viernes, 25 de marzo de 2016

CAPITULO 37 (PRIMERA PARTE)





Había poco más de tres kilómetros hasta donde Pedro y Noelia querían ir, y Paula disfrutó cada segundo de la excursión. Se tomaron su tiempo. Paula enseñó a Noelia a utilizar su pequeña cámara para hacer fotos de primeros planos, y la niña se paró a menudo a hacerle fotos a todo lo que le interesaba.


Paula era consciente de que si ella y Pedro hubieran estado solos se habrían dado el gusto de enfangarse en algo meramente físico, pero con Noelia allí tuvieron que comportarse.


—¿A qué facultad de Medicina fuiste? —le preguntó Paula.


—Ajá—dijo él—. Llegó el momento de la primera cita.


—Un poco tarde para eso —respondió Paula—. A estas alturas debería estar preguntándote por tus antiguas novias.


Pedro soltó un gemido.


—Prefiero cualquier cosa antes que eso, así que sea la facultad.


Mientras Noelia se paraba a hacer fotos, Pedro y Paula siguieron con su conversación del coche, y se hicieron más preguntas sobre sus infancias, viajes, amigos y, por último, hasta por sus novias y novias anteriores.


Pedro insistió en que había sido virgen hasta conocerla.


Ella le miró.


—Aquello que hiciste en el sillón la primera noche... Me hizo parecer un novato en el arte de...


Paula le cortó, lanzando una mirada hacia Noelia.


Él se rio por lo bajo.


—¿Y qué pasa con tus parientes? Primos, tías, tíos...


—Nada de nada —respondió Paula, y le contó que su madre había sido hija única, y que el hermano mayor de su padre había muerto en Vietnam.


—¿Y tus cuatro abuelos han muerto? —le preguntó él.


—Sí. Creo que en parte esa es la razón de que la Guerra de Garciela le haga tanto daño a mi padre. Solo me tiene a Juan y a mí.


—Y a sus nietos.


Paula suspiró.


—Graciela no le deja verlos muy a menudo. Ella quiere que los niños sean... —Le miró de reojo—. Quiere que sean médicos o abogados, no alguien que trabaje en una ferretería.


Se sentaron en una gran roca al lado del camino y vieron a Noelia corriendo por el campo mientras trataba de conseguir que una mariposa se quedara quieta el tiempo suficiente para fotografiarla.


—Pobre padre tuyo —se condolió Pedro—. Todo lo que le rodea le ha abandonado. Padres, hermanos, y ahora parece incluso que ha perdido a su hija.


Paula tuvo que apartar la mirada un momento.


—Yo soy lo único que le queda —dijo ella—. Llevo fatal que esté atrapado en una disputa familiar, así que hago todo lo que puedo para cuidarle. Le llamo y le envío correos electrónicos, salvo que odia los ordenadores. Le di un teléfono que recibe correos electrónicos, y le visito siempre que puedo, aunque no es suficiente. Nada es suficiente.


Pedro se levantó y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.


—Me parece que haces más que la mayoría de los hijos adultos. ¿Por qué no le convences para que venga a visitarnos?


—¿Mi padre tomarse unas vacaciones? —dijo Paula—. Jamás se las ha tomado; ni jamás se las tomará. Es un hombre que no soporta la inactividad. Los domingos, cuando está cerrada la tienda, se pone de los nervios. En una ocasión Juan obstruyó la broca de un taladro porque papá estaba tan aburrido que le estaba volviendo loco. Así que mi padre le echó un rapapolvo y se puso a arreglar el taladro. Al final, Juan me dijo que le debía veinte dólares por hacer de canguro de papá.


Pedro se echó a reír.


—Parece un poco difícil tu padre.


—No te haces idea.


Noelia regresó junto a ellos, recogieron sus bultos y reanudaron la marcha. Por fin, después de doblar una curva, llegaron a un lugar realmente precioso donde corría un profundo riachuelo al pie de lo que casi era una montaña. 


Unos pinos altos crecían en una orilla, la otra era un campo de flores silvestres.


—Hemos llegado —dijo Noelia, que echó a correr.


—¿Te gusta? —preguntó Pedro.


—Muchísimo.


—Noelia y yo solemos instalar un campamento diurno allí, junto a aquellos peñascos. ¿Te parece bien?


—Me parece perfecto. ¿Por qué no te vas a pescar y dejas que las chicas montemos el campamento?


