sábado, 16 de abril de 2016

CAPITULO 24: (TERCERA PARTE)







Cuando Al vio a la joven entrar en su local supo al instante que lo había descubierto todo. La noche anterior había discutido con su esposa, algo muy extraño en ellos.


—¡Creo que es repugnante! —casi le gritó en las narices—. Toda la ciudad está ocultándole a esa chica la verdadera identidad del doctor Pedro.


Su esposa no era nativa de Edilean, no había nacido ni crecido allí. Al intentó quitarle hierro al asunto con un poco de humor, argumentando que era demasiado nueva en la ciudad para llamarla siquiera «recién llegada», pero ella no le vio la gracia. Como agente inmobiliario, odiaba aquella división de la ciudad en dos clases distintas, una de ellas tan exclusiva que pertenecías a ella por derecho de nacimiento.


Y estaba especialmente furiosa por Paula. Había tenido que soportar el mal carácter del doctor Pedro como todo el mundo, y se alegró al enterarse de que una chica preciosa le había vertido una jarra de cerveza en la cabeza. Pero también se enfureció cuando su marido le explicó que Paula iba a trabajar para el doctor Pedro, sin saber que era el idiota que casi la había matado.


—¿Me estás diciendo que planea mantener el secreto? —preguntó, atónita, a su marido, lanzándole una mirada asesina.


Al murmuró algo sobre Halloween y las máscaras, que se trataba de una situación muy divertida y que se reiría mucho, pero no consiguió arrancarle ni una mísera sonrisa.


Necesitó todo su poder de persuasión para convencerla de que enseñara a Paula la casita con el estudio incorporado. Cuando la chica firmó el contrato de alquiler, su esposa fue al restaurante y lanzó despectivamente los papeles sobre la barra.


—¡Como esa chica resulte herida de alguna forma, que Dios te proteja, Al, porque pienso dejarte y marcharme de esta ciudad! ¡Esto se pasa de la raya! —le gritó, furiosa, antes de dar media vuelta y salir del restaurante haciendo resonar ostensiblemente sus tacones.


Ahora, Al sabía que la pequeña Paula había descubierto la verdad y no recordaba sentirse tan mal desde hacía mucho tiempo. Daba la impresión de que todo el mundo se había derrumbado sobre su cabeza. De ser otro tipo de persona desprendería furia y rabia, pero, por su aspecto, no parecía con ánimos de desatar ninguna venganza.


Los tres hijos de Al eran varones, y su esposa le decía constantemente que no conocía a las mujeres, pero podía imaginarse lo que significaba ser objetivo de las burlas de toda una ciudad. Por primera vez en su vida se alegró de no ser un «veterano», un descendiente de las siete familias fundadoras.


No había muchos clientes en el restaurante, así que le ordenó a uno de sus empleados que se encargara de la cocina. Sabía que las hamburguesas no serían tan buenas como las suyas, pero en aquellos momentos tampoco le importaba.


—¿Necesitas algo? —le preguntó solícito, situándose frente a ella.


—Una vida nueva —respondió Paula con un hilo de voz, antes de alzar los ojos para mirarlo—. ¿Podría hablar un momento con su esposa? No sé dónde he metido su tarjeta y necesito...


No pudo seguir. Se le agolparon imágenes de todo lo que le había ocurrido, de todo lo que había dicho y hecho.


Cuando se encontró con Sara en casa de Mike, todos la miraron tan intensamente que Paula llegó a sentirse realmente incómoda. ¿Qué era lo que había dicho Pedro? ¿Que todo el mundo se preguntaba cuándo iba a asesinarlo? 


Ahora comprendía el significado de aquellas palabras. Todos sabían que estaba siendo ridiculizada por él, que la tomaba por una idiota, que la estaba utilizando.


La noche anterior había conseguido lo que quería. ¿Cobraría ahora sus apuestas? ¿Había apostado aquel presuntuoso niño rico que podría meter a la pueblerina en su cama sin tener que enseñarle siquiera la cara?


Al puso una taza de café frente a Paula, pero ella se sentó a la barra sin beber una sola gota.


—Puedes romper ese contrato si quieres, yo me encargo de todo —le dijo Al en voz baja para que nadie pudiera oírlo. Paula asintió con la cabeza sin levantar la mirada—. ¿Supondría alguna diferencia para ti que Pedro haya pasado por aquí esta mañana y me haya contado lo loco que está por ti?


