domingo, 3 de abril de 2016
CAPITULO 16 (SEGUNDA PARTE)
—Hola —dijo Pedro en voz baja mientras abría la puerta de acceso al garaje de Paula. La encontró inclinada sobre una recia mesa de trabajo, observando un objeto que parecía estar hecho de oro a través de una lupa iluminada—. No quiero molestarte, pero me gustaría disculparme contigo por lo de anoche.
—No hace falta —replicó ella sin levantar la cabeza.
—Sí que hace falta. Fui muy grosero y... y supongo que quería protegerte, nada más.
—Igual que Ruben —masculló Paula. Lo que le faltaba, dos hermanos...
Pedro estaba examinando la enorme estancia y todo lo que contenía. Había tres estanterías llenas de cajas, lo que parecían dos microondas, una enorme caja fuerte en un rincón, una mesa con un ordenador y un enorme montón de archivadores, y tres mesas de trabajo donde había más herramientas que en la tienda de Juan.
—Menudo taller... —comentó—. ¿Necesitas todo esto para diseñar y fabricar joyas?
—Todo lo que ves. De hecho, necesito una mesa para los esbozos, pero no tengo espacio y acabaría ensuciándose.
En opinión de Pedro, lo que necesitaba era luz natural. En la puerta del garaje había tres ventanitas y en la pared opuesta a la puerta había otra más. Aunque era de noche, le gustaría ver las estrellas.
Paula levantó la cabeza y lo miró de arriba abajo.
—¿Qué has estado haciendo?
—Fui a la tienda de Juan Layton y acabé ayudándolo a desembalar el material.
—Tienes... —Se llevó una mano a la cabeza.
Pedro levantó una mano para quitarse tres trocitos de espuma de embalaje.
—Estoy lleno de estas cosas. Juan me ha hecho barrer el suelo y almacenar las cajas dobladas antes de irme. —Se acercó a la silla de la mesa del ordenador y se dejó caer en ella—. No estaba tan cansado ni después de escalar el Everest.
—Has tenido una vida muy emocionante. —Paula estaba usando una lima diminuta para pulir lo que parecía un anillo sujeto por un tornillo de banco acolchado. Debajo había extendido un paño negro para recuperar el oro en polvo.
—De momento, las emociones que estoy experimentando en Edilean superan a todas las demás. Entre tu hermano, que vendrá a por mí con una escopeta cuando recuerde dónde me vio; el sheriff, que quiere que me dedique a rescatar turistas; y Juan, que me ridiculiza porque no sé lo que es una limadora orbital, mi padre me parece un santo.
Paula se rio.
—Lijadora orbital. Una limadora es otra cosa.
—Et tu, Brute?—replicó Pedro al tiempo que se llevaba una mano al corazón.
—Es para ponerte al día de todo —dijo ella con una sonrisa.
Pedro estaba observando los papeles y los archivadores que se amontonaban en la mesa.
—Hablando de ponerme al día, ¿qué es todo esto?
Paula gimió.
—Dinero. Facturas. La cruz de mi existencia. Antes tenía una secretaria a media jornada que me llevaba la contabilidad al día, pero se casó y abandonó el trabajo.
—¿Ya se ha quedado embarazada? —le preguntó él—. Esa parece ser la ocupación principal en este pueblo. Deberíais suscribiros a la televisión por cable.
—Deberías dejar de ver la televisión —replicó Paula—. Lo otro es más divertido.
—Tendrás que enseñármelo algún día —susurró Pedro.
Paula lo miró, sorprendida, pero él se había colocado los archivadores en el regazo y estaba ojeando las etiquetas.
—¿Te importa si les echo un vistazo? Sé un poco sobre cómo organizar la contabilidad y eso.
—Si no te molesta ver mis increíbles ingresos y todo lo que me gasto en alimentación y diamantes, adelante. —Paula había intentado hablar a la ligera, pero en realidad acababa de contener el aliento. Jamás había permitido que un hombre que no fuera su padre examinara su contabilidad. El éxito de su negocio era el causante de sus rupturas sentimentales.
