martes, 22 de marzo de 2016

CAPITULO 26 (PRIMERA PARTE)





—No pareces contenta —le dijo Lucia en el desayuno el sábado por la mañana.


—He hecho una verdadera tontería —dijo Paula, que pasó a relatar a las dos mujeres su comentario a Pedro de que iba a ponerse algo especial para la fiesta de Ruben.


—¿Es que quieres impresionar a Ruben? —preguntó la señora Wingate, poniendo ceño.


—La verdad es que no. Es solo que no quiero que Pedro piense que soy una mentirosa. Y... y sería agradable que la gente le dijera que estaba guapa en la fiesta.


El ceño de la señora Wingate se trocó en sonrisa; era evidente que ella estaba en el Equipo de Pedro.


—¿Qué te gustaría ponerte?


—No lo sé —dijo Paula, y sonrió de oreja a oreja—. Mi preferencia sería algo que hubiera llevado Audrey Hepburn. 
—Lo estaba diciendo de broma, pero las mujeres no se rieron.


—Aquel vestido blanco sin tirantes con el estampado en negro —dijo Lucia con voz soñadora.


—Sabrina —dijo Paula—. Pensaba en algo más tipo Desayuno con diamantes. Sin las gafas de sol y el sombrero, claro.


La señora Wingate se levantó.


—Quizá tenga la solución —dijo, mientras abría un cajón y sacaba una llave de una pequeña caja metálica—. Si me seguís.


Las condujo a través de la casa hasta la parte posterior y utilizó la llave para abrir una puerta que Paula no había visto y que daba paso a un cuarto a oscuras lleno de juguetes viejos, una pila de cortinas, unas cuantos sillones raídos y montones de cajas.


—Bueno, ya conocéis mi vida secreta como urraca —dijo la señora Wingate—. Si sois capaces de caminar sobre estas...  —Empujó algunas cajas para apartarlas. Al fondo, contra la pared, había un gran armario ropero. La señora Wingate abrió la puerta para mostrar que estaba lleno hasta los topes de ropa de mujer.


Paula se quedó momentáneamente desconcertada; entonces la señora Wingate levantó una persiana y un rayo de luz dejó a la vista lo que a todas luces era seda.


—¡Ahhhhhhh! —exclamó Paula, alargando las manos. Miró a la señora Wingate, que con un gesto de la cabeza le dio permiso para sacar los vestidos.


Los vestidos, trajes y un par de vestidos de baile llevaban unas etiquetas que dejaron a Paula sin respiración: Chanel, Balenciaga, Vionnet.


—¿De dónde ha salido todo esto?


—Mi difunto marido insistía en que vistiera bien —dijo la mujer en un tono que no invitaba a las preguntas—. Aquí está. —Sacó un vestido de tubo de seda negra—. No es exactamente como el de la señorita Hepburn, pero...


—Se acerca bastante —dijo Paula, sujetando la prenda delante de su cuerpo. No estaba segura, pero parecía quedarle perfecto—. ¿Puedo...?


—Pruébatelo, por favor —dijo la señora Wingate.


—Sí, pruébatelo —repitió Lucy.


Paula se quitó los vaqueros y la camiseta desenfrenadamente y se quedó en ropa interior. Lucia la ayudó a meterse el vestido por la cabeza y le subió la cremallera de la espalda


La anfitriona abrió más la puerta del armario para dejar a la vista un espejo de cuerpo entero.


El vestido le quedaba como si se lo hubieran hecho a medida, y el tacto de la seda contra la piel le pareció una sensación maravillosa. Nunca se había puesto nada parecido. No eran simplemente un par de trozos de seda cosidos; no, el vestido estaba «construido». Una obra de ingeniería equiparable a la de un coche caro. Notaba las ballenas del corpiño, la rigidez del bocací en la cintura. El vestido la obligaba a mantenerse erguida, le levantaba ligeramente el pecho, le metía la cintura y le aplanaba las caderas y los muslos. Ya de por sí, tenía una figura esbelta, pero el vestido le acentuaba la esbeltez y convertía su cuerpo en algo digno de la portada de una revista.


—No podría llevarlo —dijo—. Es demasiado valioso. Es demasiado... demasiado hermoso.


