martes, 15 de marzo de 2016
CAPITULO 2 (PRIMERA PARTE)
Después de tres días de intentar llamar su atención, desistió.
Si no estaba interesado en ella, pues no lo estaba, y punto.
Y no iba a seguir vistiéndose como si tratara de conseguir un curro de bailarina de striptease.
Hizo que Karen le dibujara un plano de cómo llegar a Punta Florida —dijo el nombre en un susurro—, se puso unos vaqueros y una camiseta normales, cogió la caja de acuarelas y utilizó el coche de su amiga para dirigirse al solitario paraje desde el pueblo.
Pasó dos días en la Punta, trabajando incesantemente; Karen había estado en lo cierto en cuanto a que era un lugar magnífico. Había un elevado risco que por un lado ofrecía unas dilatadas vistas del paisaje, y por otro daba a una profunda laguna de aguas claras. Primero fotografió las vistas, manteniendo pulsado el botón de la cámara digital con un rápido chasquido. Nunca se le había dado bien pintar a partir de las fotos, pero a lo mejor aprendía.
Se esmeró en captar la bruma azul que ascendía desde las hondonadas de Virginia e iba desapareciendo poco a poco entre las copas de los árboles. Jugó a poner una tonalidad encima de otra para tratar de recrear la luz que se descomponía antes de brillar.
Experimentó con trabajar lenta y meticulosamente sobre una pintura, y luego a toda velocidad en la segunda.
El segundo día no ascendió por el sendero que conducía a la cúspide del peñasco, sino que permaneció abajo para estudiar las flores, las vainas, la corteza de los árboles, las hojas. No trataba de hacer una composición sino que pintaba lo que veía. Hojas que se entrelazaban de forma natural con otras en un perfecto equilibrio de luz, color y forma.
Un par de veces se tumbó boca abajo para observar algunas flores del tamaño de una mariquita, y luego las recreó en acuarela. Pulsó el icono de aproximación de su cámara —gracias por el regalo, papi— para aumentar las flores, de manera que pudiera pintar los estambres y los pistilos, las venas de los pétalos y las hojas diminutas.
Cuando terminó, tenía una flor que ocupaba una hoja del grueso papel de acuarela.
Estaba tan absorta en lo que estaba haciendo que no oyó nada hasta que un grito la hizo pegar un salto. Se dio la vuelta y miró entre los arbustos, dándose cuenta de lo mucho que se había adentrado desde la erosionada zona sin vegetación que rodeaba la laguna.
Levantó la vista y vio a un hombre parado en los altos peñascos. Tenía el sol detrás, así que Paula no podía verle la cara, aunque su bonito cuerpo sí que estaba desnudo. Y parecía que estaba a punto de ejecutar una de las tristemente célebres zambullidas desde el cortado.
—Por ti, Laura Chawnley —gritó el hombre—. Adiós para siempre.
Paula contuvo la respiración; el que estaba allí arriba era Ruben Alfonso. Un joven profundamente deprimido estaba a punto de zambullirse desde el acantilado a una laguna de dudosa profundidad.
Dejó caer su pintura y tropezó con la caja de acuarelas mientras echaba a correr hacia la zona abierta.
—¡No! —gritó hacia las alturas—. ¡Ruben, no!
Pero el joven no la oyó. Horrorizada, le vio hacer una zambullida vertical desde el alto peñasco y dirigirse de cabeza hacia el estanque. Ruben entró elegantemente en el agua... y no emergió.
A Paula le pareció haber esperado minutos, pero no había señales de Ruben. No pensó en lo que hacía: simplemente saltó al agua fría con ropa, zapatos y todo. No era una buena nadadora, aunque se podía mover lo bastante bien para buscarle bajo el agua.
Se sumergió con los ojos abiertos, pero no vio nada. Salió a la superficie, tomó una bocanada de aire y volvió a sumergirse, conteniendo la respiración todo lo que pudo. Ni rastro de Ruben. La tercera vez que lo hizo creyó ver un pie delante de ella; nadó bajo el agua lo más deprisa que pudo y lo agarró.
