viernes, 15 de abril de 2016

CAPITULO 23: (TERCERA PARTE)





—Es perfecta —comentó Paula, mirando a su alrededor.
La casa no era muy grande, y resultaba evidente que le hacía falta una buena limpieza y unos cuantos arreglos, pero en conjunto resultaba más que adecuada.


Tenía dos dormitorios, otros tantos cuartos de baño y una sala de estar preciosa que daba a un porche soleado. Ya se veía a sí misma sentada allí en los días lluviosos mientras Pedro...


Tuvo que apartar la mirada para librarse de aquella visión. 


En apenas unos días había pasado de un hombre a otro. 


Durante todo el verano solo había podido pensar en Gonzalo, y ahora le ocurría lo mismo con Pedro.


Todas sus malas experiencias se estaban desvaneciendo en el tiempo y el recuerdo, siendo reemplazadas por Pedro. Y es que tenía la impresión de que lo conocía de toda la vida.


Lo que más le importaba ahora, casi lo único, eran los deseos y las necesidades del médico, aunque era consciente de que no podía irse a vivir con él. ¿O sí podía?


Acababa de ver el pequeño estudio donde trabajaría, aunque no tuviera la más mínima idea de lo que iba a hacer. Pero se sentía capaz de todo, incluso de montar una pequeña tienda en la que vender sus obras a los turistas.


Volvió a contemplar pensativa la soleada habitación. ¿A quién pretendía engañar? Ella quería que Pedro se marchara de Edilean e irse con él. Le gustaría hacer la maleta y... ¿y qué? Pedro necesitaba tener a su lado a una doctora o por lo menos a una enfermera, no alguien cuyo único talento era esculpir. Claro que podía cocinar para él, y eso siempre era útil.


En el fondo sabía que estaba siendo ridícula. Pedro se marcharía dentro de dos años y medio, y de ninguna manera aceptaría a una mujer que lo retuviera allí. Karen siempre se quejaba de que su hermano era un solitario, de que, en cuanto pasaba tres o cuatro días con ellos, se sentía inquieto, nervioso, incómodo.


Paula sabía que tenía que hacer planes de futuro, que pensar en sí misma. Cuando Karen volviera de su largo viaje de bodas se quedaría a vivir en Edilean. Y cuando Maria terminase su trabajo neoyorquino haría lo propio, así que tenía cierto sentido que ella también se instalara en la ciudad. Al fin y al cabo, lo que no podía, lo que no quería, era regresar a su ciudad natal. El nombre de los Treeborne estaba en todas partes, y Paula no deseaba volver a verlo jamás.


Además, cuando Lisa se licenciara, su mundo y sus expectativas habrían cambiado, y parecía dudoso que quisiera volver allí. ¿Qué le esperaba a Paula si se instalaba en su ciudad natal? ¿Cuidar de su odioso padrastro? ¿Ver cómo Gonzalo se casaba y tenía hijos? ¿Aceptaría su familia ir a un restaurante en el que Paula trabajara y que ella les sirviera la comida?


La mujer de la agencia esperaba una respuesta. Era una mujer pequeña y delgada hasta el punto de parecer demacrada. Paula no se la imaginaba como la esposa del orondo propietario del restaurante. La pierna izquierda de Al pesaba más que toda aquella mujer.


—De acuerdo, me la quedo —dijo por fin.


—Aquí tengo un contrato de arrendamiento —le informó la mujer—. Si me lo firma, puedo entregarle las llaves ahora mismo.


—No tengo talonario de cheques, todavía no me lo han dado —se lamentó Paula. No se atrevía a usar la pequeña cuenta que tenía en el banco de su ciudad natal. Sus propietarios eran los Treeborne, y no les resultaría difícil rastrear el pago hasta Edilean—. Y aún no he cobrado mi primer sueldo aquí, así que...


—No importa. El doctor Pedro responde por usted y eso nos basta.


Paula dio media vuelta para que la mujer no se percatara de su ceño fruncido. No le gustaba depender de nadie, y menos de un hombre. Acostarse con uno una noche, y al día
siguiente alquilar una casa gracias a él, hacía que se sintiera... digamos que poco virtuosa. Si la mujer le hubiera dicho que Pedro le pagaría el alquiler, sencillamente se habría marchado de allí, pero solo estaba confirmando que trabajaba para él y que no desaparecería de improviso dejando el alquiler sin pagar. Podía haber sido perfectamente Karen la que le proporcionara referencias.


—En cuanto cobre, pagaré el depósito de la casa —prometió Paula.


—Oh, no hace falta ningún depósito. De hecho, el propietario está encantado de que alguien viva en una casa que no utiliza. El alquiler se paga el último día de cada mes. 
Envíeme un cheque a la agencia o déjelo en el restaurante.