Sin embargo, Pedro era distinto. Eran amigos. La idea estuvo a punto de hacer que se atragantara.
—¿Has dicho algo? —le preguntó él.
—No, nada.
—¿Estas facturas están ya contabilizadas?
—No, hace semanas que no lo actualizo. Mi asesor va a matarme.
—¿Te importa que lo haga yo? —preguntó Pedro al tiempo que señalaba el ordenador con un gesto de la cabeza.
Paula se encogió de hombros. Que mirara si quería. Aguzó el oído mientras él se acomodaba en la silla y se ponía manos a la obra con los archivadores. Lo escuchó teclear, y lo vio inclinado sobre los papeles cada vez que alzaba la vista. Estaba segura de que si alguien supiera lo que estaba haciendo, le diría que era idiota por permitir que un hombre al que no había visto desde que era pequeña le pusiera al día la contabilidad, pero al margen de cualquier otra cosa que pudiera pensar de Pedro, confiaba en él.
Habían pasado casi dos horas desde que Pedro volvió y a esas alturas estaban juntos en la cocina. Pedro había usado su programa de contabilidad, aunque había insistido en que ella introdujera la contraseña, y había examinado el trabajo realizado por su antigua secretaria. Después, le había preguntado si podía ponerle la contabilidad al día y ella le había dicho que sí. Tras unas cuantas preguntas sobre algunas empresas y sobre algunas facturas, habían seguido trabajando en silencio.
En resumen, había sido muy agradable trabajar con él en el taller. Tal como sucedía cuando eran niños, parecían formar un buen equipo.
—No me puedo creer que hayas ido hasta Williamsburg para traer carne a la barbacoa —comentó Paula después de sacar la comida del frigorífico.
Como era habitual en ella, no había pensado en la cena. Así que le había sorprendido, y encantado, que Pedro dijera que había llevado comida a casa.
Ella sonrió al escucharlo usar la palabra «casa». Como si él también viviera allí.
—Juan me explicó que había una carretera secundaria, así que no he tardado nada —replicó Pedro, tras lo cual se miraron y se echaron a reír—. No he superado el límite de velocidad y no me he salido del asfalto. —Miró el reloj. Era tarde.
—Parece que has conectado con Juan.
Pedro tardó un rato en replicar mientras se mantenía ocupado sirviendo la ensalada de col en los platos y llevándolos a la mesa.
—Sabe que Lucia es mi madre.
—¡Venga ya! —exclamó ella
—En serio. Se percató del parecido nada más verme. Pero le he jurado no decirle a mi madre que lo ha descubierto todo.
—Y supongo que ella tampoco quería que se lo dijeras a Juan.
—Exacto. Ahora estoy entre la espada y la pared —dijo Pedro mientras la miraba desde el otro lado de la mesa. Le había gustado mucho pasar la tarde en su taller de trabajo, pero prefería pasar más tiempo en el exterior, ya fuera de día o de noche. El garaje reconvertido en taller de joyería era demasiado agobiante para él—. Juan no necesita ese espacio tan grande que tiene en la parte posterior de la tienda. Las ventanas están orientadas al bosque. Dice que Maria jamás lo usará y que entiende por qué. Admira mucho su habilidad para reparar herramientas eléctricas y la pondría a trabajar sí o sí.
Paula alargó un brazo para quitarle un trocito de espuma de embalar que llevaba enganchado en la camisa.
—Tengo la impresión de que llevo cosas de esas por todos lados. ¿Te importa...? —le preguntó al tiempo que se apartaba la parte posterior del cuello de la camisa.
Paula se levantó y le sostuvo el cuello de la camisa sin llegar a tocar su piel. Al mirar, solo vio su piel bronceada. Y sus músculos.
—Ni uno solo —le dijo.
—¿Estás segura? Me pica todo el cuerpo. Debería haberme duchado antes, pero tenías la luz encendida y quería verte.