Ruben se sacudió con tal rapidez que provocó que Paula se golpeara la cabeza con el lateral rocoso del estanque. Lo siguiente que supo Paula es que se hundía, y se hundía, y se hundía.
Pero Ruben la agarró por debajo de los brazos y la subió con él a la superficie. Paula solo estaba ligeramente consciente cuando la llevó hasta las rocas y la dejó en el suelo. Él se inclinó, como si fuera a empezar a hacerle el boca a boca, pero Paula empezó a toser y escupir agua.
Ruben se sentó sobre los talones.
—¿Qué narices intentabas hacer? —le dijo medio gritando—. Podrías haber muerto ahí dentro, si no hubiera estado yo para salvarte.
—Yo no habría estado ahí dentro... —se interrumpió ella para toser—, si no me hubiera metido para salvarte.
—¿A mí? No necesitaba que nadie me rescatara, tú sí.
—No lo sabía, ¿vale? —dijo Paula mientras se sentaba... y entonces vio que estaba desnudo. Estaba decidida a ser sofisticada, una mujer de mundo, y a no hacer mención alguna a su desnudez. Mantuvo la mirada fija en los ojos de Ruben—. Creí que estabas... intentando... bueno... poner fin a tus problemas. —Le estaba costando un esfuerzo ímprobo mantener la cabeza en lo que decía.
Ruben parecía ajeno al hecho de no llevar ropa.
—¿Pensaste que intentaba suicidarme? —La miró asombrado mientras se levantaba y se apartaba unos pasos.
Paula sabía que debía volver la cabeza, pero no pudo evitar echar un vistazo. Por detrás Ruben era realmente hermoso: una espalda escultural que terminaba en una cintura estrecha, unas nalgas preciosas y unas piernas fuertes. No había conseguido un cuerpo así dedicando todo su tiempo a estudiar.
Paula no se había percatado, pero había un montón de ropa sobre una roca.
—Puede que haya estado un poco decaído últimamente —dijo el hermano de su amiga mientras metía una pierna en el pantalón.
¿Un poco decaído?, pensó Paula; si podría haber caminado por debajo de la barriga de una cucaracha. No dijo nada porque vio que Ruben no llevaba ropa interior. Por otro lado, no estaba bien que tapara toda aquella belleza.
—La verdad, creo que lo he llevado todo bastante bien —siguió él—. Me hicieron algo verdaderamente terrible.
—Una traidora —dijo Paula.
—Sí —admitió Ruben.
—Diabólica.
—Cierto. —Él metió la otra pierna en el vaquero, pero no se subió la cremallera, dejándolos que colgaran abiertos.
Paula pensó que quizá sería excesivo que fuera corriendo a coger su cámara.
—Ruin.
—Todo eso, sí —dijo el futuro médico mientras se calzaba unas viejas zapatillas de deporte hechas puré, se metía la camiseta por la cabeza y se cubría aquellos pectorales y aquellos abdominales.
—Una verdadera burla —dijo Paula, aunque no se refería a él y su ex novia. Se recostó sobre los brazos y lo contempló mientras se abrochaba los vaqueros. El espectáculo mejoraba cualquier película que hubiera visto en su vida.
Ruben se volvió para entregarle una toalla y se agachó delante de ella.
—¿Te encuentras bien? Físicamente, me refiero.
—Sí, por supuesto.
—¿Te importa si te echo un vistazo?
Paula se tumbó sobre la roca.
—Soy toda suya —dijo, y añadió—: Doctor.
Él le pasó las manos por la cabeza, palpándosela en busca de chichones.
—Laura tiene derecho a hacer lo que le venga en gana. Sigue mi dedo.
Paula movió los ojos de un lado a otro.
—Si quiere a otro, puede actuar a su libre albedrío. ¿Te duele en algún sitio?
