martes, 12 de abril de 2016
CAPITULO 11: (TERCERA PARTE)
—Buenos días —saludó el doctor Alfonso a las tres mujeres que trabajaban para él.
Helena se sorprendió tanto por su tono amable, que se le cayeron las carpetas que sostenía en las manos. Bety se atragantó con su café, y la mandíbula de Alicia le llegó casi a la rodilla.
—Un día precioso, ¿verdad? —insistió.
Como las tres siguieron sin responder y sin moverse, tomó él mismo el libro de citas. Al descubrir que estaba en blanco, recordó que había planeado pasar el día en Richmond.
Volvió a mirar a sus tres ayudantes.
—Paula, mi nueva ayudante, vendrá a las nueve para que le asigne sus tareas. Quisiera agradecerles a las tres que ayer le dieran la bienvenida. De hecho, en cuanto la saluden y todo eso, pueden tomarse el día libre.
Las tres mujeres seguían mirándolo tan fijamente y en tal silencio que le resultaba difícil mantener el buen humor, pero recordó a Paula y recuperó la sonrisa. Era la primera persona a la que le había contado toda la historia de lo ocurrido entre Laura y él. Antes ya había hecho bromas sobre su ruptura delante de la gente, y en esos casos solía decir que lo tenía superado, pero la noche anterior comprendió que no era verdad. Había superado la separación de Laura, había superado su ausencia, pero no el dolor que ello conllevaba. Nunca había logrado comprender qué veía Laura en un hombre tan... tan..., bueno, tan inferior a él. Aquello había aniquilado su ego, su masculinidad, su seguridad en sí mismo.
Pero la noche anterior se quitó un peso de encima. Tal como inteligentemente señaló Paula, si se hubiera casado con Laura, estaría atrapado en Edilean para siempre.
—¿Pa... Paula? —logró balbucear por fin Bety.
—Sí, Paula. —Pedro no pudo evitar fruncir el ceño. No se acordaba del apellido de la chica, suponiendo que Karen se lo hubiera dicho.
—¿Le gusta? —preguntó Alicia, vacilante. Ninguna se había atrevido hasta entonces a hacerle al doctor Pedro preguntas personales... al menos, no después de la primera vez. Los escalpelos no cortaban tan profundamente como sus réplicas.
—Sí, me gustó —respondió. Y la sonrisa volvió a aflorar en sus labios—. Tuvimos una conversación muy interesante.
—¿Conversaron? —se interesó Bety—. ¿Se vieron, se encontraron en persona?
Pedro dejó el libro de visitas y suspiró audiblemente. ¿Qué les pasaba a aquellas mujeres?
—No, no nos hemos visto en persona, pero mantuvimos una larga charla por teléfono. Me gustaría saber qué les pasa a las tres. ¿Por qué me miran como si fuera un fantasma? ¿Paula es un fantasma? —Las tres mujeres intercambiaron miradas y parecieron ponerse de acuerdo en que fuera Helena la que le contase la verdad. Pero cuando fue incapaz de abrir la boca, Pedro tuvo que contenerse para no gritarle.
El más pequeño comentario que se pudiera interpretar como algo menos que amistoso y cortés, y la mujer desaparecería en el baño entre lágrimas. Los ojos de Pedro taladraron a la mujer con la intensidad de un halcón. Era la mirada que utilizaba a menudo para hacer que la gente moviera el culo.
—Ella... ella fue la que le derramó encima la cerveza —soltó Helena por fin, antes de desplomarse en una silla como si aquella simple frase hubiera agotado toda su energía.
Pedro lo recordó todo de golpe: la preciosa chica del restaurante, la cerveza corriendo por su cara, la amiga de Karen presentándose al mismo tiempo en Edilean... No se había detenido a pensar en ello, simplemente supuso que la chica de la cerveza era alguien de paso. El restaurante no se encontraba precisamente en la autopista principal, pero aquella carretera llevaba a otras ciudades que no eran Edilean.