—La cogió de la mano y le besó la punta de los dedos—. ¡Vaya, lo siento! —exclamó mientras la soltaba—. Vas a casarte pronto así que llevas el cartel de «No tocar».
Paula frunció el ceño y se sentó.
—Qué va. Todavía no me lo han pedido, y aún no he aceptado.
—¿De verdad te gusta ese tío?
—Es buena gente —contestó ella, pero no quería hablar de David—. ¿Qué planes tienes para mañana?
—Según Juan, voy a ser su esclavo. Paula, si quieres la tienda que supuestamente iba a ser para Maria, puedo conseguírtela. Le diré a Juan que te la dé como regalo de boda. Libre de alquiler durante tres meses y a una mensualidad razonable después.
—Mi garaje me va de maravilla. Además, ¿por qué iba a hacerme un regalo si quien va a casarse es él?
—No me refería a su boda, sino a la tuya. A tu boda con David. Es un hombre, y querrá un sitio para guardar el coche. O para guardar una de esas furgonetas que usan las empresas de catering. Vendrá a vivir contigo, ¿no? No creo que gane tanto como para permitirse una casa como esta. Pero, claro, tus ingresos del año pasado fueron bastante buenos. ¡Felicidades! Tu tienda es un éxito.
Lo que Pedro decía sonaba maravilloso. Genial. Pero, de algún modo, la irritó. No había pensado en la posibilidad de que David llegara con un montón de cosas. Era el dueño de cinco enormes furgonetas y de muchos utensilios de cocina gigantescos. Vivía en un apartamento pequeño y había alquilado una cocina industrial. Sin embargo, también cocinaba en su casa. Un domingo por la tarde que ella fue a recogerlo, acabó ayudándolo a preparar diecisiete kilos de ensalada de atún. Acabó oliendo tan mal que se vio obligada a dejar la ropa en remojo antes de meterla en la lavadora.
—David y yo no hemos hablado hasta ese punto —reconoció—. La verdad, es Carla quien dice que voy a recibir una propuesta matrimonial, pero es que ella ve a todos los hombres como maridos en potencia. Incluso sugirió que contigo podría...
—¿Conmigo? —Pedro puso los ojos como platos—. ¿Carla y yo? Es mona. ¿Crees que aceptaría salir conmigo?
Paula lo miró con expresión pensativa y de repente tuvo la impresión de que la estaban manipulando, aunque no supo cómo.
—¿Estás tramando algo?
—Solo intento ser tu amigo, nada más. Me lo paso bien a tu lado y quiero echarte una mano para que no me des la patada. Edilean es un lugar aterrador.
Kim no pudo evitar reírse.
—¡Lo será cuando mi hermano recuerde dónde te ha visto antes! En aquel momento, no entendí por qué te tapabas la cara. ¿De verdad estuviste a punto de matarlo?
—Sí —reconoció—. Casi me da un infarto. Allí estaba yo, en Marruecos, intentando recortarle tiempo a Jake Jones con Ernie, mi mecánico, que era quien llevaba el mapa. Tomé una curva cerrada y apareció un tío cruzando la calle con un burro tan cargado de cajas que el pobre tenía las patas dobladas por el peso.
—Típico de Ruben, sí —comentó ella.
Pedro se levantó y fingió estar sentado tras el volante.
—Antes de tomar la curva, me di cuenta de que había gente gritándonos algo en árabe. No sé tú, pero mi árabe es bastante limitado. Solo sé decir «no» y «gracias». ¿Cómo iba a saber que nos estaban advirtiendo de que un médico estadounidense al que le faltaba un tornillo estaba deambulando por el trazado del rally?
—¿El tuyo era el único coche?
