miércoles, 23 de marzo de 2016

CAPITULO 31 (PRIMERA PARTE)





Poco después, él y Noelia llegaron a la fiesta en honor de Ruben, y Pedro llevaba un esmoquin. Se lo había pasado en grande bailando con Paula, pero algo más importante había sucedido. Cuando ella le había visto por primera vez, fue como si hubiera mirado más allá de lo que la señorita Livie llamaba su «yo exterior». Durante un momento, solo durante un instante, había sido como si Paula le hubiera estado mirando el alma. Pedro se había plantado allí y esperado, mientras Paula parecía estar decidiendo algo... y durante ese fugaz instante Pedro jamás se había sentido tan desnudo.


A lo largo de su vida las mujeres se habían acercado a él sin ningún recato. Como mucho, todo lo que había tenido que hacer era mirar a una mujer con los ojos entornados, y ella aparecía a su lado. Esa... habilidad le había causado problemas en la consulta, y había tenido que hablar con su padre del asunto.


—¡Profesional! —le había dicho su padre—. Tienes que ser un profesional tanto dentro como fuera de la consulta. 
Mantente alejado de tus pacientes. Encuentra una chica a la que nunca le hayas puesto el estetoscopio encima.


Pedro había seguido el consejo, aunque en ocasiones le había resultado difícil ceñirse a él. Tuvo una paciente, una joven divorciada con una hija de tres años, que casi había conseguido que fuera un mal chico. Cuando la mujer se había ido de Edilean, no había sabido si alegrarse o sentirse abatido. Si ella le hubiera dejado una dirección, es muy posible que la hubiera seguido.


Pero ahora que había conocido a Paula se alegraba de no haberlo hecho. Ni aquella ni ninguna otra mujer le había mirado como lo había hecho Paula la víspera. Por primera vez en su vida, había sentido que su aspecto no tenía ninguna importancia. Pensó que a Paula le habría traído sin cuidado que hubiera aparecido cubierto de cicatrices de quemaduras. Ella le estaba mirando su yo interior, no el exterior.


Que hubiera superado el examen de Paula —obtenido su aprobación— era lo más gratificante que le había sucedido en la vida. Había sacado la carrera de Medicina por lo que había aprendido. Pero el examen de Paula lo había aprobado por quien era.


Cuando la había visto por primera vez a través del gentío, Paula estaba a medio camino de la puerta. Parecía como si las personas de Edilean —en su mayor parte parientes de Pedro— la hubieran estado ignorando, y estuviera a punto de marcharse. Tal circunstancia debería haberle enfurecido, pero, por el contrario, el hecho le había hecho sentir con más fuerza que ella le pertenecía.


De dejarse llevar por sus impulsos, le habría hecho el amor allí y entonces. La sonrisa que Paula le dedicó, que le confirmó que había aprobado el examen, le hizo sentir como un cavernícola. Y había querido decir: «Eres mía», y echársela encima del hombro y largarse con ella. No deseaba que ningún otro hombre la mirase con aquel vestido que realzaba todas y cada una de sus curvas. No le había resultado fácil mantenerse apartado de ella.


Lo mejor que había podido hacer en una sociedad moderna era bailar con ella. Le había encandilado tenerla entre sus brazos, y la facilidad con que ella le había seguido por el suelo.


Cuando la gente se agolpó en torno a ellos después del baile, no le costó mucho conducir a Paula y a Noelia fuera de allí. Si su sobrina no hubiera estado con ellos, habría llevado a Paula directamente a su casa. Pero no había querido atosigarla con las prisas. Quería asegurarse de que lo que ocurriera entre ellos fuera lo que ella quería que sucediera.


En el restaurante de Al, Pedro sabía que se había comportado como un mozalbete de bachillerato. ¡No había podido mantener las manos quietas! Jamás había sentido un deseo semejante. No pudo pensar en otra cosa que no fuera tocarla o sentirla pegada a él.


Habían pasado juntos la mejor noche de sexo de toda su vida. Se había despertado una vez para que ella se acurrucara contra él, y había sentido tal ternura por Paula que deseó que nunca se marchara.


Y ahí estaba el problema. Que no podía hacer nada para impedir que Paula se marchara al cabo de unos meses. Él estaba atado a Edilean con la misma firmeza que el gran roble del centro del pueblo; sus raíces eran tan profundas como las del árbol. Ni siquiera el último huracán había conseguido mover el árbol, y nada iba a conseguir tampoco que Pedro abandonara su pueblo natal.


Examinó más plantas en busca de cochinillas y arañas rojas y se aseguró de que el atomizador estuviera funcionando. 


Todo estaba en orden, y salió del invernadero. Sabía que quizá debía ayudar a las mujeres a cargar el Ramon, pero en vez de eso se fue a buscar a Paula y Noelia.


Llevaba sin subir desde que Paula se mudara allí. Su puerta estaba abierta, y Pedro miró dentro, pero no estaban allí. 