Paula firmó el contrato y la mujer le dio las llaves, la felicitó por su elección y se marchó.


Paula permaneció inmóvil unos segundos. ¡Todo estaba pasando tan deprisa...! Primero, Gonzalo; después, Pedro, y ahora... La verdad es que no sabía exactamente cómo acabaría todo; en su mente todavía fluctuaban imágenes del frustrado intento de robo, de la fiesta de máscaras y... bueno, y de la noche pasada con el hombre al que nunca le había visto la cara.


Estudió la pequeña cocina. Era bonita, pequeña pero con una despensa sorprendentemente grande que podía serle muy útil. No pudo reprimir una sonrisa al pensar en las comidas que prepararían Pedro y ella juntos en aquella cocinita. ¿Seguirían conservando la casa aunque viajaran mucho?


Negó con la cabeza ante la idea. Había pasado una noche con un hombre, y ya planeaba pasar toda la vida junto a él.


Mantuvo la sonrisa mientras recogía el bolso. A veces le suceden cosas buenas a la gente. No a ella, al menos no hasta ahora, pero quizá su suerte estaba cambiando.


Tomó la autopista en su coche alquilado y se dirigió hacia Edilean. La casa estaba a un par de kilómetros del centro de la ciudad, y Paula pensó que esa distancia le serviría para hacer un poco de ejercicio diario. Pero no ese día. Lo que quería en esos momentos, lo que ansiaba, era ver a Pedro


Y ese reconocimiento hizo que su sonrisa se ampliara. Sí, ansiaba verlo. Por un instante se vio junto a Pedro diciéndole entre risas a la gente que tenían... ¿qué? ¿una relación seria?, antes incluso de haberse visto las caras. Sería una historia realmente romántica.


Aparcó tras la consulta de Pedro. Esa mañana se había sentido un tanto decepcionada al despertarse y encontrar la cama vacía, pero lo comprendió. Seguramente había tenido una emergencia médica. En ese preciso momento podía estar salvándole la vida a alguien o ayudando a traer otro niño a este mundo.


Aunque era domingo, la puerta trasera de la clínica estaba abierta, por lo que Paula pensó que habría alguien. Al entrar oyó el suave cliqueteo de un teclado. Debía de ser una de las mujeres que trabajaban para Pedro, parte de su encantador séquito.


Cruzó silenciosamente el vestíbulo y subió la escalera hasta el apartamento. Había pensado hacer la comida y tenerla preparada para cuando volviese de donde hubiera tenido que acudir. La puerta del apartamento también estaba entreabierta y terminó de abrirla procurando no hacer ruido para no alertar a quien estuviera abajo. Las tres mujeres siempre se habían mostrado muy predispuestas a ayudarla y a proporcionarle todo aquello que necesitara. Pero a veces resultaban un poco... casi entrometidas. Parecían tener miedo de que Paula hiciera algo que ellas no pudieran controlar.


«¿Algo como qué?», pensó, pero no tenía respuesta. Quizá solo querían asegurarse de que nadie le hiciera daño a su querido doctor Pedro.


La puerta no hizo ningún ruido al abrirse y penetró en el apartamento. Para su deleite, lo primero que vio fue a Pedro. Estaba estirado en el sofá, durmiendo, con el brazo cruzado sobre la cara para proteger sus ojos de la luz. 


Sonrió y no pudo resistir la tentación de apartarle el brazo, quería acurrucarse junto a él.


Llevaba unos vaqueros y una camiseta, y ella no pudo evitar el recuerdo de la noche pasada juntos y lo bien que conocía su cuerpo. Recordó cómo recorrió el pecho con sus manos, cómo acarició los músculos de sus fuertes brazos, pensó en la boca del médico besando su cuerpo y en el placer que le proporcionó. Pedro era mil veces mejor amante de lo que Gonzalo creía ser. La noche anterior llegó a creer que los dos estaban... bueno, «casi» enamorados.


Pedro se movió entre sueños y bajó el brazo.


Paula sintió que el tiempo se detenía, no se movió mientras sus ojos se desorbitaban al descubrir su rostro. Era un hombre muy guapo, muy atractivo, conocía perfectamente la mitad inferior de su rostro y, aun estando a oscuras, lo habría reconocido al tacto.


Pero ahora no se encontraban en la oscuridad, y el hombre que dormía en el sofá era el que conducía el coche que casi la atropelló. Era el hombre sobre el que había vertido una jarra de cerveza.


Lo primero que pensó fue que todos lo sabían. Todos. 


