lunes, 28 de marzo de 2016
CAPITULO 45 (PRIMERA PARTE)
Ella lo vio meterse en el baño; sus palabras habían aliviado un poco su aprensión. Si la sorpresa de Pedro requería unas botas de senderismo, eso significaba que era algo relacionado con Edilean. Soltó el aire, y cayó en la cuenta de que le había inquietado un poco que le fuera a ofrecer un anillo.
Se preguntó cómo reaccionaría si Pedro hiciera tal cosa.
Nunca había conocido a un hombre que le gustara más ni con quien fuera más fácil llevarse bien. Hasta había pasado lo que Sofia llamaba la «prueba del tedio». Su amiga decía que era fácil que los hombres resultaran agradables cuando todo era apasionante. Pero cuando no sucedía nada y estabais solo los dos... Esa era la verdadera prueba.
Sofia acostumbraba decir: «Cuando todo es ultra aburrido. No solo un momento de calma en medio del día, sino tanto aburrimiento que deseas pegarte un tiro en el pie solo para animar las cosas.» Su sentido del humor tejano siempre las hacía reír, pero lo que decía tenía su lógica. Después de aquello, cada vez que se habían echado un nuevo ligue, las chicas procuraban establecer un día para poder realizar la «prueba del tedio».
Pedro las había aprobado todas. Si Paula quería estar tranquila y pintar, Pedro estaba feliz de que así fuera. A cambio, a ella le encantaba llevar un viejo sillón de mimbre al pequeño invernadero mientras Pedro mataba el rato por allí.
—Ahora ves a mi verdadero yo —le decía mientras sostenía una de sus orquídeas moradas—. Nada de globos aerostáticos ni comidas de seis platos. Solo a mí y a un puñado de plantas que necesitan muchísimos cuidados.
—Te mereces un descanso por salvar vidas durante toda la semana.
—Mi trabajo no es ni con mucho tan dramático. Hoy tuve dos faringitis, un... y cito...: «un lunar de aspecto sospechoso», y dos astillas. Sin embargo, una estaba en una zona bastante delicada de un hombre recién casado. Les sugerí que o bien lijaba el banco de trabajo de su padre o de lo contrario que utilizaran la cama. Él y su flamante esposa no se pueden permitir tener una casa, así que siguen viviendo en la de los padres y tienen que hacerlo a salto de mata.
Paula se había echado a reír. No había nada aburrido en Pedro Alfonso, nada que a ella no le gustara, excepto el pueblo donde vivía. Pero, en realidad, eso no era cierto. En un par de ocasiones, él le había dicho que «encajaba» en Edilean... y tenía que admitir que era verdad.
Desde el pase de modelos, Paula se había convertido en parte del pequeño pueblo. En ese momento estaba considerada la defensora de las niñas que no eran animadoras, de las tímidas o de las inadaptadas por la razón que fuera. Apenas podía caminar por la calle sin que una madre la parara y le preguntara por el Club de las Triunfadoras.
Un día, mientras comían, Karen había empezado a reírse.
—¿A qué viene eso? —le había preguntado.
—¿Te has dado cuenta de que has dibujado tres conjuntos para niñas en el tiempo que llevamos sentadas aquí?
Paula se había sorprendido. Las niñas la habían visto por la cristalera y habían entrado, y ella ya sabía lo que querían antes de que se lo pidieran. Había mirado a las niñas una a una, y sabido inmediatamente lo que debían llevar. También les aconsejó sobre el pelo.
—Dile a la peluquera que te lo oscurezca y te tiña las cejas y las pestañas —le había dicho a una niña de catorce años con el pelo rubio platino, casi blanco.
Al oír las palabras de Karen se dio cuenta de que se estaba dejando apoderar por las necesidades de Edilean, y puso cara de pocos amigos. Pensarlo hizo que se concentrara en las pinturas que tenía que hacer para Karen.
Ya las había terminado, y sabía que era el momento de hablar con Pedro de algunos asuntos muy serios. Lamentó que le hubiera salido con el cuento aquel de la sorpresa, pero ella no podía hacer nada para evitarlo; así que no tendría más remedio que esperar a después para hablar con él.
Pedro salió de la ducha, y ella se duchó y se vistió. Después de un desayuno rápido, subieron al coche de Pedro, que se dirigió a la carretera que llevaba a Williamsburg. Estacionó en un aparcamiento que estaba infestado de malas hierbas.
