jueves, 31 de marzo de 2016
CAPITULO 8 (SEGUNDA PARTE)
Los domingos por la mañana solía salir corriendo hacia la iglesia mientras respondía a las llamadas de su madre y pensaba en el trabajo que tendría que hacer la semana siguiente. Los domingos por la tarde eran más tranquilos.
Sus antiguos novios, los que tenían trabajos normales, solían ir a verla, pero David siempre trabajaba en fin de semana. Desde que lo conoció, sus fines de semana habían sido solitarios.
—Pareces en otro mundo —comentó Pedro.
—Estaba pensando que normalmente trabajo los domingos.
—Eso no parece muy divertido —dijo él.
Estaba repitiendo las palabras que ella le había dicho hacía tanto tiempo.
—Doy fe de que no es muy divertido —replicó, parafraseándose a sí misma, y los dos se echaron a reír.
—¿Te parece que vayamos a ver en qué se está metiendo mi madre?
—Como no quieres dejarte ver, ¿qué tal si damos un rodeo? Hay un viejo camino forestal, pero no estoy segura de que sea transitable. Intentaré no meter el coche en ninguna zanja.
Pedros aún tenía su llavero.
—En ese caso, ¿qué tal si conduzco yo? Y nos llevaremos mi coche viejo para no estropear el tuyo tan bonito y tan nuevo.
—Vale —accedió, aunque con cierta cautela.
La zona que rodeaba Edilean era agreste. Se trataba de una reserva natural, conservada por el estado de Virginia, pero sabía que sus primos solían encargarse de mantener los caminos forestales. La pregunta era si alguien había conservado ese camino en concreto en los últimos años.
Unos minutos después, Pedro y ella estaban en su viejo Bimmer, parados al inicio de un camino que parecía no haber sido transitado en años. Había agujeros, surcos, piedras y un tronco en mitad del camino.
—Creo que deberíamos dar la vuelta y usar la carretera principal —dijo Paula—. Le diré a Colin cómo está esto y él lo arreglará.
—¿Colin?
—El sheriff. Puede que lo vieras en la boda. Es un gigantón de pelo oscuro.
—¿Y su mujer está embarazada?
—Pues sí. ¿Os conocéis?
—Más o menos —contestó Pedro, pensando en el peligro que implicaba lo que Paula decía. El sheriff preguntaría por qué quería que se limpiara el camino y por qué había descubierto que estaba intransitable. Pero si no tomaban esa ruta, habría otras complicaciones. Si Paula atravesaba el pueblo sentada al lado de un desconocido iba a suscitar la curiosidad de todos... ¡y ni de coña iba a esconderse en el maletero!
—Podríamos ir andando —sugirió Paula—. La tienda está a unos tres kilómetros.
—Llevas unas sandalias preciosas —comentó él.
—Gracias. Acabo de comprarlas. Son de Børn y me encantan las suelas. Son... —Se interrumpió—. Ah, ya. Tendré que tirarlas después de caminar por ahí.
—Paula... —dijo él, despacio, mirándola a los ojos.
Casi podía leerle la mente. Pedro quería atravesar ese viejo camino. Si lo hacían despacio y con cuidado, tal vez lo consiguieran. Si la conducción se volvía demasiado peligrosa para él, podrían ir andando... y tal vez Pedro accediera a llevarla a cuestas. Comprobó que llevaba bien puesto el cinturón de seguridad.
—En cuanto empecemos, no puedo parar —la avisó él—. Este coche no tiene tracción a las cuatro ruedas y si me paro, nos quedaremos atascados.
—En ese caso, tendrás que llamar a un Frazier para que saque tu coche.
—¿Un Frazier?
—Un pariente del sheriff. Entienden de coches.
—¿De verdad? —Desde el punto de vista de Pedro, el camino era muy sencillo. Podría causarle algunos desperfectos a los bajos del coche, pero también eran evitables. La pregunta era si una mujer como Paula lo soportaría o no—. ¿El sheriff atravesaría algo así?
—¿Colin? ¿Estás de coña? Subiría la montaña. Casi siempre es la primera persona en llegar si alguien necesita ayuda. No dejo de decirle el gran equipo que formaría con Ruben. Mi hermano se desliza desde helicópteros para rescatar a gente. Es...
Pedro le lanzó una mirada tan extraña que Paula dejó de hablar.
—Esto es como montar en bici, ¿no? Tienes que hacerlo aunque te caigas de boca.
La miró con una sonrisa porque ella lo entendía a la perfección. Claro que tanto hablar de otros hombres podría herirle el orgullo.
