jueves, 24 de marzo de 2016

CAPITULO 33 (PRIMERA PARTE)




Dentro de la cabaña, Paula dejó la caja en la encimera de la cocina y miró por todas partes. Era todo una gran habitación, con tres puertas al fondo que daban a los dos dormitorios y al baño, situado en medio.


Los muebles parecían todos desechos de casas diferentes. 


Nada iba a juego y todo era viejo y estaba destartalado. Dos sofás y dos gigantescos sillones miraban hacia la enorme chimenea de piedra, en cuyo fondo se acumulaba una montaña de cenizas de treinta centímetros de alto.


Lo que más le interesó de la estancia fue que la mesa de comedor estaba cubierta por una gruesa capa de periódicos, sobre los que reposaban las piezas desmontadas de una motosierra. No pudo reprimir una sonrisa, porque las máquinas desmontadas era algo que había visto durante toda su infancia. Una de las maneras con que la Ferretería Layton se había mantenido en el negocio cuando tuvo que competir con las grandes tiendas especializadas, fue la reparación de maquinaría.


Paula se había pasado casi todos los sábados de su infancia en la tienda con su padre y su hermano. Era entonces cuando las mujeres y los manitas acudían con una herramienta eléctrica barata que habían comprado de rebajas, la dejaban caer en el mostrador y decían: «Ha dejado de funcionar.»


Juan siempre había sido un mago de las reparaciones. 


Durante años le había irritado que su hermano fuera mejor que ella. Puesto que lo de las reparaciones no iba con su natural, se había esforzado en aprender. Cuando terminaba los deberes del colegio, se leía los manuales de los aparatos.


—No te empeñes —le decía Juan—. A las chicas no se les dan bien las máquinas eléctricas.


—Lo único que quiero es ser lo bastante buena para superarte —le retrucaba ella entonces—. Y eso no debería ser demasiado difícil.


A veces su padre tenía que mediar para zanjar la pelea subsiguiente.


Paula nunca consiguió ser tan buena como Juan, así que le dejaba las cosas complicadas. Aun así, sabía lo suficiente para que su padre soliera dejarla a cargo del mostrador de mantenimiento. Cuando un contratista llevaba una máquina defectuosa, rellenaba el resguardo y les dejaba la reparación a su padre o a Juan. Pero cuando los particulares acudían con sus herramientas rotas, a veces las arreglaba ella misma. Luego, por las noches, entretenía a su padre y a Juan con lo que ellos llamaban «Historias del tonto».


—¿Así que ha intentando taladrar una pieza de acero de más de medio centímetro de grosor? —había aprendido a decir Paula con cara de palo. Entonces cogía el taladro eléctrico por el que la persona había pagado veinte dólares y le explicaba amablemente que la herramienta estaba pensada para taladrar madera, no acero. En muchas ocasiones, los clientes se iban con una buena máquina comprada en Chaves.


En una ocasión, una mujer había llevado un taladro de buena calidad que había dejado de funcionar.


—No entiendo qué es lo que le ha pasado —había dicho—. Estaba colgando cuadros con él hace dos días, y hoy aparece así. —El aparato apenas podía girar. Paula no se pudo resistir a echar un vistazo al interior. En cuanto lo abrió, salió un líquido pegajoso: la hija de dos años de la mujer había vertido jarabe de arce dentro del taladro.


Paula había desmontado fresadoras, lijadoras y sierras de mano eléctricas. Le habían entregado motocultores que la gente había hecho pasar sobre terrenos pedregosos o montones de alambre de espino. De hecho, casi siempre tenía un arado cincel en el mostrador de reparaciones. Entre cliente y cliente, aprovechaba para desenredar las hojas de los arados con un cuchillo de hoja curva y unos cortaalambres.


Y además estaban las motosierras. A la gente le encantaba cortar troncos, aunque rara vez se molestaban en comprobar si había clavos en la madera. Llegó a adquirir una gran destreza en volver a colocar las cadenas sueltas, y luego explicaba a los clientes cómo utilizar adecuadamente el artefacto.


