sábado, 9 de abril de 2016
CAPITULO 3: (TERCERA PARTE)
Cuando Paula hizo una parada para comer, compró un móvil desechable y mandó un mensaje de texto a Karen: «Necesito un lugar donde quedarme y un trabajo.» La conocía lo suficiente para saber que el mensaje la intrigaría.
Y también sabía que, a pesar de los años que hacía que no se veían, su amiga la ayudaría.
Karen respondió casi instantáneamente que se encontraba fuera de la ciudad en aquel momento, pero que se encargaría de todo. Una hora después, la llamó para decirle que todo estaba arreglado y que se alegraba mucho de volver a oír su voz. Con su eficiencia innata, le dijo a Paula que podía quedarse en casa de la señora Wingate, en Edilean, y que le había conseguido un trabajo temporal como ayudante personal de su hermano.
—Pedro necesita a alguien que le organice la vida, aunque no creo que la idea le entusiasme —le explicó Karen—. Te encontraré otro trabajo en cuanto pueda porque debo advertirte que el carácter de mi hermano no es precisamente agradable, nadie se merece el castigo de aguantarlo mucho tiempo. Las tres mujeres que trabajan en su consulta están deseando marcharse, pero Pedro las retiene aumentándoles constantemente el sueldo para que no se vayan. Creo que hasta ganan más dinero que él.
Karen parecía feliz y charlatana, y no tardó en sonsacarle a Paula el origen de sus problemas. De hecho, en cuanto Paula empezó una débil y balbuceante explicación de los motivos de que hubieran perdido el contacto y de que ahora necesitara ayuda, Karen la interrumpió:
—Me alegra que me hayas llamado. Cuando vuelva a casa hablaremos largo y tendido, y podrás contarme tanto o tan poco como quieras. Por ahora, creo que solo necesitas saber que no tienes que seguir preocupándote por nada.
Sus palabras fueron exactamente lo que necesitaba y, cuando colgaron, Paula derramó las primeras lágrimas, aunque sabía que no podía permitirse desfallecer.
Pasó la noche en un motel, pagando en metálico con el dinero que recuperó del lugar donde lo tenía escondido de su padrastro —no podía fiarse de ningún banco de su ciudad natal— y volvió a la carretera antes de que amaneciera.
Cuando ya se encontraba cerca de Edilean, empezó a tranquilizarse pero no demasiado, no podía evitar compararse con Karen y Maria. Ambas tenían la misma edad que Paula, pero ahora disponían de trabajos fabulosos y, gracias a Internet, había descubierto que estaban casadas.
A veces, Paula tenía la impresión de que sus dos compañeras contaban con el apoyo de sus respectivas hadas madrinas, mientras que la suya se había olvidado de ella.
Sacudió la cabeza para apartar una idea tan absurda. Años atrás, cuando su madre dijo que iba a casarse con Arnie, Paula había visto el futuro. En aquel momento cursaba su tercer curso en el instituto y su madre ya estaba enferma.
—Solo se casa contigo para conseguir la custodia de Lisa cuando...
Paula no pudo seguir.
—¿Cuando me muera? —terminó su madre—. Adelante, dilo. Sé lo que está pasando. En cuanto a Lisa, puede cuidar de sí misma. Eres tú quien tiene un problema.
Paula se ofendió por el comentario. ¿No había luchado con todas sus fuerzas para pagarse la universidad? Pero cuando se lo dijo a su madre, esta se burló.
—Eres una soñadora, Paula. Afronta la realidad. ¿Qué estás estudiando? ¡Arte! ¿De qué sirve eso? ¿Por qué no estudias algo que te sirva para conseguir un trabajo? Medicina, derecho... Y si no puedes ser médico o abogado, al menos podrás trabajar para uno.
Paula no supo qué responder.
Su madre murió dos días después de que se licenciara, y apenas tuvo tiempo de llegar a tiempo al funeral. Una vez allí, vio cómo su padrastro no dejaba de lanzar miradas lascivas a su hermana, y eso hizo que decidiera quedarse al menos todo el verano. Nunca se había marchado. Hasta ahora.
Dio la vuelta hasta el lado opuesto del coche y abrió la puerta, pero hizo una pausa antes de tocar el enorme sobre.
¿Realmente estaría dentro el libro en el que se basaba el imperio Treeborne? ¿La estaría buscando la policía? Tenía su ordenador portátil, pero no se había atrevido a conectarse a Internet.
Con su móvil barato tampoco podía conectarse a la Red, así que no sabía cuál era realmente su situación actual.
¿Habrían lanzado a un batallón de agentes federales tras ella? De ser así, ¿cuánto tardarían en seguir el rastro de Paula? No había hablado con Karen desde que se licenciaron, así que no encontrarían ninguna llamada a Edilean.
Paula cerró la puerta del coche y se dijo a sí misma que tenía que devolver el libro. En cuanto llegara a Edilean, se lo enviaría a Gonzalo en un paquete. Quizá, si recuperaban el libro, dejarían de buscarla... si es que la estaban buscando.
Se sentó tras el volante, metió la llave en el contacto y la giró, pero no pasó nada. El motor siguió muerto. «Como mi vida», pensó Paula . Unos minutos antes había pensado que el paisaje era encantador, ahora empezó a parecerle siniestro.
Se encontraba en un camino de grava, que terminaba un par de metros más allá, bloqueando la visión de la carretera principal. Pronto oscurecería, y si se quedaba en el coche nunca la encontrarían.
Miró su teléfono móvil. No captaba ninguna señal. Salió al exterior y rodeó el coche manteniendo el móvil en alto, pero siguió sin captar nada.
Solo podía hacer una cosa: caminar. Abrió el capó y rebuscó entre bolsas y cajas hasta que encontró sus zapatillas de deporte. No es que corriera habitualmente, no podía decirse que fuera una chica muy atlética. En los últimos años, el único ejercicio que había hecho era caminar desde su mesa de trabajo hasta el botellón de agua de la oficina.
Se quitó las preciosas sandalias doradas, se puso unos calcetines tobilleros y se ató los cordones de sus deportivas.
Después se enfundó un cárdigan rosa sobre su fino vestido veraniego; estaba segura de que haría frío antes de poder llegar a Edilean. Volvió a abrir el coche y recogió su bolso y el sobre que contenía el libro. Había dejado su mochila habitual colgada de una de las sillas de la cocina de casa, así que no tenía dónde llevarlo.
