sábado, 2 de abril de 2016
CAPITULO 13 (SEGUNDA PARTE)
Pedro fue incapaz de contener una sonrisa al escucharla. Lo habían interrogado los abogados más brillantes del mundo, tanto en los tribunales del país como en algunos extranjeros.
No le cabía la menor duda de que podía plantarle cara al hermano médico de Paula.
Sin embargo, al ver al hombre que se acercaba a ellos, se puso blanco. Ya había visto antes a Ruben Chaves, y no precisamente en las mejores circunstancias.
Pedro y su mecánico participaban en un rally por Marruecos.
Al doblar un recodo del camino a las afueras de un pueblo perdido, se toparon con un hombre que tiraba de las riendas de un burro cargado hasta los topes, justo delante de ellos.
Pedro consiguió no atropellar al hombre e hizo virar el coche con tal brusquedad que trazó un círculo completo. Le costó mantener el control para no volcar, pero al final lo consiguió.
Por desgracia, con el susto, las cajas que transportaba el burro cayeron al suelo. Cuando Pedro consiguió enfilar de nuevo la dirección correcta, vio que se había derramado algún líquido en el interior de las cajas y que el hombre agitaba un puño hacia ellos. Su expresión furiosa se le quedó grabada a fuego en la memoria.
Mientras se alejaban, le dijo a su mecánico que llamara a Penny para descubrir la identidad del hombre y para que reemplazara lo que hubiera perdido. Días después, Penny le mencionó que el hombre era un médico norteamericano y que le había enviado nuevos suministros. También había hecho una donación a la clínica. No le dijo cómo se llamaba el médico y él no se lo preguntó.
Ese hombre, el médico que los había puesto de vuelta y media en Marruecos, caminaba hacia él en ese momento.
—¿Puedo contarle la verdad sobre ti? —susurró Paula.
Por un segundo, Pedro creyó que se refería a la carrera, pero se refería a cuando se conocieron de niños.
—Claro, pero no le digas que Lucia Cooper es mi madre.
—Ni se me ocurriría —masculló ella mientras le sonreía a su hermano.
—Paula —dijo Ruben con bastante seriedad—, me han dicho que has causado un pequeño alboroto hace un rato.
—Pedro ha rescatado el globo de un niño —dijo al tiempo que miraba a Pedro, que se estaba tapando la cara con una mano—. Te presento a...
—No me digas que es ese Pedro —la interrumpió Ruben—. ¿El niño con el que has estado fantaseando desde que eras una cría?
—¡Ruben! —protestó Paula, que sintió que le ardía la cara—. ¡Eso es mentira!
—Me alegro de conocerte por fin —dijo Ruben al tiempo que le tendía la mano.
Pedro se la estrechó, pero mantuvo la mano izquierda sobre los ojos.
—Me suenas de alguna parte —comentó Ruben—. He viajado mucho. Por casualidad no habrás sido paciente mío, ¿no?
—No —contestó Pedro al tiempo que apartaba la cara.
Paula miró a su hermano y a Pedro. Ruben lo observaba con los ojos entrecerrados como si quisiera recordar dónde había visto a Pedro. Y este se comportaba como un animal acorralado, desesperado por esconderse en su madriguera.
—Tenemos que irnos —dijo—. Pedro quiere hablar con el señor Layton sobre la posibilidad de abrir una tienda de deportes.
—Hace falta una en la zona —comentó Ruben—. ¿Qué piensas vender?
—Artículos de deporte —se apresuró a decir Paula, deseando alejarse de su hermano lo antes posible—. ¿No te está haciendo señas una de tus enfermeras?
—Sí —contestó Ruben—. He dejado las dos salas de reconocimiento y la sala de espera llenas. A ver si quedamos para cenar. —Echó a andar pero se volvió hacia Pedro—. Estoy ansioso por saber qué has estado haciendo desde que visitaste Edilean por primera vez.
En cuanto se quedaron a solas, Paula le preguntó a Pedro:
—¿A qué ha venido eso?
—Bueno... Creo que ya he visto a tu hermano antes.
Al ver que no pensaba añadir más, Paula se dio la vuelta y echó a andar hacia su joyería.
Pedro la alcanzó.
—¿Qué haces?
—Si no vas a sincerarte conmigo, mejor me vuelvo al trabajo. Tengo que ponerme con un collar que estoy diseñando. Había pensado usar ópalos australianos, pero quizá debería comprar más aguamarinas, ya que van tan bien con los ojos castaños.
