Cuando Paula despertó, se percató de que era de noche.
Aunque lo primero que notó fue que Pedro no estaba en la cama. Habían hecho el amor toda la tarde, y estaba segurísima de que jamás había disfrutado tanto en la vida.
No se había dado cuenta, pero desde el principio tenía tantas preguntas que había sido incapaz de relajarse por completo. Todos los años durante los que lo había buscado, durante los que no supo qué le pasó, se interponían entre ellos.
Tampoco lo había perdonado del todo, ni comprendía del todo su razonamiento masculino, pero desde que lo vio por primera vez, desde que vio a ese desconocido a la luz de la luna, atisbaba la posibilidad de superar ese problema.
Alguien llamó a la puerta de la habitación y Paula empezó a buscar su ropa. Estaba pulcramente doblada en una silla, no en el suelo, donde ella la había arrojado unas horas antes.
—Un momento —gritó, pero en ese instante Pedro apareció por la puerta que conectaba sus habitaciones. Se había duchado y afeitado, y llevaba unos vaqueros y una camiseta.
Se le pasó por la cabeza no salir de la cama.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Pedro, tras lo cual abrió la puerta y habló con alguien. Cerró la puerta y se volvió hacia ella—. Van a servirnos la cena en mi habitación. ¿O prefieres bajar al comedor y enterarte de lo que los Pendergast han averiguado acerca de tus parientes?
Hizo que la segunda opción sonara tan espantosa, que Paula soltó una carcajada.
—Facundo te echará de menos.
—Él te echará de menos a ti —repuso Pedro—. ¿Crees que el chaval tiene novia en alguna parte?
—Yo también empiezo a preguntármelo. Supongo que si fuera un abogado neoyorquino, tú lo sabrías muy bien.
—Seguramente. —Pedro se sentó en la cama a su lado y la miró con expresión seria—. No me había dado cuenta de que no había expresado con claridad lo que espero del futuro.
Sabía que se estaba refiriendo al ataque de pánico que había sufrido al pensar que volvería a dejarla.
—No pasa nada —le aseguró Paula—. Tenemos... —Titubeó—. Tenemos tiempo para pensar en lo que queremos hacer.
El sonido de una botella de champán al ser descorchada les llegó desde la otra habitación.
—Creo que nos llaman —dijo Pedro y tiró de su mano para sacarla de la cama.
Sin embargo, Paula se arropó con la sábana y se negó a salir.
—Nos veremos en la mesa en cuanto me haya duchado —dijo con firmeza.
Pedro sonrió y le besó la mano antes de salir de la habitación.
Paula tardó media hora en ducharse y en vestirse. Se puso un vestido de seda azul que había metido en la bolsa en el último momento. Cuando lo hizo, creía que todo había acabado entre Pedro y ella, que jamás volvería a verlo.
Sonrió al recordar que había pensado que él se daría por vencido. Le había dicho que la dejara tranquila y él se había marchado. Sin embargo, comenzaba a darse cuenta de que los tres Alfonso no se rendían jamás.
Cuando terminó de vestirse, inspiró hondo, se alisó el vestido y abrió la puerta que conectaba ambas habitaciones.
Todo estaba tan bonito que se demoró un momento para absorber la escena. Un mantel de color crema, platos azul verdoso con conchas dibujadas y cubertería de plata que relucía a la luz de las velas. Sin embargo, para ella lo más hermoso de la estancia era Pedro. Se había puesto un esmoquin, por lo que agradeció mucho llevar su vestido de seda.
—¿Me permites? —preguntó Pedro al tiempo que le tendía un brazo.
La condujo hasta una preciosa silla tapizada con satén azul con rayas blancas.
—Es precioso —dijo, mirando el otro extremo de la mesa.
Sin embargo, cuando se volvió hacia él, se lo encontró con una rodilla hincada en el suelo.
Verlo así hizo que se le subiera el corazón en la garganta, amenazando con salírsele por la boca.
—¿Quieres casarte conmigo? —le preguntó él en voz baja—. ¿Quieres ser mi esposa y vivir conmigo para siempre?
Paula no titubeó en lo más mínimo.
—Sí —contestó.
Con una sonrisa, Pedro se inclinó hacia ella y la besó; a continuación, le tomó las manos y le besó primero el dorso y después las palmas.
Sin cambiar de postura, sujetándole la mano izquierda, introdujo la mano debajo del mantel y sacó un estuche alargado de terciopelo azul. Paula sabía lo que era, ya que había empleado ese mismo tipo de estuche en su trabajo.
Pedro abrió la tapa y en el interior vio doce anillos, todos distintos.Paula no necesitó la lupa de joyero para saber que estaba contemplando piedras de primerísima calidad.
Zafiros, diamantes, esmeraldas, rubíes... estaban todas.
