viernes, 25 de marzo de 2016
CAPITULO 36 (PRIMERA PARTE)
Cuando se despertó apenas había amanecido, y lo primero que se le ocurrió fue preguntarse cómo una niña pequeña podía hacer semejante ruido. Se volvió parpadeando y vio a Noelia apartando una vieja cuna de hierro de la pared. Las patas del mueble rozaban sobre el suelo y los muelles crujían.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Paula.
—Ha desaparecido una Riley —respondió la niña.
Paula bostezó.
—¿Qué quiere decir eso?
—Una de mis muñecas Riley no está aquí. Alice ha desaparecido.
Paula se incorporó sobre un brazo. Había tantos peluches y muñecas en la cama de Noelia, que casi no le quedaba sitio para acostarse. Pero Paula se acordó de la importancia de los juguetes cuando era niña.
—¿Estás segura de haber sacado a Riley del coche?
—Es Alice, aunque sea una muñeca Riley —le corrigió Noelia.
—Entiendo. —Paula volvió a bostezar—. Estoy segura de que todavía está en el coche. Las llaves están... —Noelia ya estaba saliendo por la puerta.
Paula vio luces encendidas en el salón, así que le pareció que los demás ya estaban levantados. Considerando lo que Ramon opinaba de ella, pensó que era mejor no quedarse tumbada en la cama... como haría una chica de ciudad.
Se vistió deprisa, hizo una visita al baño y se dirigió a la cocina. Un minuto después, Ramon salía de su habitación.
—¡Ah, estás aquí! —bramó con su voz profesoral—. Te he estado esperando.
Paula no sabía si eso era bueno o malo.
—¿Hiciste tú eso? —Ramon señaló la motosierra, ya montada.
—Sí —admitió ella cautelosamente.
Ramon cruzó a grandes zancadas la estancia y la levantó en vilo con un gran abrazo.
—Y yo pensando que eras una de esas tiquismiquis amigas de Pedro.
Ella le empujó los hombros, y Ramon la soltó.
—¿Y en qué consiste eso de ser una tiquismiquis?
—Ya sabes —dijo él—, esas que gañen por todo. Por cebar un anzuelo, por hacer senderismo, por freír pescado, todo es motivo de queja.
Paula se echó a reír.
—Me crie con mi padre y un hermano al que llamo Bulldog. Si hubiera gañido siquiera una vez, todavía se estarían riendo de mí.
—Entonces ¿solo «pareces» una chica de ciudad?
—Solo os parezco de ciudad a vosotros. Los neoyorquinos creen que acabo de llegar de la era.
Ramon volvió a soltar una carcajada.
—¿Qué quieres para desayunar? Tenemos...
—¡La encontré! —gritó Noelia, entrando como una exhalación por la puerta de la calle. Sostenía una muñeca muy bonita vestida como Alicia en el país de las maravillas—. Tengo que acostarla —añadió, dirigiéndose a la habitación, donde se encerró.
Paula miró a Ramon.
—¿Por qué no hago yo el desayuno? —Echó un vistazo hacia la puerta cerrada del dormitorio—. ¿Está dormido Pedro?
—Sí. Duerme como un tronco. Cuando éramos niños, Colin y yo solíamos arrojarle un balde de agua encima para despertarle. ¿Cómo es que no sabes eso de él?
—Porque cuando está conmigo no duerme.
Ramon sacudió la cabeza al tiempo que soltaba una risotada.
—Ahora empiezo a comprender.
La cocina era larga y estrecha, y Ramon se colocó entre las dos encimeras.
—¿Qué puedo hacer para ayudar?
—Quedarte en ese lado —le soltó Paula. Tenerlo allí sería como tener en medio a un oso—. ¿Por qué no te sientas junto a la encimera y me hablas de tu libro? —Había estado en lo cierto al suponer que le encantaba hablar, porque a los pocos segundos le estaba contando con todo lujo de detalles la novela que intentaba escribir. Pese a su aspecto de armario ropero, cuando empezó a hablar, Paula supo que era profesor y que estaba acostumbrado a que se le escuchara en religioso silencio.
Paula le escuchó mientras hurgaba en el frigorífico buscando la masa para filloas que Lucia y la señora Wingate les habían enviado. Ramon decía que quería escribir una serie de novelas de misterio sobre un profesor de filosofía que era capaz de desentrañar la mentalidad de cualquier criminal.
Paula sacó la pequeña sartén antiadherente enviada por las mujeres —«Ramon solo tiene de hierro colado», habían dicho—, y la puso al fuego. Al principio, el libro de Ramon parecía interesante.
Cuando Paula empezó a verter la masa y a hacer filloas, Ramon profundizó en el argumento de la novela. Su héroe razonaría con los delincuentes, y esa sería la manera de derrotarles.
