jueves, 17 de marzo de 2016

CAPITULO 9 (PRIMERA PARTE)




Salió de su ensoñación cuando él alargó la mano y le tocó la rodilla. Paula no pudo evitar cogerle la mano.


Pedro —dijo en voz baja.


—¿Sí?


—No te conozco, y no puedo ver qué aspecto tienes, así que no puedo recurrir a la manera habitual de juzgar a una persona. Pero me parece que estás pasando por una etapa de inquietud, tanto física como emocionalmente.


—Es cierto —reconoció él, y su voz profunda apenas fue un murmullo.


Paula le soltó la mano.


—Pero quiero decirte que no soy la mujer que buscas. Tú quieres alguien que esté dispuesto a... empezar a anidar. Yo todavía ando detrás de establecerme profesionalmente. Al terminar los tres meses, me iré de aquí y no miraré atrás. Me tengo que encontrar a mí misma antes de hacerme cargo de otro ser humano... o de dos o tres.


Esperó a ver cómo se lo tomaba.


—Advertido quedo —contestó Pedro—. Y te agradezco tu honestidad. Pero me parece bien. Ahora mismo, creo que ya no puedo seguir manejando este asunto amoroso.


—Tienes que dejar que se te cure el brazo, y creo que deberías empezar ya. ¿Qué hora es?


—Bien pasadas las diez.


Ella se levantó.


—Creo que debería entrar en casa y dormir un poco.


—¿Te importa ayudarme a que me levante? —preguntó él.


Paula sabía que podía levantarse por sus propios medios, pero aun así tanteó el aire con el brazo hasta que encontró su mano. Para entonces su tamaño y forma casi le
resultaron familiares.


Pedro se levantó y acercó el cuerpo al de ella.


—Gracias —dijo en voz baja—. No le he contado a nadie... bueno, lo que ocurrió.


Ella supo que se refería a lo de la mujer de la que casi se había enamorado. Su confesión había consistido en unas pocas frases. Si de ella se hubiera tratado, le habría hablado a Karen del asunto durante horas. Pero quizá todo lo que él necesitara fuera el alivio de expresarlo en voz alta.


Pedro seguía sujetándole la mano, jugando con los dedos en su palma.


—No le dirás a nadie lo que te he contado, ¿verdad? No quiero que corra por todo el pueblo, porque podría avergonzar a la flamante esposa de mi amigo.


A Paula no le gustaba prometer guardarle un secreto a Karen, aunque por otro lado, aquel breve encuentro en la oscuridad resultaría difícil de explicar.


—No diré una palabra —dijo—. Lo prometo.


—¿Volveremos a vernos? —preguntó Pedro, sujetándole la mano con firmeza.


Paula no pudo contener la risotada.


—¿Como El amante de Lady Chatterley?


—Esto te convertiría en la dama y a mí en el guardabosques bastardo. ¿Es lo que quieres?


Tal y como lo dijo pareció que la estuviera elevando a una clase superior a la de él, y Paula se rio aún más.


—Sí que me gusta la idea.


—Yo la veo más como Cupido y Psique, la pareja que...


Paula conocía bien la historia y siempre le había gustado.


—Cupido era el hijo de la diosa del Amor, mientras que Psique era...


—Una mujer muy hermosa. Y en cuanto él la vio, se enamoró de ella —terminó por ella Pedro.


—Creo que él se hirió con su propia flecha, ¿pero no era también bastante guapo?


—Creo que sí. Probablemente saliera a su madre —dijo el, mientras acercaba a Paula para poder sujetarle la mano entre las suyas—. Demasiadas mujeres se enamoraron de él por su belleza, cuando él solo quería ser amado por sí mismo. Así que...


—Se casó con ella, pero no permitió que le viera.


—Y entonces, aquella noche... —dijo Pedro.


—Se metió en su cama, y le hizo el amor como un dios —continuó ella.


Pedro se acercó aún más.


—¿Y qué clase de amor sería ese? —susurró él—. ¿Toda una noche ardiente y sudorosa, o de champán y rosas, o con más caricias que verdadero sexo?


—Sí —susurró Paula. Pedro ya tenía la cara casi pegada a la suya, y aunque ella no le podía ver, sintió su aliento en la mejilla. Y cuando él se volvió, sus labios quedaron muy cerca de los suyos—. Cualquiera de las tres —confesó ella—. Me gusta todo.


Pedro le sujetó la mano con la que tenía en cabestrillo y levantó la otra hacia su pelo.


—Mis dos pacientes ciegos dicen que su sentido del tacto les informa de todo. ¿Te importa? —La punta de sus dedos le rozaron el cuello.


Paula asintió con la cabeza. Se alegró de la oscuridad, porque así no pudo verla cerrar los ojos al sentir su caricia. 


Había estado tan enfrascada en el trabajo últimamente, que llevaba meses sin tener una cita, y aún más sin acostarse con un hombre.


Dejó que le acariciara el cuello y la oreja y que luego le pasara el dedo por la mejilla.


—Pero Psique sentía una curiosidad de mortal —dijo Pedro—, y quiso ver a su marido. Quería saber si era horrible. —Tenía la mano en la mejilla de Paula, los dedos en su pelo, el pulgar en la barbilla.


