jueves, 21 de abril de 2016
CAPITULO 43: (TERCERA PARTE)
El anciano señor Felderman apoyó su mano en el hombro de Pedro y le dio un apretón amistoso.
—Yo tuve que pedirle matrimonio a mi esposa seis veces antes de que me diera el sí. Persevera.
Pedro tuvo que morderse la lengua para no soltar ningún sarcasmo.
Cuando salió de la consulta a las cuatro de la tarde, las tres mujeres que trabajaban para él montaron todo un espectáculo en su honor fingiendo que charlaban casualmente, pero en voz tan alta que podían oírlas desde Virginia Beach. Incluso estando bajo el agua.
—¿Y Paula estuvo horas sentada en un banco con ese hombre? —casi gritó Helena.
—Horas no, pero mucho tiempo —respondió Bety en el mismo tono ensordecedor.
—¿Y dices que es lo bastante viejo como para ser su padre? —fingió desconocer Alicia.
Pedro estuvo a punto de ordenarles que se callaran. Lo último que deseaba era escuchar que Paula pasaba muchas horas con Gonzalo. Pero ¿quién era ese hombre «lo bastante viejo como para ser su padre»? Abrió un archivador y fingió consultar el contenido de una de las carpetas.
—¿Y quién es él? —preguntó Helena, bajando un poco el tono, segura de que con Pedro tan cerca de ellas no se perdería ni una palabra.
—¿El viejo o el joven que le compró a Paula un anillo de compromiso?
Las manos del médico casi destrozan las hojas que sostenían. En ese momento no lamentaba haber destrozado la nariz de Gonzalo.
—¡Los dos! —aseguró Alicia, pretendiendo no darse cuenta de que el doctor Pedro se encontraba a un par de metros de distancia.
—El nuevo predicador tiene algo que ver con el anciano —explicó Bety—. Y el joven debe de ser un antiguo novio.
Las mujeres callaron un segundo, no sabiendo qué más decir para poner a su jefe sobre aviso. El doctor Pedro era mucho más amable y atento desde que Paula llegara a la ciudad, y las mujeres habían hecho todo cuanto estaba en sus manos para que los dos estuvieran juntos.
En ese momento llegó la cita de las cuatro y media, y se quedó un instante contemplando la extraña escena: tres mujeres lanzando miradas furtivas hacia un doctor Pedro con la cara prácticamente enterrada entre las páginas de una carpeta.
—¿No estaréis hablando de la nueva sandwichería? —preguntó sonriendo.
Las tres mujeres asintieron.
—Pues yo estaba en el supermercado y vi a ese chico rubio que estuvo ayudando a Paula por la mañana, acompañado de una chica morena que no conoce nadie, y estaban llenando de comida hasta cuatro carritos. No es que fisgoneara, claro, pero vi que compraron un montón de harina, mantequilla y leche. Más tarde, cuando llevaba a mi hija a su clase de danza, los dos estaban en el restaurante y me dio la impresión de que estaban haciendo pasteles.
—¿Y Paula? —quiso saber Bety.
—La vi en la calle. No me conoce, pero la saludé igualmente, y entró en el local. Cuando fui a recoger a mi hija, se había puesto un delantal y estaba sentada pelando manzanas. Y no es que yo la espirara, ni nada parecido.
—No, claro que no —la apoyó Alicia.
—¿Qué hacía el chico rubio?
—Andaba detrás del mostrador con la chica morena.
—¿Alejado de Paula? —se interesó Helena.
—Sí. De hecho, estaba alejada de los otros dos. ¿Creéis que van a empezar a vender pasteles? Por mí, ojalá lo hagan. Así podría encargarles las cupcakes para la fiesta del colegio de mi hija.
Ninguna de las mujeres respondió, pero sí se giraron para no perderse cualquier posible reacción de Pedro.
Él sabía que no debía mostrar toda la alegría y el alivio que sentía al escuchar lo que se había dicho en aquella puesta en escena, pero sí se permitió una leve sonrisa.
