que empecé a trabajar para mi padre.
—¿Y tu padre renunció a ella para que trabajara para ti?
—¿A qué vienen todas estas preguntas?
—Solo quiero saber cómo es tu vida, nada más.
Pedro se detuvo delante de una tiendecita con ropa muy mona en el escaparate.
—Cuando mi padre me obligó a trabajar para él, Penny dijo que iba a ayudarme. Mi padre no quería renunciar a sus servicios, pero ella amenazó con dimitir si no la dejaba, y como ella sabe más del negocio que él, eso sí que no podía permitirlo.
—¿Por qué insistió tanto en trabajar para ti?
—Supongo que me tenía lástima. Acababa de llegar de Hollywood y me enfrentaba a todo con métodos físicos. Me costaba recordar lo que había aprendido en Derecho.
—¿Y la señora Pendergast te tomó bajo el ala y te cuidó como una madre?
Pedro resopló.
—Me daba tirones de orejas a todas horas. Me hacía pensar. De hecho, hizo que me olvidara de la rabia que sentía hacia mi padre para poder cumplir con el trabajo. El primer año fue infernal. ¿Te gusta?
—¿Que tu primer año fuera malo?
—No. Me refiero a la camisa. Y a los pantalones. Creo que te quedarían genial.
—Y si me los pruebo, no podría interrogarte, ¿no?
—No quiero tener que enfrentarme contigo en un tribunal. —Le puso la mano en la espalda y la instó a ir hacia la puerta.
Pasaron dos horas yendo de tienda en tienda.
Aunque Pedro había dicho que no le gustaba ese tipo de actividad, era maravilloso comprar con él. Se sentaba y esperaba mientras Paula se probaba la ropa, y le daba su opinión sobre cada prenda.
Sin embargo, aunque parecía prestarle toda su atención, en dos ocasiones lo pilló hablando por el móvil, y en ambos casos la miraba con el ceño fruncido. Le preguntó qué pasaba.
—Estoy cerrando un trato. ¿Estás lista ya para comer?
Cuando Paula se volvió, recordó todo lo que se les avecinaba, sobre todo el juicio por el divorcio.
—Claro —contestó mientras Pedro le abría la puerta y la sujetaba para que pasara.
No obstante, nada más salir a la calle, el móvil de Pedro volvió a sonar.
—¡Joder! —masculló al mirar la pantalla—. Es Penny. Tengo que... —La miró, como si le pidiera permiso.
—Cógelo —le dijo ella—. Nos vemos en el restaurante.
Sin embargo, vio algo en el escaparate de una tienda de antigüedades al otro lado de la calle que le llamó la atención.
Era el brazo de la señora Pendergast, que le hacía señas con una mano mientras que con la otra sujetaba el móvil contra la oreja.
Paula miró la espalda de Pedro y después volvió a mirar a la señora Pendergast. Le hacía señas para que entrara en la tienda. Necesitaban hablar.
—Nos vemos dentro de media hora en el restaurante —le dijo a Pedro, y este asintió con la cabeza mientras respondía el teléfono con el ceño fruncido.
Paula cruzó la calle a toda prisa.
***
Había sido muy sencillo conseguir el número del cuartel general de Industrias Alfonso; sin embargo, no resultaría tan sencillo conseguir que el jefe en persona se pusiera al aparato. Juan sopesó la idea de decirle a quienquiera que cogiese el teléfono que era un asunto de vida o muerte. Así mantendrían la verdad entre Alfonso y él. No obstante, la estirada que acabó contestando el teléfono tras una larga sucesión de secretarias hizo que mascullara la verdad.
—No puede llamar y esperar que le pasemos con el señor Alfonso —le dijo con superioridad y con un deje burlón. Era evidente que se consideraba una mujer cultivada mientras que él solo era un paleto.
Juan ya estaba harto de toda esa gente.
—Dígale que soy el hombre que quiere casarse con su mujer.
La secretaria guardó silencio un instante, pero después adoptó un tono seco y eficiente.
—Veré si está disponible.
En un abrir y cerrar de ojos, Salvador Alfonso se puso al teléfono.
—Así que tú eres Juan Layton.
—Parece que es imposible guardar un secreto —repuso Juan.
—Si quiero saber qué se cuece, nadie es capaz de ocultarme nada. Bueno, ¿qué trama Lucia ahora?
—Quiero zanjar este asunto entre tú y yo.
—¿Con lo de «asunto» te refieres a un divorcio? —preguntó Salvador.
—Sí, me refiero a eso.
—Layton, no te has caído de un guindo —masculló Salvador con un tono que solía intimidar a los demás—. Estamos hablando de algo más que calderilla.
Juan no se sintió intimidado en lo más mínimo.
—Quédate tu dinero —gruñó—. Quédate hasta el último centavo.
—Una idea interesante. ¿Y qué pasa con el dinero que me robó?
—¿Te refieres al dinero que de forma tan conveniente dejaste a la vista para que ella lo encontrara?
Salvador soltó una carcajada.
—A Lucia siempre le han gustado los hombres listos.
Juan no replicó. Cuando Lucia le contó que había visto «accidentalmente» el portátil de su marido conectado a su cuenta bancaria, Juan supo que Alfonso quiso que ella lo viera. Lucia dijo que había cinco millones en la cuenta y que ella se llevó tres y medio. Juan admiraba su contención.
También le dijo que era muy raro que Salvador dejara el portátil donde ella pudiera verlo. «Debía de estar muy estresado», comentó ella en su momento. Y lo dijo con voz culpable, indicando que se sentía mal por lo que había hecho. La idea de que la mitad de la fortuna de Alfonso le pertenecía no parecía ni habérsele pasado por la cabeza.
Si Alfonso había dejado el portátil conectado a su cuenta, lo hizo por un motivo concreto. Si Lucia fuera otra clase de mujer, Juan habría pensado que Alfonso sospechaba que tenía una aventura y que quería saber adónde iba con el dinero. Sin embargo, conforme Juan se enteraba de más cosas acerca de Lucia, pensó que cabía la posibilidad de que Alfonso le estuviera dando la libertad a su mujer.
Tal vez Alfonso creía que había fracasado con su hijo, de modo que ya no necesitaba a Lucia para controlarlo. Si había algo en lo que Juan era un experto, era en el dolor y el placer que ofrecía la familia. Quería a su hijo con toda el alma, pero a veces su nuera lograba que ardiera en deseos de desheredarlo.
—Bueno, ¿cómo está Pedro? —preguntó Salvador, rompiendo el silencio. El deje de su voz le comunicó muchas cosas a Juan. Ese hombre quería mucho a su hijo.
—Es un buen chico —contestó—. Lo has criado bien.
En ese momento fue Salvador quien guardó silencio antes de decir:
—Lucia puede quedarse el dinero y le concederé el divorcio... y seré justo con ella.
Juan inspiró hondo.
—Si con eso te refieres a darle más millones, ¡ni se te ocurra! Resérvalos para Pedro... y para ese otro hijo tuyo que he visto por el pueblo. Parece que su madre es tu antigua secretaria. Debió de ser un arreglo muy conveniente para ti.
Salvador soltó una carcajada.
—Layton, si alguna vez quieres un trabajo, es tuyo.
—No, gracias —replicó Juan, que colgó con una sonrisa
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