Las mujeres estaban contemplando a Pedro con los ojos muy abiertos, esperando su reacción, pero él no sabía qué decir. Dio media vuelta sin abrir la boca y se dirigió a la salita de recepción.
Lo primero que le pasó por la cabeza fue que Paula se marcharía en cuanto se enterase de quién era él. Le echaría un vistazo, lo reconocería y adiós muy buenas. El día anterior, Facundo lo llamó y le contó lo que realmente había pasado en la autopista.
—Casi la atropellas —le explicó.
—No hice tal cosa.
—Sí, lo hiciste —insistió Facundo—. Tomaste la curva que hay a unos siete kilómetros del restaurante a toda velocidad y con la atención puesta en tus notas. La pobre chica tuvo que lanzarse de cabeza entre los arbustos de la cuneta para evitar que la arrollaras.
—¡Dios! —susurró Pedro—. Y el crujido que sentí bajo mi rueda...
—Su teléfono. Y también tenía un sobre con algo dentro. Le pasaste por encima.
—Y ella se limitó a derramar cerveza en mi cabeza —dijo Pedro—. Si alguien me hubiera hecho algo así, le habría disparado con una escopeta de cañones recortados. No sabrás su nombre y su dirección, ¿verdad? Me gustaría enviarle unas disculpas y... y un teléfono nuevo.
Entonces fue cuando Facundo dijo que tenía que irse.
Pedro se sentó en una de las sillas de recepción forradas de cuero y cerró los ojos. Por lo que respectaba a las mujeres, parecía incapaz de hacer nada bien. Había tenido dos relaciones desde la ruptura con Laura, y en ambas...
Enterró la cara entre las manos.
No, aquel momento no era el más adecuado para la autocompasión. No le extrañaba que se sintiera mejor descolgándose de un helicóptero mediante un cable. Un océano embravecido era más fácil de manejar que las mujeres.
¿Qué podía hacer en ese momento? Lo correcto, lo más honesto, era esperar a Paula e intentar explicarse, pero ¿cómo? ¿Haciéndose el simpático? ¿Pretextando falta de sueño? ¿Argumentar que era un médico tan ocupado que tenía que leer los informes mientras conducía?
No, no lo perdonaría. Y no debía hacerlo, no se lo merecía.
Además, ¿de qué le serviría hacer lo correcto? Por la noche no tendría una cena deliciosa, las facturas seguirían esperando que se acordase de pagarlas y no podría tener una conversación nocturna con nadie.
«Hablar», pensó, sentándose más erguido. Podía hablar con ella... mientras no lo viera, claro, y mientras algún bocazas de Edilean no le dijera quién estuvo a punto de atropellarla.
Sabía que si seguía pensando diez segundos más en aquella idea absurda, ridícula, recuperaría la razón y se echaría atrás. No, haría lo lógico, esperaría a Paula en su consulta y afrontaría las consecuencias. Sería un buen jefe, le daría un cheque por todas las molestias y...
¡Oh, al diablo con todo! Prácticamente se abalanzó hacia la puerta de la consulta
Eran las nueve menos cuarto.
—No se lo digáis —ordenó a las mujeres casi catatónicas—. Y no dejéis que nadie de esta ciudad se lo diga. Necesito tiempo para... para... —No podía pensar con claridad—. ¿Entendido?
Ellas asintieron con la cabeza al unísono y Pedro corrió hacia la entrada posterior. Tenía que sacar su maldito coche del aparcamiento antes de que Paula llegase. Su primera parada sería Frazer Motors, en Richmond, para intentar sustituirlo por una temporada. El BMW traería demasiados malos recuerdos para la chica. Mientras conducía, deseó haberle prestado más atención a su hermana cuando hablaba de sus compañeras de cuarto. Quizás ella supiera una forma de apaciguar a Paula.
Primero tenía que llamar a su madre para intentar frenar la rumorología que ya se estaría extendiendo por la ciudad. Utilizó su manos-libres, pulsando los números sin dejar de conducir.