Cada engaste era único, y supo al punto que cada anillo era obra de un joyero diferente. Jamás vería un anillo de esos en otra persona.
Con los ojos como platos, miró a Pedro con expresión interrogante.
—¿Te importa si...? —Pedro bajó la vista a su rodilla.
—Claro —dijo antes de coger la caja para examinar los anillos—. No sé qué decir. Son preciosos. ¿Cómo has...? Ah, Penny.
—No —la corrigió Pedro mientras llenaba sus copas de champán—. Mientras Facu me traía hasta aquí, llamé a unos cuantos sitios y encargué que me enviaran los anillos. Están realizados por diferentes artistas.
—Eso me ha parecido. —No era fácil escoger entre esos anillos.
—No se pueden devolver —añadió él.
Al escucharlo, frunció el ceño.
—No irás a enterrarme en una montaña de regalos, ¿verdad?
—Dado que tú vas a poner la casa donde vamos a vivir y los muebles, creo que tengo derecho a añadir unas cuantas cosillas.
Paula sacó del estuche un anillo con una esmeralda de corte cuadrado. Su ojo experto le indicó que era de excelente calidad. Lo acercó a la luz de la vela para admirar las oclusiones, las diminutas imperfecciones que indicaban que había sido extraído de la tierra y no hecho por el hombre.
Le dio el anillo a Pedro y extendió la mano izquierda. Él le puso el anillo en el dedo, le besó el dorso de la mano y se la sostuvo mientras la miraba a los ojos.
—Paula, te quiero —susurró—. Te he querido desde que era un niño. Y no quiero que volvamos a separarnos. Quiero vivir donde tú vivas, contigo.
Paula, siempre práctica, lo miró con una sonrisa.
—Me encantaría discutir sobre el dónde, el cuándo y el cómo. Parece que tienes muchos planes y quiero que los compartas conmigo.
—¡Genial! —exclamó él al tiempo que le quitaba la tapadera a una bandeja de plata para dejar al descubierto dos filet mignon—. Me gustan las mujeres que saben lo que quieren.
Charlaron, comieron y discutieron. Pedro le contó a Paula sus ideas para el futuro: quería vivir en Edilean y abrir un campamento de verano. En invierno se dedicaría a ejercer la abogacía.
—Me gusta más de lo que creí que me gustaría, así que lo que mi padre le dijo a Penny es verdad, tengo algo de Alfonso.
—¿Crees que un pueblecito como Edilean será suficiente para ti?
—Sí —contestó él—, y te prometo que no haré nada que no hayamos acordado antes. —Se inclinó sobre la mesa para acercarse a ella—. Pero creo que tú tienes algo de tu hermano y que tu ambición sobrepasa un poco tu pueblecito.
—¡Me has pillado! —exclamó, y comenzaron a hablar de su futuro tal como ella lo veía. Las ideas de expansión de David no habían sido solo suyas.
Hablaron del inminente divorcio, y Pedro le contó que había decidido que Juan y sus padres se las podían apañar solos en la contienda.
—Le buscaré a mi madre un buen abogado.
—¿Forester? —preguntó Paula, y se echaron a reír.
Mientras compartían una buena porción de tarta de chocolate, alguien deslizó una invitación por debajo de la puerta. Cuando terminaron el postre, Pedro y Paula solo tenían ojos el uno para el otro, de modo que no vieron el grueso sobre de papel vitela.
Fue por la mañana cuando Paula lo recogió y se lo enseñó a Pedro. Iba dirigido a nombre de los dos.
—Ábrelo —le dijo Paula—. Seguro que es de Penny para decirte que Facundo es tu hermanastro.
—Demasiado tarde —repuso Pedro—. Ya te has ido de la lengua.
—Yo no lo veo así. Creo que tú... —Se interrumpió al ver la cara de Pedro. Seguía tumbado en la cama, apenas cubierto de cintura para abajo por la sábana—. ¿Qué pasa?
—Es una invitación a un almuerzo campestre, hoy, a la una. Hay un mapa con instrucciones para llegar al sitio.
Pedro le pasó la nota y le tocó a Paula quedarse de piedra.
—Es de tu padre. —Se sentó en el borde del colchón—. Dice que tiene un regalo para todos nosotros. —Miró a Pedro—. ¿Crees que es un tesoro pirata? Me vendrían bien unas perlas. Y un poco de tanzanita. Por supuesto, siempre ando corta de oro.
Pedro recuperó la invitación.
—No vas a conseguir eso de mi padre.
—¿El qué?
—Oro.
—Pues espero que no sea otra advertencia para que no comas pintura con plomo. Creo que le preguntaré por su política de escarceos amorosos en la oficina.
—Hazlo —replicó Pedro al tiempo que apartaba la sábana—. Me gustaría verlo.