—Puedo ayudar —dijo él, pero Paula sabía que estaba que se moría de ganas por llegar al agua.


—No harías más que estorbar.


Pedro le dio las gracias con un beso y se alejó a toda prisa.


Paula disfrutó de lo lindo vaciando las bolsas, extendiendo la manta y sacando la comida. Los útiles de pintura estaban al fondo.


—¿Qué hacemos primero: comer o arte? —le preguntó Paula a Noelia.


—¡Arte! —contestó la niña.


—Somos almas gemelas. —Miró alrededor, encontró una parcela donde crecían las flores silvestres y le hizo un gesto a Noelia para que la siguiera.


Al igual que casi todos los niños, Noelia no necesitaba ni deseaba ninguna orientación. Dejó que Paula lo preparara todo —lo que solo consistió en poner una pequeña gota de cada una de las acuarelas formando un círculo en el plato blanco de Ramon y llenar un pequeño cubo de playa de plástico de agua— y a continuación se pusieron a trabajar.


Noelia aprendió observando lo que Paula hacía. Cuando esta hizo un rápido boceto a lápiz del paisaje, y luego lo coloreó, Noelia hizo lo mismo; cuando Paula se tumbó boca abajo para ver mejor una florecilla, Noelia se espatarró a poca distancia de ella. Paula utilizó lápices de colores y acuarelas en un mismo dibujo, y Noelia hizo lo propio.


—¡Eh! —dijo Pedro en voz baja detrás de ellas. La imagen de las dos le hizo sonreír, ya que estaban estiradas sobre la hierba como ninfas del bosque. Rodeándolas había una docena de hojas, todas con algún motivo exquisitamente coloreado, secándose al sol.


—No quisiera interrumpiros, pero estoy hambriento. —Levantó una ristra de cuatro peces planos—. El cazador ha llegado a casa.


Paula se dio la vuelta sobre la espalda y levantó la vista para mirarle. El sol estaba detrás de la cabeza de Pedro, que estaba tan tentador que pensó que «él» era lo único que deseaba comer.


Pedro dejó caer el pescado al suelo y se tumbó entre las dos. Extendió los brazos, y las dos chicas le pusieron las cabezas en los hombros.


—Soy un hombre feliz.


El instante era perfecto... hasta que las tripas de Pedro gruñeron ruidosamente.


—La hora —dijo Noelia.


—Como si fuera una alarma. Buena manera de saberlo —dijo Paula, mientras ponía la mano en el estómago de Pedro.


—¿Qué tal si limpio el pescado mientras vosotras encendéis un fuego? —dijo Pedro, mirando a Paula.


—Sé hacerlo —dijo Paula.


—Me parece —terció Noelia con solemnidad— que Paula puede hacer cualquier cosa.


Pedro se rio.


—No sabes cuánta razón tienes. —Sus tripas volvieron a sonar—. ¡Arriba! El cazador está hambriento.


—Vamos, Noelia. Encendamos el fuego para nuestro cavernícola.


Paula no tardó mucho en apilar unas cuantas ramitas secas, y como habían llevado con ellos combustible para barbacoas, el fuego no tardó en estar listo. En pocos minutos dos peces crepitaban en una sartén, y la manta estaba cubierta por los envases que habían llevado.


—Se ríe mucho cuando estás con él —le dijo Noelia a Paula cuando Pedro fue a recoger más leña.


—¿Ah, sí?


—Mamá dice que el tío Pedro se preocupa demasiado por el trabajo. El abuelo ni siquiera le deja que vea los expedientes de la consulta. Dice que en Edilean hay demasiado trabajo para un solo médico, y que el tío Pedro necesita un compañero.


Paula empezó a decir que quizá Pedro debería trabajar en otra parte, como en Nueva York, pero se contuvo. No tenía más que echarle un vistazo a Noelia para darse cuenta de que era imposible que se marchara de Edilean.


—¿A qué viene esa cara mustia? —preguntó Pedro a Paula mientras apilaba la madera para el fuego.


—Pensaba, nada más —respondió—. Ese pescado parece que está hecho.


—Así es.


Noelia no paró de hablar por los codos durante toda la comida.


—Tenemos que ayudar al tío Ramon —dijo—. No es feliz.


—No podemos escribir el libro por él —dijo Pedro.


—Yo creo —empezó Noelia, metiéndose un trozo de pescado en la boca— que no es un escritor muy bueno.


