lunes, 11 de abril de 2016

CAPITULO 8: (TERCERA PARTE)




Pedro creía que no había estado tan cansado en toda su vida, pero sabía que lo que le hacía sentirse tan mal era una acumulación de circunstancias. Y la joven vertiendo la cerveza en su cabeza fue la gota que colmó el vaso. Ese mismo día había llamado a seis personas con las que compartió estudios en la universidad para ofrecerles su trabajo. Elogió tanto la vida en Edilean, que el nirvana en comparación era un erial, pero la respuesta siempre fue la misma: no.


—¿Pretendes que traslade a toda mi familia a una ciudad olvidada de la mano de Dios durante dos años y medio? ¿Y después qué? ¿Tendré que marcharme cuando vuelva tu primo?


A nadie le interesaba. Pedro incluso llamó a uno de sus profesores de universidad para hacerle la oferta. Quizá le gustaría retirarse en una pequeña ciudad, en la que solo tendría que tratar sarpullidos provocados por la hiedra venenosa. Pero su profesor solo se rio de Pedro.


—¿Quieres que deje las comodidades de una ciudad universitaria por las limitaciones de una ciudad pequeña? Gracias, pero no.


No importó cuánto lo intentase, no pudo conseguir que nadie ocupase su lugar. Incluso estuvo tentado de subir a su coche y simplemente alejarse de allí. ¡Que se fueran todos al diablo! Estaba harto de que lo comparasen con su primo Tomas, harto de que la gente dijera: «Pues el doctor Tomas hubiera...» El vacío podía llenarlo con un millón de cosas distintas.


Si Pedro no hubiera crecido en Edilean, no tendría ni idea de lo que querían decir: lo malo es que lo sabía perfectamente. El problema era que «los Tomas» de este mundo creían que su destino era ser médico de Edilean. Desde que se fundara la ciudad en el siglo XVIII, el médico oficial de la ciudad había sido un Alfonso. Eso es lo que la gente quería, no deseaban algo distinto.


Pero, a lo largo de los años, la familia Alfonso se había escindido y ahora existían dos ramas. Una era la heredera de Alfonso House, la mansión situada fuera de la ciudad, junto a un lago magnífico, y sus ocupantes eran los médicos de la ciudad; los «otros» Alfonso no habían heredado la casa y se dedicaban a otros menesteres.


El problema se presentó cuando Pedro, al igual que su primo Tomas, se convenció de que había nacido para ser médico. En otras familias, esa decisión habría sido jaleada, pero en el caso de Pedro se tomó como una rareza. «¿También quieres ser médico?», preguntaron, mirándolo como si hubiera dicho que quería hacerse injertar un tercer brazo.


El único que no vio nada extraño en su decisión fue el propio Tomas. Para él era lo más lógico del mundo, no entendía que alguien no quisiera ser médico.


Los dos chicos, nacidos el mismo año, eran primos terceros y crecieron siendo amigos. Hablaban habitualmente de su profesión como de algo imposible de cambiar, y eso hacía que Pedro estuviera seguro acerca de su futuro.


Quizá se sintiera un poco celoso de Tomas, pero no podía evitarlo. Tomas viviría en la ciudad, en la casa donde nació y, por la forma como lo perseguían las chicas, parecía que no tendría problemas en encontrar a alguien con quien compartir su vida.


Pedro era una persona muy distinta. Allí donde Tomas no tenía problemas para mezclarse con la gente, jugar deportes de equipo y tener citas con todas las chicas que le dedicasen una sonrisa, Pedro siempre había sido un solitario. Tenía unos cuantos buenos amigos, pero no se sentía cómodo en medio de un grupo numeroso.


En cuanto a las chicas, nunca sintió la suficiente confianza para pedirles citas o que salieran con él. Unas cuantas se le habían acercado y flirteado con él, incluso pedido que saliera con ellas, pero en las escasas ocasiones en que aceptó, siempre las había aburrido hablándoles de medicina. 


Cuando tenía catorce años conoció a Laura Chawnley. Su familia acababa de instalarse en Edilean y, cuando fue presentada a toda la clase, parecía tan asustada que Pedro creyó que iba a echarse a llorar. Más tarde la vio en uno de los pasillos, intentando reunir todos sus libros en un solo montón con un éxito más bien escaso. Le sonrió torpemente, tenía el aspecto de necesitar que alguien la rescatara y Pedro lo hizo.


Le llevó los libros, se aseguró de que supiera cuáles eran sus clases y horarios, y la presentó a los demás alumnos. 


