lunes, 18 de abril de 2016

CAPITULO 30: (TERCERA PARTE)




El médico condujo por un camino de grava a lo que parecía la velocidad de la luz y derrapó hasta frenar completamente cuando apareció otro Jeep en dirección contraria. De él salió un hombre que Paula reconoció como Colin Frazier, el sheriff de la ciudad. Lo había visto en la fiesta de Halloween, disfrazado de sheriff del viejo Oeste. Todo el mundo bromeaba con él, preguntándole por qué no se había disfrazado. Colin se lo tomaba con buen humor... y a ella le había caído muy bien.


Pedro recogió su maletín médico de la parte trasera del Jeep, descendió del vehículo y empezó a correr. Paula no supo en principio hacia adónde se dirigía, pero no tardó en descubrirlo y se horrorizó. Más allá de una mesa de picnic atiborrada de comida vio a un hombre clavado a un árbol por una flecha que le atravesaba el hombro. Ante él, una mujer de pelo gris apretaba las manos contra su hombro intentando detener la sangre que fluía de la herida.


Mientras Pedro se apresuraba hacia el hombre, Colin sacó del maletero de su vehículo una enorme caja de herramientas. De ella extrajo unas enormes cizallas de metal, se las puso al hombro y corrió para reunirse con el médico.


Paula bajó del Jeep, pero no sabía qué hacer. Vio cómo Colin cortaba la flecha que mantenía en pie al hombre y cómo Pedro lo sostenía para que no se desplomara en el suelo. La mujer mantuvo las manos sobre la herida.


Mientras se dirigía hacia la mesa, escuchó a Pedro dando instrucciones a Colin y a la mujer tranquilamente, pero con firmeza. Ella parecía ser una enfermera retirada y el médico sabía utilizar su experiencia.


Paula se preguntó cómo podía haber resultado herido aquel hombre. ¿Un simple accidente? ¿Alguien que jugaba con un arco y una flecha? ¿O un malicioso intento de asesinato?


Buscó con la mirada un arco, pero en la mesa solo vio unos cuantos platos de papel, tres paquetes de perritos calientes y vasos también de papel, decorados con personajes de dibujos animados. «¡Niños!», pensó, dando media vuelta. 


Bajo los árboles divisó un minibús verde con el nombre de una iglesia de Williamsburg pintado en un costado. Daba la impresión de que habían querido aprovechar el día para un último picnic, antes de que el frío lo hiciera inviable. 


Contorneó la mesa para acercarse a Pedro.


—¿Cuántos niños han venido y dónde están?


Pedro miró a la enfermera, esperando su respuesta.


—Ocho. Se asustaron mucho cuando Jim resultó herido, y empezaron a gritar. No podía dejar a Jim, así que les dije que se escondieran hasta que fuera a buscarlos, pero...


—Paula, ¿te importaría? —sugirió Pedro.


—Tranquilo, yo me encargo.


Se sentía realmente encantada de poder ser útil. Le echó un vistazo al bosque que los rodeaba. Los árboles empezaban a pocos metros de allí, y eran tan densos que apenas podía ver más allá de la primera fila. No había niños a la vista.


Quiso preguntar por la edad de los pequeños, pero los adultos parecían tan ocupados que cambió de opinión. 


¿Cómo iba a poder reunirlos y ganarse su confianza, siendo como era una extraña? Vio una bolsa de patatas en el centro de la mesa y un viejo cuchillo pelador con la hoja erosionada y el mango descolorido por las muchas lavadas. También una cuchara de mango fino. Y la caja de herramientas de Colin estaba abierta en el suelo junto a la mesa.


—¿Puedo llevarme esto? —preguntó, sosteniendo en alto una lima pequeña y un par de destornilladores.


—Sí, claro —aceptó Colin mirando a Pedro, pero este se limitó a encogerse de hombros. No tenía ni idea de lo que pretendía la chica.


Paula desapareció entre los árboles con unas cuantas patatas y las herramientas de Colin. Hacía frío, demasiado para que los niños siguieran por allí, solos y perdidos, pero no veía el menor rastro de los pequeños. Seguro que para ellos había sido todo un trauma ver la flecha cruzar por encima de la mesa, impactar en Jim y clavarlo contra el árbol. Que su otra guía, la mujer, no pudiera liberarlo solo habría aumentado su terror.


Una solución era llamarlos a gritos, pero ¿qué hacer si no acudían? ¿Perseguirlos? ¿Ella sola contra ocho niños? No, eso no funcionaría. Podía asustarlos todavía más o resultarles tan divertido que hicieran de ello un juego.