Volvió a intentar poner en marcha el coche, pero no lo consiguió, así que recorrió el camino de grava hasta alcanzar la autopista. Las sombras de los árboles eran más oscuras, casi negras. Una ráfaga de viento hizo susurrar las hojas, y Paula intentó arrebujarse con su jersey. Cuando oyó un coche que se acercaba, retrocedió instintivamente hacia las sombras y esperó a que pasara. En su cabeza se agolparon toda clase de terroríficas historias sobre autoestopistas siendo recogidos por asesinos en serie.
Cuando el coche hubo desaparecido, volvió a la carretera diciéndose que se estaba comportando de una manera ridícula. Según Karen, Edilean era el lugar más seguro de la
Tierra. Nunca sucedía nada malo. Bueno, excepto algunos robos en los últimos años, de los que Paula se había enterado gracias a Internet. Pero era mejor no pensar en eso.
Pasaron dos coches más y, en ambas ocasiones, Paula se ocultó entre los árboles y esperó.
—A este paso nunca llegaré a Edilean —dijo en voz alta, y se estremeció ante la visión de estar caminando hasta la medianoche.
Cada pocos minutos se desplazaba hasta el centro de la carretera y volvía a intentar captar señal con su móvil, pero hasta ella misma reconocía que apenas se había alejado un par de kilómetros del coche.
Estaba tan concentrada manipulando su teléfono que no oyó acercarse el coche. Apareció de repente tras una curva, deslumbrándola con sus potentes faros y, por un segundo, Paula se sintió como un ciervo hipnotizado por las luces. ¡El coche se dirigía directamente hacia ella! Podía ver claramente el símbolo de los BMW a pocos metros y lo único que tenía en mente era la mera supervivencia. Tomó impulso con los brazos y se lanzó a la cuneta como un nadador se zambulle en una piscina. Aterrizó de bruces entre un grupo de arbustos y la boca se le llenó de tierra. Se giró rápidamente para observar la carretera, y apenas pudo vislumbrar a un pequeño y brillante BMW plateado aplastar su teléfono móvil y el libro de los Treeborne. Gracias a Dios que llevaba su bolso en bandolera y no lo había perdido. El coche no se detuvo, sino que siguió adelante a toda máquina.
A Paula le dolía todo el cuerpo, cuando se levantó y trastabilleó hasta la carretera para recuperar los restos del móvil y recoger el sobre. Tenía marcas de neumático a todo lo largo y una esquina abierta. Apenas había luz, pero pudo ver que la cubierta del libro estaba rota y varias de las páginas dobladas. No sabía si ya estaba así antes o si había sido culpa del temerario conductor del BMW.
Paula lo trasladó todo a la cuneta, pugnando por contener las lágrimas. De haber devuelto el libro en buen estado, quizá la hubieran perdonado, pero ahora parecía casi destrozado. Acabaría en la cárcel por culpa del gilipollas del BMW.
Mientras se quitaba las hojas del pelo, escupía tierra e intentaba limpiarse los arañazos de brazos y piernas, sabía que la lógica tenía sus fallos, pero si no daba rienda suelta a toda la rabia que acumulaba, se dejaría caer en aquella cuneta y nunca saldría de ella.
Así que empezó a caminar. Y esta vez no se escondería de los coches. Tres vehículos, todos conducidos por hombres, le preguntaron si quería que la llevaran. Su rabia se había ido incrementando a cada paso y los fulminó con la mirada antes de decir que no.
Las piernas la atormentaban, los cortes de brazos y piernas le escocían, y los pies le abrasaban. De hecho, le dolían todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Pero la imagen de un coche de lujo aplastando el libro de los Treeborne la mantenía en marcha. No le costaba imaginar a Gonzalo conduciendo aquel coche; él tampoco miraba nunca atrás.
A Paula le costaba tanto dar un paso tras otro que sentía temblar todo su cuerpo, pero siguió avanzando sin frenar su ritmo... tal como había hecho el conductor del BMW.
Oyó el ruido que surgía del bar antes de verlo. El volumen no sonaba especialmente alto, pero cuando alguien abrió la puerta, se sintió abrumada por la música, una mezcla de rock y country.
Por fin había llegado a la civilización y podría llamar un taxi.
O quizá su nueva casera, la señora Wingate, podría acudir a recogerla. Si Edilean era tan hospitalaria como decía Karen, seguro que alguien la ayudaría.
Mientras esperaba que pasara un coche, lo vio. En el extremo más alejado del parking estaba el BMW plateado que casi la había arrollado, destrozado su teléfono móvil y, probablemente, provocado que Paula tuviera que pasar varios años en la cárcel. Levantó la cabeza, apretó los dientes, encajó el sobre bajo el brazo y cruzó la calle.
Al entrar en el restaurante, las luces la cegaron un segundo, así que permaneció en el umbral para ajustar su visión y echar un vistazo tranquilo a todo el interior. Parecía un lugar agradable, con reservados atestados de gente comiendo enormes cantidades de comida asada. Todo muy norteamericano. A la izquierda podía verse una enorme máquina automática de discos, una pista de baile y algunas mesas en las que hombres y mujeres bebían cerveza de enormes jarras y comían de grandes boles llenos de alitas de pollo.
Paula estaba segura de poder descubrir a la persona que casi la había matado. Durante las últimas millas había estado formando la imagen mental de un rostro alargado, unos ojos muy juntos y unas orejas grandes. Se imaginaba a alguien alto y delgado, y por supuesto rico. La familia de Gonzalo era rica. Si atropellaba a una mujer, se preguntaría por qué se había interpuesto en su camino. ¿Lo llamaría un «atropello veraniego»?
Llegó hasta la barra y esperó a que el camarero la atendiera.
Era joven, rubio y tenía los ojos azules.
—¡Eh, ¿qué te ha pasado?! —le preguntó.
—Casi me atropellan.
El chico pareció preocupado.
—¿Quieres que llame al sheriff?
—No —respondió rápidamente Paula, aferrando con fuerza el libro robado—. Solo quiero saber de quién es el BMW plateado que está aparcado ahí fuera.
El camarero no tuvo tiempo de responder, se le adelantó una mujer sentada junto a Paula.
—¿Ves aquel tipo de la camisa azul?
—¿Seguro que es ese? —preguntó Paula.
—Seguro.
—Señora Garland, no creo que... —apuntó el camarero.
—Ese tipo es un verdadero bastardo, créeme —aseguró la mujer—. Se cree mejor que los demás. Me gustaría que alguna vez lo pusieran en su sitio.
Paula no respondió, solo asintió con la cabeza y se dirigió directamente hacia la mesa. El hombre de la camisa azul le daba la espalda, de modo que no podía verle la cara. Estaba sentado con dos hombres más, cuyos ojos se iluminaron al verla. Paula los ignoró y se situó frente al hombre.