Tanto Paula como Pedro se esforzaron en ocultar sus carcajadas, pero no tuvieron mucho éxito.


—Noelia —dijo Pedro—, solo tú podrías salir viva diciéndole eso.


—No creo que lo haga —dijo la niña con seriedad—. Podría hacerle llorar.


Pedro y Paula se miraron, sonriendo por la sensatez y el buen corazón de la niña. A nadie le gustaba que le dijeran que carecía del talento necesario para lograr su sueño.


Después de comer, Pedro se despidió con un beso de sus «chicas» y se alejó veinte metros para pescar algo más. A Paula se le antojó maravillosa la visión de Pedro embutido en sus botas altas de agua, con el sol arrancando destellos al sedal.


Noelia estaba impaciente por volver a la pintura.


—¿Y qué tal unas mariposas?


—Buena idea —dijo Paula—. ¿Y qué tal si dibujas mariposas y yo te dibujo a ti? A lo mejor eso podría ayudar a Karen a vender sus joyas.


—Me gusta la idea.


No se alejaron más de Pedro. Noelia trató de pintar una pequeña mariposa azul, y Paula se afanó en captar el movimiento de sus pestañas —«como plumas», en palabras de Pedro— sobre la curva de su mejilla.


Llevaban trabajando una hora cuando Noelia dijo:
—Dentro de dos semanas voy a una fiesta de cumpleaños.


—Qué guay —dijo Paula.


—Pero no quiero ir.


—¿Por qué no?


—Es en casa de mi prima Rebeca. Tiene los mismos años que yo, y dura dos días. Todos los años solo invita a seis niñas a pasar la noche, y yo siempre soy una de ellas.


—¿Es que no te gusta Rebeca?


—Ni fu ni fa. No es muy lista, pero no tiene necesidad de serlo, porque es una McDowell.


—¿Y eso qué quiere decir?


Noelia echó un vistazo por los árboles en dirección al arroyo y bajó la voz.


—El tío Pedro dice que eso no tiene ninguna importancia, pero ella es rica.


Paula no pudo evitar arrugar el entrecejo.


—Noelia, no es mi intención ser una aguafiestas, pero tú no provienes precisamente de una familia pobre. Tu tío te compra todo lo que quieres.


—Ya lo sé —admitió la niña en voz baja; entonces se quedó en silencio, dando la impresión de no tener intención de decir una palabra más.


Paula supo que había infringido una norma fundamental a la hora de tratar con los niños: escucha y no critiques.


—De acuerdo —dijo—. Dejaré de comportarme como un adulto odioso. Cuéntame cuál es el problema.


Noelia tardó un rato en hablar.


—Rebeca me tiene lástima.


—¡Recórcholis! —exclamó Paula—. Eso es terrible. ¿Y por qué narices siente lástima de ti?


—Porque mi padre arregla coches, y el suyo es abogado. Nosotros vivimos en una casa pequeña, y ella en una mansión. Y su madre «la obliga» a invitarme.


Paula tuvo que esforzarse para no soltar lo que realmente opinaba de la pequeña clasista. Se le ocurrió que la extrema belleza, inteligencia y simpatía en general de Noelia algo tendría que ver con todo aquello. Había muchas probabilidades de que Rebeca McDowell estuviera celosa de Noelia.


Pero sabía que sería inútil decirlo y que eso haría que Noelia se sintiera peor.


—¿Y no hay ninguna manera de evitar ir?


—Rebeca se lo diría a su madre, y entonces toda la iglesia oiría hablar de ello.


—Y tú quedarías de mala —concluyó Paul—. Muy bien, si la cosa es obligatoria, entonces tenemos que buscar la manera de aliviarla. —Pensó durante un instante—. ¿Y si apareces con un regalo fabuloso que sea mejor que los de todas las demás? ¿Algo exclusivo?


—El año pasado su padre le regaló un poni.


—Estaba pensando en que quizá podría pasarme y hacerles un retrato a todas las niñas.


—Se reirían de mí —dijo Noelia—. Dirían que tendría miedo de estar a solas con ella.


Paula pensó que aquellas niñas eran la personificación de la mezquindad, pero no dijo nada.


—¿Qué sabe Pedro de todo esto?


Noelia pareció alarmarse.


—¡Nada! Si le dices algo, él... él...