—Y, por supuesto, incurriría en la falacia de la ignoratio elenchus. —Como profesor que era, explicó que esto consistía en utilizar un argumento irrelevante para el asunto en cuestión—. Pero yo... quiero decir, mi protagonista... le señalaría el error. Como decía santo Tomás de Aquino... —Y entonces pasó a soltarle un sermón sobre filósofos.
Así que Paula perdió tanto interés en lo que él estaba diciendo, que su mente empezó a divagar. Empezó por planear lo que esperaba pintar ese día. Cuando regresara a Edilean quería tener algunas ideas claras sobre lo que quería hacer para la publicidad de Karen.
La voz de Ramon siguió y siguió zumbando monótonamente.
A cada frase parecía dejar caer un nombre: Heidegger, John Locke, Nietzsche, Schopenhauer. Paula había oído hablar de algunos, pero la mayor parte de las personas que nombró Ramon le eran desconocidos.
Cuando Noelia abrió la puerta del dormitorio y arrastró por el suelo una pesada caja de cartón, Paula vio el cielo abierto.
—Estoy lista para salir —dijo Noelia.
Paula colocó la última filloa en el montón, apagó el fuego y se dirigió hacia ella. A sus espaldas, Ramon terminó por fin su monólogo.
—¿Qué es esto? —preguntó Paula, mirando la caja.
—Mi nuevo material de arte.
Paula se inclinó y miró el interior de la caja. Le había enviado a Pedro un mensaje de texto con una breve lista de materiales para que le comprara a Noelia, un juego de acuarelas de ocho colores, tres pinceles, un cuaderno de papel y algunos lápices de colores. Lo que había dentro de la enorme caja eran cuatro de aquellos grandes y caros equipos encerrados en unas preciosas cajas de madera, la clase de cosas que se regalaban en navidades y que rara vez se utilizaban. La mitad de las cosas que contenían eran innecesarias.
—Eso no es lo que le dije que te comprara —dijo con frustración, mientras abría los juegos de pinturas y miraba el interior—. Han debido de costar una fortuna.
Noelia metió la mano en un lateral de la caja y sacó el recibo de la compra, que ascendía a más de cuatrocientos dólares.
—¡Caray! —exclamó Paula, que empezó a sacar los equipos de pintura y a ponerlos en la mesa de comer—. ¿Por qué compró estos?
—Me parecieron que eran bonitos —dijo Noelia
Paula sabía que estaba enfadada con Pedro, no con la niña.
—Y bonitos son. —Sonrió a Noelia—. Pero si vamos a hacer una caminata, no podemos llevarlos, ¿no te parece? Seguro que el tío Ramon tiene algún plato que podamos utilizar. A poder ser blanco.
Ramon estaba sentado junto a la encimera, observándolas.
—En el armario de abajo —dijo.
Noelia sacó un plato blanco viejo de una alta pila y se lo dio a Paula. Esta había sacado unos cuantos tubos de los colores necesarios de los equipos de pintura, algunos lápices, el cuaderno de espiral y dos pinceles.
—Ea —dijo—. Esto es todo lo que necesitamos para hacer unas obras maestras. ¿No habías traído una mochila contigo? Meteremos dentro estas cosas.
Noelia entró corriendo en el dormitorio en el instante en que la puerta de Pedro se abría.
—No encuentro mi equipo de pesca —gritó desde el interior de la habitación.
—Mira debajo de la cama —respondió Paula con un grito.
—Gracias.
Paula regresó a la cocina para sacar la fruta y las magdalenas del frigorífico y empezó a ponerlo todo en la mesa del comedor.
Ramon seguía sentado a la encimera y observó a Paula mientras esta quitaba la motosierra de encima de la mesa y la dejaba en un rincón, quitándola de en medio. En unos minutos la mesa estaba puesta.
—El desayuno está listo —anunció, y Noelia salió de la habitación y se sentó. El siguiente fue Pedro, sin peinar y con la ropa vieja y raída que siempre se ponía en la cabaña, con la camisa sin abrochar.
Paula se acercó a él, le dio los buenos días con un beso y dijo:
—Gastaste demasiado dinero en el material de pintura. Te envié una lista. ¿Por qué no compraste sin más lo que te dije? —Le estaba abotonando la camisa.
—Te pones tan guapa cuando te quejas —le dijo, besándola de nuevo, y luego miró por encima de su cabeza—. ¿Eso son filloas? ¡Me encantan esas cosas!
—La señora Wingate dijo que te encantaban, y preparó la masa.
—Fantástico. Le pone Grand Marnier. —Le echó el brazo por los hombros y se dirigieron a la mesa. Pedro le sacó la silla para que se sentara.
—Vamos, Ramon —dijo Paula—. Desayuna algo.