Paula se apoyó en los codos para ver a Pedro atravesar la estancia desnudo.
—Bueno, ¿qué crees que quiere darte?
—Darnos. A los dos. —Pedro se puso unos vaqueros desgastados—. Ojalá que sea la libertad. Que acceda a concederle el divorcio a mi madre sin trabas.
—Te preocupa que Juan y tu madre tengan que pasar por un juzgado, ¿verdad? ¿Tu padre se rodeará de media docena de abogados?
—Yo diría que de unos veinte, y cada uno será de una etnia distinta. Será un arcoíris global.
Paula soltó una carcajada.
—Yo apuesto por el señor Layton. Creo que es capaz de enfrentarse a cualquiera, y teniendo en cuenta cómo bailaron en la boda de Maria... —Se interrumpió al ver la cara de Pedro—. Vale. Nada de padres y sexo en la misma frase.
—Vamos a desayunar y luego comprobaremos quién más está invitado a esta fiesta.
En el comedor de la planta baja, la gente parecía haber dispuesto dónde se tenía que sentar cada quién, de modo que había dos asientos vacíos en la mesa de Facundo y Penny.
—¡Ay, qué bonito! —exclamó esta con la vista clavada en el anillo de Paula.
Facundo sonreía, porque, acto seguido, su madre miraba a Pedro con expresión anonadada.
—No lo creías capaz de hacer algo así él solito, ¿verdad? Pero lo ha hecho —comentó Facundo—. Incluso pulsó los botones del móvil sin ayuda de nadie. Me quedé de piedra.
—Creo que los hermanos pequeños deberían cuidar sus modales —soltó Pedro, una frase que silenció a los comensales.
Paula miró a Penny y se encogió de hombros.
—Lo adivinó solo.
Penny le preguntaba a Pedro con la mirada qué sentía acerca de todo eso.Pedro colocó una mano sobre las suyas.
—Mi padre debería haberse divorciado de mi madre, dejarnos libres y haberse casado contigo —dijo en voz baja—. El que no lo hiciera demuestra que carece de sentido común.
Durante un segundo, los ojos de Penny relucieron por las lágrimas de agradecimiento, pero después apartó la mano.
—Ya está bien de tonterías. ¿Qué crees que trama Salvador con este regalito suyo?
—Yo espero que aparezca con una hermana —comentó Facundo, y todos se echaron a reír
***
A lo largo del desayuno, Paula se percató de que Facundo y Pedro se miraban a hurtadillas. ¡Qué cantidad de relaciones se estaban formando! Estaban las habituales; ella tendría que conocer a sus padres y él, a los de ella. Sin embargo, Pedro se iba a llevar la peor parte. Tenía un hermanastro que le había demostrado mucha hostilidad, y un futuro cuñado que no quería que se casara con su hermana.
Pedro pareció darse cuenta de lo que estaba pensando, porque la miró desde el otro lado de la mesa y le guiñó un ojo, como para decirle que podía enfrentarse a cualquier cosa que le pusieran por delante.
Paula sonrió, indicándole que, sucediera lo que sucediese, ella estaría a su lado.
—¡Dejadlo ya! —exclamó Facundo—. Estáis empañando los vasos.
Paula apartó la vista, avergonzada, pero Pedro se limitó a soltar una carcajada y a darle una fuerte palmada a Facundo en la espalda.
—Algún día podría pasarte a ti —dijo Pedro.
Como Facu no replicó, Paula añadió:
—Por lo que sabemos, Facundo lo mismo tiene mujer y tres hijos.
Facundo la miró, pero siguió sin replicar, de modo que Paula se dirigió a Penny.
Esta levantó las manos en señal de rendición.
—Me han obligado a jurar que guardaré el secreto.
—Más bien que me dejarás conservar mi intimidad —repuso Facundo y, por primera vez desde que lo conocía, Paula no vio la habitual expresión burlona en su rostro. El hecho de que su buen humor siempre hubiera sido a expensas de Pedro no evitó que ella se echara a reír.
De repente, Facundo dijo:
—Si me perdonáis... —Y se fue.
—Pero si no ha comido —protestó Paula e hizo ademán de ir tras él, pero Penny la cogió del brazo.
—Mi hijo tiene que luchar contra sus propios demonios —dijo— y es mejor dejarlo solo.
Paula volvió a sentarse, pero miró a Pedro. Sus ojos le dijeron que pensaba lo mismo que ella. Sin mirar a Penny, salió en pos de Facundo, pero regresó a los pocos minutos.
—Facu se ha llevado el Jeep. No sé adónde ha ido. ¿Deberíamos preocuparnos? —le preguntó a Penny.
—Yo sí, pero vosotros no —contestó ella—. ¿Quién quiere probar las tortitas de melocotón?
No hay comentarios:
Publicar un comentario