lunes, 11 de abril de 2016

CAPITULO 9: (TERCERA PARTE)




Todo lo que había imaginado no se acercaba ni de lejos a lo que se encontró. Para empezar, el apartamento estaba limpio. No solo superficialmente, como solían hacer las dos mujeres que había contratado y despedido, sino que las superficies brillaban. Los horribles muebles parecían más nuevos. Había media docena de cojines en el sofá, y sus colores hacían que el salón pareciera casi alegre. Se giró para dejar su maletín en el suelo, junto a la puerta, y descubrió una pequeña mesita que antes no estaba allí y, sobre ella, un bol cromado. Dejó las llaves en su interior.


Dubitativamente, como si tuviera miedo de que si se movía demasiado deprisa aquel sueño desaparecería, se adentró un paso en la sala. Fue entonces cuando el olor llegó hasta él.


¿Comida? ¿Era comida? Normalmente cenaba cualquier cosa congelada, pero aquel aroma no podía ser de nada precocinado. Como si fuera un personaje de dibujos animados, siguió su nariz hasta la cocina. Levantó la tapa de una olla situada sobre uno de los fogones y aspiró un aroma delicioso. Era una especie de sopa de color anaranjado. No pudo resistir la tentación de meter el dedo y después chupárselo. Divino.


En la nevera descubrió una bandeja con pollo, vegetales y una nota: «Microondas. Cinco minutos.» En el cajón de las verduras encontró una ensalada, y en la propia puerta del frigorífico halló una botella de vino blanco. Mientras lo reunía todo, vio que de la puerta del horno colgaba otra nota: «Abrir.»


Allí encontró un tazón con una masa blanda que rezumaba jugo y una costra crujiente encima. Pedro solo tardó cinco minutos en reunirlo todo y llevarlo a la mesa del
comedor, donde ya había un mantel individual y cubiertos.


Lo devoró todo. Hasta la última cucharada de sopa, hasta la última migaja de pollo, y prácticamente lamió el bol con el postre de manzana. De la botella de vino no quedó ni una sola gota.


Cuando terminó, se echó hacia atrás en la silla y se dio cuenta de que la sala no parecía tan inhóspita como de costumbre. Cuando sonó el teléfono, no dudó en descolgarlo.


—¿Qué te parece Paula? —preguntó Karen.


—¿Paula?


—Sí, tu nueva empleada, ¿recuerdas?


—Creo que me la he comido.


—¿Estás borracho? —Karen se extrañó.


—Suelo estar más sobrio.


—¿Ha cocinado para ti?


—Eso creo —titubeó Pedro—. Al menos, alguien lo ha hecho: sopa anaranjada, pollo relleno con nosequé y judías verdes, una fruta hecha puré y...


—Probablemente chirivía. Solía hacerlas para Maria y para mí. Pero lo que quiero saber es si te ha gustado.


—No lo sé, no la he visto —reconoció Pedro con una sonrisa—. Cuando volví, mi apartamento estaba limpio y la comida preparada.


Karen empezó a comprender lo que había pasado.


—¿Así que no era tu habitual cena congelada de Treeborne? ¿Encontraste incluso una botella de vino?


—Exactamente. —Pedro se dejó caer en el sofá—. Y también me ha comprado unos cuantos cojines.


—Ah, ¿sí? —Karen no había escuchado a su hermano de tan buen humor desde que aceptase el trabajo en Edilean. 


Quizás era mejor que no se hubiera encontrado con Paula. 


En la universidad, los chicos se convertían en idiotas balbuceantes en cuanto la veían. Su belleza, además de su estupenda figura, circuitaba sus cerebros—. ¿Qué piensas hacer mañana?


—Estaré en Richmond todo el día.


—¿Por qué? —quiso saber Karen, con un tono que más parecía una exigencia que una pregunta.


—No es asunto tuyo, pero quiero estar presente en una cirugía ocular.


—No estarás enviando fuera a tus pacientes de Edilean, ¿verdad? —se extrañó ella.


—No voy a quedarme para siempre en esta ciudad. En cuanto Tomas se harte de la gran ciudad, yo...