Su primera impresión fue que era impresionantemente guapo, aunque pareciera cansado y triste. En otro momento habría podido sentir simpatía hacia él, pero al ver a Paula compuso una mueca de desagrado, como si estuviera seguro de que la chica iba a pedirle un favor y eso le fastidiara. Fue esa expresión la que acabó de decidirla. Solo quería hablar con él, decirle lo que pensaba y pedirle explicaciones, pero no estaba dispuesta a que encima la tratasen como... er, bueno, como un engorro. No había sido un engorro para nadie desde que consiguiera su primer trabajo a los dieciséis años y se enorgullecía de saber valerse por sí misma.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el hombre con desgana, como si estuviera seguro de que Paula iba a pedirle algo desagradable.
—¿Es usted el propietario del BMW que está aparcado ahí fuera?
Él asintió, y no tuvo reparos en demostrar con su mirada que consideraba a la chica una molestia. Paula reaccionó instintivamente. Se apoderó de una jarra llena de cerveza y se la vació en la cabeza. No de golpe sino poco a poco, por lo que tardó unos cuantos segundos en derramar todo el contenido. Mientras la cerveza fría resbalaba por la cara del hombre, Paula fue consciente de que todos los presentes habían dejado de hablar. Incluso la máquina de discos estaba en silencio, como si alguien la hubiera desconectado.
En cuanto al hombre, se quedó sentado en su silla mirando a Paula, parpadeando sorprendido y desconcertado. Cuando ella acabó de vaciar la jarra, en el restaurante reinaba un silencio absoluto. Paula, satisfecha, contempló durante unos segundos el rostro del hombre empapado de cerveza.
—La próxima vez conduzca con más cuidado. —Dio media vuelta, cruzó resuelta toda la sala y salió al exterior.
Una vez fuera, se detuvo un segundo sin saber qué hacer a continuación. La puerta del bar volvió a abrirse y salió uno de los hombres que estaban sentados a aquella mesa.
—Hola. Me llamo Facundo Pendergast y soy el nuevo pastor baptista de la ciudad. Me da la impresión de que quizá necesite un medio de transporte.
Cuando Paula escuchó cómo el ruido de la sala volvía a recuperar su tono habitual, no se lo pensó dos veces.
—Sí, me iría bien, gracias —reconoció, y siguió al hombre hasta una camioneta verde.
Segundos después se dirigían hacia Edilean.
CAPITULO 2: (TERCERA PARTE)
Paula intentaba controlar su rabia, pero no le resultaba fácil.
Podía sentirla alzándose en su interior como una oleada de bilis surgida directamente de su estómago. Conducía su viejo coche y se encontraba a unos treinta kilómetros de Edilean, Virginia. El paisaje era precioso, con árboles flanqueando la carretera mientras la luz del atardecer jugaba con sus hojas. Su compañera de cuarto en la universidad, Karen Alfonso, le había hablado de Edilean. Ambas, junto a su tercera compañera de cuarto, Maria, se habían reído mucho del retrato que les hacía Karen de la pequeña ciudad, un cruce entre el paraíso y... bueno, y el paraíso.
—Todos sus habitantes se conocen —exclamaba Karen, entusiasmada.
Fue Maria la que le pidió que le explicara mejor ese concepto, y Karen les habló de las siete familias fundadoras, que llegaron a América en el siglo XVIII y fundaron la ciudad.
—¿Y todas siguen viviendo allí? —preguntó Maria con incredulidad.
—La mayoría de nosotros descendemos de esas siete familias y estamos emparentados unos con otros. Y sí, seguimos viviendo allí —respondió Karen, con una cierta prevención que no se le escapó a Maria.
También les explicó que en Edilean no solo vivían componentes de las siete familias, sino que también había «otros» a los que llamaban «recién llegados». Aunque se hubieran instalado en el siglo XIX y llevaran más de cien años allí, seguían siendo «recién llegados».
Cuando las discusiones se centraban en las ventajas —o desventajas— de vivir en una pequeña ciudad, Paula procuraba mantenerse al margen. Disimulaba su silencio llenándose la boca de comida y diciendo que en ese momento no podía hablar, o recordaba de repente que tenía que hacer algo urgente, lo que fuera, con tal de marcharse y no participar en una discusión sobre la madurez y el establecerse lejos del hogar paterno. La verdad es que Paula se sentía avergonzada ante sus dos compañeras.
¡Karen y Maria habían tenido una infancia tan normal...! Oh, siempre se quejaban de alguno de sus padres o de sus hermanos, pero habían crecido en un ambiente protegido y lleno de amor. Paula, no. Su madre había saltado constantemente de un hombre a otro. Y, además, viviendo siempre en una pequeña ciudad tejana dominada por la compañía Treeborne Foods y anclada en la pobreza.
Paula no estaba segura de cómo había empezado a mentir, pero la primera vez que le preguntaron de dónde era, dio el nombre de otra ciudad tejana famosa por sus clubes de campo y sus campos de golf. La conocía tanta gente que el tema quedaba zanjado, y ella nunca se tomaba la molestia de corregir su mentira.
Maria y Karen nunca se dieron cuenta porque siempre habían vivido sin problemas ni apenas preocupaciones, algo que Paula siempre había intentado imaginarse, pero que nunca conseguía. Tenía la impresión de que su vida siempre había sido una huida permanente de muchas cosas o una búsqueda de algo.
Echó un vistazo al enorme sobre que dejara en el asiento del pasajero de su coche, donde destacaba el logotipo de la compañía Treeborne como si fuera un anuncio de neón que se encendiera y se apagase.
El agudo sonido de un claxon la devolvió a la realidad. Su distracción había hecho que el coche se desviara hacia la izquierda e invadiera el carril de los que venían en dirección contraria.
Mientras daba un volantazo para recuperar su carril, vio una desviación pavimentada de grava que desaparecía entre los árboles y la tomó. Rodó por ella unos metros, los suficientes como para que el vehículo quedara oculto para cualquiera que circulase por la carretera y frenó hasta detenerse. Apagó el motor y, por un momento, apoyó la cabeza en el volante, mientras en su mente se agolpaban imágenes de los últimos cinco años.
La muerte de su madre lo cambió todo. Tuvo que rechazar el trabajo que le ofrecieron tras obtener su licenciatura en la universidad, ya que aceptarlo habría significado tener que abandonar su pequeña ciudad natal. Dado que no podía llevarse a su hermana con ella, Paula declinó amablemente la oferta. ¡Oh, qué noble se sintió ese día! Llamó al hombre maduro que le había pedido que trabajara con él:
—Sé que no te ofrezco gran cosa, pero es un principio —le había dicho él—. Tienes ambición y talento, Paula, llegarás muy lejos.