Como Paula había hecho con su casa, quiso ver cómo vivía; quería saber más cosas acerca de ella.


Primero entró en el dormitorio. Encima de la cama había una maleta de lona verde, de las que se abrían por la parte superior, tipo maletín de médico. Estaba a medio llenar con ropa de Paula. Vio vaqueros, camisetas y un jersey en un lado. Todo estaba limpio y ordenado. Conocía bien la habitación, porque era la que había ocupado siendo niño cuando sus padres se iban de viaje. Sabía qué cuadros se habían cambiado. Paula debía de haberse dado una vuelta por la casa y escogido los que más le gustaban, volviendo a colgarlos en sus aposentos. A Pedro siempre le había gustado más la escena del río de Escocia que el retrato del viejo Wingate que colgaba encima de la cama.


Se dirigió al salón sonriendo. Lo que más llamó su atención fue la zona artística que Paula había instalado junto a los grandes ventanales. Había una mesa de dibujo hecha de encargo, preciosa, y encima estaba el gran cuaderno de dibujo. Cuando Pedro lo abrió no pudo evitar mirar por encima del hombro, no fuera a ser que lo pillaran. Nadie tenía que decirle que mirar el cuaderno de dibujo de un artista era una violación de la intimidad tan grande como leer el diario de alguien.


Pero no lo pudo resistir. Las primeras hojas estaban ocupadas por dibujos de las flores del jardín de la señorita Livie. Había coloreado algunas a lápiz; otras eran simples bocetos. Vio la rapidez con que las había dibujado, aunque había conseguido captar las formas de las flores.


Había varias hojas del cuaderno dedicadas a sus orquídeas, y eso le hizo sonreír. Parecía como si las que más le hubieran gustado fueran las paphiopedilum; a él también. 


Sus formas exóticas, a la vez seductoras y amenazantes, siempre le habían fascinado.


Paula había experimentado en ellas con los colores. Había algunos dibujos casi realistas, pero un par tenían unos colores tan imaginativos como una película en 3-D.


La siguiente hoja contenía dibujos de las flores tanto del jardín como del invernadero de las orquídeas, salpicadas de algunas joyas. Anillos, collares y pulseras se entrelazaban con los tallos o se asomaban detrás de los pétalos.


Estaba seguro de que Karen quedaría satisfecha con las ideas de Paula.


Pasó a la hoja siguiente y contuvo la respiración, porque había un dibujo de él... en el que aparecía alado.


Se dio cuenta que lo que Paula había dibujado estaba destinado a Karen, aunque aun así tardó un instante en recuperarse de la impresión. Entendió lo que había hecho: había realizado una composición a partir de las fotos de los álbumes de la señorita Livie y añadido luego las alas nervadas y transparentes de una libélula. Le había retratado como Cupido.


Pasó a la siguiente hoja con una sonrisa, y de nuevo se quedó estupefacto. Había un retrato de él sosteniendo en brazos a Noelia.


Le había dibujado de cintura para arriba, y Noelia, con unos dos años, estaba en sus brazos, encogida, con la cabeza en el hombro de Pedro, y estaba dormida. Él la miraba, y todo el amor que sentía por la niña estaba en sus ojos y en la manera en que la sujetaba.


Nunca se había hecho semejante foto. Pedro no tenía ninguna duda de que miraba a Noelia exactamente así, pero nadie lo había captado en película. Pero a medida que analizaba el dibujo, se fue dando cuenta de dónde había sacado Paula las partes que había utilizado. Pedro había visto los álbumes de la señorita Livie muchas veces y conocía bien las fotos.


Había una de Noelia durmiendo en brazos de Andy y tenía el mismo aire angelical que en la foto de Paula. Solo que en la foto había media docena de parientes al fondo levantando latas de cerveza. Y Andy había estado hablando, y no mirando con idolatría a su hija.


La fuente para la expresión de Pedro era más difícil de descubrir. Pero entonces se acordó de una foto que le habían hecho cuando tenía nueve años, en la que sostenía un conejito en el regazo. Lo había estado mirando amorosamente. Paula había utilizado aquella vieja foto y la de Noelia dormida en brazos de su madre para crear algo completamente nuevo.


Pedro jamás había tenido la menor aptitud artística, y le maravillaba la gente que la tenía, aunque aquellos dibujos eran mejor que cualquier cosa que hubiera visto nunca. Que pudiera tomar la cara de un niño de nueve años, envejecerlo hasta convertirlo en un adulto de treinta y cuatro, y luego añadirle una niña de otra foto era, a su modo de ver, magia.


Lo primero que se le ocurrió fue que quería pedirle a Paula que le dejara llevar a enmarcar los dos últimos dibujos. 


Aunque, por supuesto, no podía dejar al descubierto su indiscreción.


