sábado, 2 de abril de 2016

CAPITULO 12 (SEGUNDA PARTE)





Paula se encontraba en la tienda, enseñándole varios anillos de la temporada anterior a una pareja joven. Solo iban a estar en el pueblo un día y no paraban de decir lo «bucólico» que era Edilean. Esa palabra siempre le arrancaba a Paula una sonrisa. Teresa, la mujer de su primo, decía que acabarían poniendo un letrero en la carretera principal que rezara: «No somos bucólicos.»


Paula intentó concentrarse en la pareja, aunque estaba convencida de que iban a comprarle una pieza barata.


—¿Cuál le gusta más? —le preguntó la chica a Paula mientras contemplaba los seis anillos expuestos en la bandeja.


Paula quería decirle la verdad, que le gustaban todos porque ella había diseñado todo lo que había en la tienda.


—Depende de lo que le guste a usted, pero creo que...


Alguien abrió la puerta y escuchó que Carla inspiraba entre dientes. Era el sonido que indicaba «hombre a la vista», ya que su ayudanta siempre estaba al acecho.


Paula levantó la vista y vio a Pedro en la puerta. Llevaba una camiseta verde botella y unos vaqueros, y con ese pelo y esos ojos oscuros, parecía el hombre más viril del mundo. 


Era como si irradiara masculinidad, como si lo rodeara un aura especial.


—Me he enamorado —dijo Carla entre dientes al tiempo que se pegaba a ella. Dado que Pedro solo tenía ojos para Paula, Carla añadió—: Por favor, dime que es uno de tus parientes y que está libre para el resto de las mujeres.


En vez de replicarle, Paula volvió a concentrarse en la pareja... aunque la chica miraba a Pedro y su marido fruncía el ceño. «Adiós clientes», pensó Paula.


Pedro se adentró en la tienda y se detuvo junto a la chica. 


Cuando ella le sonrió, él le devolvió el gesto.


—Creo que deberíamos irnos —dijo el marido, pero su mujer no le hizo caso.


—Lo suyo son las aguamarinas —comentó Pedro con una voz que Paula nunca le había oído antes. Era ronca y grave, aterciopelada.


—¿En serio? —le preguntó la chica, que de repente parecía una quinceañera.


—Con esos ojos, ¿qué otra cosa podría usar?


La chica no era especialmente guapa y sus ojos eran de un castaño muy corriente. Claro que el anillo al que Pedro se refería era la pieza más cara de la joyería.


—Nunca había pensado en llevar aguamarinas. —Se volvió hacia su marido y lo miró pestañeando de forma coqueta—. ¿Qué te parece, cariño?


Antes de que el marido pudiera responder, Pedro se inclinó sobre el mostrador de modo que su torso quedó delante de la chica.


—Pero si quiere algo más asequible, esos anillos de ámbar estarán bien. No tienen el mismo brillo, pero su tarjeta de crédito sufrirá menos.


La chica miraba el cuello de Pedro, allí donde el pelo se le ondulaba sobre la piel bronceada. Parecía sumida en un trance hipnótico. De repente, levantó la mano como si fuera a tocarle el pelo, y su marido se colocó delante de ella. 


Pedro retrocedió un paso.


—Nos llevamos ese anillo y también los pendientes a juego —anunció el marido, señalando las aguamarinas.


—Buena elección —dijo Pedro, tras lo cual se volvió hacia Paula con una sonrisa.


Una parte de ella quería darle las gracias, pero otra parte, mucho mayor, estaba asqueada por lo que acababa de hacer.


—¿Estás lista para comer? —le preguntó Pedro.


Paula le hizo un gesto a Carla para que cobrara el conjunto antes de dirigirse al mostrador más alejado, seguida de cerca por Pedro.


—Son las diez de la mañana —respondió con voz cortante—. No es hora de comer.


—¿Estás enfadada conmigo?


—¡Claro que no! —le soltó al tiempo que sacaba una bandeja con pulseras y empezaba a ordenarlas.


Pedro cogió una y la sostuvo al trasluz.


—Es bonita.


La pulsera era la más pequeña de todas, pero también la de diseño más complicado, y las piedras eran de mejor calidad que las otras. También era la pieza más cara que vendía. Se la quitó de las manos.


—Parece que has aprendido algo sobre joyería.