—Vale —dijo él—. ¿Y si vamos a algún lugar tranquilo para hablar? A lo mejor puedes ayudarme a decidir qué hacer con mi madre.
Una hora después, estaban sentados a una mesa en la reserva. Habían pasado por el supermercado y habían comprado unos sándwiches, ensaladas y algo de beber, pero aún era muy temprano para comer.
—Es precioso —comentó Pedro con la vista en el lago—. Vives en un lugar muy bonito.
—Me gusta —le aseguró Paula.
El lugar era muy relajante, tanto que apenas recordaba por qué se había enfadado. Por algo relacionado con Ruben.
Claro que de un tiempo a esa parte cualquier cosa relacionada con su hermano parecía enfadarla. Ruben no quería ser médico en su pueblo natal y solía quejarse con frecuencia... y ya estaba harta de escucharlo.
—En realidad, nunca me han presentado a tu hermano, pero estuve a punto de matarlo —confesó Pedro, que procedió a hacerle un resumen de la historia, incluido el hecho de que hubiera repuesto los suministros de Ruben.
—Ruben nunca mencionó el incidente en sus cartas —comentó Paula. Se imaginaba perfectamente lo furioso que se habría puesto su hermano—. Ruben cree que todo el mundo debería olvidarse de las frivolidades como los rallies y dedicarse a buenas causas.
Pedro la estaba observando.
—No sabe cómo divertirse, ¿verdad? —preguntó en voz baja.
—Las cosas de madurar —respondió—. ¿Qué has estado haciendo desde que nos vimos cuando éramos pequeños?
—Vivir según lo que me enseñaste —contestó él con una sonrisa.
Paula no se la devolvió. Comenzaba a percatarse de que esquivaba sus preguntas, de que las respondía con evasivas. Ese día había presentido que algo lo inquietaba.
Aunque Pedro le había quitado hierro a lo sucedido con su madre, comenzaba a pensar que había mucho más aparte de lo que le había contado.
—Cuéntame más sobre la conversación con tu madre. ¿Qué te dijo exactamente?
Pedro apartó la cara, pero no antes de que Paula pudiera ver que tenía el ceño fruncido. Parecía que lo que madre e hijo se hubieran dicho era demasiado desagradable como para hablar de ello.
Cuando volvió a mirarla, sonreía.
—Me aseguró que Juan Layton era un buen hombre y que la quería. No sabe que mi madre tiene dinero y ella desconoce cómo se las ha apañado para financiar la remodelación de ese viejo edificio.
Paula se percató de que le estaba ocultando algo y estaba segura de que no le iba a decir qué era. En fin, pensó, si él podía guardar secretos, ella también.
—¿Cuándo quieres ver al señor Layton?
Pedro comprendió que Paula se había cerrado en banda y conocía el motivo. A decir verdad, le habría encantado hablarle de la conversación con su madre, pero no podía hacerlo porque la peor parte había sido precisamente sobre ella.
La noche anterior había quedado con su madre en el jardín de la casa de la señora Wingate, y tras unos minutos de abrazos y de lágrimas de alegría por el reencuentro, Pedro se puso manos a la obra para averiguar cosas sobre Juan Layton. Pero desde que abrió la boca, su madre se mostró distinta a como la recordaba. No era la mujer acobardada y callada con la que había crecido. Le dio las gracias por haber ido a rescatarla, pero le dejó bien claro que era una batalla que tenía que librar sola.
Pedro empleó la voz que usaba en los juzgados para hacerle ver que estaba equivocada. Pensó que había dejado clara su postura hasta que su madre le dijo que se parecía a su padre. Eso lo desinfló por completo, tanto que se dejó caer contra el respaldo del banco y la miró boquiabierto.
Justo entonces, su madre le preguntó que qué hacía con Paula y que por qué no le había contado toda la verdad sobre su padre.
—¿Paula conoce tu apellido?
La pregunta hizo que volvieran a ocupar los papeles de costumbre, el de madre e hijo.
—Es que... Me gusta que una mujer se preocupe por mí, que no se deje cegar por el apellido Alfonso —explicó Pedro—. ¿Y sabes qué, mamá? Me gustaría saber si soy capaz de vivir como una persona normal. Mi aislada infancia no me preparó para llevar una vida normal como adulto.
