sábado, 19 de marzo de 2016
CAPITULO 17 (PRIMERA PARTE)
Cuando Paula se despertó no era completamente de día, y en lo primero que pensó fue en Pedro y en lo parecidos que eran sus respectivos padres; de hecho, parecían tener mucho en común.
Pensó que eso no era bueno; no podía empezar el día pensando en un hombre, y sin duda no en uno al que no había visto nunca. Tenía que centrarse en la campaña publicitaria de Karen.
Tenía que discurrir algo para unificar las doce pinturas. El nexo podía ser que fueran diferentes clases de orquídeas.
Tendría que hablar con Pedro sobre cuáles utilizar. Con una sonrisa, pensó en la facilidad con que el médico pronunciaba los largos nombres latinos de las flores.
Lo cual la llevó a pensar en los labios de Pedro sobre su sien.
—¡Olvida eso! —exclamó, apartando la colcha. Había conseguido pasar veintiséis años sin obsesionarse con un hombre, y no iba a empezar ahora. Siempre le había asqueado cuando Agustina llegaba llorando y diciendo que su vida se había acabado por lo que fuera que le hubiera hecho su último novio.
Hizo la cama, se vistió y bajó. La casa estaba en silencio, y pensó en tomarse un cuenco de cereales y preparar su equipo de fotografía. Pero cuando abrió el frigorífico vio una gran caja de arándanos. La víspera le había entregado a Lucia una breve lista de alimentos que quería, y según parecía la mujer había ido a la tienda.
Sacó la caja de las bayas y decidió que era justo que hiciera el desayuno, puesto que Lucia lo había hecho la víspera.
Cuando las mujeres entraron en la cocina las recibieron unas filloas de arándanos, embutidos, trozos de melón y zumo de naranja recién exprimido.
—¡Qué sorpresa más agradable! —dijo la señora Wingate.
—Realmente fantástica —abundó Lucia—. Parece que Pedro estaba en lo cierto al pedirnos que te dejáramos vivir aquí.
—Me enteré que lo hizo —dijo Paula—. ¿Ha estado aquí esta mañana?
—Si hubiera estado, estaría sentado a la mesa —dijo Lucia—. Le gusta tanto comer... Las noches de cine a veces se come tres tozos de tarta.
—Eso es porque parece que podrías echarte a llorar si no se las tomara —bromeó la señora Wingate.
—Me da mucha lástima que viva allí tan solo —dijo Lucia—. ¿Sabes, Paula?, Pedro es un soltero muy recomendable.
Paula dejó una pila de filloas encima de la mesa mientras las mujeres se sentaban.
—Interesante idea, pero ¿cómo me iba a ganar la vida en Edilean?
—En mi familia —dijo la señora Wingate—, el marido mantiene a la mujer.
—En la mía también —abundó Lucia, aunque su voz dejó traslucir un dejo de amargura—. Querida Paula, sigue mi consejo y gánate tú misma la vida.
Cuando Paula se sentó, paseó la mirada de una mujer a otra. La boca de Lucia era una línea fina y apretada, mientras que la señora Wingate estaba cabizbaja. Pensó que fuera lo que fuese lo que provocaba tanta amargura en Lucia, la señora Wingate estaba al cabo de la calle.
—Bueno, ¿y qué planes tienes para hoy? —preguntó la señora Wingate, y el pesimismo se disipó.
Mientras comían, Paula les habló de la campaña publicitaria de Karen.
—Todavía no he decidido qué voy a pintar. Lo lógico sería que fueran las orquídeas de Pedro. Pensé que podría hacerlo al estilo de los grabados botánicos del siglo dieciocho, como si se tratara de unas especies recién descubiertas. Esas flores que hay debajo de los bancos son lo bastante raras como para aparecer en una película de terror.
—La Paphiopedilum —apostilló la señora Wingate.
—Eso es lo que... —Se contuvo—. Lo que oí.
—Igual que los paisajes CAY —dijo Lucia, refiriéndose a los cuadros del siglo XVIII que habían sido descubiertos en Edilean un año antes.
—Exacto —respondió Paula—. Aunque, por otro lado, el baile de anoche me dio la idea de algo más exótico, como unos genios, por ejemplo. O unas campanillas revoloteando alrededor. —Hizo una pausa—. Karen había pensado en algún hombre guapo ofreciendo la joya a una mujer invisible.