—No te olvides de la fiesta McTern de Halloween —le cortó Karen—. Es el sábado. ¿De qué irás disfrazado?


Pedro se dio cuenta de que se estaba quedando dormido.


—¡Pedro! —gritó su hermana, como si hubiera adivinado su sopor—. Tienes que llamar a Paula para darle las gracias, y de paso puedes invitarla a salir. Vas a tomarte el sábado y el domingo libre, ¿verdad?


—Supuestamente.


—¿Qué significa eso?


—Aparentemente.


—¡Sé lo que significa la palabra! ¿Por qué los hermanos mayores siempre creen que los hermanos pequeños somos idiotas? Lo que te pregunto, Pedro, es qué significa esa
palabra para ti.


—Significa que estoy de servicio veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Media ciudad se pone enferma los fines de semana.


—Pues este fin de semana no. Este fin de semana vas a asistir a la fiesta de Halloween.


—No, no pienso hacerlo. Odio ese tipo de cosas, he pasado demasiado tiempo en países donde aún creen en la brujería. Halloween no me parece divertido.


—Estás buscando una excusa para no ir.


—Parece que después de todo no eres tan tonta.


—Cuando llames a Paula, ¿por qué no le pides salir? Rompe el hielo en la fiesta, porque tienes que ir. Pero antes llama a Paula, ¿me escuchas? Llama a Paula.


—No tengo su número.


—Llama al mío. Está viviendo en mi casa.


—Está bien, de acuerdo —susurró.


Y colgó el teléfono.



CAPITULO 8: (TERCERA PARTE)




Pedro creía que no había estado tan cansado en toda su vida, pero sabía que lo que le hacía sentirse tan mal era una acumulación de circunstancias. Y la joven vertiendo la cerveza en su cabeza fue la gota que colmó el vaso. Ese mismo día había llamado a seis personas con las que compartió estudios en la universidad para ofrecerles su trabajo. Elogió tanto la vida en Edilean, que el nirvana en comparación era un erial, pero la respuesta siempre fue la misma: no.


—¿Pretendes que traslade a toda mi familia a una ciudad olvidada de la mano de Dios durante dos años y medio? ¿Y después qué? ¿Tendré que marcharme cuando vuelva tu primo?


A nadie le interesaba. Pedro incluso llamó a uno de sus profesores de universidad para hacerle la oferta. Quizá le gustaría retirarse en una pequeña ciudad, en la que solo tendría que tratar sarpullidos provocados por la hiedra venenosa. Pero su profesor solo se rio de Pedro.


—¿Quieres que deje las comodidades de una ciudad universitaria por las limitaciones de una ciudad pequeña? Gracias, pero no.


No importó cuánto lo intentase, no pudo conseguir que nadie ocupase su lugar. Incluso estuvo tentado de subir a su coche y simplemente alejarse de allí. ¡Que se fueran todos al diablo! Estaba harto de que lo comparasen con su primo Tomas, harto de que la gente dijera: «Pues el doctor Tomas hubiera...» El vacío podía llenarlo con un millón de cosas distintas.


Si Pedro no hubiera crecido en Edilean, no tendría ni idea de lo que querían decir: lo malo es que lo sabía perfectamente. El problema era que «los Tomas» de este mundo creían que su destino era ser médico de Edilean. Desde que se fundara la ciudad en el siglo XVIII, el médico oficial de la ciudad había sido un Alfonso. Eso es lo que la gente quería, no deseaban algo distinto.


Pero, a lo largo de los años, la familia Alfonso se había escindido y ahora existían dos ramas. Una era la heredera de Alfonso House, la mansión situada fuera de la ciudad, junto a un lago magnífico, y sus ocupantes eran los médicos de la ciudad; los «otros» Alfonso no habían heredado la casa y se dedicaban a otros menesteres.


El problema se presentó cuando Pedro, al igual que su primo Tomas, se convenció de que había nacido para ser médico. En otras familias, esa decisión habría sido jaleada, pero en el caso de Pedro se tomó como una rareza. «¿También quieres ser médico?», preguntaron, mirándolo como si hubiera dicho que quería hacerse injertar un tercer brazo.