Cuando ella le devolvió la llamada, se sentía una santa: se estaba sacrificando por los demás, renunciando a aquello que más ansiaba para ayudar a su dulce, inocente y vulnerable hermana pequeña de doce años. El hombre intentó que cambiara de opinión.
—Eres demasiado joven para hacer eso, Paula. ¿No puede quedarse tu hermana con otra persona? ¿Una tía, un abuelo, alguien de confianza?
—No tenemos más familia. Además, hay circunstancias extraordinarias. Lisa necesita...
—¿Y qué necesitas tú? —casi había gritado el hombre.
No consiguió disuadirla de dedicar cinco años de su vida a proteger a su hermana. Protegerla, cuidarla y mostrarle cómo es el mundo real. Pero, en algún momento de esos cinco años, Paula empezó a desear cosas para sí misma, cosas como amor y familia. Al final no había conseguido ni una cosa ni otra.
Paula salió del coche y echó un vistazo a su alrededor.
Podía entrever la autopista a través de los árboles y no había mucho tráfico, solo unas cuantas furgonetas, algunas de ellas transportando pequeñas barcas. Se apoyó en el coche, cerró los ojos y alzó la cara hacia el sol. El ambiente era cálido, pero ya podía sentirse el otoño en el aire. Mucha gente estaría rastrillando hojas para amontonarlas antes de prenderles fuego y empezando a almacenar troncos con los que alimentar las chimeneas. Quizá pensarían ya en Acción de Gracias y en los dulces que repartirían a los niños en la fiesta de Halloween.
¿Pasaría Gonzalo las vacaciones con su prometida? ¿Qué le compraría como regalo de Navidad? ¿Un perfecto brazalete cubierto de pequeños diamantes para su perfecta muñeca de sangre azul? ¿Irían a esquiar?
Paula volvió a sentir rabia en todo su ser. Gonzalo tenía sus razones, pero... Paula se tapó la boca con la mano ante la irresistible ansia de gritar. Él le había dicho: «Quiero que sepas que eres el tipo de chica que un hombre...»
¡No! Nunca se permitiría recordar las cosas que le había dicho aquella última noche. Pero lo que más le dolía, más todavía que las propias palabras, era la forma en que lo había dicho. Incluso le sorprendió que ella no supiera lo que iba a ocurrir. Su rostro —que Paula encontraba adorable— transmitía inocencia, convencido de no ser culpable de nada.
Según él, todo era culpa de Paula por no haberlo comprendido desde el principio.
—Creí que lo sabías —dijo, asombrado—. Lo nuestro era un rollo de verano. Se han escrito cientos de libros sobre los rollos de verano, y este no tiene por qué ser diferente. Lo bueno es que, algún día, miraremos atrás y lo recordaremos con cariño.
Sus palabras parecían tan sinceras, que Paula empezó a dudar de sí misma. ¿Lo supo pero no quiso admitirlo? Fuera como fuese, se sintió hundida, destrozada. Creía amar realmente a Gonzalo, y que él sentía lo mismo por ella. El chico lograba que se sintiera bien consigo misma: escuchaba las quejas acerca de sus trabajos y lo a menudo que se sentía perdida; después la besaba hasta que ella dejaba de hablar.
Había tardado casi un año tras su licenciatura en darse cuenta de que hacer un paréntesis en su vida para ayudar a su hermana era más fácil decirlo que hacerlo. De ser una risueña estudiante universitaria se había convertido en una pluriempleada, siempre de un lado para otro, siempre ofreciendo una sonrisa a los clientes, a los jefes, a sus compañeros de trabajo, y siempre corriendo de un trabajo a otro: camarera, recepcionista, secretaria a tiempo parcial, vendedora a domicilio. Hizo de todo. Nadie le ofrecía un trabajo fijo porque sabían que, en cuanto Lisa terminara sus estudios, Paula se marcharía. Y siempre estaba agotada.
Lisa hubiera podido ayudarla en casa con la limpieza o la cocina, pero siempre tenía unos deberes u otros. Y, encima, estaba su padrastro, Arnie, un borracho, siempre cerca, siempre al acecho, siempre vigilante como si estuviera ansioso por escapar de los vigilantes ojos de Paula. Ella hubiera querido llevarse a Lisa lejos de aquella pequeña ciudad, pero Arnie tenía la guardia y custodia de su hermana pequeña, así que estaba obligada a quedarse.
En cuanto Paula volvió de la universidad, Arnie adujo que se había lesionado la espalda y dejó su trabajo de transportista para la Treeborne Foods, lo que significó que el peso de la responsabilidad financiera de la casa recayó sobre las espaldas de Paula. Ella recurrió a un abogado para conseguir la custodia legal de su hermana, pero este le advirtió que aquello podría convertirse en una batalla legal cuyos costes no podía permitirse. Arnie no tenía antecedentes penales y argumentaba que volvería a trabajar en cuanto su espalda se curase. Además, estaba el hecho de que había obtenido la guardia y custodia gracias al testamento de su madre, y el matrimonio fue legal. Paula solo podía esperar a que Lisa alcanzase la mayoría de edad.
Con todo esto, la vida de Paula desde su salida de la universidad consistió en un estrés infinito hasta que Gonzalo entró en ella. Durante algunos años su vida se había centrado en Lisa, pero en un momento dado esta consiguió un trabajo a tiempo parcial, lo que le restó presión. Por primera vez en años tenía algo de tiempo para sí misma, y fue entonces cuando conoció a Gonzalo. Él hizo que comprendiera que sí, que quería dedicarse a algo que tuviera que ver con la creatividad, pero que también quería fundar una familia. Primero, la familia; segundo, el arte.
Se alejó un poco del coche y estudió la zona boscosa que la rodeaba. Le gustaba pensar que había dejado atrás todo aquello. Hacía dos días que había acompañado a Lisa hasta la universidad estatal, sintiéndose contenta de tener suficiente dinero en el banco para cubrir todo su primer año de estudios. Intercambiaron abrazos, adioses y montones de lágrimas y Lisa no dejó de darle las gracias en ningún momento. Paula quería a su hermana y sabía que la echaría mucho de menos, pero no podía evitar la sensación de que por fin era libre para recuperar su vida. Una vida centrada en Gonzalo Treeborne, el hombre que amaba.
