martes, 15 de marzo de 2016
CAPITULO 3 (PRIMERA PARTE)
Edilean, Virginia, 2011
¡Paula Chaves iba a ir a Edilean a pasar todo el verano!
El doctor Pedro Alfonso colgó el teléfono al acabar de hablar con su prima Karen. ¡Por fin iba a pasar algo bueno en su vida!
En las últimas semanas había empezado a pensar que estaba en una espiral descendente que no iba a acabar jamás.
Le picaba el brazo, e hizo lo que pudo con el alambre de la percha para rascarse debajo de la escayola. Tanta facultad de Medicina para eso, todos aquellos años de formación ¿y qué utilizaba para el incesante picor si no una percha?
Como siempre, trató de no pensar en lo que le había ocurrido en las últimas semanas. Cuando se estaba dirigiendo al aeropuerto, se dio cuenta de que se había dejado el móvil en casa. Puesto que era el único médico del pequeño pueblo, no podía arriesgarse a estar ilocalizable.
Condujo de vuelta a casa y se encontró con que le estaban robando. Antes de que supiera lo que estaba pasando, le habían golpeado en la nuca con un palo de golf, y arrojado a patadas por la ladera de una colina. Así que en ese momento tenía el brazo escayolado, su padre había abandonado su jubilación para encargarse de la consulta, y a él le habían prescrito «reposo». Que no hiciera nada. Que dejara que su brazo se soldara.
Semejante prescripción le había hecho dudar entre el suicidio y el asesinato. ¿Cómo no iba a hacer nada? No podía por menos que pensar en la de veces que le había dicho a sus pacientes lo que su médico le había dicho a él. A lo largo de los años, Pedro había adoptado su expresión más seria para decirle a un paciente tras otro que buscara algo que hacer que solo requiriese un brazo o una pierna. En tales ocasiones, había parecido algo pasajero, así que ¿a qué venían tantas quejas? Pero cuando le dijeron exactamente lo mismo a él, había respondido que eso era imposible.
—Tengo pacientes. Un pueblo entero depende de mí —le había dicho a su médico.
—¿Y eres el único que puede ocuparse de ello? —había respondido el hombre con una ceja levantada. No comprendía el dilema de Pedro y sin duda no sentía ninguna conmiseración. A Pedro se le ocurrió arrollar con su silla el estetoscopio del sujeto... mientras lo tenía en los oídos.
Lo de su padre había sido peor. Después de llegar de Sarasota, donde vivía desde que se jubilara, había empezado a quejarse en cuanto entró en la consulta de Pedro, la consulta que le había pertenecido. Vio todo lo que su hijo había cambiado y le dijo que debería haberlo dejado como estaba. Cuando Pedro se lo discutió, su padre le dijo que se fuera a casa y descansara.
—¿A hacer qué? —había mascullado Pedro al salir.
Había pensado en marcharse de Edilean una temporada, pero la idea no acabó de seducirle. Le gustaba estar en casa, y además, tenía unas plantas que cuidar. Y unos pacientes adicionales que ver, unos pacientes de los que su padre no sabía nada.
Aun así, el panorama veraniego era desalentador, y le daba pavor.
Pero entonces Karen le llamó para preguntarle cómo se encontraba. Pedro se había abstenido de contarle la verdad, aunque sí consiguió soltar algunos suspiros que ella le recompensó con cierta comprensión. Entonces le había contado la maravillosa noticia de que su amiga Paula Chaves iba a ir a Edilean a pasar todo el verano pintando.
Por primera vez desde que se había despertado y encontrado al pie de una colina en los límites de su propiedad, con plena conciencia de que se había roto el brazo en la caída, Pedro empezó a levantar el ánimo.
Aunque, por otro lado, el nombre de Paula siempre le infundía vitalidad. La había conocido hacía unos años, la primera vez que ella había visitado Edilean; entonces Paula era una adolescente, y Pedro un joven médico que trabajaba a las órdenes de su padre.
Los padres de Karen habían organizado una fiesta e invitado a un montón de primos para que conocieran a la chica. El resultado había sido una casa llena de personas que se tenían más vistas que el tebeo, así que la principal ocupación consistió en ponerse mutuamente al corriente de las vidas del prójimo. Pedro fue el único que se percató cuando Paula se escabulló por la puerta trasera. Empezó buscándole un margarita, pero entonces recordó que la chica tenía la edad de Karen, solo diecinueve años. En vez de eso le consiguió un vaso de limonada y se lo llevó afuera.