Paula empezó a preguntarse si un cuerpo que se estremecía de deseo de la cabeza a los pies contaba, pero supuso que no.
—Nada que no haya sentido antes.
—Bien —dijo él—. A mi modo de ver no te pasa nada.
—Gracias —dijo ella sin ningún entusiasmo—. Así que no intentabas suicidarte, ¿no?
—¡Carajo, no! Llevo tirándome desde ese acantilado desde que era un niño... pero no se lo digas a mi madre o iniciará una campaña para hacer que clausuren este lugar o lo dinamiten. —Guardó silencio—. Bueno, ¿y tú qué estabas haciendo aquí arriba?
—Pintando.
Ruben miró alrededor, pero no vio nada. Paula se levantó, se metió entre los arbustos y regresó con las acuarelas, que extendió sobre una piedra.
—Son buenas —dijo él—. No soy crítico de arte, pero... —Se encogió de hombros.
—¿Sabes lo que te gusta?
—Sí. —Esbozó una ligera sonrisa al oír el lugar común, se sentó y se recostó contra la roca.
Paula dejó las pinturas al sol para que se secaran y se sentó a su lado, pero a un metro de distancia.
—¿Te encuentras mejor ya?
—Sí —admitió él—. Todo este asunto con Laura ha sido un palo emocional más que nada. Tal vez seas demasiado joven para que te cuente esto, pero...
—Tengo diecinueve años.
—Lo bastante mayor para oírlo, supongo. Jamás me he acostado con ninguna mujer salvo Laura.
—¿En serio? —exclamó ella, atónita.
—Qué estúpido, ¿eh?
—La verdad es que en cierto sentido es bonito —dijo Paula—. La fidelidad parece una virtud olvidada en este país.
—Estoy seguro de que Karen te habrá contado que me enamoré de Laura cuando tenía trece años. Estuvimos juntos todo el instituto y desde que estoy en la facultad de Medicina.
—Suena a matrimonio para toda la vida. Puede que ella quisiera a alguien del que no conociera hasta el último detalle de su vida.
Él la miró.
—Eres lista, ¿eh?
Paula no respondió, limitándose a sonreír de una manera que confió resultara tan seductora como enigmática.
Ruben no pareció reparar en el hecho.
—Laura me dijo algo parecido. Me comentó que ese tipo no sabía lo que a ella le gustaba comer, o cómo vestirse, o lo que iba a decir antes de que lo dijera.
—Si es tan predecible puede que sea un poco plomo. —No sabía cómo se tomaría Ruben lo que acababa de decir, pero la situación requería cierta inyección de realismo.
—Ya veo, has estado hablando con mi hermana. Ella dice que Laura es tan gris como la plata deslustrada... sin plata debajo.
—Parece propio de Karen. —Paula dudó—. ¿Y qué planeas hacer ahora?
—Creo que haré feliz a mi familia y dejaré de arrastrarme. Luego, creo que recuperaré el tiempo perdido.
—¿Con las mujeres? —preguntó Paula, sin poder evitar pensar: ¡Yo, primera!
—Una o dos, quizá. Seguro que no voy a perder ni un segundo más sintiéndome desgraciado.
—Bueno —dijo ella—. Tal vez tú y yo podríamos... esto... hacer algo.
Ruben se levantó y se estiró.
—Lo siento, chica, pero tengo que hincar los codos. Creo que volveré a la facultad a ver qué se cuece por allí. He perdido semanas estando... —Agitó la mano—. Eso se acabó ya.
Ella se levantó e intentó pensar en algo inteligente que decir que le convenciera de quedarse, pero no se le ocurrió nada.
Ruben se apartó de ella y luego se volvió.
—Gracias por esto. —Hizo un gesto hacia las aguas profundas del estanque—. No fue muy inteligente por tu parte zambullirte en unas aguas desconocidas como estas no siendo una buena nadadora, pero te agradezco el detalle. De verdad que sí.