Era tan vergonzosa que permaneció tras él, casi como si tuviera miedo de mirar o de que la miraran. Laura le hizo sentirse a gusto desde el primer instante, dependiente de él para todo: conocer a la gente, saber dónde sentarse, incluso llevar el peso de las conversaciones. A Pedro le encantaba hablarle de su futuro, de sus sueños... sueños en los que la incluyó desde el principio.


Su madre tenía un punto de vista diferente. Ella decía que Laura esperaba sentada a que Pedro se lo solucionara todo. 


A él, que había sufrido toda su vida el dinamismo de su madre y de su hermana, la tranquila pasividad de Laura le resultaba estimulante. Y, lo más importante, con ella podía vislumbrar su futuro. Sabía que se casarían, que vivirían en Edilean y que tendrían hijos. Pedro incluso sabía la casa que comprarían. Como la Alfonso House de Tomas estaría fuera de la ciudad, sobre un terreno de unos ocho kilómetros cuadrados, y necesitaría unos cuantos arreglos. Pedro y Tomas se repartirían la consulta de Edilean y... bueno, esa sería su vida.


Desde su punto de vista, la única mancha en aquel plan perfecto eran las habladurías de la gente, sobre todo de su madre. Cierta vez le dijo que, por más que lo intentase, nunca sería como Tomas. Cuando le contestó que no tenía ni idea de lo que estaba hablando, hizo un amplio ademán como intentando abarcar todo su dormitorio. Las paredes estaban repletas de pósters de viajes: Egipto, Petra, las islas Galápagos...


—¿Cómo piensas visitar todos esos países si te instalas en Edilean con Laura?


—Iremos juntos —replicó Pedro con entusiasmo—. Laura quiere viajar tanto y hacer tantas cosas como yo. Y Tomas se encargará de la consulta en nuestra ausencia.


—Por lo que he visto de esa chica —dijo su madre, escéptica—, hasta tiene miedo de cruzar sola la calle. —Pedro la fulminó con la mirada, y ella alzó las manos en signo de rendición—. Está bien, está bien. La conoces mejor que yo, pero me pregunto si no te dice lo que quieres oír porque la intimidas.


—¿Intimidada? ¿Por mí? Me tomas el pelo. —Pedro bajó el tono de voz—. Mamá, sé que lo haces con buena intención, pero es verdad que no conoces a Laura tanto como yo. Es dulce, considerada y...


—Y una frustrada —soltó Karen desde la puerta—. Está contigo porque la incluyes en todos tus planes. ¿Crees que la aceptaron en el Comité del Anuario a causa de su gran personalidad?


—Eres una... —empezó Pedro, pero su madre lo detuvo.


—¿Te importa, Karen? Esta es una conversación privada.


—Como queráis —aceptó Karen, encogiéndose de hombros antes de desaparecer.


Años después, cuando regresó de la facultad de Medicina, descubrió que Laura lo había abandonado. Con una frialdad y un desapego que lo dejaron atónito, le dijo que se había enamorado y que se iba a casar con un hombrecito de acuosos ojos azules, y que se convertiría en la esposa de un pastor baptista. El mundo de Pedro se hundió bajo sus pies. 


Pasó semanas sin saber qué hacer con su vida. Si no tenía a nadie con quien compartirla, si iba a estar solo, ¿de qué servía convertirse en médico? Durante esas semanas, todo lo que pudo hacer fue contemplar la televisión con ojos vacíos.


Incluso tuvo un momento increíblemente bajo, cuando ascendió hasta Stirling Point y saltó del acantilado al agua. 


Mientras se hundía, pensó que tampoco estaría tan mal si nunca emergía de nuevo. De no ser por Maria, la agradable amiga de su hermana que saltó para salvarlo, casi ahogándose ella misma en el intento, Pedro se preguntaba si seguiría vivo. Después, se sintió tan avergonzado por su depresión y su insensata conducta que casi le había costado la vida a Maria, que hizo las maletas y huyó de casa.


Había vuelto de la facultad, pero raramente volvería a Edilean. Al principio, únicamente podía pensar que estaba solo. Real y desesperadamente solo. Pero no tardó en descubrir algunas ventajas en tal situación. Su primera incursión en un Mundo-Sin-Laura fueron las chicas. Más tarde, se presentó voluntario para los trabajos que nadie quería, como las misiones de rescate. Era el primero en ponerse un traje ignífugo y lanzarse hacia un edificio ardiendo para rescatar a los atrapados por el fuego.