Las mujeres le devolvieron una mueca expectante.
Pedro volvió a su consulta sintiéndose mucho mejor. Cuando una madre joven se presentó con su hijo, y que en realidad no sufría ninguna enfermedad, pasó veinte minutos escuchando sus temores y sus prevenciones. Su receta práctica fue que se reuniera más a menudo con el grupo que habían formado sus parientes femeninas en la guardería a la que acudían todas.
—La maternidad no tiene porqué ser algo solitario —le recomendó.
La mujer debió de hacer algún comentario favorable a sus empleadas porque, al salir, Helena le sonrió de una forma tan cálida que le resultó hasta embarazosa.
A Pedro no le había resultado fácil soportar la constante presencia de Gonzalo. Algo en su interior, algo primitivo, lo impulsaba a retar a aquel imbécil a una pelea a muerte.
Mike Newland, el marido de Sara, captó la situación y le hizo subir al ring. Mike estaba construyendo su nuevo gimnasio en las afueras de la ciudad, pero hasta que lo terminasen utilizaba el viejo almacén de ropa que le alquilara el antiguo prometido de Sara.
—¿Crees que es una coincidencia que alquilase este local? —le preguntó Mike con su áspera voz. Quería que Pedro supiera que encontraba comprensible que quisiera proteger a la mujer de su vida.
Pero la moderna sociedad norteamericana no permitía que Pedro hiciera lo que le pedía el cuerpo. No podía pedirle a Paula que le dijera a Gonzalo que se marchara de Edilean y no volviera jamás.
Además, gracias a Gonzalo y a la chica nueva, Kelli, Paula disponía de más tiempo libre para pasarlo con Pedro.
Cuando él dijo que no jugaría limpio, quería decir que procuraría acaparar su tiempo. Pero no hizo falta porque ella parecía querer estar con él tanto como él quería estar con ella.
Hablaban, hacían el amor e iban a todas partes juntos. No tardaron en descubrir que les apetecía más su compañía mutua que la de los demás.
Por Acción de Gracias ya habían establecido una rutina:
Pedro pasaba a buscar a la chica hacia las seis de la tarde y cenaban juntos. Paula estaba muy interesada en los países que él visitara y procuraba recrear las distintas comidas típicas de dichos países. Buscaron las recetas en Internet y pidieron libros que explicaran cómo preparar aquellos platos.
Y ahí, Pedro era el experto. A veces, Paula preparaba para su restaurante alguna sopa más o menos exótica. La de boniato y uva fue todo un éxito; la de cordero y ajo, bastante menos.
—A mí me gustó —valoró Paula, y él estuvo de acuerdo.
Tras cenar con Colin y su esposa, Gemma —su hijo había quedado al cuidado del hermano de ella, Shamus—, Pedro y Paula les pidieron consejo para comprar muebles. El sábado siguiente fueron a un gran almacén y pasaron todo el día adquiriendo desde material de cocina a un sofá.
Pero no importaba lo bien que fuera su relación, Paula no quería irse a vivir con él e insistía en seguir en su apartamento. Pedro había dejado muy claro que deseaba que vivieran juntos, pero ella argumentaba que necesitaba pensar y descubrir qué es lo que quería hacer con su vida.
Pasaban mucho tiempo hablando, contándose cosas que nunca contaron a nadie más. A Pedro le costó trabajo, pero al final consiguió que Paula le hablase de su padrastro.
—A veces creo que se insinuaba sexualmente a Lisa para obligarme a quedarme y encargarme de todo. Yo cocinaba, limpiaba y era la única que llevaba dinero a casa. Y creo que, en el fondo, Lisa se sentía agradecida de tener a alguien que adoptase el papel de malo. Mientras yo estaba en la universidad, mi hermana se había relacionado con la gente equivocada y no sabía cómo librarse de ella. Cuando volví a casa, les dijo que yo no quería que siguiera saliendo con ellos. Uno de los chicos, muy furioso, incluso llegó a decirme que, según Lisa, yo la había amenazado con llevarla a un correccional si seguía viéndolos.