—Y que se ha enamorado, ¿verdad? —preguntó a su vez Paula, con tanto sarcasmo y dolor en su voz que Al se sintió avergonzado.


Tras rebuscar unos segundos en su bolso, Paula sacó un llavero. En él llevaba la llave del apartamento de Pedro y quería librarse de ella, pero sus manos temblaban tanto que no podía liberarla.


—Ven conmigo —dijo él.


—Yo no...


—A menos que quieras que toda la ciudad empiece a chismorrear cosas sobre tu aspecto, acompáñame.


Paula no se sentía con fuerzas para discutir, así que siguió a Al por una puerta situada tras el mostrador y que se abrió a un pequeño despacho. El escritorio que ocupaba la mayor parte del espacio tenía sillas a cada lado y montañas de papeles y catálogos diseminados por toda su superficie. 


Mientras ella se sentaba, Al cerró la puerta, graduó la persiana para bloquear la visión desde el exterior, sacó una botella de whisky de un cajón y llenó un vaso.


—Bébetelo.


Paula dudó. Su alcohólico padrastro había conseguido que odiara toda clase de alcohol, pero después de lo que había pasado necesitaba reunir todo el valor que pudiera y de la forma que pudiera. Vació el vaso de un solo trago, lo dejó vacío sobre la mesa y apoyó la espalda en el respaldo de la silla.


—¿Quiere oír toda la historia de cómo me dejé embaucar por el medicucho del pueblo? Ha sabido vengarse por lo de la cerveza, ¿verdad? ¿Usted también ha apostado?


Al se sentó al otro lado del escritorio y apoyó las manos en su enorme vientre. Tenía todo el delantal manchado de grasa. Primero había pensado decirle a la pobre chica que aquello no era lo que parecía, que el doctor Pedro se preocupaba realmente por ella y que sí, que quizás estaba enamorado de ella... pero cambió de opinión sobre la marcha.


—¿Qué piensas hacer ahora?


—Largarme de esta ciudad.


—Buena idea —reconoció Al—. Vete a casa con tu familia y deja que cuiden de ti.


Paula permaneció en silencio unos segundos. En realidad podía decirse que no tenía familia. Dado que su hermana, Lisa, estaba en la universidad, solo quedaba su lujurioso y alcohólico padrastro. Eso sin contar que Gonzalo vivía en su ciudad natal y que además era la sede de Treeborne Foods. 


Si volvía a su casa, lo más probable era que acabara en la cárcel.


—Mala idea, ¿eh? —preguntó Al, intuyendo lo que pasaba.


—Sí —admitió Paula.


—¿Tienes amigos en Edilean?


—Karen... —susurró ella—. Y Maria.


—Genial. Ninguna de las dos está aquí ahora.


—Me las arreglaré. —Se defendió Paula, mirándose las manos y sacudiendo la cabeza.


—¿Qué te gustaría hacer? Además de empujar a nuestro malcarado doctor bajo las ruedas de un camión, claro. Solo puedo decirte que, si decides hacerlo, la mitad de la ciudad te prestará su camión.


—¿Malcarado? —se extrañó ella—. Creía que todo el mundo adoraba a Pedro.


—Te han contado muchas mentiras, pero esa ha sido la mayor.


Paula estaba tan sorprendida que no sabía qué decir. Se quedó sentada, contemplando a Al.


—Ya veo que no te han contado toda la historia —dedujo él.


—Me parece que no me han contado nada de la historia —escupió Paula, recogiendo el vaso de la mesa y manteniéndolo en alto para que se lo volviera a llenar.


Lo vació nuevamente de un solo trago y escuchó cómo Al le explicó la misma historia que Pedro acerca de su llegada a Edilean y su sustitución del doctor Tomas. Aunque el médico no le había hablado de sus fruncimientos de ceño, sus malas contestaciones y que algunos de sus pacientes preferían quedarse en casa, enfermos, a que Pedro los visitara.


—El viejo Baldwin tuvo un ataque al corazón y obligó a su hijo a llevarlo hasta Norfolk para no ser atendido por Pedro.


—Ah, ¿sí? —preguntó Paula. Los dos tragos de whisky y las palabras de Al contribuían a que sintiera un cierto relajamiento y olvidase parte de sus problemas—. Pero todo el mundo lo ayudó a mentirme. Si Pedro les cae tan mal, ¿por qué lo ayudaron?


—Porque le hiciste sonreír.


—Hice un montón de cosas —susurró, casi para sí.