—¿Mamá? —dijo cuando descolgaron al otro lado de la línea.
—Vaya, vaya, pero si es el chico que se baña en cerveza...
Pedro no pudo evitar una mueca y deseó estar de vuelta en Namibia, pero no dijo nada. Era mejor dejar hablar libremente a su madre.
—Karen dijo que su amiga no duraría mucho contigo —añadió Ellen Alfonso—. Entre tu mal genio y tu intento de asesinar a la pobre chica, Karen tenía más razón de lo que me imaginaba. ¿Qué ha dicho Paula al descubrir que su nuevo jefe es alguien que va por ahí atropellando a mujeres y dándose a la fuga?
—Nada —dijo Pedro. Su mente estaba ocupada pensando en la manera de conseguir que la chica lo perdonase.
—No la culpo por no querer ni hablarte —interpretó Ellen—. ¿Te tiró algo por lo menos? Espero que fuera algo afilado y tuviera buena puntería. Ramon pasó por aquí y me contó los detalles. Estaba encantado porque así podrá intentar conquistarla él. Cree que tiene agallas y eso le gusta.
Agallas. ¿No es una expresión deliciosamente pasada de moda? En cuanto a ti, prácticamente te pusieron en bandeja de plata a una chica preciosa y soltera, y aun así la fastidiaste. Ramon dijo que...
—¡Madre! —la cortó Pedro bruscamente—. No tiene que enterarse que fui yo.
—¿Paula? ¿No quieres que la pequeña Paula se entere de que fuiste tú el que casi la mató, hizo que acabara en la cuneta y después te marchaste como si no hubiera pasado nada? ¿Que fuiste tú el que...?
—Sí, exactamente. —Volvió a cortarla—. Voy a intentar que me perdone.
Aquello sorprendió tanto a su madre que la hizo callar, algo que no sucedía muy a menudo.
—Si me presento ahora, huirá de mí gritando. Pero si consigo ganar algo de tiempo, quizá... quizá pueda... —No supo seguir, no tenía la más mínima idea de qué podía hacer.
—Quizá puedas, ¿qué? —le apremió su madre.
—No estoy seguro, mamá, quizá sea una quimera... pero me gusta. Le conté todo lo de Laura.
—¿Que hiciste qué?
—Anoche hablé con ella por teléfono y le conté todo lo que pasó entre Laura y yo. Paula dijo que si todo hubiera salido tal como yo lo había planeado, de haberme casado con ella habría quedado atrapado en Edilean para siempre, que nunca habría viajado a ninguna parte.
—Es cierto —corroboró Ellen—. Pero eso ya te lo dijeron otras personas.
—Sí, lo hicieron. Pero anoche cené lo que me preparó Paula, me bebí una botella entera de vino y... No sé, quizás es que había llegado al límite. Si tengo que quedarme aquí dos años y medio más, es preferible intentar sacar el mejor partido posible, ¿no crees?
—Claro que sí —aseguró Ellen con voz temblorosa.
—Mamá, ¿estás llorando?
—¡Claro que no! —respondió ella rápidamente—. Pero admiro tu espíritu. Hablaré con esas estúpidas mujeres de tu consulta y haré todo lo que pueda para ocultarle la verdad a Paula tanto como pueda.
—Un fin de semana. Si me consigues tres días, te lo agradeceré.
—No te olvides de la fiesta de mañana, acudirá todo el mundo. Hace meses pensé en un disfraz para ti, y Sara casi lo ha terminado.
—¿Y si llevo un estetoscopio y le ordeno a todo el mundo que se desnude para realizarle un examen completo?
Su madre no se rio de la broma, y Pedro iba a decirle que asistiría a la fiesta pero se detuvo.
—¿Por qué has llamado «estúpidas» a mis empleadas?
—Porque prefieren a Tomas antes que a mi hijo.
—Gracias, mamá —dijo a modo de despedida, antes de colgar.
Y solo tardó un segundo en empezar a pensar lo que podía hacer en solo tres días
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