—¿Lo hiciste?
Paula sonrió amargamente.
—Solo le dije dónde podía acabar si seguía con esa pandilla. La ciudad me concedió el mérito de «encarrilarla», pero la verdad es que tenía tres trabajos y no me quedaba mucho tiempo para imponer disciplina.
—Quizá tu hermana se dio cuenta de que estabas sacrificándote por ella.
Paula pensó unos segundos.
—¿Sabes una cosa? No sentí que me estuviera sacrificando tanto, al menos no tanto como decía la gente. Nunca fui como Maria o como Karen, cuyas carreras eran lo primero para ellas. Intenté ser igual, pero tampoco me costó demasiado rendirme tras terminar mi primer trabajo y volver a casa con mi hermana. Creo que si Maria no pudiera ser creativa, se tiraría desde lo alto de un edificio.
—Y te aseguro que mi hermana es igual —terció Pedro—. Por mucho que quiera a Tomas, creo que si le hubiera dado a elegir entre las joyas y él, ella habría escogido los diamantes. Quizá cambies de opinión una vez vuelvas a esculpir. Ese hombre, Belleck, podría abrirte unas cuantas puertas.
—¡Ah, sí, Henry!
Ella pasaba dos tardes a la semana trabajando con el anciano en su garaje. El hombre era un experto en la revolución norteamericana, y quería hacer figuras de los personajes más importantes.
Paula se aseguraba de que sus armazones tuvieran las proporciones correctas, lo obligaba a estudiar los retratos de los hombres y mujeres que quería representar y le enseñaba las diferencias, a veces sutiles, de sus rasgos faciales.
Él podía modelar con arcilla el rostro de George Washington, pero ella le demostraba de forma práctica los motivos de que finalmente no se pareciera al original. Unos cuantos apretones de sus pulgares, otros tantos raspados con un cuchillo y el añadido de algunos pegotes más de arcilla, y en pocos segundos lo había cambiado totalmente, consiguiendo un notable parecido con el difunto presidente.
Henry estaba maravillado por su talento.
—No entiendo por qué no seguiste esculpiendo.
—Tenía cosas más importantes que hacer —respondió, y Henry le lanzó una mirada inquisitiva.
Más tarde se lo contó a Pedro. Estaban acurrucados en el nuevo sofá, con un tazón enorme lleno de palomitas y mirando un DVD.
—¿Y cuáles eran esas cosas tan importantes? —preguntó él, intentando fingir que su respuesta no le interesaba demasiado. Ella no se dejó engañar.
—Aún no lo he descubierto —dijo burlona, y siguió disfrutando de la película.
Pedro sí sabía qué era lo más importante para él después de haber conocido a Paula, y no podía evitar una sensación de déjà vu porque aquella sensación le era familiar. Era un adolescente cuando conoció a Laura Chawnley y decidió que estaba hecha para él. Y sintió lo mismo cuando vio... no, cuando habló por primera vez con Paula. Arrastraba con ella una vulnerabilidad, una sensación de... bueno, de que lo necesitaba, a la que él no podía resistirse.
No se lo había confesado, pero lo del libro de recetas Treebone lo había sorprendido. No porque lo robase, sino porque podía terminar convirtiéndose en un problema bastante grave. Treeborne Foods era una compañía grande.
Enorme. A escala nacional. Pedro no creía que sonrieran y aceptaran de buena gana que su robo era una venganza justificable por la forma en que su heredero la había tratado.
Pedro sentía admiración por los remordimientos de Paula y le gustaba la idea de devolverlo desde un país extranjero.
Pero no confiaba en los Treeborne, por eso se había tomado tantas molestias para conservar una copia del libro e intentar descodificarlo... tarea que seguía inconclusa.
La noche siguiente a la llegada de Gonzalo a Edilean, Pedro le preguntó a Paula qué pensaba hacer su exnovio respecto al robo. Ella le contó lo que Gonzalo le había dicho, que no pensaba presentar cargos.