Ramon se levantó del taburete y se quedó de pie un momento mirando a los tres. Eran la imagen perfecta de la domesticidad... y le pareció que allí sobraba.
—Creo que... que yo... Hasta luego, chicos —dijo cuando salió por la puerta.
Le vieron subir a su destartalada camioneta y alejarse.
—Es por mí, ¿verdad? —dijo Paula—. Sé que no le gusto y...
—¿Estás de broma? —preguntó Pedro—. Se despertó cuando entré anoche y vio que habías montado la motosierra. Me tuvo despierto una hora y media hablándome de lo fantástica que eras.
—¿De verdad? —dijo Paula—. ¿Una hora y media? ¿Hablando de mí?
—Bueno, quizá me contara que estaba teniendo algún problemilla con el libro y quisiera hablar de ello.
Paula bajó la vista hacia el plato.
Noelia miró uno a uno a los dos adultos silenciosos.
—El tío Pedro dice que el libro del tío Ramon es lo más aburrido que ha oído en su vida, pero que no tengo que decírselo.
Paula no quería que Noelia supiera que opinaba lo mismo, pero entonces Pedro dijo:
—¿Cuál era esa cita de Heidegger que era tan profunda que el psicópata acababa por entregarse?
Aquello quebró la cautela de Paula, que soltó una carcajada.
—Tu pobre primo. No es de extrañar que se bloquee. ¿Es que no sabe que el público que compra libros no está interesado en un tipo que habla más que los malos? La gente lo que quiere ¡es acción!
—Ninguno hemos tenido el valor de decírselo —dijo Pedro—. Bueno, ¿quién está preparada para hacer una excursión? —Miró a su sobrina—. ¿Qué tal si llevamos a Paula hasta el arroyo del Águila?
—Ay, sí —dijo Noelia, cuando se levantaron de la mesa y empezaron a recogerla—. Pero tendrás que llevarme a caballito la última mitad del camino.
—En ese caso, solo una.
—Seis —replicó la niña.
—Entonces harás todo el camino a pie.
—Vale, cuatro —dijo Noelia con resignación.
—¿Qué...? —empezó a preguntar Paula, pero entonces cayó en la cuenta. Estaban negociando cuántos animales y muñecas podría llevar Noelia con ella—. Yo llevaré a un par de Riley —dijo, y Noelia le dedicó una sonrisa de oreja a oreja—. Pero tu tío tiene que llevar todas y cada una de esas cajas de pinturas que te compró.
Pedro dejó de sonreír.
—Esas cosas pesan más que Noelia.
Paula se encogió de hombros.
—Eso es lo que te pasa por tener una tarjeta de crédito más grande que los músculos de tu espalda.
Noelia miró a su tío, preparada para la siguiente descarga.
Pedro sacudió la cabeza.
—¡Vuelvo a estar en inferioridad numérica! —Se acercó a Paula, se inclinó para ponerle el hombro en el estómago, y la levantó. Le empezó a dar vueltas por el aire mientras ella se reía a carcajadas—. ¿Quién tiene unos músculos poderosos en la espalda? —preguntó Pedro.
—¡Tú, tú! —dijo Paula, riéndose—. Pero hay que restringirte el presupuesto.
Pedro la bajó poco a poco por delante de él.
—Estoy de acuerdo —dijo él en voz baja—. Creo que deberías quedarte y restringirme el presupuesto.
—¡Otra vez no! —exclamó Noelia—. Se acabaron los besos. ¡Vámonos!
—Cinco —dijo Pedro, con la cara a pocos centímetros de la de Paula—, pero solo si desapareces durante diez minutos enteros.
Noelia se metió corriendo en el dormitorio y cerró la puerta ruidosamente.
La boca de Pedro apareció en el acto sobre la de Paula, y ella estaba tan ávida de él como él de ella.
—Quisiera pasar contigo toda la noche —dijo Pedro, besándole el cuello.
—Y yo querría estar contigo.
—Quédate conmigo —dijo él—. Mientras estés aquí, vive conmigo.
—Lucia y...
—Entonces me mudaré yo contigo —la interrumpió, con los labios en su cuello—. Quiero llegar a casa para encontrarte. Quiero...
—Se acabó el tiempo —dijo Noelia.
Paula se apartó de Pedro, que le dio la espalda a su sobrina para que no viera el problema físico que le aquejaba en ese momento.
—¿Cómo consiguen las parejas tener intimidad alguna vez para hacer un segundo hijo? —preguntó Paula en un murmullo.
—Se escabullen —dijo Pedro—. En una ocasión, a una mujer tuve que extraerle la punta de una percha de la cadera. Se habían... —Se interrumpió porque Noelia tenía la oreja puesta—. ¿Quién está preparada para ir a pintar?
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