Facundo, el pastor baptista, la acompañó a casa de Karen, y ella le había contado que estaba en Edilean para trabajar con el doctor Pedro; por tanto, Facundo sabía que acababa de empapar de cerveza a su jefe.


Las mujeres que trabajaban para Pedro también lo sabían. 


Ahora comprendía el motivo de que procuraran mantenerla en el apartamento, lejos de la consulta, y estuvieran tan deseosas de hacer todo lo que fuera por ella. No querían que circulase por la ciudad, ya que podría descubrir la verdad.


«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Por qué se pusieron todos de acuerdo en mantener el secreto?»


No sabía la respuesta, y en aquellos momentos se sentía demasiado humillada para que le importase.


Echó una última ojeada a Pedro, que seguía durmiendo tranquilamente, y salió del apartamento. 


Quienquiera que estuviera en la consulta seguía allí, tecleando en el ordenador, pero no quería ver a nadie ni que la vieran. Solo quería irse de Edilean y no volver nunca más.


Cuando llegó a su coche apoyó la cabeza en el volante, desalentada, pero solo durante un segundo. La alzó de inmediato dispuesta a rehacerse. Si se dejaba arrastrar por aquel sentimiento de humillación, empezaría a llorar. Y en cuanto empezara, no podría parar.


Primero tenía que ir a casa de Karen y recoger todas sus cosas. Al acordarse de su «amiga», un ramalazo de furia se apoderó de ella. Estaba segura de que alguien tenía que haberle contado lo que estaba pasando entre Pedro y ella, pero no le había dicho ni palabra, aunque Pedro era su hermano y ella solo una compañera de cuarto, desaparecida de su vida años atrás.


Temblaba mientras se dirigía a casa de Karen, pero frenó en seco. ¡El alquiler de la casa! Apenas un par de horas antes había firmado un contrato de arrendamiento por todo un año, creyendo que podría compartir aquella casa con un hombre. 


Un hombre que había resultado ser el mayor mentiroso de todos los tiempos.


Paula giró a la izquierda y se dirigió al restaurante de Al. Su esposa había sugerido que dejara los cheques del alquiler en el restaurante. ¿La demandarían en caso de querer rescindir el contrato? De ser así, que se pusieran a la cola tras el imperio culinario de los Treeborne.





CAPITULO 22: (TERCERA PARTE)





Pedro alzó la mano para golpear con sus nudillos el ventanal del restaurante, pero Al lo vio y le abrió la puerta invitándolo a entrar.


Se había pasado muchas noches cuidando de algún paciente, y después siempre desayunaba en el local de Al. 


Aunque solía ser demasiado pronto para abrir el restaurante, Al siempre le freía unos huevos y le preparaba unas tostadas. Así que se sentaría en la barra, desayunaría y hablaría con Al mientras este preparaba las ensaladas del día.


—¿A qué viene esa cara tan triste? —preguntó Al, sirviéndole una taza de café—. Todo el mundo sabe que has pasado la noche con esa muñeca de Paula... cuando apagaron las luces, claro.


La expresión dolida de Pedro resultó tan patética que a Al se le escapó una risita.


—A ver si lo entiendo —siguió Al—. Amas a esa chica, pero ella no sabe quién eres realmente, y cuando descubra la verdad, que, según dicen, eres el tipo que casi la atropella, sabes que te odiará.


—Bueno... creo que la palabra «amar» es un poco prematura, la he conocido hace apenas unos días —respondió Pedro.


—Pues no os habéis separado desde que llegó a la ciudad. Bien, ¿qué máscara vas a ponerte hoy?


—Estaba pensando en usar un casco de motero. Le diré que la correa se ha roto y que no puedo quitármelo. 


Lanzó hacia Al una mirada interrogativa.


—¿Qué tal comportarte como un hombre, presentarte ante ella a pecho descubierto y afrontar las consecuencias?


—¡No! —exclamó Pedro, alarmado—. Eso no. Todavía no.


Al negó con la cabeza.


—Te concedo una cosa. Vosotros dos habéis compartido muchas cosas en muy poco tiempo. Dicen que anoche alguien intentó volar la ciudad. ¿Es verdad?


—Más o menos.


—¿Y que tu chica lo impidió?


—Identificó al responsable. Peter Osmond.


—¿El tipo de los seguros?


—El contable. Pero sí, ese mismo. Lo arrestaron.


Al le puso delante un plato con huevos, bacon y unas tostadas cubiertas de mantequilla. Todo aquello nadaba en grasa. Puede que no fuera muy sano, pero le supo a gloria.


—También dicen que recorriste las calles montado en uno de los caballos MacTern como en esa película, Pretty Woman...


—No fue así exactamente, pero casi —admitió Pedro.