Mientras conducía 350 kilómetros de vuelta a la casa de su padrastro, sentía un júbilo exultante mayor del que sintiera en toda su vida. Volvería a su arte, lo que había estudiado en la universidad, y Gonzalo y ella pasarían la vida juntos. Al principio, que él fuera un Treeborne provocaría algunos problemas, pero ella sabría solucionarlos. Había coincidido algunas veces con el padre de Gonzalo, y siempre había escuchado con atención todo lo que ella decía. Parecía un hombre muy agradable, nada intimidatorio como solía
decir toda la ciudad. Pero, claro, toda la ciudad trabajaba en la enorme fábrica Treeborne, y era lógico que se sintieran intimidados por él.
Paula no podía evitar compararlo con su alcohólico y perezoso padrastro, el hombre del que tenía que proteger a Lisa. La noche en que regresó tras dejar a su hermana en la universidad, en cuanto entró en la casa —la que su madre había comprado y cuya hipoteca pagaba ella desde que su madre murió— lo primero que le dijo fue qué pensaba preparar de cena. Con una sonrisa, Paula le contestó que podía cenar todo lo que fuera capaz de preparar él mismo.
Diez minutos después estaba en casa de Gonzalo. Tras hacer el amor, él la informó de que la próxima primavera iba a casarse con otra mujer, que lo suyo con Paula solo había sido un rollo de verano.
Hay veces en la vida en que las emociones anulan la capacidad de pensar, de razonar. Gonzalo se aprovechó del estado aturdido de Paula para alargarle su ropa y pedirle que se vistiera. Antes de que Paula pudiera reaccionar, se encontró en la puerta delantera de la casa. Gonzalo le dio un casto beso en la frente y le cerró la puerta en sus mismas narices.
Ella se quedó allí, inmóvil, diez minutos, quizás una hora, no lo sabía. No podía conseguir centrar sus ojos ni su mente.
En algún momento decidió que Gonzalo le estaba gastando una broma, una especie de Día de los Inocentes anticipado.
Abrió la puerta de la enorme mansión y entró. El enorme vestíbulo, con su doble y curvada escalera al fondo, se alzaba ante ella silencioso, incluso amenazante.
Tranquila, lentamente, pero con el corazón en la garganta, subió la alfombrada escalera. Seguro que había malinterpretado las palabras de Gonzalo. Se detuvo frente a su dormitorio y miró por la puerta abierta. Él estaba sentado en la cama, de espaldas a ella, hablando por teléfono. El tono de su voz, cálido y seductor, era el mismo que ella oyera tantas y tantas veces. Pero, esta vez, la destinataria de sus palabras era una tal Victoria.
Paula solo reaccionó al oír una voz procedente del piso inferior. Se dio cuenta de que había entrado a hurtadillas en la mansión, hogar de la familia más rica de la ciudad, y que la persona que estaba subiendo las escaleras era el señor Treeborne en persona.
Paula solo tuvo tiempo de ocultarse tras la puerta abierta del dormitorio de Gonzalo, rezando para no ser descubierta.
El señor Treeborne se detuvo en el umbral, y su profunda y poderosa voz —la que sus miles de empleados en Treeborne Foods conocían demasiado bien— resonó en el cuarto.
—¿Te has librado de esa palurda?
—Sí, papá, ya lo he hecho —contestó Gonzalo. Y Paula no detectó un solo átomo de remordimiento en su voz.
—¡Bien! —aprobó el señor Treeborne—. Es una preciosidad, pero no me gustaría que me relacionasen con su familia. Tenemos una reputación que mantener, nosotros...
—Ya lo sé, ya lo sé —cortó Gonzalo, aburrido—. Me lo has estado diciendo desde el día en que nací. Estoy hablando con Victoria, ¿te importa?
—Que salude a su padre de mi parte —añadió el señor Treeborne, antes de dirigirse a las escaleras.
Paula casi se desmayó cuando Gonzalo cerró la puerta de su dormitorio, exponiéndola ante cualquiera que estuviera en las escaleras o en el vestíbulo. Su primera reacción fue salir corriendo de la casa lo más rápidamente posible, y ya iba a dar el primer paso cuando se detuvo. De repente, supo lo que tenía que hacer. Dio media vuelta y cruzó confiadamente el corredor, dejando atrás el dormitorio de Gonzalo, en dirección al despacho de su padre. La puerta estaba abierta; el cuarto, vacío, y allí estaba, sobre la enorme mesa de roble. El libro de cocina. Dos horas antes, Gonzalo lo había sacado de la caja fuerte del despacho.
El libro de recetas de los Treeborne era legendario en la ciudad y aparecía en todos los anuncios de la compañía.
Se decía que toda la línea de alimentos congelados estaba basada en las recetas familiares secretas de la abuela del señor Treeborne. Un estilizado retrato de la anciana adornaba todos los paquetes. Su rostro y el logotipo de los Treeborne eran familiares a todos los norteamericanos.
Cuando Paula llegó esa noche a casa de los Treeborne, habló tanto y con tanto entusiasmo de sus planes de futuro —y todos ellos incluían a Gonzalo, naturalmente—, que no se mostró muy receptiva ante sus artes amatorias. Él se sintió frustrado al cabo de unos minutos, en especial porque sabía que aquella iba a ser su última noche juntos.
Al final, intentando atraer su atención, dijo que iba a enseñarle el libro.
Ella supo exactamente de qué estaba hablando, y la idea de que fuera a enseñárselo la sumió en un sorprendido silencio.
Toda la ciudad sabía que solo los que llevaban el apellido Treeborne —por nacimiento o por matrimonio— habían visto aquel libro de recetas. ¡Y Gonzalo iba a enseñárselo a ella!
La idea de que le concediera tal honor borró de su mente todo lo demás. Gonzalo la cogió de la mano y la condujo hasta el despacho de su padre forrado en madera, descolgó un cuadro dejando al descubierto la caja fuerte y la abrió. De ella sacó un enorme y abultado sobre con un mimo casi reverencial.
Paula esperó que lo abriera y revelara su contenido, pero eso no parecía formar parte del trato, ya que solo depositó el sobre en sus manos. Cuando Paula hizo un intento de mirar el interior, Gonzalo recuperó el sobre y se dispuso a guardarlo de nuevo en la caja fuerte. No llegó a hacerlo porque Paula se abalanzó sobre él para besarlo. Para ella, haberle permitido estar tan cerca de algo tan preciado era como un afrodisíaco y parecía un indicativo de que su relación era permanente. En sus prisas, Gonzalo soltó el paquete sobre la enorme mesa de su padre, para después hacerle el amor en el suelo.