—¡Tonterías! —replicó la señora Wingate—. Lleva tantos años en este viejo armario que es un milagro que las polillas no se lo hayan comido. Tienes que llevarlo a la fiesta de Ruben. Y cuando Pedro se entere de lo que se ha perdido... bueno, quizás entonces eso le haga quedarse en casa.


Paula pasó las manos por el vestido. No quería quitárselo jamás.


—Claro que tendremos que hacer algo con tu pelo —añadió la señora Wingate.


—Y tienes que llevar medias —terció Lucia—. Este vestido no admite unas piernas desnudas.


—Pero no pantis —apostilló Paula—. Esas cosas dejaron de estar de moda con las botas yeyés.


—Por supuesto, nada de medias completas —aseveró la señora Wingate—. Es una idea espantosa. Llevarás un liguero con medias de seda hasta medio muslo.


Lucia y Paula la estaban mirando boquiabiertas.


—¡No os quedéis ahí paradas! —soltó la señora Wingate—. Tenemos trabajo que hacer. Lucia, mira en esa caja, creo que encontrarás unos zapatos adecuados al vestido.


Lucia parpadeó un par de veces y obedeció.


Paula salió de la casa sintiéndose de fábula. La señora Wingate y Lucia se habían pasado horas con ella. Le habían rizado el pelo con un rizador, y la señora Wingate la había maquillado con mano experta. En cuanto estuvo lista  —«nuestra obra maestra», había dicho Lucia—, le habían prodigado todo tipo de alabanzas. Se sentía como una estudiante de instituto acudiendo a su primer baile de fin de curso. Les dio las gracias, las abrazó, las besó en las mejillas.


—Jamás tuve madre —había dicho—, pero ustedes dos...


—Anda, vete —había dicho la señora Wingate—. Ya has hecho llorar a Lucia, y yo seré la siguiente.


Se marchó con una sonrisa en la boca. Pero en cuanto llegó a la casa de los padres de Karen, su euforia se desvaneció y quiso marcharse. Le pareció que iba demasiado arreglada y se sintió como un pulpo en un ascensor. La gente le sonrió pero, vestidos todos con vaqueros y camisas, no hicieron ningún ademán de presentarse. Ojalá Pedro hubiera vuelto de Miami; habría sido agradable tener un acompañante, alguien que la presentara a los demás.


Ya estaba a medio camino de la puerta para marcharse, cuando Karen la alcanzó.


—¡Estás fabulosa! —le dijo su amiga, agarrándola con firmeza del brazo—. Lo siento, no te vi entrar y no pude llamarte, pero es que mamá me ha inundado de trabajo.


—¿Qué tal te fue en Tejas?


—Mamá me ha amenazado si hablo de negocios esta noche —respondió su amiga, aunque luego susurró—: ¡Fantástico! Creo que firmaré un contrato. —Su voz volvió a la normalidad—. Quiero que veas a Ruben. Ha preguntado por ti.


—Karen, yo... —Le pareció sencillamente justo hablarle de nuevo de su relación con Pedro, de lo mucho que habían hablado por teléfono, incluso de sus coqueteos, pero Karen no la escuchaba. La hizo abrirse paso a empujones entre la multitud de tres personas que rodeaban a su hermano.


Paula sintió que se estaba poniendo nerviosa. A los diecinueve años se había colado de tal manera por Ruben que había pensado que aquel era el Verdadero Amor. A lo largo de los años, a menudo había convertido a Ruben en su «fantasía». Cuando rompió con su último novio se había tirado horas hablando con Karen por teléfono, que la había tranquilizado contándole el último viaje de su hermano a alguna jungla para salvar personas.


En ese momento no estaba muy segura de cuáles serían sus sentimientos cuando le volviera a ver. ¿Su historia con Ruben eclipsaría los últimos días pasados con Pedro?


—¡Perdonad! —dijo Karen a voz en grito por la que debía de ser octava vez. Prácticamente apartó a codazos a una preciosa chica que se mantenía en sus trece, plantada a poco más de medio metro justo delante de Ruben. Cuando la joven dio muestras de estar dispuesta a luchar antes que apartarse, Karen dijo:
—¡Soy su hermana!