—Tengo mucha experiencia. —Se inclinó hacia ella—. Tengo que decirte algo. Vamos a dar un paseo y a comer.


Pedro, tengo un negocio. No puedo ir y venir a tu antojo.


Él miró a Carla, que no le había quitado la vista de encima, y le regaló una sonrisa.


—A mí me parece muy capaz de ocuparse de todo.


Paula bajó la voz.


—Deja de coquetear con las mujeres que hay en mi tienda.


—Pues ven conmigo.


—¿Adónde has ido esta mañana?


Pedro se puso serio.


—Me levanté a las cinco, me fui al bosque y corrí un poco. Cuando volví, tú ya habías salido. Es agradable que te preocupes por mí.


—No estoy preocupada —le aseguró al tiempo que cerraba el expositor. Pedro le sonreía—. ¡Vale! Estaba preocupada. Conduciendo como conduces, podrías haberte despeñado montaña abajo y nadie sabría dónde estabas.


—Lo siento —dijo él, y parecía compungido—. No estoy habituado a decirle a nadie adónde voy ni cuándo volveré. —Titubeó—. Tampoco estoy acostumbrado a que alguien se preocupe por mí. ¿Puedes venir conmigo? ¿Por favor?


Sus ojos oscuros tenían una expresión suplicante, incluso seductora. Paula cedió. Se acercó a Carla y le dijo que se encargara de todo un rato.


Carla se inclinó sobre el mostrador y le hizo un gesto a Paula para que la imitara.


—¿Quién es? ¿Dónde lo has encontrado? ¿Es la emergencia que te surgió el domingo? ¿David lo sabe?


Paula se enderezó.


—¿Sabe él que David existe? —preguntó Carla desde la misma postura.


Paula puso los ojos en blanco, cogió su bolso y salió a la calle con Pedro.


Ante ellos se extendía todo el pueblo de Edilean, o lo que era lo mismo, dos plazas, una de ellas con un enorme roble en el centro.


—¿Te parece que nos sentemos allí? —le preguntó Pedro al tiempo que señalaba con un gesto de la cabeza los bancos situados debajo del árbol. Había dejado el coqueteo y se comportaba como el Pedro que ella conocía.


No había mucho tráfico en el pueblo, de modo que cruzaron sin problemas. Muy educadamente, Pedro esperó a que ella se sentara antes de hacer lo propio a su lado


—Tu tienda es bonita. A lo mejor un día de estos, cuando no haya clientes, me la puedes enseñar.


—¿Y disfrutarías tanto sin clientes?


—Te prometo que no volveré a coquetear con ninguna mujer en tu tienda. Aunque han comprado unas piezas bonitas. Me gustan mucho más tus diseños que los que he visto en joyerías de Nueva York.


Paula sabía que la estaba halagando, pero parecía tan preocupado por la posibilidad de que no lo perdonase, que lo hizo. Lo miró con una sonrisa.


—Bueno, ¿qué querías decirme? —Al ver que él no respondía, añadió—: Anoche... ¿tan mal te fue con tu madre?


Durante un segundo, Pedro clavó la vista al frente sin responder, por lo que Paula supuso que estaba preocupado por algo.


—¿Recuerdas que te dije que podría tomárselo de dos formas distintas: alegrarse o enfadarse?


—Sé que dijiste que las mujeres somos impredecibles.


—Y tú me prometiste los DVD de Star Wars.


—Los de Star Trek, y no, no son lo mismo. ¿Cómo se lo tomó tu madre?


—Se enfadó.


Paula lo miró con expresión comprensiva, aunque sabía que su madre le había dicho algo más, aparte de que se metiera en sus asuntos.


—¿Acabasteis muy mal?


Pedro guardó silencio un instante.


—Mi padre me grita a todas horas. Tiene mucho genio y utiliza su mal carácter para asustar a la gente.


—¿A ti te asusta?


—En absoluto. —Pedro se permitió una sonrisilla—. De hecho, me gusta hacer cosas que lo saquen de quicio.


—Pero si te despidiera...


Pedro soltó una carcajada.


—¿Crees que no quiero que lo haga? Y él lo sabe muy bien. Mi padre me dice cosas que deberían hundirme y yo me río en su cara. Pero mi madre, que es muy dulce... —Agitó una mano.