El único que no vio nada extraño en su decisión fue el propio Tomas. Para él era lo más lógico del mundo, no entendía que alguien no quisiera ser médico.


Los dos chicos, nacidos el mismo año, eran primos terceros y crecieron siendo amigos. Hablaban habitualmente de su profesión como de algo imposible de cambiar, y eso hacía que Pedro estuviera seguro acerca de su futuro.


Quizá se sintiera un poco celoso de Tomas, pero no podía evitarlo. Tomas viviría en la ciudad, en la casa donde nació y, por la forma como lo perseguían las chicas, parecía que no tendría problemas en encontrar a alguien con quien compartir su vida.


Pedro era una persona muy distinta. Allí donde Tomas no tenía problemas para mezclarse con la gente, jugar deportes de equipo y tener citas con todas las chicas que le dedicasen una sonrisa, Pedro siempre había sido un solitario. Tenía unos cuantos buenos amigos, pero no se sentía cómodo en medio de un grupo numeroso.


En cuanto a las chicas, nunca sintió la suficiente confianza para pedirles citas o que salieran con él. Unas cuantas se le habían acercado y flirteado con él, incluso pedido que saliera con ellas, pero en las escasas ocasiones en que aceptó, siempre las había aburrido hablándoles de medicina. 


Cuando tenía catorce años conoció a Laura Chawnley. Su familia acababa de instalarse en Edilean y, cuando fue presentada a toda la clase, parecía tan asustada que Pedro creyó que iba a echarse a llorar. Más tarde la vio en uno de los pasillos, intentando reunir todos sus libros en un solo montón con un éxito más bien escaso. Le sonrió torpemente, tenía el aspecto de necesitar que alguien la rescatara y Pedro lo hizo.


Le llevó los libros, se aseguró de que supiera cuáles eran sus clases y horarios, y la presentó a los demás alumnos. 


Era tan vergonzosa que permaneció tras él, casi como si tuviera miedo de mirar o de que la miraran. Laura le hizo sentirse a gusto desde el primer instante, dependiente de él para todo: conocer a la gente, saber dónde sentarse, incluso llevar el peso de las conversaciones. A Pedro le encantaba hablarle de su futuro, de sus sueños... sueños en los que la incluyó desde el principio.


Su madre tenía un punto de vista diferente. Ella decía que Laura esperaba sentada a que Pedro se lo solucionara todo. 


A él, que había sufrido toda su vida el dinamismo de su madre y de su hermana, la tranquila pasividad de Laura le resultaba estimulante. Y, lo más importante, con ella podía vislumbrar su futuro. Sabía que se casarían, que vivirían en Edilean y que tendrían hijos. Pedro incluso sabía la casa que comprarían. Como la Alfonso House de Tomas estaría fuera de la ciudad, sobre un terreno de unos ocho kilómetros cuadrados, y necesitaría unos cuantos arreglos. Pedro y Tomas se repartirían la consulta de Edilean y... bueno, esa sería su vida.


Desde su punto de vista, la única mancha en aquel plan perfecto eran las habladurías de la gente, sobre todo de su madre. Cierta vez le dijo que, por más que lo intentase, nunca sería como Tomas. Cuando le contestó que no tenía ni idea de lo que estaba hablando, hizo un amplio ademán como intentando abarcar todo su dormitorio. Las paredes estaban repletas de pósters de viajes: Egipto, Petra, las islas Galápagos...


—¿Cómo piensas visitar todos esos países si te instalas en Edilean con Laura?


—Iremos juntos —replicó Pedro con entusiasmo—. Laura quiere viajar tanto y hacer tantas cosas como yo. Y Tomas se encargará de la consulta en nuestra ausencia.


—Por lo que he visto de esa chica —dijo su madre, escéptica—, hasta tiene miedo de cruzar sola la calle. —Pedro la fulminó con la mirada, y ella alzó las manos en signo de rendición—. Está bien, está bien. La conoces mejor que yo, pero me pregunto si no te dice lo que quieres oír porque la intimidas.