Karen ocupó su sitio y tiró de Paula hasta colocarla a su lado.


—Aquí la tienes —dijo, mientras empujaba a Paula hacia delante.


—¡Caramba! —exclamó Ruben, mirando a Paula de arriba abajo—. Te has hecho mayor.


Paula se percató de que Ruben parecía mayor para su edad, pero su piel bronceada por el sol le sentaba bien. Sus ojos tenían la expresión de alguien que había visto cosas por el mundo adelante que nadie debería haber visto. Se le pasó por la cabeza que si no hubiera conocido a Pedro desde su llegada, probablemente habría hecho un verdadero esfuerzo por llegar a conocer mejor a Ruben.


—Y tú llevas ropa —le retrucó ella.


—A veces. —Parecía no poder apartar los ojos de ella. La señora Wingate le había prestado unas perlas, unas de verdad, y la joya realzaba las líneas clásicas del vestido—. ¿Te has vestido así por mí?


El nerviosismo que se había apoderado de ella se esfumó. 


Aunque Ruben era un hombre muy atractivo, aquel antiguo deseo sexual que otrora había sentido por él ya no estaba allí. Cuando, estando en Nueva York, se había planteado volver a verle, había dado por sentado que sería como reavivar un amor perdido hacía mucho tiempo. Había esperado que los años desaparecieran como si no existieran. Pero lo cierto era que Ruben era un extraño. Y lo que era aún más importante, aquella sensación de hormigueo que solía tener siempre que él andaba cerca había desaparecido.


Mientras se contemplaban mutuamente, el padre de Ruben se abrió paso a empujones entre la gente.


—Ruben —dijo—. Hay alguien que quiere conocerte. —Vio adónde estaban mirando los ojos de su hijo y se volvió—. ¡Madre mía, Paula, estás bellísima! Es tan agradable ver a una mujer vestida con algo que no sean unos vaqueros azules. Te devolveré a Ruben inmediatamente. Te lo prometo.


Karen pareció esperar que Paula se quedara allí y esperase a que Ruben regresara, pero no quería hacer eso. Había averiguado lo que quería saber: jamás habría nada serio entre ella y Ruben.


Así que cuando la señora Alfonso reclamó la ayuda de Karen, Paula se alegró. Había una persona que tenía mucho interés en ver a la mujer de la que Pedro, según propia confesión, casi se había enamorado. Desde que se lo contara, Paula había estado preguntándose qué había querido decir. ¿Se había enamorado de ella, pero cuando la mujer escogió a otro hombre él se había obligado a desenamorarse? ¿O había sido cosa de ella? ¿Había habido alguna situación desagradable en la que él le propusiera matrimonio y ella lo rechazara?


Por encima de todo, Paula quería saber qué clase de mujer había estado a punto de atrapar el corazón de Pedro.


Karen estaba ocupada ayudando a su madre a sacar la comida, pero Paula le pidió que le señalara a una mujer que se llamaba Gemma.


—Allí —dijo Karen—. ¿Ves a aquel tiarrón? Ese es Colin Frazier, nuestro jefe de policía, y Gemma es su esposa. No suele alejarse demasiado de él. ¿Por qué lo quieres saber?


Paula se salvó de tener que contestar gracias a alguien que preguntó por la ubicación del agua mineral. Se escabulló para unirse al grupo que rodeaba al hombretón. Se paró enfrente de él e intentó no llamar demasiado la atención mientras lo miraba fijamente. Era un hombre muy grande, alto, corpulento y muy musculoso. Aunque sin duda guapo, eso era menos importante que su tamaño.


Cuando el hombre vio que le estaba mirando, le hizo un gesto con la cabeza por encima de su cerveza, y dio la sensación de estar a punto de presentarse. Paula estaba a punto de alejarse cuando vio a la mujer que estaba al lado del jefe de policía. Era guapa, aunque nada del otro mundo, sin duda no el tipo de cara que despertara los celos de nadie. Aunque estaba embarazada, se dio cuenta de que la mujer hacía ejercicio; el vestido sin mangas que llevaba dejaba a la vista unos brazos bonitos y musculados.