Pasó la hoja a regañadientes, y empezaron los dibujos de la casa de muñecas. Paula había tomado notas sobre todas las variaciones de color. Le gustó su letra; estaba entre la caligrafía de libro de ejercicios escolar y la caligrafía artística.


Oyó un ruido en el pasillo y cerró el cuaderno de dibujo con aire culpable. Casi esperó encontrarse a Paula parada detrás de él, pero la habitación seguía vacía.


—No sé dónde pueden estar mis chicas —dijo en voz alta, y sonrió al oírse la expresión «mis chicas».


Encontró a Paula y a Noelia sentadas en el suelo del armario del cuarto de coser de Lucia. Había media docena de fotocopias de los dibujos de la casa de muñecas esparcidos por allí, cada una pintada con colores diferentes, y varios rollos de telas junto a cada dibujo.


—Me gusta el verde —estaba diciendo Paula—. ¿Y a ti?


Noelia no titubeó.


—Este verde, ese no.


—Por supuesto. No puedes poner un verde caqui con un amarillo brillante. Al menos, no aquí. ¿Y qué te parecen los rosas?


—Esos dos.


—¡Excelente! —exclamó Paula—. Creo que deberíamos escoger algo más oscuro para el ribete. Lucia acaba de comprar una pequeña máquina que corta la tela al bies para no tener que utilizar los cortadores giratorios. Y...


—Detesto interrumpiros, pero hemos de ponernos en marcha —dijo Pedro desde la entrada.


Noelia se levantó del suelo de un salto para echarle los brazos alrededor de la cintura.


—Gracias, gracias, gracias. Mi casa de muñecas va a ser fantástica.


Pedro estaba mirando a Paula, que le sonreía.


—Lo siento, pero nos hemos enrollado con los colorees y las telas —dijo ella.


—Eso es fácil en vosotras dos.


Paula se levantó y empezó a retirar las telas.


—Te haremos sitio para que puedas llevar lo que quieras —dijo Pedro.


—Con mi maletín de pintura es suficiente —dijo ella—. Y algo de ropa. ¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos?


—Hasta que se acabe la comida o nos aburramos. —Levantó a Noelia en brazos—. Me parece que has engordado. Tendré que llevarte a caminar cuando estemos en la cabaña del tío Ramon. ¿Y qué vamos a hacer con tu ropa? La dejamos toda en Miami.


—La señorita Livie me llevó de compras esta mañana, y Lucia me ha hecho tres camisetas sin mangas.


—¿Conque de compras, eh? ¿Significa eso que voy a tener que enganchar un remolque al Ramon?


—¡Sí! —dijo la niña con entusiasmo—. Y tú puedes ir allí atrás mientras Paula conduce, para que podamos hablar de la casa de muñecas todo el rato.


Pedro la bajó al suelo con una carcajada.


—Para eso puedes utilizar tus dos pies. ¿Por qué no bajas y te aseguras de que la señorita Livie meta esas galletas que vi antes?


—Tú lo que quieres es quedarte a solas con Paula, ¿no es eso?


—Soy un adulto y no tengo por qué contestar a eso. ¡Largo!


Noelia bajó corriendo las escaleras, riéndose.


Pedro entró en el armario empotrado donde Paula estaba recogiendo las telas.


—Es agradable estar aquí dentro —dijo él.


—Me gusta.


Se miraron. Estaban solos por primera vez desde que se fueran de casa de Pedro, después de haber pasado la noche haciendo el amor. Empezaron a besarse en el acto, toqueteándose uno al otro por todo el cuerpo.


Pedro se detuvo junto a su oreja


—¿Estás segura de que no quieres que nos vayamos los dos solos?


—De segura, nada —respondió ella, respirando con dificultad.


Ya estaban a punto de empezar a quitarse la ropa mutuamente, cuando la voz de Noelia llegó desde la puerta de la habitación.


—¡Tío Pedro! —gritó la niña—. ¡Estamos listos para irnos! Casi es de noche.


—Nunca necesito un despertador —le murmuró él en la boca.


Paula se apartó, sonriendo.


—Ven a ayudarme a terminar de hacer el equipaje.


—Yo... esto... creo que me quedaré aquí un ratito más.


Paula miró hacia abajo.


—Entiendo, pero, por favor, no te olvides de ese pensamiento.


—Cuando estoy contigo, es en lo único que puedo pensar.


Cuando Paula iba a contestar, oyó que Noelia entraba en la habitación y echó a correr hacia ella.


—Tengo que llamar a Karen para despedirme, ¿y te importaría ayudarme a recoger mi material de pintura?


—¡Oh, sí! —exclamó Noelia mientras salían del cuarto de costura de Lucia.


Treinta minutos más tarde, Paula y Noelia estaban paradas con Pedro en la parte trasera de su viejo Land Rover, donde él estaba intentando meter a la fuerza todo lo que llevaban.


—¿Cuántas cosas compraste esta mañana? —preguntó a Noelia.


Paula se adelantó.