—Tendrás que convencer a Pedro para que pose para ti —le propuso la señora Wingate.
—A cualquier mujer le encantaría tener alguna cosa que él le ofreciera.
Paula no pudo evitar reírse.
—No paro de oír hablar de ese hombre, pero nunca le veo.
De repente, la señora Wingate se levantó de la mesa y se fue.
—¿He dicho algo que la ofendiera? —preguntó Paula.
—Oh, no —dijo Lucia—. Supongo que ha ido a buscar los libros. Hay seis, y los vemos juntas a menudo.
—¿Libros? —preguntó.
Antes de que Lucia pudiera responder, la señora Wingate regresó con media docenas de álbumes de fotos forrados en piel y los dejó en la mesa al lado de Paula.
—Llevo fotografiando a Pedro y a Andy desde que eran niños.
—Un diez por ciento a Andy, y un noventa al doctor Pedro —puntualizó Lucia.
—Eso se debe a que venía a menudo por aquí. Andy y su madre eran una pareja fantástica, pero el padre de Pedro solía estar trabajando, así que... —Se encogió de hombros.
—Así que él se pasaba por aquí —terminó Paula. Se limpió la boca con la servilleta y abrió el álbum que estaba arriba. Era el más antiguo, databa de 1979. Los fotos eran de un crío de unos dos años monísimo, con el pelo oscuro y unas pestañas negras y tupidas.
—He oído que su sobrina tiene las pestañas como plumas —comentó Paula.
—Nuelia es casi tan preciosa como lo era Pedro a esa edad —dijo la señora Wingate—. La niña es una damita de una inteligencia extraordinaria. Hace unas tres semanas que no la veo, así que vendrá pronto. Pedro y ella no soportan estar separados demasiado tiempo. Cuando están juntos son dos verdaderos pillastres.
Había muchísimo amor en el tono de la señora Wingate.
Paula estaba pasando las páginas del álbum más antiguo. Las fotos de Pedro habían sido tomadas en todas las habitaciones de la casa Wingate. Con frecuencia aparecía con vestidos de marinero o lo que parecían ser unos holgados babis mameluco hechos a mano.
—¿Le hacía usted la ropa? —le preguntó Paula a la señora Wingate.
—Quizá le hiciera uno o dos —respondió la señora con modestia.
—No dejes que te tome el pelo —terció Lucia, mientras empezaba a recoger la mesa. Cuando Paula empezó a levantarse para ayudar, Lucia le dijo que siguiera sentada—. Yo lo hago todo con mis máquinas, pero Livie cose a mano.
La señora Wingate sonrió.
—No todo. Monto los vestidos a máquina.
Lucia soltó un bufido de burla.
—Tiene una antigualla, de esas a las que tienes que cambiarle la aguja cuando se rompe.
—¿Y cuándo si no la vas a cambiar? —preguntó Paula, pero sin levantar la vista de las fotos. Pedro tenía ya unos cuatro años y sonreía a la cámara, y en su gran sonrisa mostraba el cariño por la fotógrafa.
Como las mujeres guardaron silencio, levantó la vista y vio que ambas la estaban mirando fijamente.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Tienes que ver las nuevas máquinas de coser que tengo en el taller —dijo Lucia.
—Lo haré. —Volvió a mirar el álbum. Era fascinante ver crecer al hombre con el que se estaba encontrando.
—Me tengo que ir a la tienda —dijo la señora Wingate cuando Paula abrió el segundo álbum.
—Y yo tengo mucho que coser.
—Hasta luego. —Paula no levantó los ojos de las fotos.
A eso de los siete años, Pedro había empezado a dar muestras del hombre en el que se estaba convirtiendo. Pelo moreno, ojos azules, mentón y quijada pronunciadas.
Parecía como si en todas las fotos estuviera sujetando una rana, un gatito o algún animal. A veces llevaba un viejo estetoscopio colgado del cuello.
Había varias fotos de Pedro con un joven alto y guapo, que parecía trabajar en el jardín, en las que este estaba lanzando al niño por los aires o dándole un paseo montado en un caballito. Paula se preguntó quién sería y si su influencia había sido decisiva para alimentar el amor de Pedro por las plantas.