—Y que esa chica y tú anduvisteis por los tejados de la vieja casa Haynes...


—Fue por una de las vigas interiores, no por el tejado. Pero ¿quién te ha dicho todo eso?


—Mejor pregunta quién no. Esas tres mujeres que trabajan para ti andan por ahí, contándoselo a todo el que quiera escucharlas. Siempre hablan de ti, dicen que no eres...


—¡Ni lo menciones! —estalló Pedro—. Ya sé que no soy Tomas. El guapo, encantador, adorable y siempre paciente Tomas. Es tan bueno que no sé por qué no ha ascendido ya directamente al cielo


Al se mantuvo imperturbable ante el tono furioso del médico.


—Por la misma razón por la que el diablo no te ha arrastrado a ti al infierno.


Pedro se llenó la boca con medio huevo frito e intentó calmarse.


—¿Qué puedo hacer con Paula?


—Nada, no puedes hacer nada —contestó Al—. Casi matas a esa pobre chica. Dicen que tuvo que saltar de bruces a la cuneta para evitar que la atropellases. ¿Has examinado sus heridas?


—No, no la he examinado y... —Pedro se detuvo a media frase. Sabía que Al solamente intentaba enfurecerlo—. Me gusta mucho. No me ha gustado tanto una mujer desde...


—No lo hagas, no vuelvas a revolcarte en la autocompasión —le aconsejó Al, mientras él añadía mayonesa a la ensalada de col. Aquella mayonesa era uno de los alimentos más calóricos que conocía, pero no le importaba. Y a su hambriento estómago tampoco—. La chica Chawnley te hizo un favor al abandonarte.


—Sí, ya lo sé —reconoció él, añadiendo más mantequilla a la ya saturada tostada—. Si me hubiera casado con ella, conocer ahora a Paula sería mucho peor.


Al estuvo a punto de decirle que si Pedro estuviera felizmente casado, lo más probable sería que no le interesara ninguna otra mujer, pero se contuvo. En aquel momento sentía lástima por el médico.


—¿Tan serio es? —Pedro no respondió. Se limitó a mirarle directamente a los ojos y Al soltó un largo silbido—. Todos los vejestorios os coláis tanto por una mujer que eso os acaba devorando por dentro. Me alegra que mi familia sea una «recién llegada».


Los antepasados de Al se habían instalado en la ciudad hacia 1880.


—Necesitas un plan y... ¡Oye, ya sé lo que puedes hacer! —La esperanza renació en los ojos de Pedro—. Tatúate la cara. Eso ocultará tu identidad para siempre.


Al principio, el médico frunció el ceño, pero no tardó en soltar una risita.


—Vale, me lo merezco —aceptó—. Sé que tarde o temprano tendré que afrontar las consecuencias de aquella maldita noche.


—Eso te hubiera funcionado antes, pero le has estado mintiendo varios días. Creo que cuando descubra cómo la has humillado delante de toda la ciudad, se va a poner muy pero que muy furiosa. Si en algo se parece a mi esposa, esperará a que anochezca y le prenderá fuego a la cama... contigo dentro.


—¡No sabes cuánto me animas! —replicó Pedro sarcásticamente—. Me alegra haber venido a pedirte consejo.


—Has venido a degustar mi excelente cocina y a pagar por eso —rectificó Al, con una sonrisa—. El consejo es gratis.


Pedro había terminado de comer, pero siguió sentado en el taburete.


—¿Conoces alguna casa que pueda alquilar para Paula?


—Que yo sepa, tus parientes ricos son los propietarios de casi toda la ciudad.


—Sí, pero quiero algo especial. Necesito una casa que tenga un espacio lo bastante amplio para que se puedan hacer esculturas cómodamente. Paula trabaja con barro.


Al contempló unos segundos a Pedro con los ojos entrecerrados.


—¿Te refieres a un estudio o algo así?


—Exactamente a eso.


—La mujer del viejo Gains solía hacer manualidades en un pequeño estudio situado en la parte trasera de su casa. Entre tú y yo, creo que estaba más interesada en mantenerse alejada de él que en retorcer vides y alambres, pero a los turistas parecían gustarles.


—¿Barry Gains? ¿No es el que...?


—El que ahora vive en un asilo de Richmond, sí. Cuando su esposa murió, no tenía a nadie que lo cuidara y su alzheimer empeoraba día a día.


—¿Y qué hizo con la casa?


—La tuvo alquilada hasta hace unos seis meses. Pero el tipo que la ocupaba se marchó, y de momento sigue vacía. Se supone que la agencia inmobiliaria busca un inquilino, pero no creo que se esfuercen demasiado. ¿Quieres alquilarla para Paula, como hizo Peter el Comecalabazas?