—No creo que una mujer deba responder a eso. Es algo muy personal, la verdad.


—Creo que estoy de más en este viaje —dijo Pedro, mientras conseguía cerrar por fin la puerta.


—Tu primo Ramon equilibrará la situación.


—A no ser que esté en plan profesoral, entonces querrá discutir —dijo Pedro.


—¡A mí no me metáis en eso! —dijo Paula, mientras le tendía la mano.


—¿Qué quieres?


—Las llaves del coche. Conduzco yo.


—El sitio al que vamos es muy empinado y...


—Venga ya —insistió ella, todavía con la mano extendida—. He corrido en rallies con mi hermano. —Como Pedro titubeaba, añadió—: Te duele el brazo y no me digas que no. Has estado tratando de aparentar que está bien, pero hasta yo sé que los músculos se debilitan cuando están dentro de una escayola.


Pedro no sonrió.


—¿Estás diciendo que estoy débil y...?


—Dale las llaves —terció Noelia.


Paseó la mirada de una a otra, que estaban muy serias.


—Parece que he vuelto a ser derrotado —dijo, mientras entregaba las llaves del coche a Paula, aunque parecía complacido. Ayudó a Noelia a pasar por encima de los objetos hasta el asiento trasero y consiguió colocarla entre los peluches y las muñecas, y luego se metió en el asiento del copiloto. Paula ya estaba detrás del volante.


—¿Tengo que preguntarte si sabes llevar un coche con cambio manual?


Paula se limitó a mirarle.


—Perdón por hablar.


Se habían despedido de Lucia y la señora Wingate dentro y habían recibido toda clase de explícitas instrucciones sobre la comida


—¿Cómo está Karen? —preguntó Pedro.


—Guay. Está saturada de trabajo, y me deseó lo mejor. —Paula echó un vistazo al coche—. Bueno, supongo que estamos listos —dijo, pero entonces su móvil emitió un zumbido.


—Es mejor que atiendas la llamada ahora —dijo Pedro—. En la cabaña no hay cobertura.


Paula sacó el móvil del bolso.


—Es un correo electrónico de papá. —Rozó la pantalla, soltó un gruñido y volvió la foto para enseñársela a Pedro.


Era de una mujer joven muy enfadada, y, por la foto, estaba a escasos centímetros de la cara del fotógrafo. La mujer era la viva representación de la «expresión de ira».


Paula arrancó el coche y dio la vuelta en el camino. El Land Rover no tenía dirección asistida; era viejo; era pesado. Se sintió como en casa.


—Deduzco que esta es tu cuñada, ¿no? La que quería adueñarse de la tienda de tu padre. —Pedro fingía no estar observando cómo conducía ni examinando todos sus movimientos. Pero ella se sentía a gusto con el viejo cochazo. Así que sonrió y se retrepó despreocupadamente en el asiento.


—Esa es Graciela. —Paula estaba saliendo a la carretera.


—Parece que se estuviera peleando con tu padre. Él ha escrito: DOMINGO EN CASA DE LOS CHAVES.


—Mi padre nunca pierde su sentido del humor. —Le contó que le había sacado una foto a Lucia y la había enviado esa mañana y lo que había escrito—. Parece que las cosas están empeorando entre ellos.


—¿Quieres parar y llamar?


—Solo me diría que todo va bien.


—¿Y qué dice tu hermano acerca de esto?


—Juan es duro donde los haya, pero no tomará partido por su mujer ni por su padre —le explicó Paula—. Cuando papá y Graciela se enzarzan, Juan sale corriendo.


—¿Y cómo te las apañas en una discusión?


—¿Tratando de averiguar qué haría si tú y yo nos peleáramos?


—Quiero saber todo lo que pueda averiguar de ti.


Paula echó un vistazo por el retrovisor hacia Noelia.


—Está dormida. Es poner en movimiento el coche y se queda frita. Gira a la izquierda en el próximo cruce. Bueno, ¿cómo te comportas en las discusiones?


—Limpiamente —respondió—. Mi padre decía que a él no le importaba una disputa siempre que fuera justa. No cree en los golpes bajos, ni físicos ni verbales.


—¿Así que si discrepamos, no sacarás a colación algo que haya dicho tres años antes? —Pedro había pretendido que fuera una broma, pero no tuvo ningún éxito. Al cabo de tres años Paula estaría viviendo en otro estado. Trató de reponerse—. ¿Crees que el problema de tu padre tiene solución?


—Ninguna que se me ocurra. Es muy tozudo, y Graciela tiene una ambición desenfrenada.


—Está luchando por el futuro de sus hijos.


—Eso es lo que dijo Lucia.


Pedro alargó la mano hacia atrás para cubrir a su sobrina con una colcha y Paula no pudo evitar observarlo. Sería un padre magnífico.


Pedro se retrepó en el asiento, y empezó a masajearse el brazo izquierdo con la otra mano. Los músculos se le habían debilitado. Sonrió a Paula, que estaba mirando al frente, complacido por que se hubiera dado cuenta.