Fue minutos más tarde cuando le dijo que todo había terminado entre ellos y la acompañó hasta la puerta. Tras escuchar la conversación entre Gonzalo y su padre, Paula recorrió la espesa alfombra que tapizaba el corredor con los hombros erguidos y el paso firme, entró en el despacho, cogió el sobre que contenía el valioso libro de cocina y se lo guardó bajo el brazo. Mientras se daba la vuelta, se dio cuenta de que la caja fuerte seguía abierta. En su interior podían verse fajos de billetes de cien dólares. Suponía toda una tentación alargar la mano y apoderarse de unos cuantos, pero no lo hizo. Sin importarle que pudieran oírla, cerró de un manotazo la pesada puerta. El «¡blam!» resultante la hizo sonreír. Sacando pecho y con el libro bajo el brazo, descendió por la escalera y salió de la casa por la puerta principal.
Cuando llegó a su casa, todavía sentía tanta rabia en su interior que hasta se sentía fuerte y segura de sí misma.
Se derrumbó sobre su cama y durmió profundamente.
Despertó a la mañana siguiente y supo exactamente lo que tenía que hacer. Apenas tardó unos minutos en meter todas sus cosas en maletas, bolsas de plástico y cajas de cartón.
Al salir de la casa, su padre adoptivo la siguió con una copa en la mano.
—No creerás que puedes irte tan fácilmente, ¿verdad? Lisa vendrá durante las vacaciones, así que te lo advierto: no te vayas —escupió, con una sonrisa de suficiencia en su delgado rostro—. Será mejor que vuelvas a meterlo todo dentro y...
Paula no lo dejó acabar, y le dijo dónde podía meterse las amenazas. Cuando ya abría la puerta de su coche, sonó su teléfono móvil. Era Gonzalo. ¿Habría descubierto la desaparición del libro de recetas? No pensaba responder para averiguarlo.
Le lanzó el teléfono a su padre. Él no pudo atraparlo y terminó estrellándose contra el amarronado césped que crecía en el jardín delantero de la casa. Siguió sonando mientras su padre se agachaba a recogerlo farfullando improperios
CAPITULO 1: (TERCERA PARTE)
Edilean, Virginia
—¡Dimito! —anunció Helena—. No aguanto más el malhumor de ese hombre.
Estaba en la recepción del consultorio del doctor Pedro Alfonso y hablaba con sus otras dos empleadas, Alicia y Beatrice.
Alicia quería jubilarse y estaba desesperada porque Helena, joven, recién casada y recién llegada a Edilean, ocupara su puesto, pero esta tenía problemas para ajustarse a la afilada lengua del doctor Pedro. Que Beatrice y Alicia recurrieran a un supuesto «afán perfeccionista» para disculparlo, no ayudaba.
—Nunca tiene una palabra amable para nadie —argumentaba tozudamente.
—Es su forma de ser. Pero normalmente tiene razón. Hoy mismo lo he saludado con un «Buenos días», y me ha respondido: «¿Cómo voy a saberlo si no he podido salir de la consulta?» Y ayer le dijo a la señora Casein que su único problema era que comía demasiados pastelitos de los que hace su marido.
Beatrice y Alicia la miraron fijamente sin responder. La primera rondaba los cincuenta años, vivía en Edilean desde los seis y se alegraba de no ser enfermera como Helena. Su trabajo se limitaba a sentarse todo el día frente a la pantalla del ordenador y atender el teléfono, lo que la mantenía casi toda la jornada laboral lejos del doctor Pedro.
A Helena no le fue difícil deducir el tipo de mirada que las otras dos mujeres le dirigían.
—Lo sé, lo sé —aceptó—. Eso de los pasteles es verdad. Pero ¿no podría intentar ser un poco más diplomático? ¿Es que ni siquiera ha oído hablar de los buenos modales? La semana pasada Sylvia Garland salió llorando de la consulta. Fue todo, menos simpático.
Las dos mujeres repitieron la misma mirada.
—¡¿Qué pasa?! —preguntó Helena, exasperada.
Se había instalado en Edilean porque su marido trabajaba cerca de allí, y opinaba que una ciudad pequeña era un lugar estupendo para criar a sus futuros hijos. Además, le encantó conseguir un trabajo de enfermera tan cerca de su nueva casa. De eso hacía ya tres semanas, y ahora ya no estaba segura de querer conservar aquel empleo. Se había pasado toda la semana asegurando que iba a dimitir.
Beatrice fue la primera en responderle.
—Todos en la ciudad saben que Sylvia Garland no sale con las otras chicas las noches de los martes... todos excepto su marido. Ella prefiere quedarse durmiendo, y el doctor Pedro se lo dijo.
—¿Y eso es asunto suyo?
—Las enfermedades contagiosas lo son, supongo —le explicó Alicia—. Además, el doctor Pedro solía trabajar con gente que tenía problemas graves, como elefantiasis o lepra.
Helena conocía el trabajo desarrollado por el doctor Pedro en todo el mundo, pero no le parecía una buena excusa.
—Si cree que las enfermedades de una ciudad pequeña no son dignas de su atención, ¿por qué no se marcha a otra parte?
Las otras dos mujeres volvieron a intercambiar miradas, y finalmente fue Alicia la que se decidió a hablar
—Ya ha intentando que alguno de sus colegas se haga cargo de la consulta.
—Pero, hoy en día, a los médicos solo les importa ganar mucho dinero —añadió Beatrice—. Y tampoco quieren vivir en una ciudad pequeña como esta, atendiendo a pacientes que hablan demasiado y a turistas que se quejan de las picaduras de los mosquitos.
—Aunque disfrutó mucho del rescate del mes pasado —dijo Alicia—, cuando tuvo que descender por aquel precipicio.
—¡Genial! —exclamó Helena—. ¿Se sentiría más feliz si todo el mundo se despeñara por una montaña?
Por un instante, tanto Alicia como Beatrice parecieron sopesar la idea. También estaban bastante hartas del sempiterno malhumor del doctor Pedro. De hecho, aunque no lo admitiera, esa era la verdadera razón por la que Alicia había optado por una jubilación anticipada.
Helena se dejó caer en una silla plegable junto a la fotocopiadora.
—¿Es que no tiene vida personal? ¿Una novia o algo así? Es guapo... o lo sería, si no anduviera siempre con el ceño fruncido. ¿Es que no ha sonreído en toda su vida?
—Antes solía sonreír mucho —reconoció Beatrice—. Cuando era pequeño le encantaba venir a visitar al padre de su primo Tomas, que era el médico titular. Pedro era un niño adorable y muy seguro de sí mismo. Siempre supo que quería ser médico, pero...
—¿Qué? ¿Qué pasó? —urgió Helena.