—Así que cogió una lámpara de aceite —dijo Paula en voz baja— y fue hasta su cama. Y cuando le vio...


—Se quedó tan asombrada ante su belleza, que dejó caer una gota de aceite en el hombro de Cupido y le quemó.


Paula sabía que tenía que parar aquello o que aquel hombre la iba a hacer desnudar en cuestión de minutos. Retrocedió, poniéndose fuera de su alcance.


—Fueron seis gotas, y esa es la razón de que tengamos seis meses de invierno y seis de verano.


Pedro se echó a reír, y su risa fue un sonido agradable.


—Creo que fueron unas semillas de granadas y otra historia. Psique dio su nombre a los metomentodos como los psiquiatras.


—Y esto lo dice un hombre muy metomentodo —replicó Paula.


—Últimamente he recibido unas cuantas lecciones de curiosidad, y las encontré francamente útiles. ¿Te reunirás aquí conmigo mañana a las nueve? Hablaremos un poco más.


Paula no pudo reprimir el ligero estremecimiento que la recorrió. El erotismo de aquel encuentro la atraía; el de hablar con un hombre al que no conocía, al que no veía, aunque podía sentir su aliento en la cara, oír su voz, tocar sus manos. Atraía a la artista que llevaba dentro.


Avanzó impulsivamente hacia él y extendió ambas manos hasta que logró tocarle el cuello. Era más alto de lo que había pensado.


—Psique debió haber intentado palpar a su amante para conocer su aspecto. Debió...


—Marido —la corrigió, mientras las manos de Paula subían hasta su cabeza—. Estaban casados, ¿recuerdas?


—Ah, sí. —Paula le puso las manos a ambos lados de la cara. Tenía mucho pelo—. Moreno o rubio —preguntó.


—El que más te guste, ese es el color de mi pelo.


Tenía un pelo abundante, y Paula lo notó un poco ondulado al tacto. Si lo dibujara, sería moreno.


—Negro como la noche —dijo. Pedro no respondió, pero ella percibió su sonrisa contra las palmas de las manos.


Sus orejas no eran demasiado grandes ni demasiado pequeñas, y estaban bastante pegadas a la cabeza.


—Bien —murmuró, pareciendo una científica que estuviera haciendo un descubrimiento—. No hay ningún soplillo aquí.


Notó que la sonrisa de Pedro se hacía más franca, aunque no dijo nada. Le recorrió la frente con los dedos.


—Ninguna calva, lo que significa que eres más joven de lo que creía.


—O podría ser hereditario. Mi padre...


—Chist. Estoy llevando a cabo el examen. Tú ya no eres el médico.


—En ese caso, puedo toser.


Al principio, Paula no supo a qué se refería, y cuando cayó en la cuenta trató de no echarse a reír.


—Creo que debería estar presente una enfermera para proteger mi castidad.


—¿Un trío?


—Chist —siseó ella de nuevo, mientras se desplazaba a sus ojos. Pedro nos los cerró hasta que ella le tocó los párpados—. Cejas no demasiado pobladas. Las pestañas demasiado largas.


—Una maldición de la familia de mi padre. Las de mi sobrina parecen plumas.


—Qué incómodo para ella —dijo Paula, mientras le pasaba las yemas de los dedos por la nariz. Larga y recta, sin protuberancias ni deformidades de ninguna clase—. La nariz parece funcionar bien.


—Huelo tu perfume.


—Jamás me pongo... —empezó a decir ella, y entonces supo que le estaba tomando el pelo—. Encuentro que el amarillo cadmio es el que mejor me sienta.


—Personalmente, me gusta el azul cielo. Sobre todo en noches como esta.


Dejó de hablar cuando las yemas de los dedos de Paula alcanzaron sus labios. Ella le palpó el pelo de la barba en las mejillas y la barbilla, aquella antigua señal que indicaba: hombre. Había pasado tiempo desde que se hubiera afeitado, así que el pelo casi era suave. Le entraron ganas de poner los labios encima, de sentirlo en la punta de la lengua.


—Paula —susurró él.


Ella se enderezó.


—Nada de eso ahora, soy Psique, y quiero palparte para conocer tu aspecto. —Con las yemas sobre las mejillas rasposas, le pasó los pulgares sobre los labios. Eran carnosos y suaves.


—Psique quiso que su marido le hiciera el amor —susurró él.


Paula sintió su aliento en la piel, el movimiento de sus labios bajo los pulgares.


Pedro se inclinó hacia ella, y Paula supo que la iba a besar... y quiso que lo hiciera.


Pero justo entonces las luces se encendieron dentro del caserón detrás de ellos, y ella se volvió para mirarlas.


Pedro dijo:
—¡La leche! —Y desapareció.


Paula volvió la mirada hacia él pero ya no estaba allí. Fue como si se hubiera inventado todo el incidente, como si lo hubiera soñado todo.


Entonces le llegó la voz de Pedro procedente del bosque.


—¡Psique! —le gritó.


—¿Sí, Cupido? —le respondió Paula, sonriendo por la broma.


—Mañana a las nueve.


—A las nueve —respondió, y entonces oyó sus pasos sobre el sendero del bosque.


Con un suspiro de pesar porque el dulce y oscuro encuentro hubiera acabado, Paula se volvió hacia la casa.





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