—¿Cómo te llevas con tu cuñado? —preguntó ella.


—Perfectamente. Se ríe de mí porque no sé dónde está el pistón de una transmisión, y yo me vengo salvándole la vida de vez en cuando.


—Parece un buen equilibrio. ¿Y te da las gracias?


—Me cambia el aceite gratis, y me deja que me quede con Noelia durante semanas seguidas. —Bajó la voz—. Esta semana andan detrás de hacer un bebé.


—¿Te pusiste en plan médico y le dijiste cómo hacerlo?


Pedro soltó una carcajada tan sonora que echó un vistazo hacia atrás para ver si Noelia se había despertado.


—Eso es justo lo que hice. ¿Cómo lo has adivinado?


—Crecí entre hombres, así que sé algo sobre la rivalidad masculina.


Pedro alargó la mano por encima del cambio de marchas, y le dio un apretón en la mano.


—Háblame de tu formación artística —dijo—. ¿Y qué hay de tu jefa? Karen me dijo que no es buena.


—Agustina es rica, malcriada, egoísta, vanidosa y exasperante.


—Vaya, que no es tu mejor amiga, ¿eh? —Procuró disimular su sonrisa. Le gustaba oír que la vida de Paula en Nueva York no era perfecta. Se puso cómodo en el asiento y escuchó mientras Paula le hablaba de sí misma y él le hacía un montón de preguntas.


Le alegró oír que tenía muchos conocidos en Nueva York aunque ningún amigo de verdad. Paula se guardaba sus confidencias e incluso sus lamentos para sus frecuentes llamadas con Karen.


Cuando llegaron a la cabaña de Ramon, Pedro sonreía; parecía que lo único que se interponía para que Paula viviera en otra parte era su trabajo. Eso y la proximidad con su padre. Y todas aquellas tiendas que tanto les gustaba a las mujeres.


Cuando Paula detuvo el coche delante de la cabaña, Pedro pensó que aquello no era gran cosa. Solo unos obstáculos insuperables, nada más.








CAPITULO 30 (PRIMERA PARTE)




En cuanto Paula salió de la cocina, las dos mujeres se volvieron para mirar a Pedro, pero él no dejó de comer.


—¿Y bien? —preguntó la señora Wingate.


—Está bueno —respondió él—. No tan picante como la tanda del año pasado, pero bueno. Tal vez deberías añadir algo más de pimienta en grano.


—No te está preguntando por los malditos encurtidos —le aclaró Lucia—, ¡y lo sabes! ¡Queremos saber cosas de Paula!


—Caray —dijo Pedro mientras utilizaba las pinzas de cocina para sacar otro trozo de pollo de la sartén—. Sin duda esta mañana estáis las dos muy guerreras. Bien, veamos, tres veces, sí, Paula y yo...


—¡Pedro! —le amonestó la señora Wingate en el tono de voz que un adulto utiliza con un niño.


Con una sonrisa en la boca, Pedro se sentó a la mesa de la cocina con su plato.


—Me gusta —dijo. Como las mujeres siguieron mirándole fijamente, añadió—: Me gusta mucho. Es fácil estar con ella. Encaja allá donde vayamos. Al la llamó Jersey Lil.


La señora Wingate asintió con la cabeza mientras se sentaba enfrente de él.


—Por Lillie Langtry —dijo—. A Albert siempre le gustó la televisión pública, y está en lo cierto. La belleza y sofisticación de Paula encubren su pasado proletario. Igual que la señorita Langtry.


Lucia y Pedro la estaban mirando de hito en hito boquiabiertos.


—No sabía que conocieras a Al —dijo Pedro—. Él...


—Livie conoce a todo el mundo —intervino Lucia con displicencia mientras se sentaba—. Queremos saber cosas sobre ti y Paula.


—Paula va a regresar a Nueva York al final del verano —dijo Pedro—. Me dice eso cada diez minutos.


Lucia suspiró.


—Nunca me han gustado ninguna de las jóvenes con las que has salido, pero Paula sí que me gusta. ¿Te imaginas a aquella... cómo se llamaba? ¿Melody?


—Monica —la corrigió Pedro.


—Sí, eso es. Monica. ¿Te imaginas a Monica ayudándome a cortar tiras al bies para los ribetes? Paula lo hizo. Y utilizó el pequeño accesorio de ribetear para forrar seis sisas. Te aseguro que tiene un talento natural para la tela. Y para las máquinas. Hasta Henry se porta bien con ella.


—A mí lo que me gusta de Paula —intervino la señora Wingate, mirando a Pedro— es que te valora a ti, y no solo tu aspecto. Aunque, por otro lado, te recuerdo expresando el deseo de encontrar a una mujer que te quisiera a ti y no a tu cara. Y a este respecto, «deseo» es la palabra clave.