Como si Gemma supiera que estaba siendo observada, se dio la vuelta y miró a Paula. Sus ojos rebosaban sagacidad, como si estuviera interesada en todo lo relacionado con Paula, desde quién era a de dónde había sacado su vestido.


Paula hubiera deseado que la mujer le desagradara y haber podido preguntarse qué era lo que Pedro había visto en ella. Por el contrario, sintió el impulso de llevársela a un rincón tranquilo y hablarle de los dibujos que había realizado para la casa de muñecas. No pudo evitar pensar que podían ser amigas.


Gemma pareció pensar lo mismo, ya que dio un paso hacia ella. Pero Paula se alejó; tuvo miedo de que si se conocían, la atosigara a preguntas sobre Pedro.


Se volvió a meter rápidamente entre la multitud y echó a andar hacia la puerta del fondo. Ya había visto lo que quería ver, así que no había motivo para quedarse. Pero cuando casi había llegado a la puerta, la muchedumbre se separó lo suficiente para que viera a una niña pequeña, de unos ocho años, sentada en un gran sillón. Era una niña extraordinariamente hermosa, de aspecto realmente angelical, y que sostenía un oso de peluche bajo el brazo. 


Iba vestida con un vestido sin mangas a rayas verdes y amarillas y una chaqueta verde, un conjunto que era casi tan de adulto como el que llevaba puesto Paula. Y tenía unas pestañas que parecían plumas. Paula supo sin ningún género de dudas que aquella era Noelia, la niña con la que había hablado varias veces por teléfono. Y si Noelia estaba allí, eso significaba que Pedro también.


De pronto empezó a oír silencio. Era una idea extraña, aunque era la única manera de describirlo. Noelia estaba mirando hacia la puerta delantera, lejos de donde estaba Paula, y a las personas que se habían parado allí, hablando, y que estaban mirando algo... o a alguien.


Por una especie de corazonada supo que se trataba de Pedro. Parecía que había regresado un día antes y que había ido allí por ella. Ya no iba a estar más tiempo en una habitación llena de extraños. El cosquilleo que una vez había sentido por Ruben la invadió de nuevo. Desde su regreso a Edilean, Pedro se había apoderado de todos sus pensamientos, y sus vidas habían acabado entrelazándose.


Conteniendo la respiración, con el corazón latiéndole en la garganta, permaneció donde estaba, en el otro extremo de la larga habitación, y esperó.




CAPITULO 25 (PRIMERA PARTE)





Durante los días siguientes Paula no paró de trabajar. 


Quería tener una presentación adecuada del trabajo para cuando Pedro y Noelia regresaran el sábado.


Se pasó horas en la casa de muñecas, dibujándola minuciosamente y tratando de imaginar el aspecto que tendría con los diferentes colores. Jamás había hecho una decoración de interiores. Los dos pisos en los que había vivido en Nueva York habían sido poco más que unos lugares a los que iba a dormir. Entre el trabajo de camarera y los intentos por vender su trabajo, y más tarde el trabajo en la galería, jamás había dispuesto del tiempo —ni del dinero— para pensar en su propio piso.


Pintó uno de los dibujos de la casa con los colores de Pascua, y logró conferirle tal autenticidad que pensó que de un momento a otro iban a empezar a saltar conejos por las ventanas. Pero luego también experimentó con otros colores, tomando como modelos las «damas pintadas», las casas victorianas de San Francisco.


Cuando tuvo seis diseños con los que se sintió satisfecha, se los enseñó a Lucia.


La mujer se tomó su tiempo para examinarlos, y se detuvo en la casa de Pascua.


—Vi un lino de Beatrix Potter que sería perfecto para las cortinas de esta.


—¿De qué color?


—Azul muy claro sobre blanco nieve.


Paula sonrió al oír la respuesta. La precisión en describir los colores revelaba el temperamento artístico de la mujer.


—Eso significaría que tendríamos que tener unas fundas azules con un ribete en amarillo.


—Y un ribete azul oscuro en las cortinas. ¿De qué color tendrían que ser las paredes?


Las dos mujeres se miraron y dijeron al unísono:
—Amarillas.


Lucia sonrió y dijo:
—Ve a quitarte la pintura de la cara. Tenemos que ir de compras.


