viernes, 18 de marzo de 2016
CAPITULO 14 (PRIMERA PARTE)
Apoyó la cabeza en él y no pudo por menos que maravillarse de lo que bien que encajaban en el uno en el otro. Tenía la cabeza justo en su hombro, y cuando Pedro hablaba, notaba su aliento en la mejilla.
Pedro le contó su vida en la casa Aldredge con voz suave y profunda y muy masculina. Había un pequeño invernadero en el extremo de la casa, levantado por la mujer que la había construido en la década de 1840.
—¿Vivía allí sola? —preguntó Paula.
—La historia de Winnie queda para otra noche. ¿Te pesa mucho mi brazo? Puedo moverlo.
—¡Ni se te ocurra! —dijo Paula. Tenía los brazos inmovilizados por los suyos—. Quiero decir que no, que está bien así.
Pedro le retiró suavemente el pelo con la mano que tenía libre y le dio un beso en la sien.
—¿Por dónde iba?
—No estoy segura —dijo ella. Los labios de Pedro le habían despertado el deseo de besarle. ¿Qué tendría de malo un simple beso?
—Las orquídeas —dijo Pedro, que siguió con su relato. Según parecía, a lo largo de las generaciones los sucesivos Alfonso habían cuidado lo que fuera que cada uno metiera en el pequeño invernadero. Al padre de Pedro le gustaban las bromeliáceas—. ¿Sabes cuáles son? —le preguntó él.
—Ni idea. —Paula estaba demasiado pendiente del cuerpo que tenía pegado al suyo.
—No son mis plantas favoritas —le aclaró Pedro—. Tenía unos nueve años cuando, estando en una tienda con mi madre, vi mi primera orquídea. Una oncidium. Mamá me la compró, y mi padre me dejó que la pusiera con sus plantas.
—Bonito detalle —dijo ella.
—Lo fue hasta que tuve seis orquídeas, que fue cuando me dijo que dejara de comprarlas.
—Y supongo que la señora Wingate y el gran invernadero que construyó su marido acudieron al rescate.
—Así fue.
—¿Ya era viuda?
Pedro tardó un rato en contestar.
—Ceo que Olga Wingate era viuda incluso cuando estaba casada. Su marido era un mal nacido.
—Qué horror.
Pedro se encogió de hombros.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—¿Nunca se volvió a casar?
—Por lo que sé, ni siquiera volvió a mirar a un hombre.
—Posiblemente ella y Lucia sean pareja.
—No lo creo —dijo Pedro—. Me gustaría que ambas encontraran pareja. Son unas mujeres muy agradables, y se merecen lo mejor.
Paula se percató de que volvía a tener la mano de Pedro en la suya. En solo dos días, su mano se le había hecho muy familiar.
—Cuando Karen llegó a casa esta mañana, Lucia salió corriendo de la cocina.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pensé que tú quizá sabrías algo.
—Nada. Lucia trabaja mucho, y no sale demasiado. Procuro ir allí una vez a la semana y ver una película con ellas.
Paula se echó a reír.
—Seguro que te colman de palomitas con mantequilla, y limonada, y...
—Bizcocho de chocolate, pastel de cereza y tartas de albaricoque con enrejado de almendras. Tengo que hacer cuarenta minutos más de ejercicios para compensar todas las calorías.
Paula le pasó la mano por el brazo. Era muy musculoso y fuerte.
—No parece que te hayas echado nada de grasa.
Durante un momento permanecieron en silencio, y Paula tuvo la certeza de que si él movía la cabeza hacia la suya, no se apartaría. Pedro parecía estar dándole vueltas a qué hacer a continuación, y ella contuvo la respiración.
—Es tarde y tenemos que irnos —dijo él de pronto, y entonces se separó rápidamente del cuerpo de Paula.
Esta tuvo la impresión de que en un segundo habían estado a punto de besarse, y que de pronto los dos estaban de pie.
Sin mediar palabra, la cogió de la mano y la condujo a través de las dos puertas bajas hasta el exterior. Había dejado de llover, y el aire era fresco y limpio.
Todavía sujetándole la mano, cruzaron la oscuridad a un paso que a Paula la dejó sin resuello. En lo que se le antojaron segundos, se encontraron en el límite del bosque.
Una pequeña luz amarilla brillaba en el porche de la casa.
—Pedro —dijo, y le apretó la mano.
Él se acercó pero no la rodeó con su mano libre, como ella esperaba que hiciera; en su lugar, se la puso en la mejilla y entrelazó los dedos en su pelo.
—Paula —dijo en un susurro—. Me gustas. Solo ha habido otra mujer con la que me haya sentido tan a gusto. Ten paciencia conmigo en esto. No quiero fastidiarla.
«¡Joder!», quiso decir Paula, que no pudo evitar arrugar la frente. Parecía hablar en serio.
—Por favor, no olvides que voy a regresar a...
Él le puso el pulgar en los labios.
—Ya lo sé. Te marcharás para regresar a Nueva York. Ya he pensado en ello. ¿Pero sabes qué, mi dulce Paula?
—¿Qué? —preguntó ella en un susurro.
—Que ya soy mayorcito. Y si consigo algo de tu dulzura, podré soportar el dolor de la despedida.
Ella notó que inclinaba la cabeza y pensó que iba a besarla, pero lo que hizo fue acercarle los labios a la oreja.
—¿Mañana al anochecer? —le susurró.
—Sí —respondió ella, y entonces Pedro le soltó la mano y desapareció.
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Ya quiero leer los caps siguientes. Está buenísima esta historia.
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