—¡Joder, no! Íbamos detrás de Jake. No había manera de adelantarlo. Le había hecho algo al sistema de inyección, pero no conseguí averiguar qué era exactamente. Cada vez que me acercaba a él, cambiaba de marcha y se alejaba, lanzándonos una lluvia de piedras. Me dejó la luna delantera hecha un desastre. —Pedro se inclinó, sin soltar el volante invisible—. En fin, que allí estaba yo gritándole a Ernie, porque en un rally hay que hablar a grito pelado, que qué era lo que nos decía toda esa gente, y él va y me suelta que como no disminuya la velocidad me voy a cargar el sistema de transmisión, cuando de repente, ¡pum!, aparece ese tío.
—Con un burro —añadió Paula.
—Que se quedó paralizado. El burro tenía dos dedos de frente y supo reconocer el peligro.
—Pero mi hermano no.
—¡Ahí le has dado! Miró hacia el coche que se acercaba a él casi a ciento noventa y...
—Habías aminorado la velocidad para tomar la curva —comentó Paula con solemnidad.
—Sí, lo hice —replicó Pedro, que parecía encantado con su suposición—. Si tu hermano estaba asustado, lo disimulaba muy bien. Se limitó a mirarme con el ceño fruncido como si yo fuera una molestia, y después se volvió para tirar de la cuerda del burro.
—¿Cuándo pasó todo esto?
—En el año 2005.
—¡Por Dios! —exclamó Paula—. Eso fue poco después de que su novia de toda la vida lo dejara. Seguro que estaba en la fase aquella en la que su vida le importaba un pimiento.
—Yo me sentiría igual si me echaras de tu vida y me dijeras que no volviera jamás —comentó Pedro, aunque se apresuró a retomar el relato—. Cuando grité, Ernie alzó la vista del mapa y se puso a chillar como una nenaza. Yo pegué un volantazo a lo bestia y pisé el freno a tope, vamos, que casi volcamos.
Paula lo escuchaba sin dar crédito a que hubiera dicho que se sentiría fatal si lo echaba de su vida.
—Supongo que... —comentó ella.
—Tu hermano se limitó a quedarse allí plantado, observándolo todo. Durante décimas de segundo nos miramos a los ojos, y tuvimos tiempo para vernos perfectamente. Fue una de esas ocasiones en las que el mundo parece detenerse. El burro se desplomó por el miedo y por eso se rompieron las cajas que llevaba encima.
—Y Ruben...
—Cuando conseguí enderezar el coche y ponerlo en la dirección correcta, tu hermano estaba hecho una fiera, despotricando contra nosotros. —Pedro se llevó una mano al corazón—. Te juro que es verdad, pero lo que yo quería era bajarme para ver si el burro estaba bien. No sabía que el contenido de las cajas fuera tan importante. Y entonces Ernie dijo: «¡Madre mía, es americano! No te pares o hará que nos detengan. ¡Corre, corre! Písale a fondo, tenemos que largarnos de aquí.» Y eso hice.
—¿Ganaste la carrera?
—Claro que no. La transmisión se fue al suelo ochenta kilómetros más adelante, en mitad de la nada. Estábamos tan alejados de la civilización que fueron a buscarnos en helicóptero.
Paula lo miró mientras él se sentaba de nuevo. No pudo evitar recordar al niño que se subió en su bicicleta.
—Estoy de acuerdo —dijo.
—¿En qué? —quiso saber él.
—Cuando mi hermano recuerde dónde te ha visto, irá a por ti con una escopeta.
—Eso no me sirve de mucho —comentó Pedro con una sonrisa—. Quiero que estés de mi parte.
—Lo estoy. Seguro que Ruben estaba al tanto del rally y quería pelea. En aquella época, llevaba tanta rabia en su interior por culpa del abandono de su novia que seguro que buscaba una forma de desahogarse.
Pedro se puso serio.
—Estuvo en un tris de acabar muerto.
Paula sonrió.
—Gracias por haberlo evitado. Gracias por no atropellarlo y gracias por reponer todos sus suministros. Si no fueras tan buen conductor de coches, los tres podríais haber muerto... sin contar al burro.
