miércoles, 16 de marzo de 2016
CAPITULO 8 (PRIMERA PARTE)
Paula se estiró en la tumbona y contempló la rosaleda a través del pequeño estanque. Era un lugar realmente hermoso, y se alegraba de que Karen se lo hubiera encontrado. Estaba un poco nerviosa a causa de las otras dos mujeres que vivían allí, porque todavía no las había conocido, aunque hasta el momento todo era perfecto.
Karen se había marchado hacía una hora, porque tenía que estar pendiente de su tienda e ir a alguna parte con su hermana pequeña. Le había dicho que había comida en el frigorífico y que se sirviera ella misma. Al día siguiente irían al pueblo.
—Y a ver tu nuevo estudio —había añadido Paula. Karen se había comprado una casa recientemente y su amiga no la había visto todavía.
—En realidad es un garaje reconvertido —había empezado Karen—. Es solo...
La expresión de Paula la había hecho callarse; no le iba a permitir desdeñar sus logros solo por el hecho de que la vida de Paula no hubiera seguido los derroteros que ella tenía previstos.
Karen sonrió.
—Realmente me encantaría enseñarte mi taller y los últimos cambios que he realizado en la tienda. Y quiero oír cualquier cosa que se te ocurra acerca del escaparate y el futuro trabajo.
—No creo que... —En esta ocasión fue Paula la que se interrumpió—. Mensaje recibido. Sigo siendo una artista, aunque no venda una escoba.
—Te diría que eso es lo que llevas dentro, aun a riesgo de que te rieras de mí.
—Sí, lo haría —admitió Paula—. Deberías irte o llegarás tarde.
Karen se había levantado con las dos copas vacías de los margaritas en la mano.
—Pensé que la señora Wingate ya estaría de vuelta de su trabajo. —Echó un vistazo a la luz de la ventana de arriba—. Solo con Lucia aquí, podría decirse que estarás sola.
—Estaré bien —la tranquilizó su amiga—. Quiero sentarme aquí y mirar, escuchar y oler las rosas. Voy a pensar en doce pinturas para tus joyas. Puesto que la mitad tienen que inspirarte para crear algo magnífico, tengo que meditarlo detenidamente.
Karen la besó en la mejilla.
—Hasta mañana por la mañana.
Paula asintió con la cabeza y se recostó en la tumbona, que había movido para estar más cerca del estanque. Durante el día el mueble estaba al sol, pero ahora estaba anocheciendo. El frío arreciaba, y se alegró de haber cogido una chaqueta.
Bostezó; había sido un largo día de coche. Había salido la noche anterior, porque había que hacer miles de cosas antes de cerrar la galería, la menor de las cuales no había sido tratar con los artistas descontentos. «Pero mi obra está a la venta aquí —había oído una y otra vez—. ¿Por qué no puede dejar la galería abierta mientras está fuera? Ni que Andrea hiciera realmente algo.»
Pese a estar completamente de acuerdo, había tenido que sonreír y mascullar que Andrea hacía más de lo que la gente veía.
Entre unas cosas y otras, había sido una semana de vértigo.
En ese momento, la inminente oscuridad y el canto de las ranas en el estanque la estaban adormeciendo. Recostó la cabeza, cerró los ojos y empezó a soñar con Ruben subido a un helicóptero.
Se despertó sobresaltada cuando algo pesado le cayó encima. Al darse cuenta de que era un hombre lo que había aterrizado sobre ella, soltó un gritito y empezó a empujarlo.
No había luna ni luces en el exterior, y estaba tan oscuro que no podía ver quién le había caído encima.
—Lo siento —dijo el sujeto, moviéndose torpemente para quitarse de encima—. No era mi intención caerme sobre ti, pero la tumbona está fuera de su sitio.
Paula tenía las manos en lo que le parecieron los hombros del sujeto, aunque no estuvo segura. Él tenía la cara junto a la suya, así que a Paula le llegó el olor de su aliento, y pensó que era bastante agradable. Entonces retomó el forcejeo con renovados bríos.
—Por favor, deja de empujarme —protestó el hombre, y por la forma de decirlo Paula supuso que le dolía algo—. No es mi intención quejarme, pero tengo el brazo roto y el cabestrillo se me ha enganchado en la tumbona. No me podré mover hasta que lo suelte.
Al oír esas palabras, supo que se trataba del primo de Karen, Pedro, el médico que vivía en la casa de al lado.
Mantuvo las manos en sus hombros, pero dejó de forcejear.