—¿Intimidada? ¿Por mí? Me tomas el pelo. —Pedro bajó el tono de voz—. Mamá, sé que lo haces con buena intención, pero es verdad que no conoces a Laura tanto como yo. Es dulce, considerada y...


—Y una frustrada —soltó Karen desde la puerta—. Está contigo porque la incluyes en todos tus planes. ¿Crees que la aceptaron en el Comité del Anuario a causa de su gran personalidad?


—Eres una... —empezó Pedro, pero su madre lo detuvo.


—¿Te importa, Karen? Esta es una conversación privada.


—Como queráis —aceptó Karen, encogiéndose de hombros antes de desaparecer.


Años después, cuando regresó de la facultad de Medicina, descubrió que Laura lo había abandonado. Con una frialdad y un desapego que lo dejaron atónito, le dijo que se había enamorado y que se iba a casar con un hombrecito de acuosos ojos azules, y que se convertiría en la esposa de un pastor baptista. El mundo de Pedro se hundió bajo sus pies. 


Pasó semanas sin saber qué hacer con su vida. Si no tenía a nadie con quien compartirla, si iba a estar solo, ¿de qué servía convertirse en médico? Durante esas semanas, todo lo que pudo hacer fue contemplar la televisión con ojos vacíos.


Incluso tuvo un momento increíblemente bajo, cuando ascendió hasta Stirling Point y saltó del acantilado al agua. 


Mientras se hundía, pensó que tampoco estaría tan mal si nunca emergía de nuevo. De no ser por Maria, la agradable amiga de su hermana que saltó para salvarlo, casi ahogándose ella misma en el intento, Pedro se preguntaba si seguiría vivo. Después, se sintió tan avergonzado por su depresión y su insensata conducta que casi le había costado la vida a Maria, que hizo las maletas y huyó de casa.


Había vuelto de la facultad, pero raramente volvería a Edilean. Al principio, únicamente podía pensar que estaba solo. Real y desesperadamente solo. Pero no tardó en descubrir algunas ventajas en tal situación. Su primera incursión en un Mundo-Sin-Laura fueron las chicas. Más tarde, se presentó voluntario para los trabajos que nadie quería, como las misiones de rescate. Era el primero en ponerse un traje ignífugo y lanzarse hacia un edificio ardiendo para rescatar a los atrapados por el fuego.


Parecía que cuanto más peligrosa fuera la misión, más deseaba llevarla a cabo. Tras su temporada como residente se trasladó a África, y descubrió que allí encajaba a la perfección. La vida de una pequeña ciudad como Edilean lo había preparado para la vida de un pequeño poblado africano.


Lo que no quería aceptar era lo bien que le sentaba haberse liberado del estigma de no ser Tomas. No se había dado cuenta de que, durante toda su vida, lo habían comparado con su primo sin poder llegar nunca a su altura. Pedro era un Alfonso y era un médico, pero no era Tomas. Tomas sabía hacer que la gente se riera con él; Pedro era demasiado serio. Tomas se preocupaba por todo el mundo; Pedro no podía soportar a la gente que exageraba o se inventaba enfermedades. Tomas era dulce y agradable, siempre de buen humor; Pedro prefería pasar el tiempo solo, y se encargaba de que la gente lo supiera. La lista podría seguir, y seguir, y seguir. En Oriente Medio, en el desierto de Gobi o en cualquier otra parte del mundo que no fuera Edilean. Pedro no podía ser comparado con nadie. Y quizá fuese egoísta, pero le gustaba ser apreciado por lo que hacía, por arriesgarse ayudando a la gente.


No fue hasta que volvió a Edilean para ayudar a Tomas cuando este se rompió el brazo, que Pedro empezó a verlo todo con más claridad. No era de extrañar que, debido a las constantes comparaciones, quisiera marcharse y no volver nunca más. Tras la primera semana en la consulta de Tomas, empezó a contar los días que faltaban para poder abandonar Edilean para siempre.


El personal de Tomas consistía en dos mujeres: una, la que estaba a punto de jubilarse, casi lo había vuelto loco. Todas sus frases empezaban con un: «El doctor Tomas siempre...» 