Se miraron un instante y Paula experimentó nuevamente la atracción. Era como si su cuerpo la atrajera con una especie de fuerza magnética que pasaba de él a ella, y vuelta a empezar. Paula sentía la atracción, el hormigueo, el deseo que los embargaba.
Su cuerpo se acercó a él de forma inconsciente. Quería que la abrazara y la besara. Vio que Pedro le miraba los labios y que sus ojos se oscurecían con una expresión... ardiente.
Sin embargo, al cabo de un segundo, él se apartó y el hechizo desapareció.
—Es tarde —lo oyó murmurar—. Y Juan... en fin, hasta mañana. —Salió de su casa en un abrir y cerrar de ojos.
Paula se sentó en una silla. Se sentía como si fuera un globo al que le hubieran soltado el nudo. Desinflada. Pero lo peor era que se sentía derrotada.
Pedro entró en la casa de invitados preso de los temblores.
En la vida había deseado a una mujer tanto como deseaba a Paula, pero el problema era que también sentía algo por ella.
No quería hacerle daño, no quería...
Se sentó en el borde del colchón y llamó a Penny.
—¿Te he despertado? —preguntó.
Ella titubeó. Pedro nunca se había interesado por los hábitos de sueño de su secretaria.
—No —respondió Penny, mintiendo.
—¿Has averiguado algo sobre el dueño de la empresa de catering?
—Solo su nombre, pero he enviado a mi hijo a Edilean para ver qué puede descubrir.
—¿Cómo es tu hijo?
—¿Qué importancia tiene eso? —quiso saber ella.
—Hay una chica, Carla, que trabaja para Paula y que va detrás de cualquier hombre medianamente atractivo que se presente en la tienda. Resulta que sabe algo sobre un zafiro perdido. Creo que está relacionado con el tío de la empresa de catering y quiero llegar al fondo del asunto. ¿Crees que tu hijo podrá encargarse de eso?
—Sin problemas —respondió Penny, que parecía encontrar muy gracioso todo el asunto—. ¿Qué más has averiguado?
—No mucho, solo que a Paula le va muy bien con su tiendecita.
—¿Lo bastante como para que este hombre le haya echado el ojo?
—Sí —contestó Pedro. Ambos sabían mucho sobre lo que una persona era capaz de hacer con tal de conseguir un negocio lucrativo.
—¿No te parece posible que el tal David esté enamorado de la preciosa Paula?
—Puede que lo esté, pero te aseguro que como la toque, voy a por él.
—Vaya, vaya —replicó Penny.
—¿Cómo va lo de tu familia en Janes Creek?
—Todos están encantados con el fin de semana a gastos pagados. Pero te advierto que ni tu padre sería capaz de pagar los gastos que mi tío Bernie cargará al servicio de habitaciones.
—Tranquila. Me estoy acostumbrando a las relaciones familiares. Mi madre y su nuevo...
—¿Su nuevo qué? —preguntó Penny, maravillada por el hecho de que estuvieran manteniendo una conversación que incluyera su propia vida.
—El hombre con el que planea casarse. He estado trabajando para él.
—¿Te ha ofrecido un buen seguro dental? —preguntó Penny, disimulando la sorpresa.
Pedro resopló.
—No me paga con dinero, sino con consejos. Cientos de consejos.
—¿Buenos o malos?
—Depende del resultado, que todavía está en el aire. Tengo que buscar una excusa convincente para acompañar a Paula a Maryland.
—¿Vas a pedirle permiso para ir? —La sorpresa se convirtió en pasmo.
—Sí —respondió Pedro—. No puedo seguir hablando. Juan quiere que llegue al trabajo a las siete en punto. Voy a fijar unas estanterías a la pared. Me muero de ganas...
—Yo, bueno... —Penny no sabía qué decir, de modo que le dio las buenas noches y colgó—. Creo que me gusta Edilean —comentó mientras volvía a la cama.