—¿A quién te refieres? —preguntó Pedro, extrañado.


—El de la canción popular. ¿No la conoces? Se supone que Peter el Comecalabazas tenía una esposa, pero esta quería abandonarlo. Así que vació una calabaza y la metió dentro para que no se marchara.


—¿Sabes que todas esas leyendas populares suelen tener una base real? Seguramente alguien encerró en casa a su esposa infiel para que no siguiera engañándolo, y algún listillo se inventó lo de las calabazas.


Al ni siquiera parpadeó.


—¿Quieres la casa para que tu chica no se vaya con otro? Mantenla ocupada haciendo pastelitos de barro.


Pedro estuvo a punto de replicar, pero cambió de idea.


—Lo que quiero impedir es que cuando descubra la verdad sobre mí se marche de la ciudad. Y deja de mirarme así. Los hombres desesperados toman medidas desesperadas. ¿Tienes el teléfono de esa agencia inmobiliaria?


—La tengo en la memoria del móvil. Mi mujer es la encargada de la agencia y, si quieres alquilarla, le diré que doble el precio porque tiene un pringado que pagará lo que sea por una cáscara de calabaza.


Pedro ni siquiera protestó. En ese momento, un alquiler abusivo era la menor de sus preocupaciones.


Cuando regresó a su coche rebuscó bajo el asiento hasta encontrar el sobre que contenía el libro de los Treeborne. Le había dicho a Paula que se lo enviaría a su amigo de Nueva Zelanda y pensaba hacerlo. Lo que no le había prometido era que no le echaría un vistazo... o que no haría una copia.


Paula creía, esperaba, que los Treeborne no la denunciarían, que si recibían su precioso libro de recetas no pondrían el país patas arriba buscándola, pero Pedro tenía sus dudas.


Seguro que estarían preocupados de que una copia de su querido libro pudiera aparecer en Internet. Si eso sucedía, los secretos de Treeborne Foods serían de dominio público. 


Y aunque solo detallase cuántos gramos de orégano utilizaba en su salsa de espaguetis, una revelación de ese tipo acabaría con cien años de campañas publicitarias. Ya no podrían seguir presumiendo de sus recetas «secretas».


Los Treeborne podían ser buena gente y, si recuperaban el libro, no le darían importancia al robo, pero por lo que sabía solían jugar sucio. Padre e hijo se habían aprovechado de una chica tan dulce como Paula sin pensarlo dos veces.


Fue a su oficina y fotocopió todo el libro; después lo envolvió e hizo un paquete en el que escribió la dirección de su amigo. Lo más probable era que nunca necesitara la copia, pero era mejor estar preparado.




CAPITULO 21: (TERCERA PARTE)





Pedro volvió a llenar la copa de champán de Paula.


—Deberías sentirte bien —dijo él—. Si hubiera dependido de mí, nos habríamos ido antes de descubrir a Osmond.


Estaban en casa de Karen, y el teléfono móvil de Pedro no había dejado de sonar. Mike los mantenía informados de todo lo que iban averiguando.


—Así que era contable... —comentó Paula, dándole un sorbo a su segunda copa.


—Sí, por eso sabía mucho sobre las finanzas de gran parte de la ciudad. Incluso mis padres recurrieron a él para que gestionara su plan de jubilación.


La encimera de la cocina los separaba. Pedro seguía llevando aquella maldita máscara y ella estaba harta.


—Quítatela —dijo en un tono exigente.


—¿Qué?


—Quítate la máscara. Ha llegado el momento de la gran revelación. —Pedro quiso interrumpirla, pero ella lo obligó a callar alzando una mano—. No me importa si tienes la cara llena de cicatrices o si eres el hombre más feo del mundo. Quiero verte.


Pedro dejó la copa sobre la encimera y lenta, muy, muy lentamente, se llevó las manos a la nuca para desatar la cinta que sostenía su máscara.


—¿Quieres que te ayude? —preguntó ella.


—Sí, claro —aceptó. Y su voz dejaba traslucir tanta desesperación que Paula sintió que su corazón se desgarraba.


Contorneó la encimera para llegar hasta él. Pedro estaba sentado en un taburete, de modo que sus rostros quedaban a la misma altura. Paula luchó con el nudo de las cintas.


—¿Quién te la ató?


—Yo mismo —admitió, abatido, como si se encontrara ante un pelotón de fusilamiento—. Tenía miedo de que se me cayera, así que hice un doble nudo.


—Y triple. Y cuádruple —susurró ella, intentando animarlo—. Creo que hay unas tijeras en el cajón y...


Pedro tomó las manos de la chica entre las suyas.