Bien, haría lo que ya hiciera con Lisa cuando era pequeña y quería jugar al escondite.


Encontró un claro cerca del campamento, se sentó en el suelo junto a un tronco de árbol caído y apoyó su espalda en él. Se movía lentamente atenta al menor ruido, pero no oyó ninguno. Dejó a su lado las patatas y las herramientas, y cogió una de cada.


—Soy escultora —dijo en voz alta, y aquella palabra le dio una sensación de poder. Hacía mucho tiempo que no se definía de aquella forma—. ¿Sabéis lo que significa eso? 
Pues significa que nací con un don. Imagino formas y les doy forma con barro o con piedra, o patatas en este caso.


Mientras hablaba cortaba grandes trozos de patata. Sus manos se movían rápidamente, con habilidad.


—Tengo una hermana más joven que yo, y cuando era pequeña la hacía reír recortando la comida en forma de animales. —Sostuvo la patata en alto para que, si estaban cerca, observándola desde la espesura, pudieran verla bien—. Esta patata va a convertirse en un conejo. A mi hermana, Lisa, le encantan los conejos, y de niña tenía una hembra. La llamaba Annie y quería que le diera forma de conejo a todo lo que comía.


Oyó un rumor de hojas tras ella y creyó captar movimiento a su derecha, pero no volvió la cabeza. Seguía tallando tan deprisa como era capaz. Tallando y pensando.


—Tendríais que haber visto los platos de mi hermana. Todas sus comidas con forma de conejo. Las tortitas eran fáciles y el puré de patatas resultaba pan comido, pero ¿cómo hacer que una compota de manzana tenga forma de conejo? Difícil, ¿verdad? ¿Sabéis lo que hice?


Esperó en silencio sin dejar de tallar la patata, pero no se respondió a sí misma.


—¿Qué hiciste? —dijo la voz de una niñita.


Esta vez sí alzó la mirada. Vio el miedo en los ojos de la pequeña y sonrió para tranquilizarla.


—Pues hice dos montones de compota, y le puse encima dos granos de uva para que hicieran de ojos y unas tiras de zanahoria como si fueran las orejas. Pero... —Hizo una pausa, mientras otra niña y un niño se acercaban poco a poco. Bajó la voz para que tuvieran que acercarse más si querían oírla—. Sabéis que a los conejos les gustan las zanahorias, ¿verdad? Pues me entró miedo de que el conejo despertase y se comiera sus orejas de zanahoria.


Los niños dejaron escapar una risita. Tendrían unos seis años y parecían encantados de sentirse de nuevo a salvo con una adulta simpática.


—¿Cómo está el señor Jim? —preguntó uno de ellos.


—Está bien, tranquilos. Se curará —respondió Paula, dejando el conejo de patata sobre el tronco junto a ella.


—¿A que no sabes hacer un dragón? —dijo un niño a su izquierda.


—¿Es un reto? —Ella sonrió—. Si dieran premios por los dragones de patata, yo tendría un montón. Buscad unos cuantos palitos y simularemos con ellos que es fuego saliendo de su boca. Así parecerá un dragón de verdad.


Siete niños aparecieron uno a uno, y se acercaron lentamente hasta sentarse frente a ella, contemplándola con curiosidad. Cuando terminó de tallar el dragón en la patata, le clavó un par de ramitas en la boca y los niños se acercaron todavía más para verlo de cerca.


—¿Quién quiere un oso? —preguntó Paula, y todos levantaron la mano a la vez.


Tallaba el oso cuando por fin apareció el octavo niño y se sentó junto a los demás. Poco después la sirena de una ambulancia rompió el silencio y los niños, sorprendidos, empezaron a levantarse.


—¡Sentaos! —ordenó Paula. Y su mirada hizo que los niños la obedecieran sin rechistar.


Hasta que estuviera segura de que por allí no rondaba un asesino, quería tener a los niños donde pudiera verlos y mantenerlos calmados. La sirena fue aumentando de volumen y su tarea se complicó un poco, pero Paula consiguió retener a los pequeños, ofreciendo como premio las esculturas de patata a todos los que construyeran casitas para ellas con los materiales que pudieran encontrar en el claro. Además, estaba refrescando demasiado y los niños necesitaban moverse para entrar en calor.


Oyeron cerrarse las puertas de la ambulancia y la sirena volvió a resonar. Todas las cabecitas se volvieron en dirección al sonido, pero desde allí no se veía nada. Ella se preguntó si Pedro, Colin y la mujer del pelo gris se habrían marchado con la ambulancia y si, de ser así, volverían a buscarla.