—¿Sedienta? —preguntó, entregándole el vaso.
—Claro —dijo ella, cogiéndolo, pero sin apenas mirarle.
Que la chica no volviera a mirar lo guapo que era hizo que Pedro parpadeara varias veces; que la gente reaccionara al verle había sido una constante en su vida.
Jamás había tenido problemas para conseguir chicas, porque acudían a él sin necesidad de que tuviera que mover un dedo. Pero aquella chica siguió mirando la luz de la luna a través de la extensión de césped y no pareció interesada en lo extraordinariamente guapo que era. Hasta ese momento solo había sido la «amiga de la universidad de Karen», pero esa noche Pedro la contempló por lo que era en realidad. Era alta, con un cuerpo delgado que se curvaba en todos los sitios adecuados. Llevaba unos vaqueros y una camiseta que se adherían a su perfecta figura, no escandalosamente, sino con discreción, y eso le gustó.
Parecía una chica con clase, incluso elegante. Tenía una cara bastante bonita, y el pelo negro le enmarcaba la cara. Sus ojos verdes le recordaron a los pétalos de las orquídeas mariposas, y su naricilla respingona se elevaba de una manera que le entraron ganas de besarle la punta. Tenía unos labios perfectamente moldeados, aunque en ese preciso momento mostraban un mohín de tristeza que casi le hicieron arrugar la frente; por encima de todo, Pedro quiso eliminar esa tristeza.
—¿Somos demasiados para ti? —le preguntó.
—Sí —respondió ella con sinceridad—. Karen tiene tantos parientes que... —Se interrumpió de pronto y le echó un vistazo—. Lo siento, no era mi intención parecer negativa. La familia de Karen ha sido muy amable al darme esta fiesta, pero conocer a tanta gente de golpe es demasiado. Perdona, pero no me acuerdo cómo te llamas.
—Pedro.
—Ah, sí, el escritor.
—No. —La sonrió con aire burlón.
—¿El abogado?
—Me estremezco solo de pensarlo. —Pedro dejó su copa y apoyó los codos de espaldas al murete de ladrillo que discurría por el patio.
—No eres uno de los... —Paula agitó la mano—. Esos que tienen que ver con los coches.
—¿Un Frazier? No, soy un Alfonso.
Ella volvió a mirarle arrugando ligeramente la frente de su bonita cara, y entonces sonrió, y, cuando lo hizo, Pedro tuvo la sensación de que el corazón se le subía de un salto a la garganta. ¡Joder! Sí que era guapa. La luz de la luna titilaba sobre su piel de una manera que la hacía parecer de alabastro.
—Eres médico. Igual que Ruben.
Pedro le dedicó su mejor sonrisa, la que había hecho que muchas mujeres tuvieran la sensación de que se iban a derretir. Pero Paula no se derritió; se limitó a seguir mirándole con aire inquisitivo.
—Sí, soy médico. Trabajo aquí, en Edilean.
Ella levantó la cabeza para mirarle.
—¿Te gusta ser médico o lo haces porque es lo que hacen los Alfonso?
Pedro no estaba acostumbrado a que las mujeres guapas se pararan a la luz de la luna y le preguntaran por sus pensamientos más íntimos. No le sorprendía que le enseñaran un lunar que les preocupara, o que alguna se le acercara insinuantemente, pero que alguien le preguntara por su vida era una novedad.
—Yo...
—Si dices que quieres ayudar a la gente, eso no cuenta —le cortó ella.
Había querido eliminar la seriedad de la chica, pero fue él quien se echó a reír. Eso era exactamente lo que había estado a punto de decir. Tardó un instante en considerar la pregunta.
—¿Tendría sentido decir que no creo que tuviera elección? Hasta donde alcanzan mis recuerdos, he querido curar las cosas, hacer que mejoren. Los chicos solían traerme animales heridos, y yo los vendaba.
—¿No es también médico tu padre? ¿Te ayudaba?