Como artista, Paula no pudo evitar reparar en que la destreza fotográfica de la señora Wingate había empezado a mejorar a medida que el niño había ido creciendo. En lugar de simples imágenes con unos fondos abarrotados de cosas, lo mostraba inclinado sobre un libro, envuelto en la luz de una única bombilla.
—Mira la Georges de la Tour esta —dijo Paula.
A partir de ahí empezaron las etiquetas, «Pedro a los nueve años», rezaba una, y se operaron más cambios. Por un lado, las fotos ya no estaban tomadas exclusivamente en el hogar de la señora Wingate. Algunas estaban sacadas en un colegio, donde Pedro aparecía suspendido del puente colgante de un parque infantil, o saludando con la mano mientras se deslizaba por un tobogán; en otra mostraba una sonrisa sin dientes, mientras miraba por la ventanilla del autobús escolar.
En el cuarto álbum ya estaba en la secundaria. Por lo que Paula pudo distinguir, Pedro Allfonso no había pasado por ninguna etapa difícil, víctima del acné o de un cuerpo desgarbado, o siquiera fuera a causa de la timidez con las chicas; por lo que vio en las fotos, había sido un jovencito muy popular. En todas aparecía riéndose con otras personas de uno y otro sexo: las chicas lo miraban como si fuera un ángel caído del cielo, y los chicos parecían considerarlo un amigo.
Había fotos deportivas —Pedro jugando tanto al baloncesto como al béisbol— y de un bar de bailes.
El quinto álbum era del instituto, y Paula vio a un joven verdaderamente guapo. Parecía como si la mayor parte de la atención de la señora Wingate se hubiera centrado en los acontecimientos atléticos en los que había participado Pedro. Había una foto adorable en la que estaba acompañado de una chica con demasiado pelo, vestidos ambos para asistir a un baile de etiqueta.
Volvió la página y se quedó boquiabierta, porque allí estaba Pedro con Karen de niña. Su amiga tenía como unos siete años, y él era un guapísimo adolescente alto y musculoso. Estaban sentados en la hierba en lo que ella reconoció el jardín trasero de la señora Wingate, y Karen estaba engalanando a su primo con flores. El joven parecía plenamente satisfecho, sin mostrar ninguna impaciencia por preferir estar en otra parte.
En la página siguiente, Pedro paseaba a Karen sobre los hombros y ella se sujetaba a su cabeza. Los dos llevaban collares, pulseras y tocados hechos con flores del jardín de la señora Wingate. Karen llevaba una gran rosa blanca en el pelo.
Paula cerró el libro y pasó al último. En su interior, iba a ver a Pedro de hombre, y no estaba segura de si quería hacerlo.
Apartó el álbum, se levantó y se dirigió a la escalera. Subió dos escalones antes de darse la vuelta y volver corriendo a la cocina. Cogió el álbum y se lo llevó al invernadero; verlo en la habitación de Pedro parecía el único sitio adecuado.
El último álbum mostraba más fotos de familia. Allí estaba Pedro en la graduación de la universidad junto a un hombre que solo podía ser su padre; eran como dos gotas de agua, hasta el punto de que supo que estaba viendo a Pedro cuando tuviera cincuenta años.
Titubeó antes de pasar la página. ¿De verdad quería ver cómo era Pedro en ese momento? Aunque sabía que ver una foto de alguien era muy diferente a verla en persona.
Pasó la páginas lentamente y lo vio avanzar desde los dieciocho hasta sus actuales treinta y cuatro años. Era un hombre verdaderamente guapísimo. De más joven parecía uno de los modelos de las vallas publicitarias de Nueva York.
Su cara y su cuerpo —que vio en las diversas fotos en las que estaba en la playa— podrían vender lo que fuera a cualquier mujer.
Pero lo que a Paula le gustaba iba más allá de su aspecto exterior. Había una foto de Pedro en la que parecía estar en África, y otra en Sudamérica.
No habían sido sacadas con la excelente cámara de la señora Wingate, sino con una barata que daba una imagen borrosa. Todo sugería que Pedro se las había enviado a la señorita Livie, porque al pie se veía escrito: OS EXTRAÑO A TODOS. La segunda rezaba: ¡A LOS NIÑOS LES ENCANTAN LOS JUGUETES! GRACIAS.