—Pero ¿qué pasa con su costura? —preguntó Paula—. ¿No tiene encargos pendientes?


—A montones. ¿Qué tal si esta noche te enseño a utilizar la fruncidora? Y me puedes hacer unos veinte metros de cortes al bies para el ribete francés.


—Me parece fantástico —dijo Paula, mientras salía corriendo hacia su cuarto de baño.


Después de que Lucia llamara a la señora Wingate para decirle que no asistirían a la gimnasia de las tres, fueron a Telas Hancock, en Williamsburg. Los conocimientos que Lucia tenía de costura eran tremendos, y todo lo que Jecca pudiera imaginar, ella sabía cómo hacerlo.


Hablaron sin parar mientras examinaban cintas y adornos, muestras y botones, hilos y material. Consiguieron muestras de varias telas. Paula se echó a reír por la afectación de la mujer al hablar de las máquinas.


—Está Bernina y está Baby Lock, y se acabó —dijo Lucia—. No hay nada que esas dos empresas no hagan, y lo hacen mejor que nadie.


Paula la seguía a todas partes, sonriendo.


Después de salir de la tienda de telas, se permitieron un té vespertino en el Williamsburg Inn. Mientras estaban sentadas en el precioso restaurante, contemplando el maravilloso campo de golf, Lucia consiguió que Paula le hablara de su vida. Cuando le dijo que su madre había muerto siendo ella niña, Lucia alargó la mano por la mesa y le cogió la suya.


—Yo y mi padre nos quedamos solos.


—Y tu hermano —añadió Lucia.


Paula le dedicó una media sonrisa mientras se comía un diminuto pastel con tres capas de chocolate.


—Supongo. Pero Juan siempre ha sido autosuficiente. Es más como una sombra de papá que él mismo. Y ahora que Graciela está en medio, todo ha cambiado.


—¿Graciela es la novia de tu padre?


—Peor aún. Es la esposa de Juan. —Hizo un gesto con la mano—. Todo esto es un aburrimiento, nada más que los problemas familiares normales. Nada diferente y sin duda nada interesante.


—Paula, me paso todo el día sentada delante de mis máquinas con la televisión por única compañía. Me interesa hasta la vida amorosa de un caracol.


Paula se echó a reír.


—De acuerdo —empezó—. Digo que Graciela es combativa porque...


—No ve la hora de decirle a los demás que solo su opinión es la correcta y lo único que importa.


—¡Pero si la conoces! —bromeó Paula.


—A alguien parecido. Bueno, ¿y qué es lo que ha hecho?


—Quiere que mi padre deje el negocio familiar —dijo Paula—. Quiere que Juan deje de ser la sombra y se convierta en el jefe.


Paula siguió hablando, contando con pelos y señales todo lo que había cambiado en la familia desde que Graciela había pasado a formar parte de ella. A veces Lucia hacía algún comentario, pero la mayor parte del tiempo hizo aquello que tanto se ignora en la sociedad moderna: escuchó. Y no lo hizo solo por educación, sino que prestó toda su atención a Paula. Escuchaba con la cabeza y con el corazón.


—Tu pobre padre —dijo Lucia—. Debe de parecerle que su hijo y su nuera lo quieren ver muerto.


A Paula se le cortó la respiración, porque la mujer había expresado en palabras lo que llevaba tiempo sintiendo y no había querido decir en voz alta.


—Creo que tiene razón. —Bajó la voz—. No creo que Graciela le odie, pero si papá se muriese mañana, creo que ella sentiría que sus vidas podrían progresar.


Una vez más Lucia le puso la mano encima de la suya.


—No seas tan dura con ella. Es una madre que cuida de sus hijos y les está labrando un futuro. Cuando tengas tus propios hijos, lo entenderás. Harás cualquier cosa por ellos.


—¿Igual que Pedro por su sobrina?


—Es aún más fuerte que eso —dijo la mujer—. ¿Te gustaría pasear un rato por el Williamsburg colonial?


—Por supuesto.


Siguieron hablando mientras caminaban. Pero de nuevo fue Paula la que habló y Lucia la que escuchó. Paula intentó en varias ocasiones que Lucia le contara algo acerca de ella, pero no lo hizo; la mujer ni siquiera dijo si estaba casada, lo había estado o si tenía hijos. Nada de nada.