Pedro urgió a Paula para que insistiera en el tema, para que se asegurase de que Gonzalo no pensaba vengarse por el robo. Al día siguiente, el heredero de los Treeborne llamó al ama de llaves de la familia y le pidió que lo avisase cuando llegara un paquete a su nombre. Apenas unos días después, Gonzalo le dijo a Paula que el libro de recetas estaba en esos momentos sobre la mesa de despacho de su padre, oculto bajo un montón de papeles.
—Nunca sabrá que estuvo desaparecido —le aseguró a la chica.
Pero Pedro seguía sin estar satisfecho. Llamó a su antiguo compañero de habitación y le preguntó si su hermano había descubierto la clave.
—Se rompió la pierna esquiando y ha estado unos días fuera de juego, pero creo que ahora ya lo está solucionando. Lo del libro, no lo de su pierna —le explicó Kirk.
Pedro no le contó a Paula que seguían trabajando en el descifrado y ella no lo preguntó. Cuando Kirk lo llamó para informarle de que, según su hermano, el código estaba seguramente basado en un libro,Pedro también se lo calló.
No quería preocuparla.
El día de Acción de Gracias fueron a la vieja casa de Mike y Sara, y Maria y Tomas volvieron a su hogar para pasar el largo fin de semana.
—¿Lo pasas muy mal en Nueva York? —preguntó Pedro a su primo Tomas en un aparte.
—Si te lo cuento, me pondré a llorar como un niño —confesó Tomas—. Y te advierto que no es un espectáculo agradable.
Pedro no se perdió la ironía de que Tomas odiara estar lejos de Edilean tanto como él odiaba seguir en ella. Aunque Paula le ayudaba a calmar su inquietud interior y le alegraba la vida, seguía ansiando marcharse, irse lejos de allí, viajar...
Fue la noche de Acción de Gracias cuando Noelia, la sobrina de Tomas, le llevó a Paula un pegote de arcilla y le pidió que le hiciese un centauro.
—Un centauro, ¿eh? —sonrió Paula—. ¿Como el de Harry Potter?
Noelia asintió muy seria. Para ella, su tía Maria era una verdadera artista, pero ella misma le había dicho que la especialista en tres dimensiones era Paula.
—Puede hacerlo todo.
A Paula le encantaban los caballos desde que era pequeña y había hecho muchos en sus tiempos, así que le resultó fácil.
Cuando hubo modelado el cuerpo del animal, todos los niños de la casa capaces de caminar estaban arremolinados en torno a ella con los ojos abiertos de par en par, contemplando cómo trabajaba. Cuando terminó el tronco humano, se detuvo y lo alzó para mostrarlo a su rendido público.
—¿Quién creéis que se parece más a un centauro?
Automáticamente todos los rostros de la sala, más de veinte personas, miraron al sheriff Colin Frazier. Tenía un cuerpo gigantesco, cubierto de músculos poderosos.
Todos se rieron por la unanimidad, incluido Colin.
Una vez terminado el centauro Colin, Paula no pudo descansar. Los niños le pidieron que retratase a todos los hombres presentes con una forma animal: Tomas fue una gacela; Ramsey, un oso; Luke, un tejón; y Mike, un zorro.
Pedro fue el último y ella le puso su cara a un león.
Sara se apoderó de todas las figuras y las colocó en una vitrina acristalada. No pensaba dejar que los niños las tocasen, pero Mike les dio una linterna para que pudieran contemplarlas a gusto.
Mientras los demás recogían la mesa, Pedro aprovechó para estrechar a Paula entre sus brazos y besarla.
—Ha sido muy considerado por tu parte. Primero, los chicos del bosque, y ahora esto. ¿Mejor que trabajar con Henry?
La chica rio abiertamente.
—¡Oh, sí! ¡Él es tan serio...! Está empeñado en ganar todos los premios posibles, y creo que su meta en la vida es ver su trabajo expuesto en un museo.
—¿Y tú? ¿No quieres premios?
—Yo... —No pudo seguir porque los niños la habían encontrado. Noelia intentaba mantenerlos agrupados, pero siempre se le escapaban.