También había una foto de varias personas delante de lo que parecía su consulta de Edilean. Estaban bebiendo champán y se reían. PEDRO POR FIN TIENE SU PROPIA CONSULTA, estaba escrito en un margen de la foto.
Otra era de Pedro besando a una joven bajo el muérdago de la casa de la señora Wingate, y en otra más aparecían los dos abriendo regalos.
Al final había dos fotos tomadas sucesivamente. La primera era de Pedro en el invernadero, examinando una de sus orquídeas con expresión de preocupación. En la siguiente miraba a la cámara y en su cara empezaba a aparecer una sonrisa; la mirada rebosaba cariño por la fotógrafa.
Paula cerró suavemente el álbum y lo sujetó contra su pecho. ¡Con razón la señora Wingate adoraba a Pedro!
Tener un persona que te mire de esa manera... Bien, una mirada así podía derretir a una mujer.
Se quedó allí sentada durante un rato, sujetando el álbum de fotos contra ella, contemplando las orquídeas de Pedro.
Pese a ser un hombre al que jamás había visto a la luz del día, sin duda se estaba enterando de muchas cosas acerca de él..
En ese instante se le antojó imposible pensar en otra cosa que no fuera que quizás él estuviera en la casa de al lado.
Todo lo que tenía que hacer era recorrer el sendero que atravesaba el bosque y... ¿Y qué? ¿Comer juntos? ¿Pasar por la embarazosa etapa de hablar sobre dónde habían ido al colegio? ¿De si tenían hermanos? ¿De si trabajaban?
No, prefería encontrarse en la oscuridad e intercambiar secretos íntimos, como aquel sobre la mujer casada de la que Pedro estuvo a punto de enamorarse.
Por otro lado, también se habían hecho mutuamente partícipes de toda la información normal y mundana que la gente suele intercambiar cuando se conoce.
Con una sonrisa pensó que solo faltaba la información visual.
Seguía sujetando el álbum contra el pecho, pero se obligó a dejarlo. ¡Ya era hora de ir a trabajar!
Apiló los seis álbumes sobre la mesa de café del salón y subió a coger sus pinturas. Una vez más había perdido la primera luz de la mañana para fotografiar las orquídeas, aunque quizá pudiera pillar la del crepúsculo.
CAPITULO 16 (PRIMERA PARTE)
Mientras Pedro se bebía otra taza de café, miró fijamente por la ventana tratando de decidir qué hacer. ¿Respetar la petición de su querida prima o seguir citándose con Paula?
Lo primero que se le ocurrió fue que no podría soportar no volver a estar con Paula, no pasar otra noche hablando con ella, riéndose, ¿haciéndose arrumacos? No era algo que pudiera considerar. La noche anterior había acortado el rato con ella porque el ímpetu de su deseo casi le había superado. Pero entonces ya sabía que lo que sentía por Paula era algo más serio que un mero revolcón en la casa de muñecas. No quería que las cosas fueran demasiado rápido. Cuando hicieran el amor, quería que tuviera más trascendencia que una simple aventura nocturna.
—¿Karen te ha hecho pasar un mal rato? —preguntó Doris, la camarera. Ella, su marido y sus dos hijos eran pacientes de Pedro. Cuando su marido se había rebanado el tobillo con un cortacésped, él se lo había vuelto a unir; y cuando la herida se infectó y el hombre se negó a ir a su consulta, Pedro había acudido a su casa y le había salvado el pie.
—Sí —dijo Pedro—. Vaya que sí.
—¿No hay otra cosa que le guste hacer?
—¿Además de darme un disgusto? —preguntó Pedro—. No suele, pero hoy...
—No, si me refiero a ese chica a la que no le gusta Edilean. ¿Es que no sabe hacer nada aparte de pintar? Y no tiene por qué pintar siempre esas extravagantes flores tuyas, ¿no?
Pedro levantó la vista hacia la mujer, comprobó que el lunar de su cuello no había cambiado y entonces trató de entender de qué estaba hablando.