Parecía que cuanto más peligrosa fuera la misión, más deseaba llevarla a cabo. Tras su temporada como residente se trasladó a África, y descubrió que allí encajaba a la perfección. La vida de una pequeña ciudad como Edilean lo había preparado para la vida de un pequeño poblado africano.


Lo que no quería aceptar era lo bien que le sentaba haberse liberado del estigma de no ser Tomas. No se había dado cuenta de que, durante toda su vida, lo habían comparado con su primo sin poder llegar nunca a su altura. Pedro era un Alfonso y era un médico, pero no era Tomas. Tomas sabía hacer que la gente se riera con él; Pedro era demasiado serio. Tomas se preocupaba por todo el mundo; Pedro no podía soportar a la gente que exageraba o se inventaba enfermedades. Tomas era dulce y agradable, siempre de buen humor; Pedro prefería pasar el tiempo solo, y se encargaba de que la gente lo supiera. La lista podría seguir, y seguir, y seguir. En Oriente Medio, en el desierto de Gobi o en cualquier otra parte del mundo que no fuera Edilean. Pedro no podía ser comparado con nadie. Y quizá fuese egoísta, pero le gustaba ser apreciado por lo que hacía, por arriesgarse ayudando a la gente.


No fue hasta que volvió a Edilean para ayudar a Tomas cuando este se rompió el brazo, que Pedro empezó a verlo todo con más claridad. No era de extrañar que, debido a las constantes comparaciones, quisiera marcharse y no volver nunca más. Tras la primera semana en la consulta de Tomas, empezó a contar los días que faltaban para poder abandonar Edilean para siempre.


El personal de Tomas consistía en dos mujeres: una, la que estaba a punto de jubilarse, casi lo había vuelto loco. Todas sus frases empezaban con un: «El doctor Tomas siempre...» 


Ambas parecían esperar que Pedro caminase, hablase, comiera y respirara exactamente como Tomas Alfonso. Que Pedro no fuera como su primo hacía que girasen los ojos, compusieran muecas y mascullasen entre dientes. Pedro nunca parecía contentarlas y al final se había rendido. Además, cuando descubrió que tendría que soportar todo aquello durante tres años, mientras su amado Tomas estaba en Nueva York, la facultad de Pedro para sonreír se esfumó.


Una de las ayudantes decidió retirarse antes de tiempo y, para sustituirla, contrató a una chica que parecía saltar a cada palabra que le dirigía. La verdad era que, en aquel momento, tenía acumulada tanta rabia en su interior que probablemente les ladraba más que hablaba.


Y lo del día anterior había sido el colmo. Se estaba permitiendo la debilidad de contarle sus quejas a Ramon y a Facundo, cuando una joven preciosa le derramó una jarra de cerveza por la cabeza. Pedro quedó tan desconcertado que no pudo reaccionar, permaneció sentado contemplándola y boqueando como un pez. Dado que durante toda su estancia en Edilean se había acostumbrado a que la gente le contara sus enfermedades, los veía a todos como enfermos. En algún momento su desgracia había superado su capacidad para apreciar a una chica guapa y sana.


Cuando la joven se marchó del restaurante, Pedro se sorprendió de que algunos clientes la aplaudieran. ¿Tan malo era, que la gente aplaudía que lo atacaran físicamente?


Facundo salió tras la chica, muy en su papel de pastor, pero Ramon fue hasta la barra y regresó con un par de toallas. Se las lanzó a Pedro.


—No sé qué le habrás hecho a esa chica, pero me da la impresión de que un montón de gente cree que te lo merecías.


Esperó mientras Pedro intentaba secarse parte de la cerveza, y después se marcharon juntos. Pedro procuró no cruzar su mirada con la de los presentes, pero no pudo evitar percibir algunas sonrisas.


«Mañana —pensó, mientras se iban del restaurante—, mañana contactaré con más gente y haré todo lo posible para convencerla de que me sustituyan en Edilean.»


Pero eso fue ayer. Se había pasado todo el día en el hospital de Newport y llamado a compañeros de los que apenas se acordaba. Había rogado, suplicado, incluso intentado sobornar, pero nadie aceptó el trabajo. No consiguió nada.


Así que, ahora, volvía en coche a su deprimente apartamento. Mientras aparcaba en la parte trasera del edificio, se fijó en que las luces del piso superior estaban encendidas. Lo primero que pensó fue que se trataba de un paciente que lo estaba esperando. O algo peor: una mujer que veía en Pedro un desafío que superar.


Se lanzó por las escaleras, esperando... No, no sabía qué esperar al abrir la puerta





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