Paula miró por el parabrisas y contempló el viejo y enorme edificio de ladrillo que tenían delante sin tener ni idea de lo que estaba pasando.
—¿Qué te parece? —preguntó él con voz expectante.
Del edificio, que se extendía a lo largo del aparcamiento, quedaba poco más que el esqueleto.
—Techo, muros, cimientos —dijo Paula—. Lo necesita todo. —Le estaba mirando con curiosidad. ¿Qué le pasaba por la cabeza y qué tenía que ver aquel lugar con ella?
Le vio salir del coche y rodearlo para abrirle la puerta.
—Le compré este lugar a Ramon —dijo él.
—¿Vas a ampliar la consulta? ¿Piensas abrir una gran clínica?
—Nada de eso —respondió con una sonrisa, extendiendo la mano para ayudarla a salir—. Entra y échale un vistazo.
Dime lo que hay que hacer para dejarlo en condiciones de uso.
Paula le siguió, aunque con cara de pocos amigos. Tenía el mal pálpito de que aquel edificio era importante, y de que iba a cambiar las cosas.
Lo siguió dentro cogida de su mano, pasando por encima de los escombros. Pedro le explicó que hacía muchos años había sido una fábrica de ladrillos, pero que la familia McTern la había reducido de tamaño, y que los grandes fabricantes se habían apoderado del sector. Los pequeños negocios como Ladrillos McTern se habían quedado fuera.
—Así que el edificio ha permanecido vacío durante mucho tiempo —concluyó Pedro.
La estaba mirando como si le estuviera dando el mayor regalo imaginable, salvo que ella no tenía ni idea de en qué consistía.
Atravesaron una gran sala de techos altos, y cruzaron una puerta para ver tres pequeñas habitaciones contiguas.
—Pensé que estas podrían ser las oficinas —dijo Pedro.
—Si pregunto «¿oficinas para qué?», ¿obtendré alguna respuesta?
Pedro se limitó a sonreír mientras le tiraba de la mano y la conducía de nuevo hacia la parte delantera. Había un pasillo con un par de viejas puertas que apenas se mantenían en sus goznes.
—Los baños —dijo él, y entonces aceleró el paso.
Atravesaron a toda prisa una habitación larga y estrecha que solo conservaba parte del techo. Los pájaros volaban en lo alto. Cruzaron una puerta abierta y salieron a una sala grande y espaciosa. Los viejos muros eran altos, y a lo largo de la pared del fondo había unas ventanas con los cristales rotos y se abría una puerta que daba al exterior. Apoyada en la pared más alejada había un gran trozo de lona que cubría algo.
Paula se paró en medio de la sala y miró a Pedro.
—¿Qué te parece? —le volvió a preguntar, y sus hermosos ojos se animaron con lo que solo podría describirse como esperanza.
—¿El qué, Pedro? —preguntó ella sin disimular su exasperación.
—Para estudio de arte —respondió—. No sé mucho al respecto, pero esas ventanas dan al norte. Esa es la mejor luz para los artistas, ¿verdad?
—¿Compraste este edificio para que tuviera un lugar donde pintar? —preguntó ella en voz baja.
—Bueno —dijo—, en realidad, no.
Paula respiró aliviada.
—Cuando le envié a tu padre el plano de la planta fue él quien sugirió que esta sala fuera para ti.
—¿A mi padre? —dijo Paula, y entonces tuvo la sensación verdaderamente terrible de que quizá, solo quizás, estuviera empezando a comprender—. ¿Tú y mi padre habéis actuado conjuntamente? ¿Sin mi conocimiento?
—Paula —dijo él—, estás haciendo que parezca que he conspirado con tu padre. Fue algo que sucedió sin más.
—¿Algo que sucedió y que me planificó el futuro? ¿En donde voy a pintar? —preguntó sin perder la calma.
—No —respondió él—. Al menos no fue así. ¿Te acuerdas cuando estábamos en Williamsburg comprando la tela para los vestidos de Noelia?
Paula no respondió; se limitó a pararse allí, mirándole.
—Me pediste que le enviara una foto a tu padre, y eso hice, y de paso me presenté. —Apartó la mirada. Pensó que sería mejor que no le revelara lo que le había escrito exactamente a Juan Chaves, ni la respuesta de este. La volvió a mirar—. Paula, cariño, es solo de esas cosas que pasan, nada más.