—Paula, tengo que confesarte algo...


De repente, las luces se apagaron y se encontraron en la más absoluta oscuridad.


—¿Sabes dónde están los fusibles? —preguntó ella.


—En el estudio de Karen. Quédate aquí, iré a echarles un vistazo.


Cuando Pedro estaba a punto de abandonar la cocina, sonó su móvil. Colin Frazier, el sheriff, le había enviado un mensaje de texto que Pedro tardó todo un minuto en comprender.


—¿Qué ocurre? —Paula se interesó.


—No estoy seguro. Parece que todo el barrio se ha quedado sin luz.


Paula se dirigió a la puerta principal y la abrió. 


Efectivamente, no se veía luz en ninguna de las casas circundantes.


—Todo está oscuro. Todas las luces...


No pudo terminar la frase porque Pedro había cruzado la sala a grandes zancadas y la había rodeado con sus brazos.


—Hoy estuviste maravillosa —exclamó, poniendo las manos en los hombros de la chica—. Caminaste por una estrecha viga de madera como si estuvieras haciendo una
prueba para ingresar en el Cirque du Soleil.


—Estaba muerta de miedo —confesó, alzando las manos para tocarle la cara—. Oh, te la has quitado.


Era la primera vez que sentía su piel sin la molestia de la máscara. Recorrió con la punta de los dedos sus mejillas, su nariz, el contorno de sus ojos. Él los cerró mientras le acariciaban primero los párpados y después las cejas.


—Creí que quizá te habías quemado la cara o que tuviste un accidente y...


—No. Estuve a punto de morir un par de veces, pero conseguí salir indemne. Paula, yo...


Ella supo lo que pretendía decir. Entre ellos se había creado un vínculo mayor que el que nunca hubiera sentido antes. 


Tiempo atrás creyó estar enamorada de Gonzalo, pero en los meses que duró su relación no lograron compartir nada parecido a lo que ahora la unía a Pedro. No hacía mucho que se conocían, pero, en términos de experiencia vital, tenía la impresión de que fueran años.


Ella alzó la cara, ofreciéndosela para que la besara. Los labios de Pedro descendieron y ella sonrió expectante, feliz.


Cuando aquellos labios rozaron los suyos, sintió que una descarga eléctrica recorría todo su cuerpo. Retrocedió un paso para mirarlo, pero ni siquiera pudo vislumbrar el contorno de su cara debido a la oscuridad.


—¡Oh! —fue lo único que pudo exclamar.


—¡Santo cielo! —balbuceó Pedro—. Así que esto es lo que ellos...


—¿Quiénes? ¿Qué?


—Los juglares y todas sus tontas canciones, o mis primos, que me aburrían con sus cuentos sobre el amor verdadero.


Paula comprendió de qué estaba hablando porque ella sentía lo mismo.


Dudaron por un momento inmóviles, ciegos en medio de la oscuridad, hasta que ambos reaccionaron al mismo tiempo.


No pensaron coherentemente, no fueron del todo conscientes de lo que estaban haciendo, pero el vestido de Paula se deslizó con facilidad de sus hombros y Pedro gruñó al sentir el contacto de sus senos. Fue un sonido gutural, primario, que surgió de lo más profundo de su interior.


Pedro dejó caer el abrigo al suelo y luchó ansiosamente con los botones de su camisa. Lo único que Paula tenía en mente era su deseo de tocarlo, de sentir el contacto de piel contra piel.


Cuando por fin consiguió librarse de la camisa, Paula recorrió su pecho con las manos, un pecho maravillosamente esculpido que ya había intuido al verlo acercarse con su caballo. Pectorales, abdominales, todos sus músculos estaban perfectamente dibujados. Como escultora, admiró aquella obra de arte.


—¿Todo bien? —susurró él, mordisqueándole suavemente la oreja.


—Quiero modelarte en barro.


—Por mí, de acuerdo. Podemos llenar de barro la piscina, la cocina... lo que quieras. Paula, eres la mujer más hermosa que he conocido nunca.


Sus labios se unieron, y ella ahogó un gemido cuando Pedro alzó en vilo su cuerpo desnudo y la tendió en el sofá. Cuando se tumbó sobre ella, su cuerpo se arqueó de puro placer.


«Protección», pensó. Gonzalo y ella siempre habían usado protección, pero ahora... con aquel hombre... Fue lo último que cruzó por su mente antes de que la penetrara
suavemente. Rodeó frenética la cintura de Pedro con sus piernas para apretarlo todavía más contra ella.


El médico se tomó su tiempo. Sus movimientos eran lentos y profundos, y Paula se dio cuenta de que le resultaba difícil contenerse. Que él se preocupara por su placer hacía que disfrutara todavía más.