En otras circunstancias, a Paula le habría molestado, incluso enfurecido, que alguien fuera tan reservado, pero Lucia tenía la habilidad de hacer que pareciese una simple cuestión de humildad.


Mientras paseaban por la calle del Duque de Gloucester, por el caserío del siglo dieciocho perfectamente restaurado, Paula le habló de Pedro... y le hizo algunas preguntas sobre él.


—Ya hace cuatro años que le conozco —dijo Lucia—, y nunca he conocido a un hombre que se preocupe más por la gente. A la mitad de sus pacientes no les cobra. ¿Y sabes lo que hace los fines de semana?


—¿Qué?


—Visitas domiciliarias. Esa es la razón de que su casa ande necesitada de una mano de pintura y la casa de muñecas esté en un estado tan espantoso. A Livie y a mí nos preocupa que alguna noche, cuando vuelva a casa en coche, se duerma al volante. Cuando supimos que se había roto el brazo casi nos alegramos. Al menos, el pobre muchacho descansará un poco.


—¿Es por eso que su padre no le deja ver a ningún paciente?


—Oh, sí. Livie fue a ver al doctor Alfonso y le contó que su hijo estaba agotado. Entre los pacientes y las chicas que querían que las sacaran para «pasarlo bien» —esto último lo dijo con una mueca de desprecio—, Pedro estaba a punto del colapso.


—A lo mejor Ruben se queda aquí y echa una mano.


—No he conocido nunca a ese joven —dijo Lucia—, pero por lo que sé lo único que el joven Ruben quiere es salir en las noticias.


Paula le echó una mirada que le dejó ver que consideraba muy injusto lo que acababa de decir.


—Tienes razón —admitió la mujer—. Pero es que he llegado a querer a Pedro como si fuera mi propio hijo. ¿Qué otro joven se pasaría una noche viendo películas con dos señoras solitarias?


—¿Está de broma? Está deseando pasarse por la casa y sumarse al baile de la barra.


Lucia abrió los ojos de par en par.


—No le contarías eso, ¿verdad?


—Con todo lujo de detalles —admitió Paula, y las dos se echaron a reír.


Salieron del barrio colonial de Williamsburg para ir a un restaurante chino donde compraron comida para llevar a casa y compartirla con la señora Wingate.


En el trayecto de vuelta, Paula le preguntó por lo que había averiguado de Bill Welsch.


—Nada —dijo Lucia—, pero Livie debe de conocerle desde hace mucho para reaccionar como lo hizo.


—Estoy de acuerdo. Todavía no me ha llamado por lo de la casa de muñecas, aunque es posible que Andy se olvidara de llamarle. Estoy deseando conocerle.


—Yo también —dijo Lucia.


Esa noche, durante la cena, Lucia le pidió a Paula que enseñara a la señora Wingate los dibujos que había hecho, y desplegaron las muestras de tela obtenidas en Hancock.


—A Noelia le gustarán estas —declaró la señor Wingate, escogiendo las que podrían ser descritas como de «colores de Pascua». Parecía conocer bien a la niña.


Paula y Lucia se pisaron mutuamente la palabra mientras le contaban a la señora Wingate la petición de Noelia.


—Siempre he pensando que la casa de muñecas debería estar colocada en un jardín que hechizara a los niños —dijo la señora Wingate—. Debería haber farolillos chinos pensamientos con caras divertidas y calabazas creciendo sobre una valla.


Paula empujó una de las fotocopias y un bolígrafo hacia ella.
—Muéstreme a qué se refiere.


La señora Wingate demostró tener talento para el diseño de jardines cuando dibujó un terreno para los vegetales, un sendero bordeado de flores y una pequeña valla delante.


—Hay un gran roble cerca, y a menudo le decía a Bill que habría que colgar un columpio allí —explicó la señora Wingate—. A Andy le habría encantado.


Paula y Lucia se miraron con las cejas arqueadas; parecía que su suposición de que entre la señora Wingate y Bill Welsch había habido algo era cierta.


Aquella noche, cuando Pedro llamó —como hacía todas las noches—, Paula le preguntó por Bill y la señora Wingate.