CAPITULO 15 (SEGUNDA PARTE)
Pedro pasó la noche casi en vela, y cuando se levantó a la mañana siguiente, Paula ya se había ido al trabajo. Su coche, el viejo BMW que Penny le había comprado, estaba en el camino de entrada. Quería ver a Paula. Pero si la veía, no sabía muy bien qué iba a decirle. Su mente seguía sin asimilar que tenía novio. Un novio «formal».
Sin pensar en lo que hacía, Pedro se montó en el coche y empezó a conducir. Su primer impulso fue hacer algo físico.
Eso era lo que hacía cada vez que su padre le exigía demasiado. Escalar, correr, conducir, esquiar, surfear o patinar. Daba igual, siempre y cuando la actividad lo dejara demasiado cansado como para pensar.
Sin embargo, no puso rumbo a la reserva, no buscó un lago ni un acantilado. Cuando se dio cuenta, se encontraba en el aparcamiento de la tienda de bricolaje de Juan Layton.
Se quedó sentado en el coche, con la vista clavada en la fachada de ladrillo mientras se preguntaba qué narices hacía allí. Alguien abrió la puerta del coche, pero no le sorprendió ver a Juan.
—Has llegado justo a tiempo. Tengo que comprobar el inventario. Tú abres las cajas, sacas las cosas y yo las tacho de la lista.
—Tengo que... —No se le ocurrió otro lugar donde tuviera que estar—. Claro. Pero te advierto que no distingo una sierra de un martillo.
—Yo sí, así que no pasa nada. —Juan sostuvo la puerta abierta mientras Pedro salía del coche—. Ayer parecías contento. Ahora parece que el mundo se te ha caído encima. ¿Paula te ha echado de casa?
Pedro no estaba acostumbrado a revelar lo que pensaba a los demás, mucho menos lo que sentía, y no iba a empezar a hacerlo en ese momento. Pero tal vez mover cajas de herramientas lo ayudara a liberar energía.
—Así que me suelta sin más que tiene novio —dijo Pedro.
Habían pasado cuatro horas y estaba cubierto de sudor, de polvo y de espuma de embalaje, cuyo inventor debería ir directamente al infierno. Pedro le había contado a Juan la historia de cómo conoció a Paula de niño, y una cosa lo llevó a otra, hasta que se encontró contándole más de lo que quería.
Mientras hablaba, descargó sin ayuda lo que se le antojaban cientos de cajas de cartón y de plástico llenas de herramientas y otros suministros. El hecho de que no hubiera estanterías en las que ponerlo todo no parecía molestar a Juan Layton en lo más mínimo. Claro que parecía muy tranquilo sentado en un sillón de cuero, tachando cosas de una lista según Pedro abría cajas. Juan le dejó claro su desdén al enterarse de que no sabía distinguir entre un destornillador con punta de estrella de uno plano.
—Mi hija sabe... —dijo Juan de nuevo. Según él, su hija era capaz de dirigir el mundo.
—Vale, pero yo sé contratar a un mecánico para que las máquinas sigan funcionando —lo interrumpió Pedro, harto. Eso pareció quebrar algo en su interior y, acto seguido, se puso a hablar de Paula—. No lo entiendo —dijo al sacar una herramienta eléctrica de una caja. Parecía un uómbat de plástico.
—Limadora —dijo Juan—. Mira si están los accesorios.
Pedro metió la cabeza en la caja y los trozos de espuma de embalaje se le pegaron al pelo y se le colaron por el cuello de la camiseta. De inmediato, pensó en la película de Frankenstein y quiso gritar «¡Está vivo! ¡Está vivo!».
—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Juan.
—Vine para ver a Paula. Nos lo pasamos genial de niños. Vamos, ella solo era una niña y yo un preadolescente, pero... La ayudé con sus joyas. Me pregunto si ahora tendría esa tienda de no haber...
—¡Mentiroso! —exclamó Juan.
Pedro sacó la cabeza de la caja. Estaba cubierto de trocitos de espuma de embalaje.
