domingo, 20 de marzo de 2016

CAPITULO 18 (PRIMERA PARTE)




Cuando llegó a lo alto de la escalera oyó el familiar zumbido procedente de la habitación de Lucia, aunque ese día se le antojó más fuerte. Cuando vio que tenía la puerta abierta no pudo reprimir el impulso de mirar dentro.


Lo que vio la intrigó. Rodeando tres de las paredes había unas vitrinas bajas con diversos tipos diferentes de máquinas de coser encima. En el medio había una enorme vitrina de la altura de una encimera, con estantes y cajones en la parte inferior. En la cuarta pared se abría un profundo armario empotrado, y en su interior vio unos rollos de telas, lisas y estampadas, ordenadas por colores. Un grupo iba del blanco al rosa, otro del rojo al naranja, y un tercero del morado a los azules. Los marrones daban paso al negro y a los blancos estampados.


—¡Aaaaaaah! —exclamó, sintiéndose arrastrada hasta la cueva de los colores.


—Ya me imaginé que te gustaría —dijo Lucia—. Por favor, entra y mira lo que quieras.


—No quiero molestarla.


—No lo haces. Espero que no te importe si sigo trabajando. Intento terminar unos encargos para la tienda.


Paula fue hasta el armario y pasó las manos por los rollos de tela. La mayoría eran de algodón, del que se utiliza para confeccionar las colchas. Pero también había blancos, crudos y pasteles de las telas más suaves que jamás hubiera tocado. Miró a Lucia con aire interrogativo.


—Batista suiza —dijo Lucia—. Livie solo utiliza las telas más delicadas. La guarnición y el entredós están en esos cajones de ahí abajo.


Paula abrió uno y dentro encontró unos cartones de lo que parecían los ribetes más llenos de orificios que hubiera visto en su vida. Parecía una diminuta escalera bordeada en ambos lados por una simple tela. Miró a Lucia.


La mujer sostuvo en el aire un vestido de bebé. El motivo escalado había sido cosido cerca de la basta, y Lucia había enhebrado los agujeros con una estrecha cinta rosa pálido.


—Es muy bonito —dijo Paula, pero su interés seguía puesto en los rollos de telas de colores—. ¿Qué es lo que hace con todo esto?


—No mucho —dijo la mujer. Estaba recortando lo que parecía ser un corpiño minúsculo—. Cuando llegué aquí quise hacer un edredón, así que me compré una máquina, y me volví loca comprando rollos de tela. Pero entonces empecé a colaborar con la tienda de Livie y... —se encogió de hombros.


—¿Así que no vino aquí para trabajar con la señora Wingate?


—Oh, no —dijo Lucia, pero sin dar más información.


—¿No la conocía antes de venir a Edilean?


—No —respondió la mujer, y su voz dejó traslucir cautela.


Paula sabía cuándo desistir, y decidió cambiar de tema.


—No estoy segura de quién es un hombre que aparece en el álbum de fotos. Está mucho con Pedro cuando este era niño, pero luego parece desaparecer sin más.


Lucia echó un vistazo hacia la puerta y bajó la voz.


—No lo sé. Es extraño que repararas en él. Yo también lo hice y le pregunté a Livie. Me dijo que solo era el jardinero, pero me lo dijo con una expresión rara.


Parecía que Lucia estaba bastante dispuesta a hablar de la señora Wingate, aunque en lo tocante a sí misma ponía punto en boca.


—¿Y qué le pasó? Al jardinero, me refiero.


—No lo sé —dijo Lucia—. Se lo pregunté a Livie, y dejó de hablar. La verdad es que pareció ponerse muy triste. ¿Te importaría pasarme ese...?


Paula sabía que quería el alfiletero, así que se lo acercó.


—He oído algunas cosas sobre el señor Wingate.


—Yo también —reconoció Lucia—. No porque Livie me haya hablado de él alguna vez, aunque Armstrong, que es el ultramarinos del pueblo, es un semillero de cotilleos. Era un anciano bastante envarado y bastante mayor que Livie. Siempre tenía muy presente lo que él denominaba su «estatus social» y exigía que su joven esposa estuviera a la altura de las circunstancias.


—Nada de baile de barra, ¿eh?


Lucia sonrió.


—Se le deben de estar removiendo los huesos en la tumba. ¡Dios mío! —Cuando alargó la mano por la encimera para coger su cortador giratorio, Paula lo cogió.


—¿Le gustaría que le cortara eso?


—¿Sabes hacerlo?


—¿Bromea? Pertenezco a una dinastía de ferreteros. No se ha fabricado una herramienta que no sepa utilizar.


—¡Qué maravilla! Si cortas esos, colocaré el fruncidor.


—¿Y eso qué es? —preguntó Paula.


Lucia levantó un objeto metálico de aspecto intrincado del tamaño de una pastilla de jabón.