—Piensa en ello —dijo Doris—. Y no te preocupes, que no diré nada. Jamás oigo las conversaciones privadas. —Le guiñó un ojo, recogió la cafetera y se alejó
Pedro no estaba seguro de a qué se refería Doris, pero le dejó una propina del mismo importe que la nota y se marchó.
Sabía que era inútil que fuera a la consulta, porque su padre le diría que se fuera a descansar.
En lugar de eso, se fue al gimnasio que estaba instalado temporalmente en un edificio del centro del pueblo. Solo era para socios, y tenía una llave. No había nadie, lo cual le alegró porque eso le daba la oportunidad de pensar.
El dueño del gimnasio, Mike Newland, tenía algunas taquillas en la parte posterior donde Pedro había dejado su ropa de gimnasio. Le resultó difícil desabotonarse la camisa y quitarse los pantalones, y cuando consiguió terminar de desvestirse y vestirse, estaba furioso por lo que Karen le había dicho. Pero al cabo de treinta minutos de ejercicios se dio cuenta de que su prima le había dicho que no hiciera daño a su amiga. A su manera rebuscada, eso era todo lo que había dicho. Y él no tenía derecho a enfadarse por ello.
Pasó dos horas solo en el gimnasio e hizo lo que pudo con un brazo solo. Mientras gastaba energías, su enfado empezó a abandonarle y él empezó a sonreír de nuevo.
Así que a Paula le gustaba la creatividad, ¿verdad? Los médicos no eran famosos por la suya, aunque pensó que podría conseguirlo.
Consultó su reloj, medio oculto por el cabestrillo. Disponía de varias horas antes de que la volviera a ver.
CAPITULO 15 (PRIMERA PARTE)
Pedro estaba enfrascado con su desayuno tras haber decidido hacerse unos huevos revueltos, en lugar de tomarse otro cuenco más de cereales. Pero hacer algo con un brazo solo era difícil. Rompió los huevos en un cuenco y recogió las cáscaras.
Puso mantequilla en una sartén caliente, pero se le quemó porque estaba distraído. No dejaba de mirar la puerta que utilizaba cuando iba a casa de los Wingate. ¿Qué haría Paula se si presentaba allí a desayunar, como solía hacer antes de que ella llegara?
El día anterior había tenido que inventarse un pretexto para justificar ante las dos mujeres que no se pudiera quedar. Lucia le había creído; le había dado un beso en la mejilla, y dicho que trabajaba demasiado.
Pero la señorita Livie le había mirado igual que lo hacía cuando él tenía doce años y contaba alguna mentira sobre su paradero y lo que hubiera estado haciendo. Ni siquiera su madre le pillaba en las mentiras como lo hacía la señorita Livie.
Supuso que a esas alturas la mujer le habría relacionado con las ausencias nocturnas de Paula, aunque hasta donde él sabía, la señora Wingate no parecía desaprobar la clandestinidad de sus encuentros.
Se le ocurrió que probablemente pensaría que iban a casa de Pedro a follar como locos. Volvió a limpiar la sartén; había quemado la segunda tanda de mantequilla.
Se preguntó qué pensaría la señorita Livie si supiera la verdad, que apenas si había besado a Paula.
—Lo más seguro es que no me creyera —masculló, y volvió a meter los huevos en el frigorífico. Mejor olvidarse de cocinar; iba a ir al pueblo a desayunar.
Sin pensarlo, cogió el teléfono y llamó a Karen.
—¿Has desayunado?
—Todavía no.
—¿Puedo invitarte a desayunar a Al?
—Esto estaría muy bien. Tengo que contarte algunas buenas noticias.
—¿Ah, sí? ¿Sobre qué? —preguntó él.
—Me lo reservaré hasta que te vea. A propósito, ¿qué te parece Paula?
—Cada vez que voy a casa de la señorita Livie, tu Paula está en su habitación. —Era lo más cerca que podía estar de no mentir.
—De todas formas es mejor así, porque ya está pedida. Te veo en Al. —Y colgó.
—¿Qué diantres significa eso? —Le dijo Pedro al teléfono—. ¿Pedida?
A pesar de su discapacidad. Pedro estaba en la cafetería al cabo de unos diez minutos, esperando impacientemente a que llegara su prima Karen.