Estaba haciendo referencia a la Piedra de los Deseos del Corazón de su primo Frazier. Se decía que la tal piedra tenía el don de conceder los deseos, siempre que salieran del corazón de una persona. Pedro hizo una mueca de burla.


—Eso es ridículo. Si fuera verdad, significaría que romperme el brazo...


—Llevó a que tuvieras unas vacaciones... —le interrumpió la señora Wingate.


—Lo que provocó que estuviera en casa cuando Paula llegó aquí...


—Y te cayeras encima de ella en la tumbona. Y que la conocieras en la oscuridad, donde no podía verte la cara. Por último, todo eso condujo a que se te concediera lo que deseabas. Lo que deseabas de todo corazón, podría añadir —dijo la señora Wingate.


Pedro la miró en silencio durante un instante.


—No me lo creo.


—Piensa lo que quieras —dijo la señora Wingate—. Lo cierto es que las cosas encajan bastante bien, ¿no te parece?


—Una alineación cósmica.


La señora Wingate le miró.


—La primera vez que vi a Paula después de que pasara la noche contigo estaba totalmente embelesada. Entonces no le di ninguna importancia, porque las chicas tontas suelen reaccionar así ante tu yo externo. Pero después, cuando siguió repitiendo que no te había visto jamás, até cabos. Es una chica muy sensata, y Lucia y yo le hemos cogido bastante cariño.


—Yo también —dijo Pedro.


—¿Más que a la mujer de Colin Frazier? —preguntó la señorita Wingate.


Pedro sonrió por la manera de expresarlo la mujer. No le sorprendía lo más mínimo que se hubiera percatado de sus sentimientos hacia Gemma, y ahora le estaba pasando por las narices que Gemma se había casado con otro hombre.


—Sí, lo cual me alegra, puesto que parece que Paula también me tiene bastante cariño.


—Entonces has de conseguir que Paula se quede en Edilean —terció Lucia. Ella lo sabía todo sobre la Piedra de los Deseos del Corazón, y creía en ella a pies juntillas.


—Cada vez que le hablo de que se quede, Paula... —Pedro levantó la mano—. Bueno, digamos que esa chica tiene una lengua afilada...


—¿Qué le dijiste para provocarla? —preguntó Lucia, y por su tono demostraba que estaba de parte de Paula.


Pedro repasó las sugerencias hechas a Paula de que encontrara algún trabajo en el pueblo y las respuestas de esta.


—Comprendo sus razones —dijo Lucia—. Un trabajo es algo muy importante para una mujer.


—Me preguntó si a Paula le gustaría ser interiorista —dijo la señora Wingate—. Parece tener talento para eso.


—Solo quiere pintar acuarelas y venderlas —apostilló Pedro.


Lucia suspiró.


—Que no se vendan supone un gran problema para ella.


—¿Te ha hablado de eso? —preguntó Pedro, sin salir de su asombro—. A mí me lo contó Karen, no Paula.


—Hablamos mucho por las noches, cuando cosemos —dijo la señora Wingate—. Es una gran compañía. Trata de aparentar que no le importa que sus pinturas no se vendan, pero sí que le importa. ¿Y a ti por qué no te ha hablado de ese problema de su vida?


—No lo sé —dijo Pedro—. Quizá porque no la siento en un sofá y la frío a preguntas. Y hablando de revelar secretos: ¿qué le habéis contado vosotras dos de vuestros secretos? 
—Miró a la señora Wingate—. He sabido que casi pierdes el conocimiento ante la mención del nombre de Bill Welsch. ¿De qué iba todo eso?


—Yo... esto... —La señora Wingate se levantó y se acercó a la cocina.


Pedro miró a Lucia.


—Bueno, ¿y tú dónde te criaste? ¿Estás casada? ¿Tienes hijos?


Lucia fue a situarse al lado de la señora Wingate.


Pedro le dio un buen trago a su té, y se levantó. Las dos mujeres le estaban dando la espalda. Con una sonrisa, se colocó entre las dos y las rodeó con un brazo a cada una.


—Haré todo lo que pueda, ¿de acuerdo? Paula me gusta más de lo que nunca me ha gustado una mujer, y voy a hacer todo lo que esté en mis manos para conseguir que se
quede. Pero eso requiere tiempo.


Ambas mujeres asintieron con la cabeza, pero no le miraron.


Besó a cada una en la mejilla, y se apartó. Las mujeres seguían sin parecer contentas.


—Si eso os hace sentir mejor, esta mañana, mientras Paula estaba dormida, me pasé una hora mirando la página de Karen en internet. ¿Qué creéis que sería mejor para un anillo, dos quilates y medio o tres?


—Tres —dijeron las mujeres al alimón, y se volvieron hacia él con una sonrisa.


—Tened un poco de fe en mí, ¿de acuerdo? —dijo, mientras sacaba una gran pepinillo del cuenco que había en la mesa. 


Salió de la cocina masticándolo.