—Vale, vale. Aparecería allí pegando tiros con sus pistolas, y tú tendrías treinta y seis años y todavía no habrías superado la vergüenza. Qué lástima que no les diera un ataque al corazón a todas y apareciera Pedro y las salvara.


Noelia soltó una risilla tonta.


—O que el padre de Rebeca se pusiera enfermo.


—Aún mejor —dijo Paula—. Que Pedro le salvara, y que luego, camino del hospital, la ambulancia se averiara, tu padre la arreglara, y le salvara la vida por segunda vez.


Noelia se levantó con el entusiasmo reflejado en el rostro.


—Y luego la madre de Rebeca estaría tan agradecida, que llevaría a mi madre a Nueva York a comprar en Dorfy.


—¿Dorfy?


—Ahí es donde su madre lleva a Rebeca dos veces al año. Y a la tienda de bolsos.


Paula dejó de sonreír mientras intentaba traducir lo que Noelia estaba diciendo. Entonces cayó en la cuenta.


—¿Lo que estás diciendo es que la madre de Rebeca le compra ropa en Nueva York en Bergdorf’s and Saks?


—Eso es —dijo Noelia, riéndose—. En Dorfy and Bags.2


—¡Eh! —gritó Pedro—. ¿Es que estáis celebrando una fiesta? ¿Sin mí?


—¡Sí! —le gritó Noelia—. Un fiesta maravillosa.


Paula se los quedó mirando mientras Pedro y Noelia echaban a correr el uno hacia el otro. Quienquiera que los viera pensaría que llevaban un año sin verse. Pedro balanceó a su sobrina por el aire y las risas de la niña resonaron por el bosque. Luego, Noelia se acurrucó contra él, la cabeza apoyada en el hombro de tu tío, y los dos regresaron junto a Paula.


En cuanto Pedro vio la expresión en la cara de Paula levantó las cejas para preguntarle qué pasaba. «Más tarde», le dijo ella moviendo los labios, y él asintió con la cabeza.


Mientras Paula observaba a Pedro contemplando lo que habían pintado, pensó que tenía que haber alguna manera de resolver el problema de Noelia con la temida fiesta de cumpleaños. Era posible que la situación la irritara tanto porque le resultaba familiar. Cuando tenía ocho años, había aparecido en una fiesta de cumpleaños llevando un vestido que le había escogido su padre: por debajo de las rodillas, lleno de volantes fruncidos y con una banda rematada en un lazo en la espalda. Paula sabía que se iría a la tumba oyendo las carcajadas de las otras chicas.


Por supuesto que Noelia no iría vestida como la tránsfuga de una secta religiosa, aunque tendría que competir con Dorfy y Bags. Desde el punto de vista femenino, no había ninguna diferencia.


—¿Qué aspecto te gustaría tener? —preguntó Paula.


Pedro preguntó:
—¿De qué estás hablando? —pero Noelia lo entendió en el acto.


—De francesa.


—Entiendo —dijo Paula con una sonrisa—. Una estudiante francesa de intercambio que visita Estados Unidos para estudiar a los paletos norteamericanos.


—¡Ah, sí! —dijo Noelia, que respiró aliviada.


—¿Qué os traéis entre manos? —preguntó Pedro.


—¡Secretos! —dijo Paula—. Secretos de chicas. ¿Alguien tiene hambre?


—Yo —dijo Pedro, y Paula y Noelia se echaron a reír al alimón.










CAPITULO 36 (PRIMERA PARTE)




Cuando se despertó apenas había amanecido, y lo primero que se le ocurrió fue preguntarse cómo una niña pequeña podía hacer semejante ruido. Se volvió parpadeando y vio a Noelia apartando una vieja cuna de hierro de la pared. Las patas del mueble rozaban sobre el suelo y los muelles crujían.


—¿Qué estás haciendo? —preguntó Paula.


—Ha desaparecido una Riley —respondió la niña.


Paula bostezó.


—¿Qué quiere decir eso?


—Una de mis muñecas Riley no está aquí. Alice ha desaparecido.


Paula se incorporó sobre un brazo. Había tantos peluches y muñecas en la cama de Noelia, que casi no le quedaba sitio para acostarse. Pero Paula se acordó de la importancia de los juguetes cuando era niña.


—¿Estás segura de haber sacado a Riley del coche?


—Es Alice, aunque sea una muñeca Riley —le corrigió Noelia.


—Entiendo. —Paula volvió a bostezar—. Estoy segura de que todavía está en el coche. Las llaves están... —Noelia ya estaba saliendo por la puerta.