Apenas un minuto después, Pedro apareció entre los árboles y se quedó inmóvil contemplando la escena. Los ocho niños estaban allí y, al parecer, muy ocupados construyendo algo con hojas y ramitas, incluso rocas, sin dejar de preguntarle a Paula cómo atarlo todo si no tenían cordeles.


La chica se levantó y se acercó a Pedro.


—¿Cómo está?


—No es grave. Gracias a Sue se pondrá bien.


—¿Qué pasó?


Pedro hizo una mueca de disgusto.


—Colin cree que es una mezcla de cazadores ineptos y demasiada cerveza. Los está buscando. Puede que ni siquiera se hayan enterado de lo que han hecho. —Hizo un gesto con la cabeza señalando a los niños—. Los llevaré al autobús de la iglesia de Williamsburg. Si quieres, puedo dejarte en Edilean.


—No, iré contigo —le contradijo Paula—. Será mejor que los saquemos de aquí. Aunque hoy haya hecho algo de calor, estamos en noviembre.


—¿Qué están mirando? Me refiero a esas cosas que están encima del tronco.


—Oh, nada importante —sonrió Paula—. Solo animales hechos de patata.


Siguió a Pedro, cuando este recorrió el par de metros que los separaban del tronco y recogió las esculturas. Eran un conejo, un dragón que escupía fuego y un oso con un guijarro en la boca, cuya forma se parecía vagamente a un pez.


—¡Paula, son maravillosas! —exclamó, mirando a la chica.


—¿Quién ha ganado? ¿Quién ha ganado? —los interrumpió insistentemente uno de los niños.


—Habéis ganado todos —exclamó ella—. Mañana os regalaré a todos una escultura de vuestro animal favorito, y las haré con arcilla para que podáis conservarlas. Bien, ahora volveremos a Williamsburg en el autobús y... ¡atención, el conductor será el doctor Pedro! ¿Creéis que sabrá hacerlo? ¿Qué creéis que hará si el motor falla?


—¡Le pondrá una inyección! —gritó un niño.


—O le dará una medicina... —susurró una niña.


—¡Ja, os equivocáis! —respondió Pedro—. Si tenemos algún problema, os haré bajar a todos para que empujéis el autobús.


Los niños lo miraron con los ojos desorbitados unos segundos, antes de darse cuenta de que les tomaba el pelo, y chillar, y gritar, y salir corriendo hacia el campamento.


—Gracias por hacer esto, Paula —le dijo a la chica—. Si Sue no hubiese taponado la herida de Jim, se habría desangrado, y no podía ocuparse de los niños al mismo tiempo. Si no hubieras estado aquí, no sé... Bueno, gracias de todas formas.


—Oh, he disfrutado. Hacer esto me ha hecho recordar algunas cosas.


—¿La escultura?


—Sí —admitió ella—. Hubo una época en que era lo más importante en mi vida, y en la universidad no podía pensar en otra cosa. Maria, Karen y yo éramos como Ramon, y estábamos seguras de que acabaríamos teniendo el mundo a nuestros pies gracias a nuestro arte.


Pedro se dio perfecta cuenta de que se estaba riendo de sí misma.


—Y, en vez de eso, has acabado con un médico malcarado. ¡Chicos, el último que llegue al autobús no podrá sentarse con la señorita Paula!


Todos los niños salieron de estampida a la vez. Los dos mayores, incluso recogieron las esculturas de patata sin frenar su carrera.


—¿No tendrías que haberlo dicho al revés? —preguntó Paula negando con la cabeza—. ¿Que el último tendría que sentarse conmigo?


—¡Ja! —exclamó de nuevo Pedro, soltando un bufido despectivo—. Tienes el don de hacer que la gente se enamore de ti. Al menos conmigo te funcionó... ¡Eh, vosotros dos! ¡No os comáis los perritos calientes crudos, están llenos de bacterias! —Como los niños no le hacían caso, añadió—: ¡Y de tripas de rana! Sí, eso es, comeos el pan y las patatas fritas. —Giró la cabeza hacia Paula—. Creo que han encontrado las magdalenas. ¿Estás preparada para viajar con ocho monstruos sobreexcitados por culpa del exceso de azúcar?


Mientras seguía a Pedro hasta la mesa, Paula pensaba en lo que había dicho sobre el amor. El médico se apoderó de una de las magdalenas y le dio un mordisco.


—Añade un demonio más a la lista —dijo, sonriendo de tal manera que a Paula se le escapó la risa.