—¿Y qué es lo que pasó? —preguntó ella con los dientes apretados.
—El comprar el edificio y hacer planes con tu padre —respondió cuando se dirigió hacia la gran lona—. He esperado a que llegara esto antes de contártelo. Esta es la sorpresa. —Y con un gesto ostentoso, retiró la lona.
Apoyado en la pared había un gran cartel metálico pintado.
Era verde oscuro, con las letras en amarillo, y era una nueva versión de uno que Paula se había pasado viendo toda su vida. Rezaba así: FERRETERÍA CHAVES, escrito sin interrupción, en las mismas letras de imprenta que su bisabuelo había escogido en 1918.
Paula no movió un músculo de la cara mientras miraba a Pedro.
—Tu padre va a traspasarle la tienda de Nueva Jersey a su hijo y abrir un local en Edilean. Sabe que no ganará el dinero que gana con la otra tienda, pero tiene mucho ahorrado. Tu padre es un buen administrador. Y además, lo único que quiere es estar cerca de ti. Te extraña mucho, Pau, y como bien dijiste, eres lo único que tiene. ¿Cómo es ese antiguo refrán? «Un hijo es un hijo hasta que se casa, pero una hija es una hija toda su vida.» Eso no nos deja en buen lugar a los hombres, ¿verdad? Paula, por favor, di algo.
Paula tomó aire.
—Tú y mi padre organizasteis esto mientras me dedicaba a confeccionar la ropa para el desfile, ¿no es así? Era esto lo que has estado manteniendo en tantísimo secreto, lo que estuviste haciendo con tu primo Rams, el abogado. El diminutivo de Ramsey. ¿No era eso lo que me contestabas cada vez que te preguntaba qué era lo que estabas haciendo?
—Paula —dijo, acercándose a ella—. Creí que las cosas habían cambiado entre nosotros. Me pareció que te empezaba a gustar Edilean. Tu padre...
—Es igual de manipulador y controlador que tú —dijo ella tratando de mantener la mayor calma posible, y entonces se volvió y regresó por donde habían venido.
Él la alcanzó en el largo pasillo.
—Paula, no tienes que hacer esto. Fue idea de tu padre destinarte la sala al final de la ferretería. Me dijo que siempre quisiste tener un estudio propio.
Se volvió hacia él.
—Escuchas tanto como mi padre. —Lo dijo sin levantar la voz; estaba demasiado furiosa para eso.
—Lo olvidaremos —dijo él—. Nada de estudios al lado de la tienda. Haremos...
—No —dijo Paula en voz baja—, no vamos a hacer nada en absoluto.
—Paula... —empezó a decir Pedro, poniéndole la mano en el brazo, pero ella se soltó con un tirón.
—¿Es que crees que porque tengas tanto prestigio en este pequeño pueblo, que porque seas médico, etcétera, de verdad crees que tienes derecho a engatusarme para que haga lo que a ti te dé la gana? ¿Que puedes comprarnos un edificio a mi padre y a mí y que por eso haré cualquier cosa que hayas planeado para mi vida? —Respiró hondo—. Te dije que aquí no había ningún trabajo para mí, pero parece que no me escuchaste.
Pedro se le acercó más.
—Paula, lo único que puedo decir en mi defensa es que te amo, que te quiero, que amo a la mujer que eres. Adoro lo divertida y creativa que eres, y que seas capaz de montar una motosierra. Adoro que averiguaras que Noelia estaba siendo torturada por un puñado de mocosas envidiosas y que lo solucionaras. No dijiste una palabras sobre el problema, pero viste una solución y la pusiste en práctica. Y todo por una niña a la que apenas conocías. Nunca he conocido a nadie como tú. Y no creo que haya nadie igual que tú en la tierra. Te adoro y quiero que te quedes aquí conmigo. ¿Es eso tan malo?
—Que lo hicieras todo a mis espaldas sí lo es —respondió, pero entonces se ablandó—. Pedro, yo también te quiero. Lo sé. Lo siento, pero hay más cosas en la vida que el romanticismo. ¿Qué sucederá después de que te eche los brazos al cuello y te declare mi amor?
No esperó a que le respondiera.