La bravuconería de Pedro le acompañó hasta el invernadero. Necesitaba estar rodeado de su plantas; le tranquilizaban.


Vio que algunas hojas tenían cochinillas, así que sacó alcohol y unas torundas y empezó a librarse de ellas. Era una labor a la que estaba acostumbrado y su naturaleza rutinaria le permitía tiempo para pensar.


Lo cierto era que sabía que se estaba enamorando de Paula. 


También sabía que se había sentido así casi desde la primera vez que la había visto en esa ocasión. Era bastante posible que todo hubiera empezado muchos años atrás.


Ella no era como las demás mujeres con las que había salido; Paula no daba la impresión de esperar que le dieran las cosas. Quería ser la compañera de un hombre, su igual. 


No parecía suponer que, puesto que él era médico, tuvieran que vivir en una mansión y... Y convertirse en un estereotipo.


No, no era como las demás. Era diferente, pensó, y eso le gustaba muchísimo.


Estaba contento de que Paula hubiera encajado en su familia. Cuando estaba en Miami, Paula y Noelia se habían pasado un montón de tiempo hablando por teléfono. Al principio, se había sentido culpable por haber descuidado tanto la casa de muñecas, por no haberse percatado del mal estado en que se encontraba.


Pero cuando había visto a Noelia acurrucada en un sillón, con el móvil de él en la oreja, hablando reservadamente con Paula, se alegró de haber descuidado la casa de muñecas. 


Cuando Noelia empezó a comentar las cosas que Paula le había dicho, lamentó no haber dejado que el techo se hundiera. O haberle pasado con un camión por encima. 


Cuanto más trabajo necesitara la casa, más tiempo se quedaría Paula.


A Andy también le había gustado Paula.


—Es tan soñadora como vosotros dos —había dicho aquella noche, después de hablar con Paula por teléfono.


—¿Demasiado soñadora para confiarle la rehabilitación? —había preguntado Pedro. Había sentido curiosidad por lo que pensaba su hermana.


—A ese respecto no tengo ni idea. Por eso llamé a Bill Welsch; él no necesita que nadie le supervise. Me refería a que por lo que sé, creo que a tu Paula probablemente le guste estar contigo y con Noelia. Me parece que se lo pasará bien en la cabaña de Ramon. A ninguna de las otras chicas con las que has salido le habría gustado subir allí. ¿Sabes una cosa, Pedro? —había dicho—, que esta vez me parece que puede que hayas encontrado a una mujer de verdad.


Él sabía que viniendo de su hermana aquel era un gran elogio, y había sido Andy la que le había hecho salir corriendo hacia el aeropuerto.


La señorita Livie había llamado a Pedro el sábado a primera hora, y le había hablado de un antiguo vestido que le iba a dejar a Paula para que fuera esa noche a la fiesta de
Ruben.


—Le sienta mejor que lo que nunca me sentó a mí —había dicho la señorita Livie—. Y jamás he visto a una jovencita más hermosa de lo que lo está con él. Y aún lo estará más después de que Lucia y yo hayamos acabado con el pelo y las uñas.


Pedro había sonreído.


—Paula es muy guapa, estoy de acuerdo.


—Y tu primo Ruben es un joven muy guapo.


—¿Es que crees que me va a abandonar por Ruben? —Lo había dicho en un tono jocoso. Él y Paula estaban más allá de eso.


—Una cara bonita siempre resulta muy atractiva para una joven.


—Creo que puedo defenderme —había replicado él sin perder la sonrisa.


—Si tan solo la hubieras visto —había dicho la señora Wingate categóricamente. Como Pedro se callara, dijo que tenía que irse, y había colgado.


Pedro había ido a la cocina, donde Andy estaba sacando los cereales para desayunar.


—¿Qué ha pasado? —le había preguntado al ver su expresión—. Por favor, no me digas que ha muerto alguien de Edilean.


—No —había respondido, sentándose—. Era la señorita Livie, que me ha estado hablando de un vestido suyo que Paula va a llevar a la fiesta de Ruben.


—¿Una de aquellas celestiales creaciones que guarda en el viejo armario del cuarto trasero?


—Esa es la segunda habitación de la que no sé nada —había respondido Pedro, asombrado.


—¿La primera es el gimnasio de la señorita Livie en el sótano?


—¿Por qué conoces su existencia y yo no?


—¡Porque eres tío! —había dicho Andy. Puso las manos en la isla y se inclinó hacia él—. Pedro, si dejas que esa mujer que te gusta tanto y a quien Noelia adora vaya sola (y llevando uno de los vestidos de alta costura de la señorita Livie) a una fiesta en honor de un cachas guapísimo como Ruben, ¡es que te mereces perderla!


Pedro se quedó inmóvil con la caja de cereales sujeta en el aire, mientras las imágenes le pasaban por la cabeza: Ruben colgado de un cable, descendiendo hacia el mar para rescatar a un niño asustado; Ruben desnudo y paseándose delante de Paula en la Punta de Florida; Paula vestida con un vestido ceñido.