Sintió las manos de Pedro cerca de ella cuando él movió el cojín en el que apoyaba la cabeza. Tenía medio cuerpo encima de ella, y medio fuera. Paula percibió que era alto, de estómago plano, y bajo sus manos sintió unos pectorales bastante bien desarrollados. En conjunto, parecía un tipo verdaderamente maravilloso.
—¡Ya está! —dijo Pedro, y rodó sobre su costado para quitarse de encima. Empezó a levantarse, pero trastabilló.
Paula le agarró de la mano para sujetarle mientras él intentaba incorporarse.
—Siéntate —dijo ella, y le tiró de la mano. Balanceó las piernas para poner los pies en el suelo sin soltarle la mano.
Estaba tan oscuro que Paula no podía ver nada, aunque por la respiración del primo de Karen supo que se había hecho daño.
—Si no te molesta —dijo él mientras se daba la vuelta y se sentaba a su lado.
Paula guardó silencio mientras él tomaba aire, y al tener un costado lo bastante cerca, se dio cuenta de que estaba temblando un poco. El golpe con la tumbona le debía de estar doliendo una barbaridad.
—Deduzco que eres el doctor Alfonso.
Alfonso tomó aire antes de responder.
—Y tú debes de ser Paula, y ya nos conocemos. Por favor, llámame Pedro. Llevo semanas sin oír hablar de otra cosa que no sea tu visita. Hemos... —Se interrumpió porque tuvo que respirar más hondo.
—Se acabó —dijo Paula, levantándose—. Estás herido y voy a llamar a alguien. ¿No me dijo Karen que tu padre estaba en el pueblo?
Pedro levantó la mano y tanteó el aire hasta que encontró la suya y se la cogió.
—Por favor, no llames a nadie, y menos a mi padre. Se enfadará e insistirá en que tome analgésicos y descanse más. Y si descanso un poco más perderé la chaveta.
La oscuridad era tan completa que Paula apenas podía distinguir un vago contorno de Pedro, aunque comprendió lo que quería decir.
—Supongo que te dirigías a casa. ¿Puse la tumbona en tu camino?
—Sí, eso hiciste, pero no pasa nada. —Él seguía sujetándole la mano.
—¿Te gustaría que te llevara a casa? Puedo entrar a ver si encuentro una linterna.
—No uso ninguna, nunca lo hago.
—¿Ni siquiera con esta oscuridad? —Paula sabía que debía apartar su mano de la suya, pero no lo hizo. Había algo bastante... bueno, íntimo en estar con un extraño en aquella profunda e impenetrable oscuridad. Él tenía una voz sonora y más seductora que la luz de la luna.
—A los dos años me fui a dar un paseo por ese bosque de ahí. Me puse como unas castañuelas cuando encontré esta casa, porque siempre quise a la señorita Livie. Pero mis padres se pusieron como locos, pensando que podría haberme metido en el lago. Después de encontrarme, intentaron todo lo que se les ocurrió para impedir que viniera aquí. Pero siempre encontraba una manera de darles las vueltas. Al final, mi padre se rindió y me abrió un sendero con una motosierra.
—¿Y lo has estado utilizando desde los dos años?
—Sí. —Pedro le cogió la mano entre las suyas—. Manos de artista.
Paula se soltó; el tono del médico era un poco amistoso de más.
—Creo que debería ir a buscar a la señora Wingate o a quien sea.
—No —dijo él—. Solo quiero quedarme aquí quieto hasta que paren las punzadas de mi costado. Te prometo que me guardaré las manos para mí; ¿te quedarás a hablar conmigo?
Paula consideró que debía decir que no, pero no pareció capaz de hacerlo. La cabezada la había revitalizado, y lo último que quería era entrar en una casa extraña y acostarse. Le preocupaba un poco que ni siquiera fuera capaz de encontrar de nuevo su apartamento.
—Iré a por una silla —dijo—. Si es que puedo encontrar una.
—¿Qué tal si te guío? Será una buena manera de entrenarme para mis pacientes ciegos.
—De acuerdo. Ahora estoy a la izquierda de la tumbona.
—Ven hasta este lado hasta que encuentres mi mano.
—Parece que te gusta coger las manos.
—Me gusta coger cualquier parte de las chicas guapas.
—Entonces, no tienes suerte conmigo. Me he convertido en algo totalmente horripilante. —Rodeó la parte trasera de la tumbona palpándola, hasta que consiguió tocar las yemas de los dedos de la mano derecha de Pedro.