Ambas parecían esperar que Pedro caminase, hablase, comiera y respirara exactamente como Tomas Alfonso. Que Pedro no fuera como su primo hacía que girasen los ojos, compusieran muecas y mascullasen entre dientes. Pedro nunca parecía contentarlas y al final se había rendido. Además, cuando descubrió que tendría que soportar todo aquello durante tres años, mientras su amado Tomas estaba en Nueva York, la facultad de Pedro para sonreír se esfumó.


Una de las ayudantes decidió retirarse antes de tiempo y, para sustituirla, contrató a una chica que parecía saltar a cada palabra que le dirigía. La verdad era que, en aquel momento, tenía acumulada tanta rabia en su interior que probablemente les ladraba más que hablaba.


Y lo del día anterior había sido el colmo. Se estaba permitiendo la debilidad de contarle sus quejas a Ramon y a Facundo, cuando una joven preciosa le derramó una jarra de cerveza por la cabeza. Pedro quedó tan desconcertado que no pudo reaccionar, permaneció sentado contemplándola y boqueando como un pez. Dado que durante toda su estancia en Edilean se había acostumbrado a que la gente le contara sus enfermedades, los veía a todos como enfermos. En algún momento su desgracia había superado su capacidad para apreciar a una chica guapa y sana.


Cuando la joven se marchó del restaurante, Pedro se sorprendió de que algunos clientes la aplaudieran. ¿Tan malo era, que la gente aplaudía que lo atacaran físicamente?


Facundo salió tras la chica, muy en su papel de pastor, pero Ramon fue hasta la barra y regresó con un par de toallas. Se las lanzó a Pedro.


—No sé qué le habrás hecho a esa chica, pero me da la impresión de que un montón de gente cree que te lo merecías.


Esperó mientras Pedro intentaba secarse parte de la cerveza, y después se marcharon juntos. Pedro procuró no cruzar su mirada con la de los presentes, pero no pudo evitar percibir algunas sonrisas.


«Mañana —pensó, mientras se iban del restaurante—, mañana contactaré con más gente y haré todo lo posible para convencerla de que me sustituyan en Edilean.»


Pero eso fue ayer. Se había pasado todo el día en el hospital de Newport y llamado a compañeros de los que apenas se acordaba. Había rogado, suplicado, incluso intentado sobornar, pero nadie aceptó el trabajo. No consiguió nada.


Así que, ahora, volvía en coche a su deprimente apartamento. Mientras aparcaba en la parte trasera del edificio, se fijó en que las luces del piso superior estaban encendidas. Lo primero que pensó fue que se trataba de un paciente que lo estaba esperando. O algo peor: una mujer que veía en Pedro un desafío que superar.


Se lanzó por las escaleras, esperando... No, no sabía qué esperar al abrir la puerta





CAPITULO 7: (TERCERA PARTE)





Su primera impresión fue que no era un apartamento precisamente agradable. Tenía unas cuantas ventanas y unos cuantos muebles, aunque todo parecía de color gris. 


Daba la impresión de que alguien le hubiera dado al doctor Pedro sus muebles sobrantes. Una fina capa de polvo lo cubría todo y, por lo que veía, no había nada personal en ninguna parte. Una habitación de motel tenía más personalidad.


La habitación más grande comprendía una zona habitable con una vieja mesa y tres sillas destartaladas, y una pequeña cocina muy básica. Al fondo de la sala vio una puerta abierta que daba a un dormitorio tan impersonal como todo el resto. La cama estaba deshecha, pero no era un revoltijo. El baño completaba el apartamento.


Paula volvió al salón y llamó a Karen por el teléfono fijo para confirmar que su amiga no tenía inconveniente en que se quedara en su casa.


—Como si fuera tuya —le aseguró Karen. Paual le explicó dónde se encontraba en aquel momento, y su amiga gruñó—. Horrible, ¿verdad? Solía ser el apartamento del sheriff. Su despacho está contiguo al apartamento.


—¿De dónde sacó los muebles?


—Del ático de la abuela.


—Lo suponía. No quisiera parecer una desagradecida, pero ¿qué se supone que hago aquí?