—Yo me apunto si tú te apuntas —dijo ella.
—Si lo hacemos, tienes que confiar en mí —replicó él con seriedad.
—¿No me monté en tu manillar mientras subías el montón de tierra?
Le regaló tal sonrisa que Paula deseó besarlo. Había gratitud además de placer en la mirada de Pedro.
—Muy bien —dijo él mientras clavaba la vista en el camino, con una mano en la palanca de cambios—. Pon una mano en el reposabrazos y otra aquí, y agárrate. Y no grites. Los gritos me distraen.
Al escuchar el último comentario, Paula puso los ojos como platos y una parte de ella quiso ponerse a chillar para que la dejara bajarse del coche. Pero no lo hizo. Colocó las manos donde él le había indicado, afirmó los pies y asintió con la cabeza. Estaba lista.
Con una sonrisa, Pedro metió la primera y echó a andar.
Para su asombro, pisó el acelerador y no aminoró la velocidad en ningún momento. Con unos reflejos rapidísimos, rodeó agujeros o los pasó por encima con maestría. Cuando un tronco les bloqueó el paso, Pedro se salió del camino. El coche se inclinó hacia la izquierda unos cuarenta y cinco grados, en opinión de Paula, mientras se dirigían derechos a un enorme roble. Ardía en deseos de ponerse a gritar. Quería advertirle del choque, pero contuvo el aliento... y mantuvo los ojos abiertos.
Pedro giró a la izquierda en el último momento y pasó rozando el roble, a un escaso dedo del árbol. Estuvo tan cerca que el suspiro de Paula sonó como el chillido de un ratón.
Pedro siguió acelerando mientras pisaba el embrague y cambiaba de marcha. Cuando pilló un remonte creado por años de malas hierbas y el tronco podrido de un árbol, las cuatro ruedas abandonaron el suelo.
Mientras surcaban el aire, Paula pensó que su vida acabaría ahí. Miró a Pedro, la última persona que vería.
Él volvió un poco la cabeza, con una expresión eufórica en sus ojos oscuros... y le guiñó un ojo.
De no haber estado aterrorizada, se habría echado a reír.
Cuando el coche golpeó el suelo, sintió el encontronazo en todo el cuerpo... pero él siguió conduciendo a lo que le parecía la velocidad de la luz.
Pedro volvió a salirse del camino, sobre lo que sería el arcén, dando volantazos a izquierda y derecha sin parar.
A la postre, vieron la parte trasera del enorme edificio que antiguamente era una fábrica de ladrillos. Sin embargo, Pedro no aminoró la marcha. Rodeó y pasó por encima de tres agujeros más.
El muro de ladrillo del edificio estaba justo delante de ellos y Pedro volaba derecho hacia él.
Al ver otro remonte en el camino, Paula tuvo que esforzarse de nuevo para no gritar.
—Agárrate bien, nena —dijo Pedro, que lo pasó a toda velocidad. Salieron volando y aterrizaron al otro lado, pero seguían avanzando hacia el edificio.
Pedro dio un volantazo tan fuerte que ella tuvo la sensación de que se le iban a descoyuntar los hombros. El coche patinó y se detuvo tan cerca del edificio que Paula podría bajar la ventanilla y tocarlo con los dedos. Pero no se movió.
Estaba paralizada. Tenía el cuerpo totalmente petrificado por lo que acababa de experimentar.
—No estaba tan mal —dijo Pedro, que apagó el motor—. No está ni la mitad de mal de lo que creía que iba a estar. —La miró—. Paula, ¿te encuentras bien?
Ella siguió donde estaba, con la vista clavada al frente y las manos blancas mientras aferraba el asa. Dudaba de que las piernas volvieran a funcionarle.
Pedro salió del coche y lo rodeó para abrir la puerta del acompañante. El edificio estaba tan cerca que el borde de la puerta casi lo rozaba. Casi. Quedaba un hueco de un centímetro como mucho. Había realizado un aparcamiento milimétrico.
Cuando Pedro abrió la puerta, la mano de Paula no la soltó; de hecho, tenía el brazo tan rígido que él no pudo abrir la puerta del todo. Despacio, le fue soltando los dedos uno a uno.
Cuando por fin abrió la puerta, se inclinó sobre ella, le aflojó la otra mano y después le desabrochó el cinturón de seguridad. Pero ella seguía rígida en el asiento.
Se inclinó todavía más y le pasó un brazo por la espalda y otro por debajo de las rodillas, tras lo cual la sacó en brazos del coche. La llevó a la sombra de un árbol, se sentó en un banco de madera y la meció en su regazo.