—¡Señorita Paula! —gritó uno de ellos, alborozado. La chica se había convertido en su persona favorita del mundo.
Entre todos la cogieron de la mano y se la llevaron a rastras.
Sara salió del dormitorio llevando a sus gemelos, uno en cada brazo, y le cedió uno a Pedro.
—Deberías conservar a esa chica
—Lo intento.
—Haz todo lo que tengas que hacer —ordenó, sin el menor rastro de humor en sus ojos—. No eres un hombre que se enamora y se desenamora fácilmente. Si ahora pierdes a Paula, cuando te recuperes de su pérdida serás un anciano.
—Gracias por recordarme lo que ya sé.
—Ha sido un placer. —Y se fue a la cocina.
Pedro y Paula parecían más unidos cada día y sus vidas más entrelazadas. No tardaron en llegar al punto en que el médico no concebía su vida sin la chica, pero Ramon le había advertido que solo se quedaría hasta mediados de enero.
—¿Crees que conseguirás que cambie de idea? —le preguntó una vez Ramon—. ¿Crees que la convencerás para que termine viviendo contigo y podáis instalaros definitivamente en Edilean? ¿Qué pasará entonces cuando vuelvan Tomas y Ariel? Tres médicos son demasiados para esta ciudad. ¿O acaso esperas una epidemia de cólera?
Pedro no tenía respuesta a ninguna de las preguntas. Ariel era la hermana del sheriff Frazier, y en cuanto terminase su año de residente en California, regresaría a Edilean para trabajar con Tomas... cuando este regresara a su vez de Nueva York, claro. Ariel estaba casada con el mejor amigo de Mike Newland y ambos hombres habían planeado la apertura de un gran gimnasio que acogiera clientes desde Edilean hasta Washington DC.
«Todo queda en familia —pensó Pedro—, todo es amable, tranquilo y amistoso»... ¡y lo estaba volviendo loco! La noche anterior había visto un programa de televisión donde un médico había transformado un pequeño barco en un hospital flotante y viajaba a las zonas más remotas del mundo para ayudar a la gente.
¡Ojalá él encontrase el capital necesario para hacer algo similar! Claro que, ¿qué clase de vida sería esa para una mujer? Y por «una mujer» se refería, naturalmente, a Paula. ¿Cómo iba a concentrarse en la escultura si no dejaba de viajar por todo el mundo?
Además, había que tener en cuenta su creciente amor por Edilean y su gente. La habían aceptado rápidamente. Bueno, ¿por qué no? Era amable e inteligente. Si alguien mencionaba cuál era su sándwich favorito, al día siguiente lo encontraba en el menú.
Paula se había hecho amiga de la otra joven, de Kelli, y formaban una pareja curiosa: Paula, rosada y rubia; Kelli, oscura y morena, con los ojos permanentemente maquillados de negro.
Paula le había mostrado los bocetos de Kelli para unir su pequeño restaurante con la tienda vecina y convertirla en una verdadera panadería. Dado que Ramon era el propietario de ambas, no esperaban problemas. Paula se reía a gusto explicando los esfuerzos de su compañera para hacer postres que le gustaran a Ramon: peras con crema de almendras y chocolate, manzanas con natillas de arroz, naranjas con cardamomo... por no mencionar las tartas de calabaza con ajo o las patatas con jamón envueltas en pasta de hojaldre.
—Kelli las saca del horno y las pasea ante las narices de Rampn, que se ocupa de la caja registradora —explicó Paula sin dejar de reír—. Un día creí que Ramon se iba a desmayar de éxtasis ante unos albaricoques bañados con crema, y le preguntó de dónde sacaba todas aquellas recetas. Kelli le dijo que de un viejo libro de cocina de su abuela francesa —y le hizo un guiño a Pedro—. Gonzalo y yo nos tronchábamos de risa. Kelli y Ramon sabían que nos reíamos por la coincidencia con el famoso libro de recetas de los Treeborne, pero, como ya sabes, el asunto tiene mucha más historia.