—Laura lo dejó y se casó con el pastor baptista —respondió Alicia.
—¿Dónde?
—¿Dónde qué? —se extrañó Alicia.
—¿Dónde encontró esa tal Laura a un baptista tan interesante como para abandonar a un tío bueno como el doctor Pedro? —preguntó Helena.
—¿Te parece que está bueno aunque no sonría nunca? —se interesó Alicia.
—Si no lo conociera y me lo cruzara por la calle, pensaría que es atractivo. Pero en cuanto abriera la boca, saldría corriendo. Y no os desviéis del tema, ¿dónde encontró Laura a su pastor?
—Aquí mismo, en Edilean. Vive aquí desde que sus padres se instalaron en los años setenta.
—¡Un momento! —Helena la interrumpió—. ¿No estaréis hablando de Laura Billings, la esposa del pastor baptista de Edilean?
—La misma —admitió Alicia.
—Pero si es...
—¿Es qué? —preguntó Alicia.
—Un muermo —respondió Helena—. Tiene el aspecto de haber sido siempre la madre de alguien. No me la imagino como «El Gran Amor» de nadie.
—Pues lo fue. Pedro y ella fueron inseparables desde séptimo u octavo, y durante toda su época de instituto. Después, él se fue a estudiar a la facultad de Medicina y ella hizo buenas migas con el pastor. —Beatrice bajó el tono de voz—. Los rumores dicen que el doctor Pedro se deprimió tanto que intentó suicidarse y todo, pero lo salvó la esposa del doctor Tomas. Pasó antes de que se casara, cuando ella era todavía una adolescente.
—¡Uauh! —exclamó Helena—. «Drama en una pequeña ciudad.» ¿Estáis sugiriendo que el doctor Pedro ha estado de malhumor desde que la señora Billings se lio con otro hombre?
—Más o menos... aunque nunca lo admitirá —reconoció Beatrice—. Durante años fue un héroe para todo el mundo.
—Sí, lo sé, todos lo comentan —admitió Helena—. Estuvo en África, en Afganistán y en un montón de países de los que nunca he oído hablar, pero no es excusa para su comportamiento actual.
—Si quieres saber mi opinión —aventuró Alicia—, ese chico intentó ir tan rápido que dejó atrás su propio pasado.
—Y ahora está atrapado aquí, en Edilean. —Bety suspiró.
—Haciendo que todos sepan que no quisiera estarlo —añadió Helena.
—La verdad es que... —Bety titubeó—, es que hace mucho bien aquí, pero no deja que la gente se entere.
—Ya lo sé —admitió Helena—. Es un buen médico.
Eficiente, cuando menos.
—No, es más que eso —insistió Bety—. Él... mira, deja que te explique algo que pasó hace un par de meses.
Beatrice le contó que estaba sentada frente a su mesa, repasando facturas impagadas, cuando el doctor Pedro salió de la sala de consulta. Hacía mucho tiempo que había aprendido a no abrir la boca mientras rondara por allí, ya que nunca se sabía cuándo tenía uno de sus «berrinches», como los llamaban Alicia y ella. Sus respuestas a un saludo solían variar de un gruñido a un «¿Es que no tiene nada que hacer?».
Ese día, el doctor Pedro se quedó de pie, frente a ella, hasta que apartó los ojos de la pantalla del monitor.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó dubitativamente.
—¿Cuándo tiene que volver a visitarse el señor Carlisle?
—Mañana, doctor —respondió ella, tras consultar los horarios.
Dado que el señor Carlisle era un hipocondríaco recalcitrante que buscaba más atención que medicinas, le preguntó si debía cambiar la cita. El doctor Pedro dudó.
—¿Y las señoras Springer y Jeffrey?
La señora Springer era una mujer de mediana edad muy agradable, que solía traerles galletas cada vez que acudía a la consulta; mientras que la señora Jeffrey tenía una hija de seis años y ahora estaba embarazada de gemelos.
—El miércoles —informó Bety—. La señora Springer a las nueve de la mañana, y la señora Jeffrey a las tres de la tarde.
—Cambia todas las citas al viernes —ordenó el doctor Pedro—. Carlisle a las diez, Springer a las diez y cuarto y Jeffrey a las diez y media.
—Pero... —empezó Bety. Sabía que era imposible librarse del señor Carlisle en solo quince minutos, y la visita de la señora Springer era para realizar su revisión anual. Aquello provocaría un atasco, y serían Bety y Alicia quienes tendrían que disculparse ante las visitas posteriores.
—Hazlo —cortó el doctor Pedro, antes de volver a la sala de consulta.
—¿Y qué pasó? —se interesó Helena.
—Que todos llegaron a la hora prevista y pasó lo que era predecible —explicó Alicia, guiñando un ojo.
—¿Eso qué significa? —preguntó Helena.
—Significa que el señor Carlisle tardó cuarenta y cinco minutos en la consulta y durante ese tiempo...
—Las dos mujeres se ayudaron la una a la otra —terminó Bety. Las dos habían trabajado tanto tiempo juntas que, muchas veces, una terminaba las frases de la otra—. La señora Springer dejó sus agujas de hacer punto a un lado y se puso a jugar con la hija de la señora Jeffrey.
—Y cuando la joven madre se quedó dormida en su sillón, la señora Springer nos pidió un cojín para que estuviera más cómoda —concluyó Alicia.
—Cuando le tocó el turno a la señora Springer, dijo que no le importaba esperar y que podía cuidar a la pequeña mientras el doctor se encargaba de la señora Jeffrey.
—Y desde entonces son buenas amigas —remató Alicia—. La señora Springer es la abuela honorífica de sus hijos.
Helena se recostó pensativa en su silla.
—¿Creéis que el doctor Pedro lo hizo a propósito?
—Si fuese un incidente aislado, diría que no —confesó Bety—, pero hubo más.
—¿Por ejemplo? —preguntó Helena.
—Cierta mañana, cuando llegué al trabajo, el doctor Pedro estaba usando mi ordenador. Al terminar, sentí curiosidad por lo que estuviera haciendo, así que...
—Fisgoneó un poco —la interrumpió Alicia.
—Sí, lo hice. Había estado navegando por Amazon y vi que había hecho un pedido, una novela de Barbara Pym.
—Nunca he oído hablar de ella —reconoció Helena.
—Es una escritora inglesa especializada en novelas románticas —explicó Alicia.
—Mmm... Creía que le gustarían las historias de horror. Y cuanto más macabras, mejor —apuntó Helena.