—Bill era el jardinero —dijo Pedro—, pero no sé más. Yo solo tenía cuatro años cuando él se marchó de Edilean. Si has mirado los álbumes de la señorita Livie, le habrás visto.


—Lo sé. Es el hombre de la carretilla —dijo Paula.


—Eres una chica lista, ¿eh?


—No demasiado, porque no pensé en el paisajismo de la casa de muñecas. Si ese tal Bill Welsch era el jardinero, también puede hacer eso, ¿no te parece?


—Probablemente. No le conozco bien. No volvió a casa hasta el último verano. Fue entonces cuando mamá me dijo que le llamara para arreglar la casa de muñecas, pero nunca me decidí a hacerlo. Bueno, ¿estás deseando que llegue la fiesta?


Paula estuvo a punto de decir: «¿Qué fiesta?», pero se contuvo.


—Muchísimo. Es una pena que no estés aquí para ver lo que me voy a poner. —La verdad era que ni siquiera había pensado en la fiesta, y mucho menos en lo que se iba a poner. Y era al día siguiente.


—¿Te vas a poner guapa para Ruben?


Ella no pudo evitar sonreír al detectar en su voz lo que parecían celos.


—Pues claro —mintió—. Si estuvieras aquí, podrías ponerte tu esmoquin. ¿Sabes bailar?


—Mejor que Ruben —dijo él de una manera que la hizo reír.


Pedro parecía querer cambiar de tema.


—¿Qué dijo tu padre por haber dejado que la casa de muñecas acabara siendo una ruina? ¿Está dispuesto a atarme a cuatro caballos y descuartizarme?


—¡Ay, no! —dijo Paula—. Me olvidé de enviarle las fotos.


—Probablemente estuviste muy ocupada pensando en Ruben.


En esta ocasión, cuando Paula se echó a reír, él se le unió.


—Hoy hablé con Ramon —dijo Pedro.


—¿Tiene que trepar a un árbol para tener cobertura en el móvil?


—Lo más seguro es que fuera al puesto del guardabosques. Vaya si tenía ganas de hablar. No creo que esté hecho para la vida solitaria de un escritor.


—No puede estar yéndole peor que a mí como artista. Mañana regresa Karen, y voy a tener que decirle que ni siquiera he hecho una pintura para su publicidad.


—¿Puedes colgar alguna joya en el exterior de la chimenea de la casa de muñecas?


—No tiene chimenea.


—Supongo que tendré que hacer que Bill añada una.


—¿Además de un establo para un poni? —preguntó Paula, y se echaron a reír al mismo tiempo.


Ella se acordó de su brazo y de lo que Lucia le había dicho sobre las horas que trabajaba Pedro.


—Se está haciendo tarde y creo que deberías acostarte.


—¿Tienes idea de lo que he esperado a oírte decir eso?


—¿Desde que te conocí hace una semana?


—Cada minuto desde que te conocí —dijo Pedro.


Se quedaron en silencio, los dos ardiendo en deseos de verse de nuevo.


—El domingo —dijo Paula al cabo.


—Estoy contando los minutos —dijo él—. Buenas noches, Psique.


—Buenas noches, Cupido —respondió Paula, y colgaron.


Paula envió inmediatamente un correo electrónico a su padre con las fotos que había sacado de la casa de muñecas, y escribió lo que esperaba fuera una carta entretenida sobre lo que estaba haciendo. La observación de Lucia acerca de que Graciela quería quitar de en medio a su suegro para dejar sitio a sus hijos, la estaba obsesionando.


Escribió un poquito sobre Lucia. «Hace que me acuerde de las cosas que me has contado de mamá—escribió—. Es una mujer discreta y cariñosa. ¡Tendrías que oírla hablar de lo que cose! Cose tan deprisa los acolchados al borde, que apenas puedo ver lo que está haciendo. ¡Y le sale perfecto! 
Te encantaría su destreza.»


Envió el correo y se preparó para acostarse. El sentimiento de culpa la devoraba. Allí estaba ella, en Edilean, disfrutando de sus vacaciones de verano, mientras su padre tenía que lidiar con una mujer que deseaba que abandonara este mundo.


Se quedó dormida antes de que se le ocurriera una solución.