Pedro sonrió al recordar el incidente, mientras seguía escuchando a la chica.
—Lo mejor de todo fue ver cómo Gonzalo enrojecía de rabia cada vez que Kelli le ofrecía una de sus especialidades a Ramon. Personalmente, creo que la rabia de Gonzalo tenía sus motivos.
Pedro volvió la cabeza para que Paula no pudiera ver su mueca de desagrado. No podía evitar sentirse celoso. La chica había pasado de odiar a Gonzalo a reírse con él. Cada vez que decía «Gonzalo cree que deberíamos...», o «Gonzalo dice que...», Pedro tenía que tragarse los celos. Paula pasaba gran parte del día a su lado.
Una noche, tras la cena y un par de vasos de vino, Pedro dijo:
—Creí que estabas furiosa con Gonzalo. Que lo odiabas, incluso.
—Lo odiaba, es verdad —admitió ella—. Y estaba furiosa con él. Cuando venía hacia Edilean, estaba tan furiosa que podría haber destrozado a mordiscos un busto de bronce.
—Una idea interesante —respondió él, sonriendo. Prefería oír eso a cualquier estupidez que hubiera dicho el heredero de los Treeborne aquel día.
—No lo digo en broma —le recriminó Paula, muy seria—. Sé que yo le importaba mucho a Gonzalo, estaba segura de eso. Y cuando me habló de que tenía que tomar la decisión más importante de su vida, creí que estaba hablando de nosotros.
—Seguramente lo hacía —gruñó Pedro, pero no amplió su comentario. Quería que ella acabara su relato.
—Todo cambió en una sola tarde. En vez de conseguir mi glorioso triunfo, terminé con un coche fundido y un libro de cocina robado, intentando conseguir cobertura para mi teléfono móvil en medio de una autopista. Entonces, un gilipollas destrozó con su coche el libro y el móvil. —Miró a Pedro, abriendo mucho los ojos—. Perdona, me he pasado con lo de gilipollas. Ahora sé que tú...
Él casi se abalanzó sobre la chica con la mirada de un depredador.
—Repite eso.
Paula retrocedió un paso con el miedo reflejado en sus ojos.
—Pedro, no quería ofenderte. En aquel momento pensé que el conductor del coche era un gilipollas porque...
—No, eso no. —Y siguió acercándose a la chica—. Lo de la autopista y el teléfono.
Paula no entendió exactamente a qué se refería.
—Que estaba intentando captar señal con mi móvil.
—¿Y dónde estabas?
—De camino a Edilean, ya te lo he dicho. —Dio otro paso atrás y su espalda chocó contra la encimera de la cocina, no podía retroceder más.
—Has dicho: «Intentando conseguir cobertura para mi teléfono móvil...», ¿y qué más?
Solo entonces reparó en sus propias palabras e intentó no ruborizarse. Quiso escapar pasando por debajo del brazo de Pedro, pero él se lo impidió.
—Bueno, quizás estaba... uh, un poco... er...
—¿«En medio de una autopista»? ¿Eso has dicho? —La cara de Pedro casi tocaba la suya—. Una autopista muy transitada por donde circulan vehículos a cien kilómetros por hora, ¿y tú te pones a buscar cobertura para tu móvil justo en medio del tráfico?
El rostro de la chica cambió su expresión de miedo por otra de culpabilidad.
—Bueno... mi coche se había estropeado y tenía que avisar por teléfono...
—¿El teléfono que destrocé?
—Uh... sí. No funcionaba y tenía que...
Pedro dio media vuelta.
Y tal como esperaba, la culpabilidad de Paula hizo que lo inundara de besos
CAPITULO 42: (TERCERA PARTE)
«Ya casi es Navidad —pensó Pedro—, y sigo sin la menor idea de qué regalarle a Paula.» Si siguiera su impulso le compraría un anillo de compromiso, pero no se atrevía. No soportaría otra negativa.