—¿Cómo has dicho?
—Viniste para preguntarle a tu madre por mí.
Pedro abrió la boca, pero fue incapaz de articular palabra mientras miraba a Juan.
—No pongas esa cara. Te pareces a mi Lucia, hablas como ella. ¿De verdad me creísteis tan tonto como para no ver el parecido?
—Yo... Nosotros...
—Quieres averiguar cómo soy —continuó Juan—. Eso es lo que haría un buen hijo. Lucia merece que la protejan. Pero te lo advierto, chico, si le dices que sé quién eres, te demostraré lo que puede hacer una sierra mecánica.
Pedro parpadeó varias veces. Su madre lo había obligado a prometerle que no le hablaría a Juan de ella y en ese momento Juan quería que no le contase que ya estaba al tanto.
—¿Has encontrado ya los accesorios? —gruñó Juan.
—No... —contestó Pedro en voz baja, sin dejar de mirarlo boquiabierto.
—¡Pues ponte a ello! —exclamó Juan—. ¿Quieres que los busque yo?
Pedro volvió a meter la cabeza en la caja de cartón, encontró dos cajitas más pequeñas y las sacó. Cuando levantó la cabeza, miró a Juan con expresión interrogante. ¿Cómo iba a ser su relación a partir de ese momento?, se preguntó.
Juan tachó en la lista los accesorios que Pedro tenía en las manos.
—Así que has venido para comprobar que tu madre no se había vuelto loca cuando dijo que quería casarse con un don nadie que tenía una tienda de bricolaje.
Dado que eso lo resumía bastante bien, Pedro asintió con un gesto brusco de la cabeza.
—Y creías que ya de paso podías ver a Paula, por aquello de que ibais a estar en el mismo sitio.
—Vi a Paula primero —lo rectificó Pedro, a la defensiva, mientras abría otra caja.
—Solo por la boda y porque te distrajeron.
—Te he contado demasiado —masculló Pedro.
—¿Qué has dicho? —preguntó Juan.
Pedro lo miró.
—He dicho que te he contado demasiado. Sabes demasiado. Ves demasiado.
Juan se echó a reír.
—Eso es porque he criado a dos hijos solo. ¡Lo que tuve que pasar con mi hija! Juan no me dio problemas. Cuando empezó a quedarse en el cuarto de baño más tiempo de la cuenta, le di unos condones. No tuve que decirle nada. Pero con Maria... Me plantó cara a cada paso del camino. Bueno, ¿quién es tu padre?
Pedro se mordió la lengua justo antes de contestar. ¿Podía confiar en ese hombre al que apenas conocía? Sin embargo, Juan tenía algo que generaba confianza. La expresión «un hombre decente» la habían creado a su medida.
—Salvador Alfonso —respondió Pedro.
Por un instante, Juan pareció sorprendido, aterrado, impresionado y espantado... Pero después se recuperó.
—Eso lo explica todo —comentó—. Así que has venido para asegurarte de que un tío de Nueva Jersey no quiere quedarse con el dinero de tu madre.
—Más o menos. Aún siguen casados. —Miró a Juan a los ojos—. El divorcio va a ser brutal. ¿Te crees capaz de soportarlo?
—Si al final consigo a Lucia, sí, puedo soportarlo.
Pedro ni intentó contener la sonrisa.
—Soy abogado y...
—Y pensar que empezabas a caerme bien...
Pedro gimió al escucharlo.
—No empieces con los chistes de abogados. Me los sé todos. Además, ¿cómo hemos pasado de mis problemas a los tuyos?
—Empezaste a mentirme. Has venido para ver a tu madre, no a Paula. Has dejado sola a esa muchacha todos estos años, y ahora vuelves por otro motivo, ves por casualidad a la niña que dejaste atrás y empiezas a quejarte de que tiene un novio con el que a lo mejor se casa. ¿Qué te esperabas? ¿Que siguiera siendo virgen hasta que volvieras? ¿Tienes hermanos?