—¿Cuánto dinero tienes? —se interesó Al en tono paternal.


En circunstancias normales, Paula no hablaría de esas cosas con un completo extraño, pero el whisky y un estómago vacío contribuyeron a superar sus habituales reticencias.


—Unos ciento treinta dólares. Tengo trescientos más en un banco, pero no puedo tocarlos. Si lo hiciera, cierta gente sabría dónde encontrarme y podría acabar en la cárcel. ¿Cuánto cree que tarda un paquete en ir hasta Nueva Zelanda y volver?


Al no tenía ni idea de a qué se refería la chica, pero su principal preocupación era retenerla en la ciudad. No pensaba dejar que se marchara en aquellas condiciones. Le habían gastado una broma muy pesada y haría cuanto estuviera en su mano para ayudarla.


—¿Y cuál ha sido tu experiencia laboral hasta ahora?


—He trabajado en muchos sitios. ¿Necesita una camarera?


Al estuvo a punto de decir que sí, pero entonces se le ocurrió algo.


—¿Te gustaría echarme una mano para solventar una disputa familiar?


Paula frunció el ceño. En sus trabajos anteriores le pidieron ayuda un par de veces para superar una disputa familiar, y siempre terminaban con la frase: «Mi esposa no me comprende, pero tú sí.» Al podía prácticamente leerle la mente y no pudo evitar sentirse un poco halagado.


—Bety dice que sabes hacer una buena sopa —añadió para aclarar sus intenciones


—¿Sopa?


—Ya conoces a mi esposa —siguió Al, palmeándose el estómago—. Se come dos trozos de apio y considera que se ha dado un festín. Siempre dice que deberíamos tomar más sopa y menos carne.


No sabía si era por el whisky o por la forma de hablar de Al, pero sintió ganas de sonreír.


—¿Quieres que haga sopa para ti?


Al pensaba todo lo rápido que podía. Lo que aquella joven necesitaba era una forma de mantenerse ocupada y apartar de su mente todo lo que le había hecho la ciudad. Y si sabía utilizar el chismorreo edileano en su provecho, conseguiría que los habitantes «veteranos» se sintieran tan culpables que harían todo lo posible por ayudar a Paula. La pregunta era: ¿qué podría o querría hacer?


—Sí —terminó reconociendo—. Quiero que hagas sopa para mí y para venderla.


Se refería a ofrecerla en su restaurante como un plato más. 


Pero, por su forma de hablar, parecía referirse a esas sopas pretenciosas que le gustaban a las druidas vírgenes, y eso no encajaba con el ambiente de aquel restaurante, muy típico de los años cincuenta. Al pensaba que una hamburguesa que pesara menos de media libra era para... ¿cuál era esa palabra que odiaba? ¿Metrosexuales?


Paseó la mirada por el despacho, buscando la solución al problema. Tenía cientos de catálogos en sus estanterías, algunos con las páginas enrolladas sobre sí mismas por el tiempo. Clavada en la pared tenía la foto de un mostrador de cristal que una vez había pensado comprar, pero que nunca llegó a hacerlo. Fue cuando su esposa le insistía en que utilizara la plancha de la cocina para preparar sándwiches.


—¿Sabes lo que es un sándwich para chicas?


—No tengo ni idea —reconoció ella.


—Un sándwich hecho con dos rebanadas de pan de molde y tostado en la plancha.


Paula parpadeó un par de veces.


—¿Una especie de panini?


—Más o menos. —La expresión de Al daba a entender que ella era una genio—. ¿Sabes hacer esas cosas?


—Un mono amaestrado podría hacerlo. Solo tienes que colocarlo en la plancha hasta que se tueste un poco.


Al pensó unos segundos, y después empezó a rebuscar algo entre un montón de los papeles de su escritorio.


—¡Aquí está! —exclamó triunfante, sacando una hoja bastante nueva y entregándosela a la chica.


Se trataba de la impresión de un e-mail en la que se leía: «¿Te interesa comprarme esta tienda y servir comidas que no maten de colesterol al primer bocado?» Firmaba Ramon. 


Paula la dejó de nuevo sobre la mesa.


—¿Es el mismo Ramon que estaba aquí el día que yo...? —No terminó la frase.


Sabía que era una de las personas enteradas de que iba a trabajar para el hombre al que le vertió la cerveza en la cabeza. Lo había visto en el restaurante, y después en la fiesta de Halloween. Con Pedro.