—Te entiendo —dijo ella—. Mi madre me grita hasta ponerse morada, pero no le hago caso. Pero una vez, cuando estaba en el colegio, mi padre me dijo: «Paula, me has decepcionado», y me alteré tanto que mi madre lo obligó a disculparse.


Pedro la miró y meneó la cabeza.


—Tu familia parece muy normal. No me imagino a mi madre «obligando» a mi padre a hacer nada. Se derrumba delante de él.


Paula pensó que Lucia debería haberse enfrentado a su marido cuando Pedro era pequeño, pero no le pareció el momento oportuno para decírselo.


—Si tu madre cree que no es de tu incumbencia, ¿por qué te llamó para decirte que quería divorciarse?


—Eso mismo le pregunté yo. Por desgracia, lo hice después de soltar unos comentarios desafortunados sobre el hombre con quien quiere casarse.


—¡No me lo creo!


—Pues eso fue lo que pasó. Entre lo que ha comprado para su tienda nueva y el tamaño de ese hombre, saqué algunas conclusiones precipitadas. Y a lo mejor me pasé un poco a la hora de hacerle saber mi opinión.


—Te dije que Juan Layton es un buen hombre.


Pedro le cogió la mano y le besó el dorso.


—Ya. Ojalá te hubiera hecho caso.


Paula lo miraba con los ojos desorbitados. Pedro le sostenía la mano, se la estaba masajeando de hecho, con la mirada perdida. No parecía darse cuenta de lo que estaba haciendo.


—¿Qué te ha dicho exactamente?


—Me dijo que no era asunto mío. Me dijo que se buscaría un abogado y que se enfrentaría a mi padre sola. —Inspiró hondo—. Y me dijo que podía dejar de trabajar para él porque ya no necesitaba mi protección.


—¡Ah! —exclamó Paula con la vista clavada en su perfil. Pedro fruncía el ceño—. ¿Y vas a hacerlo?


—¡Claro que no! —respondió él, dejándole la mano en el regazo.


Delante de ellos había una madre con sus dos hijos pequeños, un niño y una niña, seguramente gemelos. Paula no conocía a la familia. Los niños llevaban unos globos con sendas cintas, y los miraban fascinados.


Al ver que Pedro no añadía nada más, lo miró.


—¿Tienes algún plan?


—De momento, ninguno.


Un chillido hizo que Paula mirara a los niños. Al niño se le había escapado el globo, que volaba entre las ramas del árbol.


Segundos después, Pedro se puso en pie y miró la copa del árbol, como si la estuviera examinando. Para sorpresa de Paula, se agarró a una rama y tomó impulso para subir. De pie en una rama, Pedro la miró.


—He hablado con mi madre esta mañana y le he dicho que quiero conocer a este tío, así que me ha dado una semana de plazo antes de que... —Caminó por la rama y después tomó impulso de nuevo para subir a una más alta—. Antes de que le diga que estoy aquí —siguió.


A esas alturas, el niño había dejado de gritar y miraba al hombre del árbol, como también lo hacían un par de adolescentes.


Paula estaba alucinada. Se puso en pie.


—¿Crees que podrías ayudarme a concertar una cita con el señor...? —Pedro miró a la gente que la rodeaba. No quería decir su nombre en público—. ¿Con él? —Había subido bastante y en ese momento se arrastraba por una rama que no parecía lo bastante ancha como para soportar su peso.


Paula contuvo el aliento mientras asentía con la cabeza para contestar a su pregunta.


—Y tengo que organizar... —Pedro siguió arrastrándose despacio por la rama, que parecía muy frágil, con el brazo izquierdo extendido hacia el globo amarillo.


Paula se llevó una mano a la boca y se mordió los nudillos.


—¿Quién es ese si se puede saber? —preguntó una voz junto a ella.


Se volvió y vio el torso amplio y recio de su primo Colin, el sheriff de Edilean.


Paula devolvió la vista a Pedro. Era incapaz de articular palabra.


Colin se quedó a su lado, observando cómo Pedro seguía avanzando hasta alcanzar la cinta del globo, que por fin agarró.


—Las vacaciones. —Pedro miró a Paula de nuevo—. Buenos días, sheriff —dijo justo antes de que la rama se rompiera.


Una niña gritó y el resto de los presentes contuvo el aliento.


Mientras caía, Pedro se agarró a una rama con la mano derecha mientras sostenía la cinta del globo con la izquierda. 