Paula vio luces encendidas en el salón, así que le pareció que los demás ya estaban levantados. Considerando lo que Ramon opinaba de ella, pensó que era mejor no quedarse tumbada en la cama... como haría una chica de ciudad.


Se vistió deprisa, hizo una visita al baño y se dirigió a la cocina. Un minuto después, Ramon salía de su habitación.


—¡Ah, estás aquí! —bramó con su voz profesoral—. Te he estado esperando.


Paula no sabía si eso era bueno o malo.


—¿Hiciste tú eso? —Ramon señaló la motosierra, ya montada.


—Sí —admitió ella cautelosamente.


Ramon cruzó a grandes zancadas la estancia y la levantó en vilo con un gran abrazo.


—Y yo pensando que eras una de esas tiquismiquis amigas de Pedro.


Ella le empujó los hombros, y Ramon la soltó.


—¿Y en qué consiste eso de ser una tiquismiquis?


—Ya sabes —dijo él—, esas que gañen por todo. Por cebar un anzuelo, por hacer senderismo, por freír pescado, todo es motivo de queja.


Paula se echó a reír.


—Me crie con mi padre y un hermano al que llamo Bulldog. Si hubiera gañido siquiera una vez, todavía se estarían riendo de mí.


—Entonces ¿solo «pareces» una chica de ciudad?


—Solo os parezco de ciudad a vosotros. Los neoyorquinos creen que acabo de llegar de la era.


Ramon volvió a soltar una carcajada.


—¿Qué quieres para desayunar? Tenemos...


—¡La encontré! —gritó Noelia, entrando como una exhalación por la puerta de la calle. Sostenía una muñeca muy bonita vestida como Alicia en el país de las maravillas—. Tengo que acostarla —añadió, dirigiéndose a la habitación, donde se encerró.


Paula miró a Ramon.


—¿Por qué no hago yo el desayuno? —Echó un vistazo hacia la puerta cerrada del dormitorio—. ¿Está dormido Pedro?


—Sí. Duerme como un tronco. Cuando éramos niños, Colin y yo solíamos arrojarle un balde de agua encima para despertarle. ¿Cómo es que no sabes eso de él?


—Porque cuando está conmigo no duerme.


Ramon sacudió la cabeza al tiempo que soltaba una risotada.


—Ahora empiezo a comprender.


La cocina era larga y estrecha, y Ramon se colocó entre las dos encimeras.


—¿Qué puedo hacer para ayudar?


—Quedarte en ese lado —le soltó Paula. Tenerlo allí sería como tener en medio a un oso—. ¿Por qué no te sientas junto a la encimera y me hablas de tu libro? —Había estado en lo cierto al suponer que le encantaba hablar, porque a los pocos segundos le estaba contando con todo lujo de detalles la novela que intentaba escribir. Pese a su aspecto de armario ropero, cuando empezó a hablar, Paula supo que era profesor y que estaba acostumbrado a que se le escuchara en religioso silencio.


Paula le escuchó mientras hurgaba en el frigorífico buscando la masa para filloas que Lucia y la señora Wingate les habían enviado. Ramon decía que quería escribir una serie de novelas de misterio sobre un profesor de filosofía que era capaz de desentrañar la mentalidad de cualquier criminal.


Paula sacó la pequeña sartén antiadherente enviada por las mujeres —«Ramon solo tiene de hierro colado», habían dicho—, y la puso al fuego. Al principio, el libro de Ramon parecía interesante.


Cuando Paula empezó a verter la masa y a hacer filloas, Ramon profundizó en el argumento de la novela. Su héroe razonaría con los delincuentes, y esa sería la manera de derrotarles.


—Y, por supuesto, incurriría en la falacia de la ignoratio elenchus. —Como profesor que era, explicó que esto consistía en utilizar un argumento irrelevante para el asunto en cuestión—. Pero yo... quiero decir, mi protagonista... le señalaría el error. Como decía santo Tomás de Aquino... —Y entonces pasó a soltarle un sermón sobre filósofos.


Así que Paula perdió tanto interés en lo que él estaba diciendo, que su mente empezó a divagar. Empezó por planear lo que esperaba pintar ese día. Cuando regresara a Edilean quería tener algunas ideas claras sobre lo que quería hacer para la publicidad de Karen.


La voz de Ramon siguió y siguió zumbando monótonamente. 