—Ponte de espaldas a mí y da diez pasos en línea recta.
—¿Cómo de largos los pasos?
—Normales. No des esas zancadas tan grandes o te chocarás con una silla de madera.
Paula dio los diez pasos, pero no tocó ni vio nada. Se inclinó y tanteó el aire con las manos.
—No hay ninguna silla.
—Bien. Ahora da tres pasos a la derecha, y luego avanza cuatro lentamente.
Ella hizo lo que le decía, y cuando extendió la mano, tocó la silla.
—¡Muy bien! —dijo ella.
—Ahora, por favor, tráela aquí para que me siente.
Paula tardó solo unos minutos. Chocó contra el lateral de la gran tumbona, Pedro gruñó, ella se disculpó, pero al final consiguió colocarla cerca de él y se sentó.
Permanecieron en silencio unos minutos.
—Tengo una pregunta que hacerte —dijo Pedro.
—¿Cuál?
—Eres la del biquini rojo, ¿verdad? ¿No te he confundido con la otra, no?
Paula no pudo evitar la carcajada; sabía exactamente de qué estaba hablando. Durante el primer año de universidad, Karen, Sofia y ella habían ido a la playa y se habían fotografiado por turnos. Había un gran peñasco que sobresalía de la arena, así que en una foto Paula se había apoyado en ella, mientras Sofia se había tumbado en lo alto con su traje de baño azul.
—Lo siento, pero soy la flaca. Sofia es la de las partes que sobresalen.
—Bien —dijo Pedro, y ella se dio cuenta de que sonreía—. A mí me parece que tú destacas mucho.
—¿Qué clase de médico eres tú? No les dirás cosas así a tus pacientes, ¿verdad?
—Pues claro que no. En la consulta soy estrictamente profesional. Ni siquiera les tiro los tejos a mis pacientes femeninos fuera de la consulta.
—Me alegro de oírlo.
—Bueno, Paula, cuéntamelo todo acerca de ti.
—No hay mucho que contar. Crecí en Nueva Jersey, y mi madre murió cuando yo tenía cuatro años, así que me crio mi padre. A mi hermano mayor le gusta decir que le ayudó a educarme, pero no es verdad. ¿No me dijo Karen que tenías una hermana?
—Andrea. Andy. Está casada, y su marido acaba de volver de Irak, y me han dado una sobrinita de ocho años.
—¿Que te han dado? ¿Es que la has adoptado?
—No, tan solo disfrutamos mutuamente de nuestra compañía, eso es todo.
Paula se esforzaba en verle, pero no podía. No conseguía recordar lo que Karen le había dicho acerca de aquel primo en concreto, aunque por otro lado eran muchísimos. Uno era jurista, otro escribía novelas, otro más era un superatleta, un cuarto era jefe de policía... La lista parecía no tener fin. Y aunque tanto él como Karen le habían dicho que conocía a este primo, no conseguía acordarse de él en absoluto.
—Muy bien —dijo Pedro—, y ahora que ya nos hemos contado uno al otro todas las cosas alegres y empalagosas, ¿qué cosas malas hay en tu vida?
—Me temo que no te conozco lo suficiente para contártelo —respondió Paula.
—¿Y dónde está lo bueno de esto, sentados aquí en completa oscuridad, dos extraños que nunca más volverán a encontrarse, si no hablamos de algo más que de banalidades?
—Nos volveremos a encontrar —dijo Paula—. Y nos encontraremos de nuevo. Voy a vivir en la casa que está al lado de la tuya tres meses enteros.
—¿Y qué es eso en el transcurso de una vida? ¿Tres meses para «hablar» de verdad con alguien? No es mucho.
Por debajo del tono de broma,Paula percibió la seriedad en su voz y recordó la historia que Karen le había contado sobre cómo había llegado a romperse el brazo su primo. «Le golpearon en la cabeza», le había contado. «Le tiraron por una colina.» Y el ladrón había querido «algo» que Pedro tenía.
Todos eran acontecimientos traumáticos.
Cuando Pedro se había caído sobre la tumbona que ella había puesto en su camino, sabía que se había hecho daño, aunque había actuado como si no. Si ocultaba el dolor, ¿escondería también sus verdaderos sentimientos a la gente de Edilean? Ella sabía lo mucho que se esforzaba en ocultarle las malas noticias a su padre. Había habido ocasiones en que no había querido ver a nadie de lo deprimida que estaba, pero siempre hacía todo lo posible para alegrar la cara cuando estaba cerca de él.