A medida que llegaba el crescendo, todo pensamiento racional abandonó a Paula sustituido por un torrente de sensaciones. Solo existían aquel hombre y aquel momento.


—No podré aguantar mucho más —confesó él, con un leve tono de angustia en su voz.


—Por favor, no lo hagas —respondió Paula, abrazándolo con todas sus fuerzas.


Sus embestidas largas, profundas, la elevaron hasta unas cumbres de placer como nunca antes había sentido. Jamás experimentó tanto deseo, tanta necesidad de otro ser humano. Un aluvión de imágenes cruzaron por su mente: Pedro a caballo, Pedro en la escalera de hierro alzando los brazos para recibirla cuando saltara, Pedro riendo, Pedro besándola, PedroPedroPedro...


Alcanzaron el orgasmo al mismo tiempo con los cuerpos entrelazados, unidos en la forma más pura y más antigua del mundo, labios contra labios, aliento contra aliento, piel contra piel.


—Paula, creo que quizá... —vaciló, sin terminar la frase.


Ambos sabían que era demasiado pronto para hablar de emociones y sentimientos.


Un minuto después, ella volvía a estar entre sus brazos, y Pedro la llevaba al dormitorio.


—No le digas a mi hermana que he usado su dormitorio para...


—¿Para qué? ¿Qué planeas hacer en la cama? —preguntó Paula, sonriendo y fingiendo ingenuidad.


—Todo lo que se me ocurra —respondió él, tumbándose junto a ella y besándola en el cuello—. Soy médico, así que primero planeo realizarte el reconocimiento físico más minucioso que te hayan hecho en tu vida. Quiero conocer hasta el último centímetro de tu cuerpo.


—¿Y qué me dices de ti? —preguntó ella, girándose hacia él y acariciándole el costado, rozando con la punta de sus dedos todos y cada uno de los contornos de sus músculos—. Examíname todo lo que quieras, soy tuya.


Él volvió a besarla y sus manos recorrieron el cuerpo de la chica. Tocándola unas veces, acariciándola otras, transportándola a un grado de deseo jamás soñado.


Tres horas después tuvieron que detenerse para descansar. 


Cansados, exhaustos hasta más allá de lo imaginable, se acurrucaron juntos, sudorosos y saciados, dormitando intermitentemente.


—Búscanos una casa —susurró Pedro en la oreja de la chica.


—Buscaré una para ti —respondió ella sin abrir los ojos. 


Nunca se había sentido tan feliz y tan plena en toda su vida. 


Aquel hombre, al que nunca le había visto la cara, la había hecho sentir que podía conquistar el mundo, que cualquier cosa era posible. Quería quedarse entre sus brazos para siempre.


—Para nosotros —corrigió Pedro—. Para ti y para mí, para los dos.


—Mmm... —fue todo lo que ella consiguió responder.


Tenía los glúteos pegados a su masculinidad y el contacto le parecía muy agradable, muy sensual. No era precisamente una virgen, pero así se sentía. Nunca había pasado una noche entera con un hombre. Siempre tenía una visita pendiente o un trabajo que terminar.


Pedro volvió a besarle delicadamente el cuello y se apretó todavía más contra ella.


—Podemos ser compañeros de cuarto, si quieres —logró articular Paula, comprendiendo por fin lo que le estaba proponiendo—. Me gustaría que nos viéramos fuera de esta casa, aquí me siento como una especie de invasora. Pero ¿vivir juntos? No, es demasiado pronto.


—Sé que es demasiado pronto, pero me conozco. Sé cuando algo encaja, sencillamente lo sé. He tenido un montón de... Bueno, he conocido a bastantes mujeres, pero siempre había algo que me frenaba.


No hacía falta que explicara sus razones, ella las conocía muy bien: una vez, solo una vez, se había entregado por completo a una mujer, para encontrarse la traición y el abandono por respuesta. No era fácil superar un rechazo así... como bien sabía por experiencia propia.


—Paula, tú sacas lo mejor de mí. Haces que quiera ser... ser amable con la gente.


Ella no pudo contener una carcajada.


—Ya eres amable con la gente.


—No mucho, lo reconozco, pero ese no es el tema. Quiero que me conozcas mejor. Quiero que conozcas al verdadero Pedro.


—¿Este de ahora no es el verdadero Pedro? —le provocó ella, acariciándole el pecho.


—No —reconoció él. Y hablaba en serio—. Hay cosas en mí que no te van a gustar.


—Yo he robado un libro de cocina —soltó de repente Paula. Y se arrepintió al instante, tapándose la boca con la mano.


Pedro rio abiertamente.


—No creo que llevarte un libro de una librería sea...