A cada frase parecía dejar caer un nombre: Heidegger, John Locke, Nietzsche, Schopenhauer. Paula había oído hablar de algunos, pero la mayor parte de las personas que nombró Ramon le eran desconocidos.


Cuando Noelia abrió la puerta del dormitorio y arrastró por el suelo una pesada caja de cartón, Paula vio el cielo abierto.


—Estoy lista para salir —dijo Noelia.


Paula colocó la última filloa en el montón, apagó el fuego y se dirigió hacia ella. A sus espaldas, Ramon terminó por fin su monólogo.


—¿Qué es esto? —preguntó Paula, mirando la caja.


—Mi nuevo material de arte.


Paula se inclinó y miró el interior de la caja. Le había enviado a Pedro un mensaje de texto con una breve lista de materiales para que le comprara a Noelia, un juego de acuarelas de ocho colores, tres pinceles, un cuaderno de papel y algunos lápices de colores. Lo que había dentro de la enorme caja eran cuatro de aquellos grandes y caros equipos encerrados en unas preciosas cajas de madera, la clase de cosas que se regalaban en navidades y que rara vez se utilizaban. La mitad de las cosas que contenían eran innecesarias.


—Eso no es lo que le dije que te comprara —dijo con frustración, mientras abría los juegos de pinturas y miraba el interior—. Han debido de costar una fortuna.


Noelia metió la mano en un lateral de la caja y sacó el recibo de la compra, que ascendía a más de cuatrocientos dólares.


—¡Caray! —exclamó Paula, que empezó a sacar los equipos de pintura y a ponerlos en la mesa de comer—. ¿Por qué compró estos?


—Me parecieron que eran bonitos —dijo Noelia 


Paula sabía que estaba enfadada con Pedro, no con la niña.


—Y bonitos son. —Sonrió a Noelia—. Pero si vamos a hacer una caminata, no podemos llevarlos, ¿no te parece? Seguro que el tío Ramon tiene algún plato que podamos utilizar. A poder ser blanco.


Ramon estaba sentado junto a la encimera, observándolas.


—En el armario de abajo —dijo.


Noelia sacó un plato blanco viejo de una alta pila y se lo dio a Paula. Esta había sacado unos cuantos tubos de los colores necesarios de los equipos de pintura, algunos lápices, el cuaderno de espiral y dos pinceles.


—Ea —dijo—. Esto es todo lo que necesitamos para hacer unas obras maestras. ¿No habías traído una mochila contigo? Meteremos dentro estas cosas.


Noelia entró corriendo en el dormitorio en el instante en que la puerta de Pedro se abría.


—No encuentro mi equipo de pesca —gritó desde el interior de la habitación.


—Mira debajo de la cama —respondió Paula con un grito.


—Gracias.


Paula regresó a la cocina para sacar la fruta y las magdalenas del frigorífico y empezó a ponerlo todo en la mesa del comedor.


Ramon seguía sentado a la encimera y observó a Paula mientras esta quitaba la motosierra de encima de la mesa y la dejaba en un rincón, quitándola de en medio. En unos minutos la mesa estaba puesta.


—El desayuno está listo —anunció, y Noelia salió de la habitación y se sentó. El siguiente fue Pedro, sin peinar y con la ropa vieja y raída que siempre se ponía en la cabaña, con la camisa sin abrochar.


Paula se acercó a él, le dio los buenos días con un beso y dijo:
—Gastaste demasiado dinero en el material de pintura. Te envié una lista. ¿Por qué no compraste sin más lo que te dije? —Le estaba abotonando la camisa.


—Te pones tan guapa cuando te quejas —le dijo, besándola de nuevo, y luego miró por encima de su cabeza—. ¿Eso son filloas? ¡Me encantan esas cosas!


—La señora Wingate dijo que te encantaban, y preparó la masa.


—Fantástico. Le pone Grand Marnier. —Le echó el brazo por los hombros y se dirigieron a la mesa. Pedro le sacó la silla para que se sentara.


—Vamos, Ramon —dijo Paula—. Desayuna algo.


Ramon se levantó del taburete y se quedó de pie un momento mirando a los tres. Eran la imagen perfecta de la domesticidad... y le pareció que allí sobraba.


—Creo que... que yo... Hasta luego, chicos —dijo cuando salió por la puerta.


Le vieron subir a su destartalada camioneta y alejarse.