Se lio la cinta en la mano antes de pasar las piernas por encima de la rama. Se incorporó, se sentó a horcajadas en la rama, se puso de pie y caminó hasta el tronco del árbol, tras lo cual descendió.


Aterrizó en el suelo de pie, caminó hasta el niño para devolverle el globo y se sacudió el polvo mientras regresaba junto a Paula.


—¿Qué te parece?


Paula se limitó a mirarlo boquiabierta.


Colin dijo:
—Te está preguntando que qué crees que debería hacer sobre sus vacaciones en Edilean. —Parecía hacerle mucha gracia lo que acababa de presenciar.


—¡Pedro! —consiguió exclamar Paula.


Colin resopló.


—Te la has ganado —dijo Colin, dirigiéndose a Pedro. Al ver que Paula hacía ademán de hablar, se lo impidió—. ¿Sueles hacer este tipo de cosas a menudo?


—Antes sí —contestó Pedro—. Estuve trabajando un par de años en Hollywood como doble.


Colin lo miró de arriba abajo.


—¿Sigues en forma?


—Lo intento. ¿Qué tienes en mente?


—A veces los turistas se quedan atrapados en la reserva y tenemos que rescatarlos. Yo estoy más cerca, así que suelo ser el primero en llegar. A veces necesito ayuda.


Pedro sonrió al recordar que Paula había ensalzado a ese hombre y a su hermano como si fueran superhéroes que rescataban personas. Ni de coña iba a rechazar la posibilidad de ayudar... y tal vez de impresionar a Paula.


—¿Tienes el móvil a mano? Te doy mi número.


Colin le pasó el móvil, tras lo cual Pedro se llamó a sí mismo y después guardó el número con su nombre antes de devolverle el teléfono.


—En cualquier momento, de día o de noche, estaré encantado de ayudar. Tengo experiencia con las cuerdas y la escalada, pero nunca he participado en un rescate. Al menos, no de verdad.


Colin sonrió.


—Bienvenido a Edilean. —Miró a Paula—. Me alegro de que esta vez te hayas buscado a uno que sea útil —murmuró, y echó a andar hacia su despacho.


—Saluda a Gemma de mi parte —le gritó Paula antes de mirar de nuevo a Pedro.


—Tengo tres semanas de vacaciones. —Aún parecía esperar una respuesta.


—Mi hijo quiere agradecérselo —terció en ese momento la madre del niño, y Pedro se arrodilló junto al pequeño.


—Gracias —dijo el niño, que abrazó a Pedro. La hermana, para no sentirse desplazada, también lo abrazó.


La madre sonrió a Pedro, y su mirada se demoró un pelín más de la cuenta.


—Si le parece, podríamos invitarlo a cenar algún día.


Los ojos de Pedro adquirieron una vez más ese brillo seductor.


—Eso sería...


—Está ocupado —lo interrumpió Paula, que despachó a la mujer con la mirada.


Sin dejar de sonreír, la mujer cogió a sus hijos y se fue.


—¿Puedes concertar una cita? —le preguntó él.


Pedro, lo que acabas de hacer es muy peligroso —le dijo—. Podrías haberte hecho daño. Podrías haberte...


Pedro se inclinó y la besó en la mejilla.


—He descubierto que me gusta que alguien se preocupe por mí.


—¿Eso quiere decir que vas a hacer más tonterías como esta? No tiene sentido arriesgar la vida por un simple globo.


—Mi vida no ha corrido peligro en ningún momento y me daba lo mismo el globo. Lo he hecho al ver la expresión que había en los ojos de ese niño.


Paula no sabía qué replicar a eso, ya que tenía razón.


—Bueno, ¿qué me dices de esa cita con el hombre con quien quiere casarse mi madre?


—Estamos en Edilean. No necesitas concertar una cita. Seguramente el señor Layton esté en su tienda ahora mismo, así que podemos acercarnos y puedes hablar con él.


—¿Qué excusa le daremos?


—Diremos que hemos pasado para saludar —contestó Paula, frustrada y un poco molesta por su formalidad... y por su forma de coquetear con la madre de los niños—. Le preguntaré cómo está Maria o algo del estilo. ¡Lo que faltaba!


—¿Qué pasa? —preguntó él.


—Ahí está mi hermano. Seguro que Colin lo ha llamado. 
¡Soplón! Ahora te interrogará hasta que no te quede nada dentro. No será agradable.






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