Karen entró sonriendo, le besó en la mejilla y ocupó el banco que estaba frente a él. La cafetería de Al había sido el no va más en la década de 1950, cuando el Chevy del 57 reinaba en las carreteras y Elvis Presley empezaba a hacerse famoso. A la sazón, el lugar había tenido un gran éxito, así que Al —el hijo— no vio ningún motivo para cambiarlo. Los reservados seguían siendo los mismos, al igual que los redondos taburetes del largo mostrador. En la pared de cada reservado había unas pequeñas gramolas en la que uno podía escoger su música. A nadie le importaba que no hubiera ninguna canción posterior a 1959.
—Bueno, ¿qué quieres oír esta mañana? —preguntó Karen, mientras repasaba la lista de éxitos—. ¿B9, «Diana», de Paul Anka, o D8, Jerry Lee Lewis desgañitándose con
«Great Balls of Fire»? —Los niños de Edilean se enorgullecían de saberse de memoria los números de catálogo de las canciones.
—Ninguna —dijo Pedro, bebiendo su café.
—Alguien está de mal humor —dijo Karen—. ¿Te duele el brazo?
—Los días sin nada que hacer me vuelven loco —respondió Pedro.
—Lo siento, aunque me parece que la cosa va a empeorar.
—¿Qué quieres decir? —Pedro tenía el ceño puesto.
—Hoy estás gruñón, ¿eh? ¿Qué es lo que te ha puesto de mala leche?
No podía decirle que habían sido sus palabras acerca de que Paula «estaba pedida».
—¿Cuál es tu buena noticia?
—Ruben regresa este fin de semana.
—¿Ah, sí? —preguntó Pedro, y sonrió. Llevaba sin ver a su amigo y primo más de dos años. Había sido Karen quien le había pedido que se hiciera cargo de la consulta. Su padre estaba dispuesto a trabajar todo el tiempo que Pedro llevara el brazo en cabestrillo, pero su madre se había opuesto. ¡La mujer estaba decidida a zarpar en el crucero que había reservado!
—¿Qué le ha hecho venir antes? —preguntó Pedro, desaparecido su mal humor. Ruben era uno de los pocos amigos solteros que le quedaban.
—Paula.
Pedro tuvo que reprimir un gruñido. Otra vez el «algo» del que ella había hablado no.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Le conté que Paula estaba aquí, y me respondió que cogía el primer vuelo que hubiera. Rompió con su última novia hace un par de meses, así que cuando le conté que Paula estaba aquí se mostró impaciente por verla. ¿No sería maravilloso que mi hermano y mi mejor amiga se enrollaran?
—No supe que se conocieran hasta que me lo mencionaste el otro día. —Cuando le había preguntado a Paula por su primo, sacó la impresión de que no había nada entre ella y Ruben. Y, por lo que sabía, todo aquello era fruto de la muy activa imaginación de Karen. De la abundancia del corazón... Pero ahora le estaba diciendo que Ruben volvía antes a casa solo para ver a Paula.
—Oh, sí —dijo Karen—. La primera vez que vino Paula fue nada más acabar el primer año de carrera, y se chifló por mi hermano. Pero eso fue cuando aquella idiota de Laura Chawnley le acababa de dejar, y Ruben ni siquiera le hizo caso. Me contó que había estado corriendo completamente desnudo delante de ella y que ni siquiera se había dado cuenta.
La camarera se acercó para tomar nota, y eso le dio tiempo a Pedro para tranquilizarse. Después de que la camarera se marchara, dijo:
—¿Quieres decir que Ruben estaba desnudo?
Karen le contó entre risas la historia de Paula y Ruben en la laguna de Punta Florida y que ella se había zambullido tras él.
—Hace un par de años le pregunté a Ruben por lo sucedido... quería oír su versión..., y me dijo que había estado tan alterado por lo de Laura, que no había sabido lo que hacía. ¿Y sabes qué más me dijo?
—¿Qué? —preguntó Pedro.
—Que aquel día había estado pensando que quizá le gustaría acabar con su sufrimiento, y que si no hubiera subido desde el fondo de la laguna no habría pasado nada.
—Así que Paula le salvó la vida.
—Diría que sí —dijo Karen—. Y creo que Ruben quiere darle las gracias. Y yo voy a hacer todo lo que esté en mis manos para que se hagan novios.