—Es por mí, ¿verdad? —dijo Paula—. Sé que no le gusto y...


—¿Estás de broma? —preguntó Pedro—. Se despertó cuando entré anoche y vio que habías montado la motosierra. Me tuvo despierto una hora y media hablándome de lo fantástica que eras.


—¿De verdad? —dijo Paula—. ¿Una hora y media? ¿Hablando de mí?


—Bueno, quizá me contara que estaba teniendo algún problemilla con el libro y quisiera hablar de ello.


Paula bajó la vista hacia el plato.


Noelia miró uno a uno a los dos adultos silenciosos.


—El tío Pedro dice que el libro del tío Ramon es lo más aburrido que ha oído en su vida, pero que no tengo que decírselo.


Paula no quería que Noelia supiera que opinaba lo mismo, pero entonces Pedro dijo:
—¿Cuál era esa cita de Heidegger que era tan profunda que el psicópata acababa por entregarse?


Aquello quebró la cautela de Paula, que soltó una carcajada.


—Tu pobre primo. No es de extrañar que se bloquee. ¿Es que no sabe que el público que compra libros no está interesado en un tipo que habla más que los malos? La gente lo que quiere ¡es acción!


—Ninguno hemos tenido el valor de decírselo —dijo Pedro—. Bueno, ¿quién está preparada para hacer una excursión? —Miró a su sobrina—. ¿Qué tal si llevamos a Paula hasta el arroyo del Águila?


—Ay, sí —dijo Noelia, cuando se levantaron de la mesa y empezaron a recogerla—. Pero tendrás que llevarme a caballito la última mitad del camino.


—En ese caso, solo una.


—Seis —replicó la niña.


—Entonces harás todo el camino a pie.


—Vale, cuatro —dijo Noelia con resignación.


—¿Qué...? —empezó a preguntar Paula, pero entonces cayó en la cuenta. Estaban negociando cuántos animales y muñecas podría llevar Noelia con ella—. Yo llevaré a un par de Riley —dijo, y Noelia le dedicó una sonrisa de oreja a oreja—. Pero tu tío tiene que llevar todas y cada una de esas cajas de pinturas que te compró.


Pedro dejó de sonreír.


—Esas cosas pesan más que Noelia.


Paula se encogió de hombros.


—Eso es lo que te pasa por tener una tarjeta de crédito más grande que los músculos de tu espalda.


Noelia miró a su tío, preparada para la siguiente descarga.


Pedro sacudió la cabeza.


—¡Vuelvo a estar en inferioridad numérica! —Se acercó a Paula, se inclinó para ponerle el hombro en el estómago, y la levantó. Le empezó a dar vueltas por el aire mientras ella se reía a carcajadas—. ¿Quién tiene unos músculos poderosos en la espalda? —preguntó Pedro.


—¡Tú, tú! —dijo Paula, riéndose—. Pero hay que restringirte el presupuesto.


Pedro la bajó poco a poco por delante de él.


—Estoy de acuerdo —dijo él en voz baja—. Creo que deberías quedarte y restringirme el presupuesto.


—¡Otra vez no! —exclamó Noelia—. Se acabaron los besos. ¡Vámonos!


—Cinco —dijo Pedro, con la cara a pocos centímetros de la de Paula—, pero solo si desapareces durante diez minutos enteros.


Noelia se metió corriendo en el dormitorio y cerró la puerta ruidosamente.


La boca de Pedro apareció en el acto sobre la de Paula, y ella estaba tan ávida de él como él de ella.


—Quisiera pasar contigo toda la noche —dijo Pedro, besándole el cuello.


—Y yo querría estar contigo.


—Quédate conmigo —dijo él—. Mientras estés aquí, vive conmigo.


—Lucia y...


—Entonces me mudaré yo contigo —la interrumpió, con los labios en su cuello—. Quiero llegar a casa para encontrarte. Quiero...


—Se acabó el tiempo —dijo Noelia.


Paula se apartó de Pedro, que le dio la espalda a su sobrina para que no viera el problema físico que le aquejaba en ese momento.


—¿Cómo consiguen las parejas tener intimidad alguna vez para hacer un segundo hijo? —preguntó Paula en un murmullo.


—Se escabullen —dijo Pedro—. En una ocasión, a una mujer tuve que extraerle la punta de una percha de la cadera. Se habían... —Se interrumpió porque Noelia tenía la oreja puesta—. ¿Quién está preparada para ir a pintar?