—¿Por qué no me dijiste eso ayer, cuando todavía tenía tiempo para volver en coche a Edilean?


—Lo último que sé es que se han inventado los aviones. De hecho, salen de Miami con bastante frecuencia.


Pedro había tomado la decisión al instante.


—Dejaré el coche en el aeropuerto y...


—Yo voy contigo —había dicho Noelia detrás de ellos. Estaba sosteniendo en el aire su pasaporte, la documentación que necesitaba para subir al avión.


Pedro había mirado a Andy.


—¡Adelante! ¡Id los dos! Nosotros llegaremos mañana. Si no pierdes tiempo en hacer las maletas tendrás que comprarle algo de ropa a Noelia y... —Se había interrumpido porque la puerta se había cerrado y tío y sobrina habían desaparecido.


Si Noelia no hubiera ido con él en el coche habría conducido mucho más deprisa. De cualquier modo, superó todos los límites de velocidad que encontró hasta el aeropuerto de
Miami, aunque solo ligeramente. Le dejó las llaves al aparcacoches, cogió a Noelia de la mano y echó a correr. Se dirigió a la empleada menos atractiva que encontró, la sonrió melifluamente y le pidió que les consiguiera dos asientos en cualquier avión con destino a Richmond. Había uno que estaba embarcando y despegaba en veinte minutos.


Pedro había besado la mano de la joven en agradecimiento, y él y Noelia habían echado a correr. Llegaron al avión cuando estaban a punto de cerrar las puertas. Al llegar a Richmond, alquiló un coche y emprendió el camino de regreso a casa. Y no fue hasta que estuvieron en la autopista cuando se dio cuenta de que no habían comido.


—Me he olvidado de darte de comer —había dicho, aterrorizado.


—No pasa nada —había respondido su sobrina—. Esto es lo más emocionante que he hecho en toda mi vida.


—¿Ah, sí? —había preguntado mientras tomaba una salida de la autopista. Se dirigieron a una ventanilla de autoservicio y pidieron hamburguesas y cocacolas—. Si te pregunta tu madre...


—Ya sé—dijo Noelia—. Me diste de comer tres clases de verduras de hoja verde.


—Exacto.


—¿Cómo es que Paula no te ha visto nunca?


Pedro había estado a punto de atragantarse.


—Tienes que dejar de escuchar las conversaciones ajenas.


La niña no había contestado; solo siguió mirándole.


Pedro cedió a la presión.


—Conocí a Paula por pura casualidad, y estaba oscuro como boca de lobo —había empezado. En general la historia era lo bastante inocente para poder contársela a una niña; lo único que él y Paula habían hecho fue hablar. Le contó las noches que habían estado juntos, incluida la cena campestre junto al lago.


Noelia introdujo la pajita en su bebida mientras reflexionaba sobre lo que él había dicho.


—¿Os habéis besado alguna vez?


—Eso, jovencita, no es asunto tuyo.


Noelia esperó en silencio.


—Un poquito —admitió él—. No demasiado.


—¿Así que ella jamás ha visto tu cara?


—No, no la ha visto —había reconocido Pedro—. Pero voy a aparecer en la fiesta de Ruben y entonces me verá.


—Espero que le guste tu cara. Porque si no es así, jamás conseguiré que pinte la casa de muñecas.


Pedro se había echado a reír.


—Nell, la verdad es que sabes cómo ponerme en mi sitio. No había pensado que ella pudiera no encontrarme... atractivo. A tu madre le parece que Ruben es muy guapo. ¿Crees que podría dejarme por él? —Lo había dicho de broma.


Pero Noelia no sonrió.


—A todas las niñas del colegio les gusta Scotty porque resulta agradable de mirar, pero es malo.


Pedro había borrado la sonrisa de su cara. Parecía que su sobrina tenía algo serio que decirle.


—Pero a ti no te gusta, ¿verdad?


—No. A mí me gusta Davey, que es muy agradable, aunque más feo que Picio.


—Entiendo. Bueno, ¿y todo eso qué significa?


—Que creo que es mejor que el exterior y el interior coincidan. Ojalá Davey se pareciera a Scotty.


Pedro había tratado de entender qué intentaba decirle su sobrina, y entonces se le hizo la luz.


—Piensas que debería ir a la fiesta con vaqueros y una camisa vieja, como suelo hacer cuando voy a una barbacoa, ¿es eso?


—No.


—Puesto que Paula lleva un vestido precioso, ¿qué tal si vamos a casa y me pongo el esmoquin?


—¿Y qué me pongo yo? —preguntó ella.


Pedro había sacado el móvil del bolsillo y se lo había pasado a su sobrina.


—Llama a la señorita Lucia. Nos quedan un par de horas antes de la fiesta. Tal vez pueda hacerte un vestido de baile en ese tiempo.