—Bueno, yo sé que suele leerse el New England Journal of Medicine de cabo a rabo —intervino Bety en defensa del doctor—. En aquel momento pensé que había descubierto uno de sus secretos mejor guardados.
—¡Ni siquiera me lo contó a mí! —exclamó Alicia con un palpable tono de reproche en su voz.
Bety reanudó su relato:
—El paquete llegó dos días después, y le pregunté si quería que lo abriera. Me contestó que no, que lo dejara en su despacho. Tres días más tarde, cuando el señor Tucker salió de la sala de consulta, llevaba el libro de Barbara Pym bajo el brazo. No me habría dado cuenta de no ser porque el doctor le había dado una nota y el pobre Tucker tenía dificultades para entender la letra, así que me pidió ayuda.
—Bety interrumpió aquí su relato.
—¿Qué decía la nota? —la apremió Helena.
—Bueno... el señor Tucker tiene ya setenta años y su familia vive lejos. Su hijo está en Inglaterra, o Suecia... o quizá sea Wyoming, no sé. —Miró a Alicia pidiendo ayuda, pero esta se limitó a encogerse de hombros—. Bueno, no importa. El pobre hombre vivía solo y su estado físico se deterioraba rápidamente, cada semana se quejaba de algo distinto.
—Vale, vivía solo. ¿Y? —urgió Helena.
—En la nota que no podía leer estaba escrita la dirección del club de lectura que suele reunirse en el sótano de la iglesia baptista y la fecha de la próxima reunión. No me atreví a decirle al pobre hombre que era un club únicamente femenino.
—Por eso leen autores como Barbara Pym —añadió Alicia innecesariamente.
—El señor Tucker llevó el libro al club y...
—No me lo digas —la interrumpió Helena—. Conoció a alguien.
Bety sonrió.
—A la señora Henries. Tenía sesenta y ocho años, y hacía dos que se había quedado viuda. Sus dos hijos también viven lejos de aquí. El doctor Pedro le dijo al señor Tucker que la señora Henries se había olvidado el libro en la consulta y que, por favor, si podía devolvérselo.
—¿Y era el libro que había pedido el doctor Pedro a Amazon?
—El mismo. La semana pasada vi al señor Tucker y a la señora Henries sentados en la plaza Mayor, y ambos parecían muy felices... y el señor Tucker no ha vuelto a la consulta desde entonces. Todos sus achaques parecen haber desaparecido.
Helena se quedó pensativa unos segundos.
—El que haya hecho unas cuantas buenas obras no es excusa para su mal comportamiento con casi todos sus pacientes.
—¿Quieres decir que tendría que ser más agradable con las pacientes que acuden a la consulta con problemas imaginarios y siempre terminan invitando a salir al doctor Pedro? —preguntó Alicia.
—¿O con los hombres que viven de cerveza y alitas de pollo picantes, y que no comprenden por qué se sienten siempre tan agotados? —añadió Bety.
—¿Y qué me dices de las visitas a domicilio? —insistió Alicia—. El doctor Pedro aún las hace. Si alguien está realmente enfermo, no le importa. Una vez asistió al parto de una mujer que se encontraba atrapada entre los restos de su coche tras un accidente. Se introdujo a través del destrozado parabrisas trasero, mientras los de Emergencias intentaban arrancar la puerta para sacarla. Se hizo un corte en la pierna lo bastante grave para necesitar varios puntos, pero no se lo dijo a nadie.
—No lo entiendo —dijo Helena, negando con la cabeza—. No dejo de oír hablar de ese tal doctor Tomas y de lo mucho que la gente lo quería. ¿Qué hubiera hecho él en situaciones como esas?
—Lo mismo, pero con una actitud muy distinta —respondió Bety—. El doctor Tomas también se hubiera metido por la luna trasera del coche siniestrado, pero no habría gritado que los de Emergencias no trabajaban lo bastante deprisa.
—Y mientras estuviera ayudando en el parto, habría bromeado y flirteado con la mujer hasta medio enamoriscarla —completó Alicia.
—¿Y no habría procurado que la mujer que hacía calceta y la embarazada se hicieran amigas? —preguntó Helena sarcásticamente.
—Es posible, pero lo habría hecho en secreto —afirmó Bety.
Helena cambió su mirada de una a otra.
—¿No dijo un filósofo algo sobre que las buenas obras es mejor hacerlas de forma anónima?
Alicia y Bety la contemplaron exhibiendo una sonrisa.
—Está bien, quizá no dimita —admitió Helena—. Quizá la próxima vez que sea grosero conmigo intente concentrarme en sus buenas obras. ¡Pero, maldita sea, no será fácil! Si tuviera una novia o algo así, puede que...
—¿Te crees que no lo hemos intentado ya? —la interrumpió Bety rápidamente—. Le hemos presentado a todas las chicas guapas en cien kilómetros a la redonda. Cuéntale la fiesta que organizamos en tu casa —le pidió a Alicia.
—Estuve cocinando tres días e invité a muchas personas. Entre ellas a ocho mujeres solteras, jóvenes y guapas. Bety y yo confeccionamos la lista: altas, bajas, delgadas, rellenitas...
—Solteras, divorciadas con hijos, incluso una joven viuda —añadió Bety.
—Bety y yo nos aseguramos de que el doctor Pedro hablara con todas y cada una de ellas, pero no se interesó por ninguna.
—¿Sabéis cómo es su vida sexual? —quiso saber Helena.
—Ni idea —contestó Bety, envarada.
—Y naturalmente nunca se lo hemos preguntado —añadió Alicia, visiblemente incómoda.
—A mí me parece que lo único que haría feliz a Pedro Alfonso es marcharse de Edilean —concluyó Helena.
—Sí, esa es nuestra conclusión.
—Quizá podamos convencer a otro médico para que se haga cargo de la consulta —aventuró Helena.
Alicia extrajo una voluminosa carpeta de uno de los archivadores.
—Estas son las cartas que enviamos.
—Y las respuestas —añadió Bety.
Mientras Helena ojeaba unas y otras, fijándose especialmente en las negativas, dijo:
—Tiene que haber una solución. Necesito este trabajo. El sueldo es bueno, y además está el seguro dental y todas las demás ventajas. Solo tengo que descubrir lo que necesita y proporcionárselo.
—Ánimo, inténtalo —la aplaudió Bety.
—Aceptamos toda clase de sugerencias —añadió Alicia.
—Te ayudaremos en lo que sea —sentenció Bety.
Y las tres asintieron. No lo sabían, pero habían forjado una alianza. Se habían unido en un mismo objetivo: descubrir lo que necesitaba el doctor Pedro Alfonso y proporcionárselo.
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