—¿No me dijiste que Paula no quiere vivir en Edilean?
—Ni tampoco Ruben. Me temo que el mundo lo tiene atrapado. Paula sería una esposa perfecta para él.
—¿Esposa? —preguntó Pedro con más vehemencia de la que era su intención mostrar—. ¿Cuándo pasaste de que se conozcan a casarlos?
—Ay, hijo, es que hacen una pareja tan perfecta... —dijo su prima, mientras les ponían la comida en la mesa—. Su profesión de pintora es nómada, así que podría acompañarle a cualquier parte.
—Pensaba que trabaja en una galería de arte. Eso no es muy nómada.
—¿Qué pasa hoy contigo y tu negatividad?
—Mi brazo, y quiero que Ruben sea feliz. ¿Y esa tal Paula cómo va a conseguir que lo sea? ¿Cómo va a viajar, si tiene un trabajo a jornada completa en Nueva York?
Karen titubeó.
—Paula...
—¿Ella qué?
—No le digas que te lo he dicho, ¿vale?
—Sabes que soy el depositario de muchos secretos de este pueblo.
—Sí que lo sé —reconoció ella en voz baja—. Las pinturas de Paula no se venden. Son fantásticas, fabulosas. Nunca he visto nada mejor, pero solo ha vendido unas pocas. Y su trabajo en esa galería... por cierto, tiene una jefa despreciable... le ocupa tanto tiempo que no le queda mucho para dedicarlo a su obra.
—Tiene todo el verano para pintar aquí —señaló Pedro.
—Espero que sí. Aunque, por otro lado, también espero que Paula deje ese trabajo horrible, viaje con mi hermano y pinte. ¿Te imaginas lo que haría en África? ¿O en Brasil? Ruben ha estado allí dos veces.
Pedro bajó la vista hacia su plato. Había comido poco, y la comida se estaba enfriando. Paula no querría renunciar a una vida así para vivir en el diminuto Edilean. ¿Renunciaría a la posibilidad de pintar a unos guerreros masai por dejar constancia de la feria escocesa local? Ni de broma.
Por otro lado, él no iba a permitir que la ecuanimidad se interpusiera en su camino.
—¿Cómo es tu amiga Paula como persona?
—Es creativa. Le encanta hacer cosas, desde decorar tartas o hacerse su propia ropa a pintar una habitación. Dice que está deseando que llegue la fiesta.
—¿Qué fiesta?
—La de bienvenida a Ruben por volver a casa, claro está. Es el próximo sábado. Estás invitado. Empieza a las seis, pero ven antes para ayudar a papá con la comida. Va a hacer una barbacoa con más de veinte kilos de carne. Colin va a traer...
—¿Cuándo llamaste a Paula?
—Anoche. ¿Pasa algo? Te comportas de manera muy extraña. Me parece increíble que no hayas visto a Paula en casa de la señora Wingate. Sueles ir allí cuatro veces al día y...
Pedro la cortó. Para responder tendría que mentir, y no quería hacerlo.
—Háblame más de Paula. ¿Qué consejo le darás a Ruben si quisiera conquistarla?
—Que utilice la cabeza y discurra algo diferente para hacer con ella.
—¿Ir a cenar y una película...?
—Paula se moriría de aburrimiento. Ni te imaginas la cantidad de tíos que iban detrás de ella en la universidad. Tiene algo que gusta a los hombres.
«Sí, sentido del humor, compasión, ganas de pasárselo bien», pensó él. Paula no era la clase de mujer que se cabreara cuando un hombre la dejaba plantada en una cena por tener que ir a atender una urgencia.
—¿Alguna proposición matrimonial?
—Cuatro que ella me contara. ¿Por qué me haces todas esas preguntas sobre Paula?
—Estás planeando ofrecerle esta mujer a mi primo y amigo. Quiero estar seguro de que es merecedora de él. ¿Has pensado en algún plan para que Ruben la conquiste?
—Simplemente no ser aburrido —respondió ella.
—¿Y qué es lo que le aburre a Paula?
—¿Sabes todas esas preciosas barbis con las que sales y que piensan que es suficiente con tener un aspecto fantástico?