Lo que acentuaba el espíritu competitivo en ella y Juan era que alguien dejara caer sobre el mostrador una herramienta metida en una bolsa de papel en cuyo interior repiquetearan las piezas. Algún vecino había decidido que podía arreglar la herramienta, la había desmontado entera y luego había sido incapaz de volver a montarla de nuevo. A los catorce años, había terminado por dejar que Juan arreglara las máquinas, aunque lo desafíaba a ver lo rápido que podía hacerlo. Así que le entregaba la bolsa de las piezas a su hermano, y entonces miraba el reloj para ver cuánto tardaba en volver a montarlo todo.


A los clientes habituales les gustaba observar a su hermano, así que Paula


Cuando un bricolajero aparecía con una herramienta eléctrica metida en una bolsa, Paula hacía sonar un silbato. 


Su hermano dejaba entonces lo que estuviera haciendo y se dirigía a la mesa de reparaciones. Paula levantaba un cronómetro, y los clientes empezaban a animar a gritos. En tales ocasiones Juan era como un soldado que reensamblara su fusil. Cuando acababa, levantaba las  manos, Paula hacía sonar el silbato, proclamaba el tiempo empleado y todos aplaudían.


La última vez que estuvo en casa había intentado que su hermano volviera a la actuación, pero Graciela había declarado «indigno» el espectáculo, así que Juan ya no lo volvió a hacer.


Ver ahora las piezas de la sierra mecánica que cubrían la mesa del comedor la hizo sonreír; la visión le había traído buenos recuerdos, e hizo que extrañara a su padre y a Juan. 


Si estuvieran allí, habrían vuelto a poner todas las piezas en su sitio en unos nueve minutos y medio.


—Ten cuidado —dijo Ramon cuando entró llevando una carga de leña—. Te harás daño.


Paula tardó un momento en darse la vuelta. Durante su infancia había oído ese tono al menos una vez por semana, un tono que decía: «Eres una chica. Es imposible que sepas algo de herramientas.» A lo largo de los años había borrado muchas de aquellas sonrisillas petulantes de las caras de los hombres.


Cuando se volvió para mirar a Ramon, lo hizo con una sonrisa.


Pedro estaba detrás de su primo.


—El padre de Paula... —empezó a decir, pero se interrumpió al ver la expresión de Paula.


—¿La has desmontado tú? —preguntó ella con cara de asombro, aparentando inocencia. Era el tono y la expresión que había utilizado con cualquier hombre que hubiera dado por supuesto que no tenía ni idea de cómo utilizar una herramienta eléctrica. A sus clientes habituales, en especial los contratistas, les encantaba oír aquel tono; sabían lo que se avecinaba: Paula se disponía a demostrarle a algún cerdo machista exactamente lo que sabía de herramientas.


Algunos contratistas utilizaban a Paula para poner a prueba a los nuevos empleados; querían ver cuál era su reacción al ser derrotado por una chica. Cuando les daba su lección, algunos se enfadaban —Juan había tenido que propinarle un gancho de izquierda en la barriga a uno—, aunque la mayoría acababan riéndose de sí mismos.


—Sí —respondió Ramon con aspereza—, pero está cascada. Necesito una nueva.


Paula conocía aquella marca y modelo en concreto de motosierra, y tenía menos de un año de antigüedad. Supuso que Ramon —como profesor universitario que era— no sabía utilizarla. Habría intentado serrar el poste de una valla pero sin desmontar esta primero. Su fuera así, era afortunado de seguir teniendo todos sus miembros.


Ramon se volvió hacia Pedro.


—Tendré que ir en coche al pueblo mañana y agenciarme una nueva. Tengo que cortar la leña para el invierno. Aquí arriba hará frío.


Pedro estaba mirando a Paula, que estaba detrás de Ramon. Tuvo la impresión de que ella estaba tramando algo, aunque no supo qué. Le lanzó una sonrisa para que supiera que hiciera lo que hiciese contaba con todas sus bendiciones.





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