En los meses transcurridos desde la llegada de la chica, su vida había fluctuado entre perfecta y horrible. Estaba encantado de que Paula estuviera estableciéndose en la comunidad de Edilean, pero era consciente de que él seguía queriendo abandonar la pequeña ciudad... y tenía intención de llevársela con él.
Había disfrutado viendo su excitación aquellas últimas semanas. Era como si creyera que por fin estaba logrando todo lo que siempre había deseado.
Pedro no se sentía precisamente feliz por la llegada de Gonzalo, aunque admitía que haberle dado un puñetazo fue algo excesivo.
Aquella tarde la encargada de la joyería de Karen lo había llamado por teléfono, asegurando que era muy importante que hablasen de inmediato.
—Sé lo que hiciste —aseguró Carla—. Ya sabes, me refiero a tumbar a ese chico de un golpe.
—Sí, lo sé —admitió Pedro con un suspiro—. No debí hacerlo...
—Oh, sí. Claro que debías hacerlo. Toda la ciudad sabe que Paula y tú estáis hechos el uno para el otro. En Halloween, media ciudad os espió a través de las cortinas para veros cabalgar juntos a la luz de la luna. Fue lo más romántico que ha visto nunca esta ciudad. Bueno, por lo menos desde que el doctor Tomas se declaró a Maria. Oh, y por supuesto no olvidemos la forma en que Luke casi mata a...
—¡Carla! —cortó Pedro—. ¿Para qué me has llamado? Tengo pacientes esperando.
—Ah, sí, claro. Pensé que te gustaría saber que vendí el diamante rosa que engarzó Karen. Era la pieza más cara de toda la tienda.
El médico sabía que Carla y su hermana habían tenido algunos problemas relacionados con la venta del anillo de zafiro, pero creía que ya lo habían arreglado.
—¿Y quieres que me haga cargo de la factura? —preguntó Pedro, cargando su voz con toda la preocupación que pudo fingir.
«Así es mi “nuevo yo” desde que llegó Paula —pensó—. Un Pedro amable, comprensivo, dulce y paciente.»
—¿Estás diciendo que no puedo confiar en su cheque? —preguntó Carla, elevando el tono de voz—. Porque si es así, yo...
—¡Carla, corta! Solo dime lo que hace rato no me estás diciendo.
—El hombre que compró el anillo es el mismo al que golpeaste. Dijo que era para comprometerse con una chica.
—¿Treeborne lo compró?
—¿Se llama así? —se extrañó Carla—. No será un Treeborne de Treeborne Foods, ¿verdad?
—Estoy seguro de que sabes más sobre él que yo —aseguró Pedro—. Carla, a menos que tengas algo más que decirme, tengo que dejarte.
—No dejes que te la quite —dijo Carla, frenética—. No te amilanes porque sea tremendamente guapo y rico. Paula es amiga de Karen, y vosotros dos hacéis una pareja estupenda. Olvídate de que casi la atropellas con tu coche lujoso, que ella te bañó con cerveza y, sobre todo, de que toda la ciudad, incluido tú, le mentimos sobre quién eras. Sigo creyendo que deberíais estar juntos. No dejes que un diamante rosa perfecto te intimide. Paula puede...
—Adiós, Carla —se despidió un exasperado Pedro, y colgó.
Ese día, aunque no dejara de repetirse que Paula nunca volvería a Texas con un tipo como Gonzalo Treeborne, fue incapaz de concentrarse en el trabajo.
En cuanto vio a Helena, supo que Carla le había contado lo del anillo. Los ojos de la enfermera estaban tan llenos de ánimo que casi cantaban «Ra, ra, ra, Pedro ganará». No le habría extrañado que le recomendara mantener la cabeza alta y lanzarse al ataque sobre la chica. Si su mirada glacial no le hubiera advertido que mantuviera la boca cerrada, seguro que sus siguientes palabras habrían sido: «Ánimo, tú puedes.»
No obstante, Helena revoloteó toda la tarde en torno a Pedro mientras visitaba a los pacientes, y por dos veces le sugirió respetuosamente unas pruebas que el médico había olvidado recomendar
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