Pedro asintió con la cabeza; sabía muy bien a qué se refería su prima. Había sido el caso de Heather, que era tan guapa que la gente se paraba en la calle para mirarla. Pedro se había colado por ella como todos los demás. Pero solo habían sido necesarias dos citas para que se diera cuenta de lo que la chica esperaba que hiciera por ella. Heather parecía creer que su única obligación en la vida era tener buen aspecto.
—Lo sé—dijo él—. ¿Paula no es así?
—No. Detrás de su cara bonita hay una persona real. Pedro, ¿qué estás tramando?
—¿Qué quieres decir?
—¡Todas estas preguntas sobre Paula! No estarás pensando en ir tras ella, ¿verdad?
—Todavía no hemos sido presentados.
Ella lo miró con severidad, tratando de averiguar en qué estaba pensando su primo.
—No lo conseguirás —dijo ella, por fin.
—¿Conseguir qué?
—No pongas esa cara de inocente. Te conozco de toda la vida. Te aseguro que por más que lo intentes no conseguirás a Paula.
—¿Y por qué no? —preguntó él.
—Porque no es como las mujeres de este pueblo. Necesita algo más que casarse con un médico guapo, irse a vivir a su vieja y destartalada casa y echar al mundo cuatro o cinco hijos. —Karen se dio cuenta de que se iba enfureciendo—. Mantente alejado de ella. No quiero que nadie le rompa el corazón, como has hecho con todas las demás mujeres que han intentado acercarse a ti.
Pedro pensó que si algún corazón había sido roto era el suyo.
—No sabía que hubiera herido ningún corazón.
—Eres tan puñeteramente amable con ellas, que acaban pensando que va a haber más. Eres tan adorable y considerado que las mujeres empiezan a comprar revistas de novias después de la primera cita. Y cuando les dices que se pierdan, acaban destrozadas.
—¿Estás diciendo que no debería ser cortés con las mujeres con las que salgo?
—Creo que deberías ser más honesto. Si no te gustan, díselo. —Karen agitó la mano en el aire—. Esta conversación no va a ninguna parte. Paula no es para ti, así que te pido por favor que la dejes en paz.
Pedro no pudo evitar que las palabras de su prima lo aturdieran... y le hirieran no poco. ¿Cuántas personas lo consideraban un hombre que rompía el corazón a las mujeres? A su modo de ver, era un buen tío que siempre había sido correcto con las mujeres. Con independencia de lo odiosa, agresiva o banal que resultara ser su acompañante, siempre hacía todo lo que estaba en sus manos para hacerla sentir como si fuera una mujer atractiva.
Oír que su prima, alguien a quien quería, tenía una opinión tan diferente acerca de su comportamiento, fue un duro golpe. Escogió sus palabras con sumo cuidado.
—No he oído más que cosas buenas de tu amiga, y me gustaría pedirle que saliera.
Karen se retrepó en el asiento.
—¡Me cago en la leche! Ruben y Paula tienen un asunto. Mi hermano le está agradecido por ayudarle en lo que él llama el punto más bajo de su vida. Cuando le dije que ella iba a pasar el verano aquí reorganizó toda su vida para poder regresar tres semanas antes. Llevo años imaginando a Paula con mi hermano.
—¿Y tan trágico sería que ella se enamorase de otro y se quedara a vivir en Edilean? —preguntó Pedro con crispación.
—A ella le gusta este pequeño pueblo, pero no puede vivir aquí —repuso Karen—. Su familia, su profesión, todo está en otra parte. ¿Qué iba a hacer aquí? ¿Pintar la Punta de Florida trescientas veces? ¿Abrir una galería y oír a los turistas decir lo mona que es su obra? Aunque se enamorase loca y perdidamente de ti, aun así matarías su alma.
Karen se deslizó hasta el extremo del reservado y le miró.
—Pedro, sabes que te quiero. Siempre te he querido. Fuiste el único primo adolescente que prestaste atención a una niña que le gustaba hacer joyas tomando las flores como modelo. Me dejabas que te cubriera con collares de margaritas. Estoy segura de que si sacaras a relucir tu encanto, podrías enamorar a Paula, pero ¿luego qué? ¿La meterías en tu vieja casa y contemplarías morir su alma? Por favor, no hagas eso.
Como su primo no dijera nada, se despidió de él con un beso en la mejilla y se marchó.
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