Lucia dio un respingo, pero Pedro continuó.
—Y desde entonces las mujeres...
—Por favor, no me des detalles.
—No pensaba hacerlo —le aseguró—. Es que no se me había presentado la oportunidad de... en fin, de conocer el amor.
—¿Y qué pasa si Paula se enamora de ti? —le preguntó Lucia—. ¿Qué pasaría?
—¿Y si me enamoro yo de ella? —Estaba bromeando, en un intento por aligerar el ambiente.
Sin embargo, Lucia hablaba en serio.
—Pedro, llevas enamorado de esa chica desde que tenías doce años. Lo que quiero saber es qué pasará si ella se enamora de ti. ¿La mirarás a los ojos y le dirás «Espérame» antes de irte a esquiar a alguna montaña? ¿Querrás que sea como yo y que se quede todos los días junto al teléfono con el miedo de recibir una llamada que la informe de que te has quedado paralítico, has perdido una extremidad o has muerto? ¿Querrás que comparta tu vida nómada y que nunca eche raíces en ninguna parte?
—¡No lo sé! —exclamó Pedro, frustrado—. Mi vida...
—No ha sido normal —terminó Lucia por él—. Yo lo sé mejor que nadie.
—Comencé a trabajar con mi padre para proteger...
—Ni se te ocurra responsabilizarme de esa carga —lo interrumpió Lucia a voz en grito—. Pedro, te ha encantado trabajar para Salvador. La emoción, el dinero, el... el poder. Has florecido haciéndolo.
Pedro se dejó caer de nuevo contra el respaldo.
—¿Me estás diciendo que me estoy convirtiendo en mi padre? —le preguntó en voz baja.
—No, claro que no. Pero me temo que...
—¿Qué?
—Que podrías hacerlo.
Pedro tardó un rato en hablar de nuevo.
—A mí también me preocupa —dijo a la postre—. A veces veo cosas de mi carácter que no me gustan. Cada vez que lo complazco, me enfado conmigo mismo... y me preocupa que mi enfado sea tan fuerte como su satisfacción. —La miró—. Pero no sé cómo distanciarme de esa parte de él que llevo dentro.
Lucia le cogió la mano.
—Pasa más tiempo con Paula. Olvídate de Juan y de mí. Lo nuestro funciona bien. No va detrás de mi dinero, y tampoco lo haría aunque supiera que lo tengo. Me quiere.
—¿Estás segura?
—Total y absolutamente.
—Pero ¿no quisiste a papá en otra época?
—Era una chica que había crecido en un ambiente muy protegido y tu padre me persiguió tal como persigue las empresas que compra.
—A mí me gustaría perseguir a Paula de esa manera —masculló.
—¡Ni se te ocurra! —exclamó Lucia—. ¡Ni se te ocurra hacerle eso! No uses el encanto y el dinero de los Alfonso y todo lo que has aprendido con esas espantosas mujeres con las que sales para seducir a Paula. No la hipnotices. No la lleves a París para cenar con un buen vino, no hagas que se derrita por ti. No se merece que la trates así.
—¿De qué lado estás?
—¡Del tuyo! —exclamó ella antes de obligarse a calmarse—. Pedro, te quiero más que a mi vida. Moriría por ti, pero quiero que tengas algo real. No te acuestes con esta chica y le enseñes lo que has aprendido con una modelo ambiciosa. Descubre quién es. Averigua si la quieres de verdad o si solo sientes gratitud porque te enseñó a montar en bici. Conoce a la mujer en la que se ha convertido. Y deja que ella te conozca... pero de verdad. No al abogado astuto y locuaz que es capaz de liar a cualquiera. Deja que vea al niño que se quedó prendado de una niña que le puso un collar de cuentas al cuello.
—No estoy seguro de saber hacerlo.
De vuelta al presente, miró a Paula, que tenía la vista clavada en el lago. En ese momento, no creyó haber visto nada más bonito... ni más deseable. Si fuera otra mujer, le diría cualquier cosa y usaría cualquier táctica para llevársela a la cama. Pero, tal como su madre le había dicho, después la dejaría. Parecía que su vida consistía en ir corriendo de un lado para otro. Si no era una reunión de negocios en representación de su padre, era alguna carrera o alguna escalada, o alguna otra actividad que, tal como había comentado su madre, podría acabar en la pérdida de una extremidad.