—No a todo. ¿Qué es esta cosa? ¿El huevo de una especie extinguida?
—Una lijadora orbital. No pensabas que Paula te esperase, ¿verdad?
—No, claro que no, pero sí sabía... —Volvió a meter la cabeza en la caja para sacar los discos de lija.
—¿Qué sabías?
—Un poco acerca de su vida.
—¿La has estado espiando? —preguntó Joe, con voz espantada.
Pedro se negó a contestar. Eso sería dar muchas explicaciones y no quería verse obligado a defender su actitud.
—¿Cuándo vas a comprar las estanterías?
—Están en esas cajas enormes que hay allí y tú vas a montarlas.
—No, de eso nada —replicó Pedro—. Si necesitas ayuda y no puedes permitírtela, contrataré a...
—¿Con el dinero de Alfonso?
—Tengo mi propio dinero —respondió Pedro, y lo fulminó con la mirada—. ¿De dónde has sacado el dinero para comprar todo esto?
—De treinta años de trabajo duro... y de una hipoteca sobre mi casa de Nueva Jersey. Aunque eso a ti no te importa. Si estás tan enamorado de Paula, ¿por qué estás aquí conmigo? ¿Por qué no estás cortejándola?
—¿Te refieres a conseguir que haga torsiones de espalda en público? —le preguntó, entrecerrando los ojos.
Juan sonrió.
—Así que te has enterado, ¿no? Lucia sabe bailar en barra americana. Te aseguro que es capaz de...
—¡No quiero saberlo! —lo cortó Pedro con sequedad.
—De acuerdo —replicó Juan—. Me parece que el problema es que no sabes cómo cortejar a una mujer.
—Estás de coña, tío. He hecho cosas con mujeres de las que tú ni has oído hablar. Una vez...
—¡No me refiero al sexo, chaval! El único sexo que importa es el que hace feliz a la mujer que amas. Aunque hagas un trío con media docena de mujeres guapísimas, si la mujer que quieres no te sonríe en el desayuno, eres un fracasado sexual.
Pedro se quedó en silencio mientras meditaba esas palabras y llegó a la conclusión de que tenía sentido. Se inclinó de nuevo sobre la caja, pero se enderezó al punto.
—Para que lo sepas, un trío es con tres personas, no con media docena. —Y se concentró de nuevo en la caja.
—Consigue que te necesite —dijo Juan al cabo de un momento—. No que te desee, sino que te necesite en lo más hondo de su alma. Ya sea un masaje de pies al final del día o que le arregles el grifo del fregadero, encuentra el hueco en su vida y llénalo.
—¿Mi madre te necesita? —preguntó Pedro con curiosidad.
—Casi no atina a enhebrar sus máquinas de coser sin mí.
Pedro sonrió al escucharlo. Desde que visitaron Edilean por primera vez, su madre había cosido, y jamás había tenido problemas para enhebrar una aguja.
Juan pareció entender su sonrisa.
—Vale, Lucia finge que es incapaz de enhebrar la remalladora o de cambiar las agujas. Pero me explicó cómo rellenar la solicitud de la hipoteca. Incluso me dijo qué ponerme y qué decir cuando fui al banco. Me ayudó a encargar todo lo que hay aquí, y Maria y ella escogieron el color de la pintura y de los azulejos. Lucia hizo las cortinas.
—Parece que la necesitas más que ella a ti.
—¡Ahí le has dado! —exclamó Juan—. Ella me necesita y yo la necesito a ella. Estamos enredados.
—Os compenetráis —lo corrigió.
Juan entrecerró los ojos.
—Puede que tú tengas más estudios que yo, pero yo soy quien tiene a la mujer que quiere.
—Tienes razón. ¿Qué se supone que tengo que hacer con estos trozos de metal?
—Voy a enseñarte a usar un destornillador.
—Y así mi vida estará completa por fin —murmuró Pedro antes de coger una llave de tubo.
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