—Esto frunce la tela.


—Esto tengo que verlo —dijo Paula, y Lucia hizo una demostración. Cuando Paula estaba en el instituto y se hacía su propia ropa, para hacer los frunces primero había tenido que marcarlos, luego sujetarlos con alfileres, doblarlos unos sobre otros, planchar, hilvanar y finalmente coser. El pequeño accesorio de la máquina hizo todo eso tan deprisa como Lucia pasaba la tela por él—. ¡Es magia!


Paula se volvió para echar un vistazo a todas las máquinas de la habitación.


—Bueno, ¿qué hacen realmente todas estas cosas? —preguntó.


Cuando Lucia hubo terminado su demostración con la remalladora Baby Lock Evolution, un artefacto que no solo hacía una costura sino que también la ribeteaba, ya era hora de comer. Bajaron a la cocina, se hicieron unos bocadillos y se los subieron para examinar la máquina Sashiko.


Paula comió mientras escuchaba la historia del bordado y acolchado japonés —del cual tomaba prestado el nombre la máquina—, y vio que esta tenía solo una bobina y carecía de enhebrado superior. Eso significaba que dejaba un espacio vacío entre las puntadas que confería a la costura la apariencia de haber sido hecha a mano.


—En mi mundo «a mano» es una locución de cinco letras —dijo Lucia, y Paula se echó a reír.


Pegada a la pared más alejada había una enorme máquina encima de una vitrina. Era una bordadora, y Lucia se pasó casi una hora enseñando a Paula el software donde podía escoger cualquier foto, dibujo o pintura y reproducirlo en él y colores de hilo que le apeteciera.


—Asombroso —dijo Paula mientras pensaba en las posibilidades que ofrecía la máquina. Había estudiado artes con fibras en la facultad, pero no había pasado de aprender los rudimentos con un telar de cuatro aparejos. Como ocurría en la mayoría de las escuelas de Bellas Artes, se consideraba que un alumno debía empezar por lo más elemental.


Paula dijo:
—Si el profesor de artes con fibras quisiera utilizar una máquina de coser esta sería de pedal. No le gustaba nada que fuera eléctrico.


—Y esto nos lleva a Henry —dijo Lucia, dando la sensación de que estuviera hablando de un amante.


Se dirigió a la vitrina del centro, hasta una enorme máquina de coser con una pantalla de ordenador incorporada en el brazo. Era una Bernina 830. Lucia le acarició la parte superior.


—Cuando compré a este muchacho, me dio tantos problemas que lo llamé Henry. Solo un hombre puede causar tantos sufrimientos a una mujer.


Paula soltó una carcajada.


—Pero parece que hayan llegado a un acuerdo.


—El primer año fue difícil. Hasta ocho veces tuve que acarrear de vuelta a la tienda sus veintiséis kilos. Estaba convencida de que estaba estropeada. Y no tiene más problema que la precisión. Si se la enhebra correctamente, tiene la medida adecuada, la aguja correcta y la tensión por arriba y por abajo es la apropiada, Henry puede obrar milagros. ¿Quieres ver mis pies?


Paula no supo a qué se refería hasta que la mujer abrió un cajón para enseñarle sus cuarenta y dos diferentes pies prensatelas para la máquina de coser.


—¿Y qué demonios hacen? —preguntó Paula.


—Bien —empezó a decir Lucia, mientras sacaba un rollo de muselina y cortaba como medio metro de tela—, este es un prensatela para hilvanar, y además de hacer aquello para lo que fue diseñado, también realiza un diminuto festón. —Hizo una demostración. Mientras Paula observaba atónita la hilera festoneada, Lucia dijo—: Y estos son para alforzar...


—¿Alforzar?


Mientras Lucia le mostraba el uso de una aguja doble e insertaba una hebra de algodón perlado en la cresta formada por las agujas, una alarma empezó a sonar.


—Hora del ejercicio —informó Lucia.


—¿Ya son las tres?


—Así es —corroboró Lucia, que echó una anhelante mirada a las telas amontonadas en su gran mesa de cortar. Por pasar la tarde con Paula, se había retrasado aún más en su trabajo.


—Si la gimnasia de hoy no me mata, luego la ayudaré—se ofreció Paula.


—¿De verdad lo haría? —preguntó la mujer—. La ayuda me encantaría, pero la compañía sería aún mejor recibida. Una persona no puede ver todas las películas.


«Ya le vale a la tímida y solitaria Lucia», pensó Paula.


—Deje que me cambie de ropa y...


—¡Oh, no! —dijo Lucia—. Abajo tenemos ropa para esta sesión.


—¿Se refiere a...?


—Tenemos trajes para la danza del vientre, con velos y montones de monedas de oro incluidas. 


Espera a que se lo cuente todo esta noche a Pedro, pensó Paula, y bajó la escalera detrás de Lucia.






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