—Debe de ser difícil vivir en un pueblo lleno de familiares —dijo en voz baja—. Cuando tienes uno de esos contratiempos de la vida, ¿con quién hablas?
Pedro tardó tanto en responder que ella pensó que quizá no fuera a hacerlo. Cuando por fin habló, lo hizo en voz baja.
—Hace unos meses, una mujer joven vino a Edilean por un trabajo. Estuve en un tris de enamorarme de ella, aunque recientemente se casó con mi mejor amigo.
—¿Y eso ocurrió al mismo tiempo que te rompías el brazo?
—Sí. Todo está relacionado. —Tomó aire—. Ella ya está de seis meses.
—La cosa fue rápida. ¡Espera! Si está en un estado de gestación tan avanzado, quizá solo se casó con él porque le pareció que tenía que hacerlo.
—Ojalá fuera eso verdad —se lamentó Pedro—, pero no lo es. Ella nunca me consideró otra cosa que un amigo.
—Eso es doloroso —dijo Paula. No lo iba a decir, porque el hermano de Karen era amigo de Pedro, pero se había sentido igual cuando Ruben la ignoró. Cuando se calló, le oyó darse la vuelta como para mirarla, pero por más que lo intentó Paula no pudo verle.
—Hablando de sentirse dolido, ¿qué pasó con Laura Chawnley? —preguntó ella—. Siempre he querido preguntarle a Karen, aunque no lo he hecho. ¿Sigue Laura por aquí?
—Oh, sí. Se casó con el pastor, y tienen hijos sanos y fuertes. Pensamos que el niño tenía un soplo cardíaco, pero está bien.
Paula se echó a reír.
—Realmente eres médico, ¿eh?
—Ahora no. Mientras este maldito brazo no se suelde, no soy nada.
—¡Conozco bien esa sensación!
—¿Tú? ¿Y cómo es eso? Karen no para de ponerte por los cuernos de la luna. Cuando estaba en la universidad, todos los correos electrónicos que me enviaban trataban de ti y de la chica del biquini azul. ¿Cómo se llamaba?
—Sofia. Estoy segura de que Karen te envió más fotos que esa en la que estamos en bañador.
—Me envió cientos de ellas, pero por algún motivo esa es la única que recuerdo. La escondí en el espejo de mi dormitorio.
—¿Con tus demás fotos de niñatas?
—Esa es la única que tenía.
—Sofia es muy guapa.
—La doblé hacia atrás.
—¿Que hiciste qué? —preguntó ella.
—Doblé la foto para que no aparezca en ella. No es mi tipo.
—Ah —dijo Paula—. Hasta ahora nunca pensé que yo pudiera ser la chica de calendario de alguien. Qué lástima que Karen no me enviara una foto tuya.
—Rompo las cámaras.
—Me parece recordar a Karen diciendo que todos sus primos son guapos de la muerte. Sé que Ruben lo es; o lo era hace siete años. No le he visto desde entonces.
Pedro sonrió. Parecía que Karen se había equivocado en lo tocante a que Paula y Ruben sintieran un apego mutuo.
—Ahora me estás poniendo celoso —dijo, coqueteando—. Supongo que sabes que Ruben va a venir bastante pronto.
—Me parece que Karen me lo mencionó.
Él soltó un gemido.
—No me digas que ya he perdido antes siquiera de tener una oportunidad.
—¡Pero mira que eres ligón! Casi parece que hables en serio.
—Si se me da bien ligar, te puedo asegurar que no es por práctica. Soy pariente de muchas de las personas de este pueblo, y soy el médico de casi todas ellas. Eso estrecha de manera drástica el campo de elección.
—¿Sabes?, no te puedo ver, y no me acuerdo de muchas de las cosas que Karen me contó de ti, pero mi instinto me dice que no tienes problemas con las mujeres.
—Hace un año te habría dado la razón, pero perdí a una que me parece podría haber hecho que ocurriera todo.
—¿Y qué es lo que quieres que ocurra? —preguntó ella en voz baja.
Pedro titubeó, como si escogiera las palabras cuidadosamente.
—Soy un tipo chapado a la antigua. Quiero una esposa e hijos. Estoy cansado de hacerle fotos a los hijos de los demás. Quiero fotografiar a mis propios hijos.
Paula se echó a reír.
—Es una manera de verlo.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Sí, lo sé —dijo ella, e intentó reprimir un suspiro. Por nada del mundo se enrollaría con aquel hombre. Estar atrapada en el minúsculo Edilean, Virginia, eliminada de su vida cualquier posibilidad de desarrollar una carrera artística, era la peor de sus pesadillas.