—Supongo que deberíamos marcharnos —dijo Paula para romper el silencio, sacando a Pedro de su ensimismamiento.
No se movió.
—No es mi intención ser tan misterioso.
—¡Pues dime qué es lo que te molesta! —exclamó ella—. ¿Me estás ocultando algo espantoso que has hecho? No puedes ser un criminal buscado por la policía, porque estoy segura de que Colin ya te habrá investigado a estas alturas. Si tuvieras antecedentes penales, se habría enterado y me habría avisado.
Dado que ni el sheriff, ni Paula, conocían su verdadero apellido, no habría encontrado nada, pensó él.
—No tengo antecedentes penales —le aseguró y la miró con una sonrisa—. La verdad es que no me siento orgulloso de algunas de las cosas que he hecho en la vida.
—¿Te refieres a tu trabajo en Hollywood o a atropellar médicos en Marruecos?
Soltó una carcajada al escucharla.
—A lo de Marruecos más bien. Pero ¿qué narices hacía tu hermano tirando de un burro en el trazado de un rally?
—Supongo que Ruben pensó que todo el mundo se pararía para dejarlo pasar. Su trabajo es importante, el tuyo no.
—En eso tengo que darle la razón. Paula...
—¿Qué?
—Ahora mismo tengo que tomar decisiones importantes sobre mi vida.
—¿Como qué?
—Como qué hacer con lo que me queda de ella. Dentro de tres semanas dejaré de trabajar para mi padre.
—¿En qué consiste tu trabajo exactamente?
—En dejar a la gente sin trabajo —contestó Pedro.
Paula lo miró con expresión hosca.
—No es tan malo como te lo acabo de decir. Las empresas están en bancarrota y los trabajadores acabarían en la calle de todas formas. Mi padre compra la empresa y despide solo a dos tercios de la plantilla. —Clavó la mirada en el lago—. Estoy cansado de todo y necesito un cambio. ¿Tienes una vacante en tu joyería? Creo que podría vender cosas.
—¿Coqueteando con las clientas? No, gracias. ¿Para qué quieres mi ayuda?
Quiso decirle «Huye conmigo», pero las palabras de su madre seguían resonando en su cabeza. «Conoce a la mujer en la que se ha convertido. Y deja que ella te conozca... pero de verdad», le había dicho.
—Quiero que seas mi amiga —le dijo, en cambio—. Fuimos amigos de niños, así que a lo mejor podemos serlo ahora.
—Claro —replicó Paula, clavando de nuevo la vista en el lago.
Amigos. Esa parecía la historia de su vida. Sus dos últimos novios habían cortado con ella porque tenía más éxito que ellos. Cada vez que conseguía un contrato nuevo con una empresa que quería vender sus joyas, se producía una discusión. Calculaba que hacían falta unas tres discusiones gordas antes de terminar con la relación. Estaba segura de que el único motivo por el que David y ella habían durado seis meses era porque no le había dicho que Neiman Marcus quería exponer sus joyas a modo de prueba para comprobar las ventas.
—Ahora eres tú la que guarda silencio.
—Yo también necesito un amigo —dijo—. En los últimos dos años, todas mis amigas se han casado y casi todas están embarazadas.
—¿Por qué tú no? —le preguntó él con seriedad.
Sabía que si le contaba la verdad, parecería autocompasión, y eso no lo soportaría.
—Porque mi hermano médico se niega a decirme cómo se queda embarazada una mujer. No creo que sea al comerse las semillas de una sandía, que fue lo que me contó cuando yo tenía nueve años. Después de que me lo dijera, estuve dos años sin comer fruta que tuviera pepitas grandes. Mi madre me amenazó con darme de comer a la fuerza. Pero después descubrí que era un beso francés, que en su momento creí que era un beso que se daba en Francia, lo que dejaba embarazada a una chica.
Pedro sonreía.
—¿Y quién te contó la verdad?
—Sigo con la teoría francesa, dado que nunca he estado en ese país y no me he quedado embarazada.
—¿Qué te parece si tú y yo...? —Pedro se interrumpió porque había estado a punto de sugerir que se fueran a París unos días.
—¿Si tú y yo qué?
—Si nos comemos los sándwiches.
Paula sabía que se había mordido la lengua una vez más antes de decirle algo. Le pasó un sándwich y empezó a desenvolver el suyo. Parecía que la idea que Pedro tenía de la amistad era muy diferente a la suya.
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