Siguió un momento de titubeo, al cabo del cual le cogió la barbilla con la mano y la besó en la boca. Su intención era darle un beso puro, de mera gratitud, pero provocó un cataclismo en las rodillas de Paula. Llevaba un año coladita por él, y esto, combinado con la gloriosa visión de su desnudez y el verlo vestirse, hizo que todos los nervios de su cuerpo vibraran.
Paula levantó las manos con la intención de pegárselo, pero él acabó de besarla y retrocedió para mirarla.
—¡Carajo! Ya eres una adulta. Mejor que salga de aquí antes de que me aproveche de la amiga de mi hermana pequeña. Gracias por escucharme, Paula. Y por todo.
Y al minuto siguiente bajaba corriendo por un sendero que ella no había visto. Paula oyó que un coche se ponía en marcha y se alejaba.
Se sentó en la roca donde estaban esparcidas sus acuarelas y soltó un gran suspiro.
—Mierda, mierda, mierda —dijo en voz alta, y entonces se levantó una brisa y tuvo un escalofrío. Mientras Ruben estaba allí había sido tal la calidez que sentía que ni siquiera se había percatado de su ropa mojada, pero en ese momento estaba helada.
Recogió sus pinturas, el material y la toalla de Ruben, y llegó al coche de Karen en el preciso momento en que empezaba a llover. Cuando llegó a casa de los Alfonso, Rubenado de la casa.
Los padres del chico la miraron sonriendo.
—Ruben nos dijo que le salvaste la vida —dijo la señora Alfonso.
—Lo intenté —respondió Paula—, pero no se estaba ahogando. Solo creí que se ahogaba. —Después de cambiarse de ropa, les contó una versión edulcorada de la historia, y los padres declararon que su gesto podría haber hecho que Ruben saliera de golpe de su depresión.
—No lo creo —dijo ella, pero era agradable que sus padres pensaran que sí.
En cuanto a Karen, tan pronto como estuvieron a solas su amiga le preguntó si se había acostado con Ruben.
—Eso quise —confesó Paula—, pero no mostró ningún interés.
Puesto que era una mujer bastante guapa y los hombres solían perseguirla, su amiga quiso conocer todos los detalles.
—Aunque sea mi hermano.
Paula le contó una historia más completa que la que les había endilgado a sus padres. Esta incluyó el capítulo del desnudo. Aunque no reveló lo que Ruben le había dicho acerca de que Laura era la única mujer con la que se había acostado en su vida. Hacerlo habría sido traicionar su confianza.
—Cree que eres una niña como yo —dijo Karen.
—Creo que tienes razón —admitió Paula—. Pero puede que fuera mejor que se marchara. Probablemente me habría sentido cohibida con él.
—Conociste a mis otros parientes —dijo Karen—. Te podría apañar una cita. Parece que te gusta Pedro.
Paula la miró inexpresivamente.
—El médico. El tío con el que estuviste fuera, en el patio.
—Ah, sí. Era agradable, pero no, gracias —dijo Paula—. Mi límite es un rechazo por verano.
Al cabo de las dos semanas, volvió a casa en avión, de nuevo con su padre, su hermano y su nueva cuñada. Paula había hecho casi cincuenta acuarelas. La mayoría estaban simplemente bien, pero cuatro se contaban entre lo mejor que hubiera hecho nunca.
Su padre la abrazó y le dijo que había hecho justo lo que quería hacer.
—Bueno, ¿y a qué viene ese aire tan mustio?
—No estoy mustia —replicó ella.
—A mí no me engañas.
—Es cierto. Yo no soy Juan.
Juan siguió mirando a su hija.
—De acuerdo, quería gustarle a cierto chico, pero no estaba interesado.
—Pues es un chico muy estúpido —dijo su padre, y lo dijo en serio.
Paula le sonrió.
—Los chicos son unos hijos de puta —masculló, y su padre se echó a reír
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