—Durante semanas, puede que meses, incluso un año, flotaré por ahí en una nube de ensueño. Tendremos una gran boda e invitaremos a tus centenares de parientes. Pasaremos una luna de miel espectacular. ¿Y luego qué? ¿Pariré un par de hijos? ¿Haré un curso de cocina para tenerte la cena en la mesa todas las noches cuando vuelvas a casa?
Echó un poco el freno.
—¿No entiendes que pronto ya no sería yo? ¿Que lo que te gusta de mí moriría de inanición?
—Eso mismo es lo que me dijo Karen —admitió él—. Que quedarte aquí sin hacer nada te mataría espiritualmente.
—Es como lo que dijiste tú. Me dijiste que a veces es la profesión la que elige a la persona. Noelia es una persona creativa. Le encanta hacer cosas, pero dijiste que va a ser médico, que la profesión la escogió. Y lo dices sin darle importancia, como si fuera un hecho.
Paula respiró varias veces y se tranquilizó.
—¿Y si después de pasarte la infancia mordisqueando un estetoscopio una mujer te dijera: «Te quiero. Renuncia a la medicina y vive para mí.»?
Pedro retrocedió un paso, y Paula se dio cuenta de que por primera vez la había escuchado realmente, de verdad, que no solo estaba escuchando las palabras para luego hacer caso omiso como si no significaran nada.
—¿Serías capaz de renunciar a ser médico? —le preguntó en un susurro—. ¿De aceptar otro empleo para hacer otra cosa?
—No —admitió él, y Paula vio que por fin había entendido.
De lo que Paula se estaba dando cuenta fue de que aquello era el final, que después de ese día ella y Pedro dejarían de ser pareja; de que ya no habría más arrumacos nocturnos ni más sexo a la luz de la luna; de que no volvería a ver a Noelia ni a Lucia ni a la señora Wingate, y de que nunca vería la joyería de Karen porque no sería capaz de regresar a Edilean y ver de nuevo a Pedro.
—Tengo que marcharme —dijo ella. El corazón le latía con fuerza en la garganta—. Me tengo que ir ya. Sola. Tengo que alejarme. —Lo dijo con voz apremiante, dejando bien a las claras lo cerca que estaba de sufrir un ataque de pánico.
Tendió la mano a Pedro, que no dijo nada cuando le depositó las llaves del coche en la palma, y se dirigió a toda prisa hacia el coche. Se alegró de que la casa de la señora Wingate no estuviera lejos, y se alegró de que no hubiera nadie en casa cuando llegó.
Sin pensar en lo que estaba haciendo, metió sin más miramientos la ropa y los objetos de aseo en una bolsa.
Tardó solo unos minutos en reunir todas las acuarelas, las introdujo en la caja que le había hecho su padre (sin perder el tiempo en pensar que él también la había traicionado), cogió sus llaves, se metió en el coche y se dirigió al norte.
Sabía que si tenía un momento de vacilación volvería corriendo a Pedro y se arrojaría a sus brazos. ¿Cómo podía abandonar a un hombre al que amaba tantísimo?
Pero conocía la respuesta; se marchaba precisamente porque lo amaba. Todo lo que había dicho era cierto. Si se casaba con él ahora —que sabía que era lo que Pedro quería— le haría el hombre más infeliz de la tierra. El amor que se profesaban acabaría hecho añicos por el deseo de Paula —por su necesidad— de crear.
Cuando entró en la I-95 estaba reprimiendo el impulso de regresar. Pero no lo hizo. Pedro se merecía algo mejor que una mujer que no fuera interiormente feliz.
Cuando llegó a Nueva York era tarde, y fue directamente a la galería de Agustina; todavía tenía el piso subarrendado al primo de Graciela, así que no podía ir allí. Podría haber ido a un hotel, pero no quiso.
Estaba tan agotada que le costó acordarse del código de la alarma, aunque al final logró desconectarla y volver a conectarla. Abrió la cremallera de la maleta lo suficiente para sacar una chaqueta, se envolvió en ella y se estiró en el duro banco que había en medio de la galería. Hizo una pelota con una blusa para utilizarla de almohada.
«Mañana», pensó cuando empezaba a quedarse dormida; al día siguiente resolvería qué hacer. Y quizás al día siguiente, Pedro... No, no podía pensar en eso.
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