—No —dijo Pedro, sonriendo—. Estaba demasiado ocupado con las personas de verdad. Pero lo comprendía. Decía que él había hecho lo mismo cuando era niño. Mi madre me ayudaba. Iba a buscar los viejos libros de texto de papá al ático, y juntos aprendíamos a entablillar y suturar heridas. Creo que probablemente ella le preguntara a mi padre qué es lo que había que hacer, pero era agradable que mi madre y yo lo hiciéramos juntos.
—Me gusta esa historia —dijo Paula, que desvió la mirada hacia el césped—. Mi madre murió cuando yo era muy pequeña y no la recuerdo. Pero mi padre siempre me ha prestado su apoyo. Es un gran tipo, y me ha enseñado muchas cosas.
—Parece que lo echas de menos —había dicho Pedro en voz baja, sin poder evitar dar un paso hacia ella. Nunca antes se había sentido tan unido a una mujer que no fuera de su familia. Había deseado cogerle la mano y guiarla por la oscuridad, sentarse en alguna parte y hablar toda la noche
—. ¿Tu...? —empezó, pero se interrumpió cuando la puerta corredera de la casa se abrió.
—¡Estás ahí! —dijo Karen, dirigiéndose a Paula—. Te anda buscando todo el mundo. —Paseó la mirada de Pedro a Paula con aire meditabundo, como preguntándose si había estado sucediendo algo.
Paula se adelantó un paso y miró a Pedro por encima del hombro.
—Ha sido un placer conocerte. Espero no tener necesidad de acudir a tu consulta —dijo, y siguió a Karen al interior de la casa.
Esa había sido la última vez que Pedro había visto a Paula.
Había querido invitarlas a ella y a Karen a su casa, pero una paciente había sufrido una trombosis en una pierna y la habían tenido que trasladar a Richmond en avión. Pedro la había acompañado, y cuando volvió a casa, Paula había regresado a Nueva Jersey. Sin necesidad de que se le dijera, sabía que en los recuerdos de Paula había sido relegado a «uno de los primos de Karen».
Se dijo que no pasaba nada, porque Paula tenía solo diecinueve años, y, en comparación a sus veintisiete, Pedro era un anciano. Había tenido que contenerse en su intento de sonsacarle información a Karen.
Siempre se había comportado como si no le importara nada, pero le preguntaba por ella a menudo. «¿Cómo está esa amiga tuya... Cómo se llamaba? Eso. Paula. ¿Cómo le va? ¿Os habéis echado algún nuevo ligue? ¿Alguna de las dos tiene algo serio?» Hacía todas aquellas preguntas en un tono paternalista, y nunca le había parecido que Karen se diera cuenta de lo que realmente le estaba preguntando.
Ella elogiaba lo buen amigo que era por acordarse incluso de una compañera de habitación de la facultad, y un tío aún mejor por escucharla parlotear sin parar sobre todo lo que hacían en la universidad. Karen le contaba que el padre de Paula casi la volvía loca por lo mucho que la controlaba, y cómo le iba con su pintura, y todo lo relacionado con cualquier ligue que su amiga pudiera tener. También le hablaba de su otra compañera de habitación, Sofia, y de su propia vida, y jamás pareció advertir que Pedro siempre manipulaba la conversación para volver a Paula.
Cada vez que Paula había vuelto a Edilean a visitar a Karen, Pedro había tratado de verla. Pero todas las veces había surgido algo, alguna emergencia que como médico no podía desatender. En una de las visitas, se encontraba en Francia en una de sus escasas vacaciones. Que hubiera estado allí con otra mujer no había tenido ninguna importancia para él.
En una ocasión, estando en Nueva York, se pasó por la galería de arte donde Paula estaba trabajando, aunque a la sazón ella se encontraba en Nueva Jersey. En otro viaje a Nueva York con ocasión de una conferencia, alquiló un coche y condujo hasta la Ferretería Chaves, pero Paula no estaba allí. Había llegado a ver a su padre, que parecía ser tan ancho como alto y todo músculo, pero a Pedro no se le ocurrió nada que decirle. ¿Que estaba persiguiendo a una chica que había conocido cuando ella solo tenía diecinueve años? Juan Chaves no parecía la clase de hombre que recibiría esas palabras con una sonrisa. Pedro se había marchado con una nueva caja de herramientas y había regresado a Edilean en coche.
