jueves, 17 de marzo de 2016
CAPITULO 10 (PRIMERA PARTE)
Mientras regresaba a su casa, Pedro no era capaz de dejar de sonreír. Esa noche ella le había gustado tanto como la primera vez. Había sido fantástico hablar y coquetear con ella en la oscuridad, provocarla. Le había gustado que no hubiera estado evasiva, que no hubiera soltado ninguna risilla tonta, que no se hubiera ruborizado. Puesto que había habido tantas mujeres en su vida que lo habían visto como un médico soltero, y por consiguiente como material casadero, la había puesto a prueba. Le había dicho enseguida que quería una esposa e hijos. Sabía por experiencia que la mayoría de las mujeres habrían dicho que eso era también lo que ellas querían... aunque no fuera verdad.
¡Pero Paula no! De inmediato le había dicho que no se iba a quedar en Edilean, que no quería casarse, y que quería ser una artista profesional por encima de cualquier hombre.
No podía evitar admirar su honestidad al tiempo que se le antojaba... bueno, un pequeño desafío.
Esa noche había sentido despertar algo en su interior, algo desconocido hasta ese momento. Le había gustado Paula; al anticuado le atraía. Tenía que olvidarse de que la manera en que le había pasado las manos por la cara le había hecho desear tirarla al suelo y hacerle el amor allí mismo. Había disfrutado muchísimo riéndose y hablando con ella de una fábula griega con un sesgo erótico.
En cuanto llegara dentro, se estiraría en su cama y empezaría a repasar toda la noche mentalmente, empezando por lo apacible y tranquila que se había mostrado cuando se había caído encima de ella. La mayoría de las mujeres se habrían puesto histéricas, pero Paula enseguida había deducido que era él. E incluso se acordaba de que el padre de Pedro estaba ejerciendo como médico del pueblo.
Seguía sin poder creerse que le hubiera contado lo de Gemma. No le había contado a nadie lo que había sentido por la joven llegada a Edilean hacía tan poco tiempo. En una ocasión, furioso, a punto había estado de decirle a Colin, el hombre con el que se había casado, la verdad sobre sus sentimientos hacia Gemma. Pero aparte de eso, jamás se había aproximado siquiera a contarle a nadie que hubiera estado a punto de enamorarse. Gemma había encajado en su casa; era fácil hablar con ella. Pedro se había sorprendido revelándole cosas que no le había contado a nadie más.
En las últimas semanas desde que ella se casara con su amigo, Pedro se había estado preguntando sobre lo que habría ocurrido si hubiera seguido los consejos de su hermana y se hubiera esforzado. ¿Apareciendo en casa de Gemma con una botella de vino, quizás? ¿O pidiéndole que salieran a cenar?
Pero no había hecho nada de eso.
Había dejado la vieja foto de Paula en el cajón de la mesilla de noche, y la sacó para mirarla. Cada vez que lo hacía, le parecía más guapa. Su nariz era un tanto respingoncilla en la punta. Y sus ojos parecían a punto de echarse a reír. Pero su boca no es que fuera mona; era preciosa. Sus labios parecían sacados de un anuncio de pintalabios, absolutamente perfectos y, ay, tan deseables.
—Vamos, Alfonso —dijo en voz alta. Dejó la foto en la mesilla de noche y se levantó de la cama. Era tarde, tenía hambre y se enfrentaba a la ardua labor de intentar desvestirse y vestirse con un solo brazo. Pensó: «Si Paula estuviera aquí, me ayudaría», y la idea le hizo soltar un gemido.
Tenía el frigorífico bien abastecido gracias a los desvelos de su asistenta. Ella le cocinaba cosas en su casa y se las llevaba. Cuatro años atrás, cuando la contrató, la mujer le había mirado extasiada, pero ahora estaba comprometida y lo más probable es que solo le pidiera que le mirase una faringitis.
Llenó un plato con rosbif frío y ensaladas frías, abrió una botella de vino y se sentó en un taburete para comer en la encimera.
Paula le había dejado claro que no estaba interesada en vivir en Edilean, y que se marcharía al terminar el verano para regresar a Nueva York.
Pedro sabía que era indiscutible que tenía que respetar los deseos de Paula. Lo que debía hacer era buscar por ahí una mujer con la que pudiera pasar su vida. Ya tenía treinta y cuatro años; antes de que se diera cuenta, tendría cuarenta, y esa sería una edad avanzada para fundar una familia.
Aunque quizá, si hacía lo que su hermana le sugería y se esforzaba un poco, podría convencer a Jecca para que se quedara algún tiempo más en Edilean. Por otro lado, puede que una vez que se conocieran mejor uno al otro, descubrieran que solo estaban destinados a ser amigos.
Quizás el ávido y abrasador deseo que había sentido esa noche acabara desapareciendo por sí solo.
Echándose a reír por semejante absurdo, fue hasta su portátil y se conectó.
-Me pregunto qué libros habrá sobre Cupido y Psique —dijo—. Y dónde puedo conseguir uno.
Tal vez fracasara, pero esta vez iba a poner todos los medios a su alcance para conquistar a la bella doncella.
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