Sin embargo, no era un hombre al que pudiera ignorar. Ese mismo día, Karen le había dicho que su primo Pedro tenía una presencia «imponente», y ahora que estaba sentada cerca de él en la oscuridad, supo a qué se refería Karen. Casi podía «sentirle», como si una descarga eléctrica circulara desde él hacia ella.
De haber sido otro tipo de mujer, y de estar en un lugar distinto, podría imaginarse deslizándose sobre la tumbona y estirándose cuan larga era junto al cuerpo de Pedro.
Podría imaginarse quitándose la ropa, besando, incluso haciendo el amor. La idea de hacer el amor con un hombre al que nunca había visto era excitante.
CAPITULO 7 (PRIMERA PARTE)
Paula levantó la puerta trasera del coche. El interior estaba atestado de cajas con material, diversos estuches delgados llenos de pinceles y sus preciosos tubos de acuarela. Había una gran bolsa que contenía una cámara fotográfica y el proyector de diapositivas. Sobresaliendo del fondo estaba el tablero de la mesa de dibujo que ella había diseñado y su padre le había ayudado a construir. La parte superior había sido hecha para que encajara en el maletero con las patas plegadas.
—¿Has traído ropa? —preguntó Karen.
—Está delante, debajo de las pinturas.
—Donde deben de ir todas las cosas sin importancia —apostilló Karen, y cogió tres maletines de pintura. Después de coger una caja de cartón, Paula siguió a su amiga al interior de la casa y luego por el lateral de un enorme salón hasta llegar a la escalera. En el piso de arriba había una gran zona abierta con los suelos de madera oscura cubiertos parcialmente por una alfombra preciosa. A lo largo de las paredes había varias mesas con lámparas. El lugar estaba envuelto en un aura de serenidad y elegancia.
—Qué agradable —dijo Paula, y entonces oyó un ruido a su izquierda—. ¿Qué es ese ruido?
—La máquina de coser —respondió Karen, señalando con la cabeza hacia la puerta cerrada del otro extremo del pasillo.
Abrió una puerta que había enfrente y entró seguida por Paula.
Dentro había un dormitorio cuadrado que albergaba una cama doble preciosa con unas grandes almohadas, y un gran salón con una espléndida ventana saliente.
Paula se dirigió a la ventana y se asomó para ver el jardín de abajo. Este se extendía a lo largo de lo que debían de ser casi unas dos hectáreas de césped y árboles, con varias pequeñas zonas de descanso intercaladas entre los arbustos. El cenador del que había hablado Karen abría el camino a lo que parecía una rosaleda auténtica.
—¿Este sitio es real?
—Ha sido conservado como cuando fue construido por un hombre muy rico en 1926. Su único hijo se casó con la señora Wingate.
—¿Cuál es su apellido de soltera?
—No tengo ni idea.
—Entonces ¿no es de Edilean?
—Si lo fuera, lo sabría todo acerca de ella.
—De ella y sus antepasados. —Paula volvió a mirar la habitación. Estaba amueblada igual que el salón de abajo, con un sofá y unos sillones de una diversidad de estilos que abarcaban varias épocas.
—¿Tú crees que a la señora Wingate le importaría que apartara todo un poco para poner mi mesa aquí, a la luz?
—Creo que estaría encantada. Es una de esas personas que admira muchísimo a los artistas. Adora lo que Lucia le cose para la tienda.
—Y si Lucia nunca sale de esta casa, ¿cómo consigue sus suministros?
Karen se encogió de hombros.
—Ni idea. Cuando lo averigües, dímelo.
—Con mucho gusto —dijo Paula, y fue a examinar el baño.
Era grande, con un inodoro de cisterna de cadena y una bañera con los pies en forma de garras. El lavabo estaba sobre un pie y parecía bastante antiguo. Más azulejos blancos de metro cubrían las paredes.
—La señora Wingate me dijo que este era el baño principal —explicó Karen—. Supongo que el viejo señor Wingate se afeitaría aquí.
—El lavabo es lo bastante grande para que pueda lavar los pinceles —dijo Paula—, y eso es lo único que me importa. ¿Dónde vive ella?
—Arriba. Tiene todo el tercer piso para ella. Nunca lo he visto.