Metieron a los niños en el autobús y, durante el viaje de vuelta, hicieron turnos para que todos los niños tuvieran oportunidad de sentarse junto a Paula y le explicaran qué animal querían que esculpiera. Pedro, que hacía de chófer, vio una libreta y un bolígrafo en el salpicadero y se los pasó a la chica. Las ideas de los niños se fueron complicando tanto que tuvo que hacer unos bocetos previos con el nombre del peticionario bajo cada uno.


Cuando llegaron hasta la iglesia y los ansiosos padres, cada uno de los pequeños había pasado dos veces por Paula, y unos simples animales se habían convertido en intrincadas piezas de artesanía.


—Y quiero que su melena se esté moviendo como si saltara —especificó uno de los chicos sobre el caballo que había elegido.


—Los ojos tienen que ser grandes y el cuello muy largo. —Una jirafa.


—¡Qué bonito te ha quedado! —dijo una de las niñas del dibujo de un koala.


Paula pensó en el restaurante que debía inaugurar y que, por culpa de eso, no tendría tiempo para hacer tantas figuritas. Pero la verdad era que prefería tallar lo que fuera, antes que hacer bocadillos de atún.


Parecía que los teléfonos habían estado muy ocupados desde que Jim fuera herido por la flecha, y al llegar a la iglesia casi todos los padres querían preguntarle a Pedro qué había pasado. Paula aprovechó el acoso al que sometieron al médico para hacerse a un lado.


—¿Usted ha hecho esto?


Dio media vuelta para encontrarse a una de las madres sosteniendo el dragón de patata en una mano.


—Sí.


—Es maravilloso —dijo la mujer—. Oh, perdone. Soy la madre de Brittany.


—Ah, sí. Me ha encargado una jirafa.


Paula le explicó su promesa a los niños, lo que le había pedido cada uno y los bocetos que tuvo que improvisar.


—¿Y los modelará con barro?


—Claro. —Iba a explicarle que había estudiado arte en la universidad, pero se contuvo.


—Es que este verano fuimos al zoo —explicó la madre—. Y una de las jirafas se inclinó por encima de la verja, mordió la cola de caballo de mi hija y tiró de ella. Yo casi me desmayo del susto, pero Brittany y mi marido se rieron como locos. Él hasta hizo una foto y todo. Desde entonces está obsesionada con las jirafas. El empapelado de su dormitorio es de jirafas, su colcha también y tiene unas veinte jirafas de peluche.


—Una imagen adorable —comentó Paula, mirando a la niña de reojo—. ¿Tiene papel y lápiz? Le daré mi e-mail para que pueda enviarme una copia de la foto, si no le importa.


—No, claro que no —aceptó la mujer con ojos brillantes. Alguien la llamó en ese momento, y ella respondió moviendo la mano—. Tengo que irme, pero ha sido un placer conocerla. Teníamos miedo de que los niños volvieran traumatizados, pero no hacen mas que hablar de la señorita Paula y de los animales que talló en las patatas, así que gracias. Creo que lo que hizo bloqueó la horrible imagen del flechazo. Sería capaz de provocarle pesadillas a cualquiera, mucho más a unos niños.


Sus palabras eran halagadoras, y Paula comprendió que era la primera vez en mucho tiempo que sus actos hacían que se sintiera bien consigo misma. Durante años lo que había determinado su estado de ánimo eran los sentimientos de los hombres. Si su jefe intentaba sobrepasarse, era ella la que se sentía mal; si el padre de Gonzalo se ausentaba de la ciudad y él era feliz por eso, ella también; y cuando estuvo con Pedro en el pequeño escondite del primer piso de aquella casa, se sintió genial.


—Tienes una expresión muy rara —comentó el médico mientras se acercaba a la chica. Por fin había conseguido escapar del interrogatorio de los padres—. Un centavo por tus pensamientos.


Paula no pensaba confesarle que había entendido lo que toda mujer acaba comprendiendo en algún momento de su vida.


—No es nada —respondió—. Me estaba preguntando cómo volveremos a casa. Tu Jeep se ha quedado en el bosque.


Pedro sabía que no estaba pensando en eso, pero lo pasó por alto.


—Helena me ha llamado para decirme que su esposo y ella irán a recoger el Jeep y los restos del campamento. 
Tendremos que pedirle a alguien que nos lleve a Edilean. Yo pasaré la noche en la casa de Gains, la que viste con la esposa de Al. ¿Quieres quedarte conmigo?


—No —respondió Paula con rotundidad. No solo porque estuviera furiosa con él, que lo estaba, sino porque tenía que hacer otras cosas. Necesitaba asentar sus pies en terreno firme antes de volver a conectar con un hombre—. Gracias, pero no.



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