—¡No! —le interrumpió ella, y dio media vuelta para encararlo. El dormitorio estaba demasiado oscuro para poder verle la cara, pero intuía que la estaba mirando—. El verdadero nombre de Earl es Lewis Gonzalo Treeborne III, el heredero de la fortuna Treeborne. Y robé el libro de recetas de su familia.


Pedro tardó un momento en reaccionar.


—¿Estás hablando del libro que los anuncios de Treeborne Foods dicen que es la base de todos sus platos?


—Sí —admitió ella.


Su cuerpo se tornó rígido y, de repente, su cercanía se le antojó demasiado íntima. Pero cuando intentó separarse un poco, se encontró con la resistencia de Pedro. No sabía por qué había confesado su robo, ahora pensaría que era una persona horrible.


—Supongo que ese es el paquete que quieres que le envíe a mi amigo...


Paula asintió con la cabeza. Ante su asombro, Pedro soltó una carcajada.


—¡No es divertido! —protestó—. ¡Soy una ladrona!


Él intentó controlarla, manteniendo su abrazo.


—Me dijiste que te calificó de... ¿cuáles fueron sus palabras exactas?


—Un rollo de verano.


—Eso significa, supongo, que tenía otra relación más seria.


—Oh, sí, ya lo creo. Una chica llamada Traci. Su padre y el de Gonzalo son amigos.


Pedro dejó de reírse cuando se dio cuenta de lo que el tal Gonzalo le había hecho a Paula. Un niñato rico la utilizó para después desecharla sin miramientos cuando llegó el momento de afrontar asuntos más serios.


—Lo siento —dijo sinceramente—. No tenía que haberte pasado algo así. Ni a ti ni a nadie, ya puestos. ¿Has hecho una copia del libro?


—¡Claro que no! —respondió, indignada—. Además, está escrito en código.


—¿En código?


—Eso creo. O puede que sea en un idioma que no he visto nunca.


—¿No estará escrito en italiano?


—Eso es lo que dicen en Treeborne Foods, pero ¿quién sabe?


Pedro calló unos segundos, acariciando casi de manera automática el pelo de la chica. Se habían tapado con la colcha y el ambiente era agradablemente cálido.


—¿Crees que Gonzalo y los suyos te estarán buscando?


—Es posible, pero no sabe dónde. Me he dado cuenta de que, en el fondo, no lo conozco tanto como pensaba. Creía que sí, pero no es verdad.


—A mí me parece que lo conoces bastante bien —la contradijo Pedro—. Miente sin importarle las consecuencias. Su padre es dominante, y él, codicioso. Para conseguir su parte de la compañía, probablemente aceptará casarse con quien más convenga a los intereses de la compañía. ¿Voy bien encaminado?


—Perfectamente —admitió Paula.


—¿Y dónde tienes el libro ahora?


—Escondido a plena vista en un cajón del escritorio de Karen —confesó ella—. Estoy deseando perderlo de vista.


—Yo me encargaré de eso.


Paula sonrió en la oscuridad, y esas palabras la tranquilizaron tanto que el sueño empezó a vencerla. El contacto con Pedro era tan cálido y hacía que se sintiera tan segura que no tardó en dormirse.


Él se dio cuenta y no le habría importado imitarla, pero no podía. Estaba completamente despejado y su mente saltaba incontrolada de uno a otro de los acontecimientos ocurridos en los últimos días.


Paula había trastocado todo su mundo. Hacía apenas una semana, solo podía pensar en los días que faltaban para perder de vista Edilean. Se quejaba de las «X» del calendario de Bety y de cómo ansiaba el regreso de Tomas, pero lo cierto era que Pedro también vivía pendiente de ese calendario, también contaba esos días, también repasaba una y otra vez el tiempo que faltaba para dejar la consulta y marcharse a... ¿adónde? ¿A vagar de una ciudad a otra, de un peligro a otro?


A veces se sentía tan solo, echaba tanto de menos tener un hogar, que le entraban ganas de hacer las maletas y desaparecer.


Besó la frente de Paula y la acomodó en sus brazos. Ella le hacía sentir como si su vida tuviera sentido, como si tuviera un lugar al que ir.


Cuando Paula dio media vuelta sin despertarse, se deslizó fuera de la cama, abrió el cajón de la mesita de noche y sacó una linterna. Siempre había sabido que estaba allí, pero no se lo había contado a la chica.


Cruzó el salón hasta el estudio de Karen, abrió el cajón del escritorio y se apoderó del destrozado sobre que contenía el libro de recetas. No tardó en vestirse y abandonar la casa.


 Necesitaba comer algo. Comer algo y charlar con alguien.