Tardaron treinta minutos en subir todas las cosas de Paula y meterlas en las habitaciones. Entre las dos sacaron la mayor parte del equipaje y hablaron de todo. Cada trapo fue escudriñado antes de ser colgado en el gran armario ropero del dormitorio. La procedencia de cada uno y su rediseño por Paula fueron ampliamente analizados. A Paula le encantaba comprar ropa antigua y luego modificarla de alguna manera, ya quitando volantes, ya añadiendo ribetes a las mangas, etcétera. Decía que detestaba ver a otras mujeres llevando lo mismo que ella.
Por último abrieron las cosas de pintura, porque Karen sabía que Paula tendría allí algunas de sus últimas pinturas, y así fue.
—Cuando estoy en Nueva York no tengo tiempo para hacer gran cosa —dijo, mientras le pasaba una a una las obras a su amiga.
Karen las admiró como solo otro artista podría hacerlo. Elogió su utilización del color, el juego de luz y la manera en que había captado los detalles de una hoja.
—Son verdaderamente exquisitos —dijo Karen—. Has mejorado muchísimo. No es que lo necesitaras, es solo que...
—Lo sé —admitió Paula, y por un momento sus ojos se llenaron de tristeza. Al igual que Karen y Sofia, cuando terminó la carrera había pensado que iba a acceder a un mundo que pagaría por su arte.
Karen había regresado a Edilean, y durante un par de años solo había vendido a los lugareños, aunque había conseguido dar un paso de gigante cuando una tienda de Williamsburg aceptó mostrar algunas de sus piezas. Habían tenido éxito y eso había propiciado que recibiera más ofertas. Dos años atrás, Karen había abierto una minúscula tienda al por menor en Edilean, y más tarde había empezado a vender su trabajo en internet. Ahora tenía cuatro empleados y estaba teniendo bastante éxito.
Las experiencias de Paula no habían corrido parejas a las de su amiga. Después de terminar la carrera, había estado tres años trabajando de camarera por la noche, dedicando las mañanas a llevar su trabajo a las galerías de Nueva York.
Ninguna había mostrado interés.
«Demasiado trillado», había sido la opinión general.
«Georgia O’Keeffe conoce a Gainsborough», dijo un hombre especialmente desagradable.
Aquellos años habían sido los más duros de su vida, y Karen siempre la había apoyado. Solo otro artista podía comprender el dolor que padecía. Tenía la sensación de vaciarse en el lienzo, y cuando rechazaban sus cuadros, la estaban rechazando a ella, a su vida, a su misma alma.
Durante ese tiempo, Karen había volado dos veces a Nueva York para quedarse con ella en su minúsculo piso y escuchar durante horas cómo Paula le abría el corazón.
En una ocasión en que Paula tenía una cita nocturna con un galerista, Karen la había sustituido en el trabajo. Paula no había podido convencer al galerista para que comprara su obra, aunque Karen había vendido tres collares que llevaba puestos mientras servía la cena a la gente. Más tarde, y aunque costó dos horas y otros tantos margaritas, Paula pudo por fin reírse del incidente. Ahora, era una de las anécdotas favoritas de las dos.
La galería de Andrea Malcolm llevaba abierta solo seis meses cuando Paula entró allí. El esnob hombrecillo que dirigía el lugar la hizo esperar una hora y media antes siquiera de echarle un vistazo a sus acuarelas.
Durante la espera, había permanecido sentada en silencio, observando lo que sucedía. Dos nuevos artistas habían entrado con sus trabajos, y vio como cada uno de ellos entregaba un billete de cien dólares al repipi del directorcillo.
Y cuando un artista conseguía que le pagaran, aquel sujeto se llevaba el 45 por ciento de comisión.
Paula observó y no dijo nada. Si aquello lograba que sus pinturas colgaran donde el público pudiera verlas, estaba dispuesta a ir a pachas.
Pero cuando finalmente el hombrecillo aceptó mirar su obra, su comportamiento fue el más odioso de cuantos la habían criticado.
—La técnica es correcta —dijo él—. Pero careces del menor talento. —Dejó caer la última acuarela sobre la mesa con tanta insolencia que se dobló una esquina. Paula tendría que cambiarle el paspartú.
Pero a pesar de colgar en una galería que tenía muchísimo tránsito de clientes, además de los amigos muy ricos de Andrea, durante todos esos años Paula solo había conseguido vender ocho de sus pinturas. No ser capaz de ganarse la vida con su obra era lo único malo de su vida.
Karen vio la expresión en los ojos de su amiga, y dijo:
—Creo que es hora de un margarita.
—Una idea fantástica —corroboró, y bajaron la escalera.
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