Pero ahora parecía que Paula iba a ir a pasar todo el verano en Edilean. De una vez por todas iba a tener la oportunidad de pasar algún tiempo con ella. La diferencia de edad ya no era un impedimento, así que quizás ahora por fin podrían conocerse mutuamente.
—¡Eh! ¡Ya sé! —había dicho Karen por teléfono—. Tú y yo podemos salir con Paula y Ruben. Como si fuera una cita doble.
«¿Ruben? —pensó Pedro—. ¿Qué tenía él que ver con Paula?» Pero entonces resolvió que probablemente Karen solo estuviera planeando concertarle una cita a Paula.
—¿Que Paula va a venir a Edilean? —había conseguido articular Pedro—. ¿Cómo te las apañaste para conseguirlo?
—Le señalé que era yo y Edilean o su padre y Nueva Jersey. Aceptó inmediatamente.
Pedro no se rio.
—¿Y de qué va eso de Ruben? ¿Lleva fuera de casa desde cuándo? ¿Dos años ya?
—Ay, vaya, me parece que he revelado algo que no tenía que revelar. Creo que mejor se lo preguntas a tu padre.
—¡Karen! —dijo Pedro con seriedad, intentando parecer todo lo mayor que podía—. ¿Qué es lo que pasa?
Karen no se sintió intimidada en lo más mínimo.
—¿No te contó tu madre que ella y tu padre tenían reservas para un crucero?
—No lo recuerdo. En las últimas semanas me han ocurrido muchas cosas. Me cuesta recordarlo todo.
—Lo sé, y todos intentamos ayudarte. —Karen dejó de perder el tiempo con más compasión—. Tu madre jura que no va a renunciar a ese crucero. Le dijo a la mía que tardó medio año en convencer a tu padre para hacerlo, y que si él no sube a ese, tu madre jamás conseguirá subirle a un barco.
—¿Karen? ¿Qué tiene esto que ver con Ruben y Paula?
—A eso voy, espera un poco. Tu padre va a ir al crucero y Ruben va a volver a Edilean para encargarse de tu consulta hasta que te recuperes.
Pedro trató de controlar su impaciencia.
—Eso es estupendo por su parte. Necesita sentar la cabeza. A lo mejor se queda aquí.
—Crees que todos los habitantes del planeta deberían vivir en Edilean, Virginia, ¿no es así?
—Solo las buenas personas. —Tomó aire—. ¿Y qué tiene esto que ver con tu amiga Paula?
—¿Recuerdas la primera vez que me visitó Paula? Creo que la conociste entonces, ¿verdad?
—Sí. —Jamás le contaría a nadie la cantidad de cosas que había hecho por culpa de aquel encuentro.
—Es una historia muy larga, pero en aquella ocasión hubo algo entre Ruben y Paula, y ella ha estado al tanto de todo lo relacionado con él desde entonces. Creo que cuando se vuelvan a ver... Bueno, espero que hagan buenas migas. Por mi parte, voy a hacer todo lo que pueda para que se hagan novios.
—¿A qué te refieres con que «hubo algo»?
—Es demasiado largo para ahondar en ello ahora —dijo Karen— y tengo que irme. He de pulir y abrillantar unos anillos de boda. Pero ten los dedos cruzados para que consiga que se enrollen. Creo que harían una pareja fantástica, ¿tú no?
—Ruben quiere viajar por el mundo. Jamás sentará la cabeza.
—Acabas de decir... La verdad es que estás de mal humor, ¿no? Quizá no te pidamos que salgas con nosotros, después de todo. —Esperó a que él le contestara, pero como su primo no dijo nada, suspiró y dijo—: ¿Qué tal si me paso esta tarde y te cuento mis últimos diseños de joyería?
Pedro pensó que preferiría oír hablar de Paula, pero no lo dijo. Ya haría que le contara todo cuando llegara a su casa.
—Pues claro, me encantaría tener compañía.
—Ve a atender tus orquídeas —le dijo su prima al despedirse, y colgó.
Pedro permaneció junto al teléfono mucho tiempo sin hacer otra cosa que mirarlo de hito en hito. Estaba eufórico por que Paula fuera a pasar el verano en Edilean, pero ¿qué era aquello sobre ella y Ruben? Karen jamás había dicho una palabra al respecto.
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Ya me enganchó esta historia jajaja
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