—Conseguir que se quede.


—¿Qué quieres decir?


Pedro aceptó pasar tres años en Edilean mientras el médico titular, el doctor Tomas, se iba a Nueva York para estar cerca de Paula.


—¿El otro médico es el que se casó con Maria? ¿Ese tal doctor Tomas?


—Lo siento. Creí que sabías todo lo que pasó. Sí, Maria
a se casó con el doctor Tomas, pero después consiguió trabajo en Nueva York y Tomas se marchó con ella, lo que dejó a Edilean sin médico titular. Cuando vuelva, dentro de dos años y medio, mi hermano tendrá que cederle el puesto. Entretanto, vive en ese espantoso apartamento.


Paula intentó digerir tanta noticia junta, y su corazón sintió lástima por el doctor Pedro. ¿Cuántos hombres aceptarían dedicarse a tan noble tarea, con tanta dedicación, sabiendo que lo perdería poco tiempo después?


—¿Y no puede alquilar una casa aquí en Edilean? —preguntó.


—Apenas tiene tiempo de dormir, mucho menos para buscar casa. ¿Paula?


—Sí.


—Mi hermano no es feliz. Aceptó un trabajo que no quería y ahora está atrapado en él. Te agradecería que hicieras todo lo que puedas para que su vida sea un poco más cómoda. Tienes carta blanca para hacer los cambios que te apetezcan en ese horrible apartamento.


—No sé... —dudó Paula, mirando a su alrededor—. No estoy segura.


—Tú puedes —le aseguró Karen, y empezó a soltarle una arenga.


Paula no tuvo más remedio que sonreír. Karen era una persona dinámica, una emprendedora. Rebatirla era imposible y ni siquiera lo intentó. Parecía creer que los problemas de Paula se debían a falta de fe en sí misma, y no podía estar más equivocada. Ella se sintió tentada de interrumpir el discurso de Karen diciendo: «Mira, en estos momentos lo único que me preocupa es saber si me está buscando el FBI.»


Pero no lo hizo.


—¿Me estás diciendo que tengo que hacer de mujer de la limpieza, de secretaria, de cocinera y de decoradora de interiores? ¿En el trabajo también está incluido el sexo?


Paula lo había dicho en broma, pero Karen la cazó al vuelo.


—Supongo que una noche de sexo alucinante no os iría mal a ninguno de los dos. A mí me hace maravillas. Y ya que ha salido el tema, Pedro me está señalando el reloj, tengo que dejarte... Y Paula, elige la ropa que quieras de mi armario. Con todo lo que me he comprado en este viaje, necesitaré mucho espacio libre. —Entonces colgó, dejando a una Paula atónita mirando el teléfono.


—Una noche de sexo alucinante... —repitió en voz alta.


Eso hizo que pensara en Gonzalo. Karen no sabía nada de Sophie desde que se habían licenciado. La verdad es que ni ella ni Jecca sabían nada de su vida anterior a la universidad.


Dejó el teléfono sobre la encimera de la cocina y le echó otro vistazo al apartamento. La ayudante del doctor Pedro le había dicho que este volvería tarde, y Karen, que su misión era convencerlo de que se quedase en Edilean. Quizá solo tenía ese día antes de que la policía la encontrara y tuviera que afrontar las consecuencias de lo que había hecho, así que iba a tener que emplear todas sus habilidades.


Bajó las escaleras y preguntó que si hacía una lista de todo lo que necesitaba, alguien podría traérselo. Las tres mujeres accedieron al unísono.


—¿Incluidas mis cosas del montón de chatarra en que se ha convertido mi coche? —añadió, mirando significativamente a Helena.


El rostro de la mujer enrojeció. Paula sospechaba que el coche no estaba en condiciones tan deplorables como le habían contado pero, al parecer, las mujeres solo pretendían ayudar a su amado docor Pedro. Bueno, ¿por qué no? Era un médico con demasiado trabajo, que se preocupaba de los demás antes que de sí mismo. Se merecía lo mejor.


Con esa idea en la mente, volvió a subir al apartamento, se quitó el cárdigan y se puso a trabajar