—Veo que lo conoces —sugirió Al, sonriendo. Era su oportunidad para poner en su lugar a uno de los «veteranos»—. Ramon es un McTern.


Al ver que aquello no significaba nada para Paula, siguió hablando:
—Ha heredado muchas propiedades de Edilean, y una de ellas es una pequeña sandwichería en el centro de la ciudad. No deja de darme la lata para que se la compre.


Paula se preguntaba qué tenía que ver eso con ella.


—La mujer que la tenía alquilada se marchó a Seattle. Creo que se enamoró de alguien que vivía allí, pero da igual. El caso es que la tienda está cerrada y en alquiler... o en venta. Si te interesa, puedo comprarla para ti.


—¿Una sandwichería? —preguntó ella—. No sé cómo administrar un restaurante. Y no puedo permitirme comprar nada. Si decidiera quedarme en Edilean, y no debería hacerlo, necesitaría un trabajo donde me pagaran, no al revés. Y no podría seguir en casa de Karen, así que ni siquiera tengo dónde vivir.


—La tienda dispone de un apartamento en el primer piso. La última vez que lo vi estaba llena de cajas, pero creo que con una buena limpieza quedaría muy bien.


—Como el apartamento de Pedro —dijo Paula sarcásticamente.


Al no estaba dispuesto a que la chica cayera en la autocompasión.


—No, este es mucho mejor Tiene unos amplios ventanales en la parte delantera por los que entra mucha luz y puedes ver el exterior.


—Yo... —Paula veía mil problemas en esa idea. No tenía dinero ni experiencia, era el hazmerreír de toda una ciudad, no quería ver a Pedro nunca más y...
Y lo que le ofrecían era una oportunidad, aunque solo fuera un primer paso. Además, ¿qué más podía hacer? ¿Dónde podía ir? Quizá pudiera convertir las mentiras del doctor Pedro en algo positivo.


—Está bien, acepto —dijo, sintiendo que el corazón le latía desbocado.


Al sonrió con orgullo. No se sentiría mejor ni aunque Paula fuera su propia hija.


—¿Por qué no...?


—¿... me ocupo de mí misma para variar? —suplicó ella.


—Dile a Ray que te prepare una hamburguesa y un montón de patatas fritas. Necesitas recuperar las fuerzas y pensar qué piensas cocinar.


A Paula se le aglomeraban tantas cosas en la cabeza que solo pudo asentir. En cuando salió del despacho, Al llamó a Ramon.


—¿Te acuerdas de aquella pequeña sandwichería que querías venderme? —preguntó, en cuanto Ramon descolgó el teléfono.


—¡Claro que me acuerdo! —exclamó Ramon, entusiasmado—. La inquilina me dejó colgado. Si pudiera localizarla, la demandaría, pero...


—Eso no me interesa. Necesito la tienda cuatro meses gratis a prueba.


—Has estado bebiendo demasiado —dijo Ramon entre carcajadas—. Como diría Kierkegaard...


—Tampoco me interesa lo que diga ninguno de tus parientes. Tú mismo le entregarás las llaves a la nueva inquilina. Mi esposa preparará el contrato. Lo dicho, cuatro meses gratis.


—De acuerdo, perro grasiento. ¿En qué lío te has metido y para quién quieres la tienda?


—¿Sabes la chica que le tiró la cerveza a Pedro por la cabeza?


—¡Oh, sí! —exclamó Ramon—. Nunca olvidaré un momento tan glorioso, moriré con esa imagen en la cabeza... Oye, ¿es para ella? ¿Para la pequeña clon de Brigitte Bardot, la chica más guapa que he visto en años? ¿La...?


—Las llaves, Ramon —cortó Al—. Entrégaselas en la tienda. La mandaré hacia allí.


—Ahora mismo voy.


—¡Corre! —Y Al colgó el teléfono.


No lo había pensado, pero el atractivo Ramon podía ayudar a Paula en un montón de cosas. La última vez que había visto a Pedro como médico, recibió una reprimenda de diez minutos por culpa de su peso. Para tener que soportar una paliza como aquella, se habría quedado en casa con su delgaducha mujer. Sí, podía ser interesante que Ramon y la preciosa Paula se conocieran un poco más. Volvió a la barra del restaurante con una sonrisa en la cara.


Ramon lo llamó poco después.


—Oye, ¿qué está pasando? ¡Ya llevo cinco minutos esperando!


Y Al se lo explicó.



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