—No quería asustarte —dijo al tiempo que apoyaba la cabeza de Paula en su hombro—. Creía que... —En ese momento no sabía en qué estaba pensando. Se había relacionado con demasiadas mujeres que solo querían un subidón. La había fastidiado una vez más.
Paula comenzaba a salir del estado de shock. Sin embargo, su primer pensamiento fue que no quería que Pedro la soltara. Quería quedarse en su regazo todo el tiempo necesario para que la besara.
—¿Quieres que te lleve con tu hermano? —le preguntó él en voz baja.
No sabía por qué le preguntaba eso hasta que recordó que Ruben era médico.
—Estoy bien —le aseguró.
—No lo pareces. —Le apartó la cabeza de su hombro y la miró. Tenía la cara blanca y los ojos abiertos como platos. Aún parecía aturdida, pero al mismo tiempo vio algo más en sus ojos... —Se apartó un poco y la observó—. Te has divertido, ¿verdad?
—Jamás había hecho algo así —contestó—. Ha sido...
No tuvo que decir más. Pedro podía verlo en su cara. El trayecto por ese viejo camino había hecho que se sintiera viva. Así fue como se sintió él aquel día, cuando montó en la bicicleta de Paula.
Con una sonrisa, Pedro la dejó en el suelo.
—Bueno, ¿cómo entramos? —preguntó al tiempo que echaba a andar.
Paula seguía un poco aturdida, sentía las piernas débiles y su mente era un hervidero de pensamientos por lo ocurrido en el coche. Veía el árbol acercándose, y el brusco giro realizado justo antes de chocar contra él. En dos ocasiones, Pedro había hecho que el coche saliera volando, separando las cuatro ruedas del suelo.
—¿Hay un sistema de alarma?
Tuvo que parpadear para verlo bien.
—¿Qué?
—Que si sabes si el edificio tiene un sistema de alarma.
—No tengo ni idea. —Mientras se acercaba a él, estuvo a punto de caerse en una ocasión porque le fallaron las piernas, pero consiguió guardar el equilibrio.
—Voy a echar un vistazo —dijo él. Tenía un brillo travieso en los ojos, como si supiera algo que ella desconocía—. Quédate aquí, vuelvo enseguida.
—Vale —replicó Paula—, pero si necesitas ayuda, aquí estoy.
—Lo tendré en cuenta.
Sin dejar de sonreír, Pedro rodeó el edificio. Se había dado cuenta de que la había asustado muchísimo en el camino.
Era la clase de cosas que él había hecho durante su trabajo en Hollywood, que consistía en hacer creer que el protagonista era capaz de hacerlo todo. Sin embargo, Paula no había gritado, aunque se había percatado de que estaba aterrada. Si se hubiera sentido fuera de control en algún momento, habría parado, pero no fue así. Le gustaba que Paula se hubiera mostrado tan valiente. Sobre todo, le encantaba que hubiera confiado en él.
Paula regresó al enorme banco de madera y se sentó.
—Parece que ha aprendido un par de cosillas desde que se montó en mi bici —dijo en voz alta.
Desde el banco, con la vista clavada en el viejo BMW y asombrada porque no hubiera estallado en llamas en protesta, vio que se abría una puerta del edificio. Esperaba ver al señor Layton, pero fue Pedro quien apareció.
—No hay alarma —anunció él—. Entra.
—¿Cómo has entrado? —le preguntó ella al acercarse.
—Se dejó una ventana abierta y me he colado por ella. Necesita un sistema de seguridad mejor.
Paula solo había estado en el viejo edificio en una ocasión, y eso fue antes de que comenzaran los trabajos de rehabilitación. Maria le había dicho que su padre había organizado a los trabajadores de Nueva Jersey en turnos continuos de veinticuatro horas. Con independencia de lo que hubiera hecho, la transformación era asombrosa.
Se encontraban en una estancia amplia con techos altos, rodeados de cajas. A juzgar por lo que había escrito en el cartón, las cajas debían de estar llenas de maquinaria y herramientas.
—Parece que ha tenido muy ocupada a alguna empresa de transporte. —Pedro tenía el ceño fruncido.
—¿A qué viene esa cara?
Él titubeó un momento.
—Somos amigos, ¿recuerdas? Compartimos secretos.
La miró con una sonrisa.
—Me cuesta recordarlo, pero lo intentaré. Mi madre... En fin, cuando huyó de mi padre, se llevó cierta cantidad de dinero consigo.
—De seis o siete ceros.
—O más...
—¡Madre mía! —De repente, Paula entendió por qué Pedro fruncía el ceño—. ¿Crees que el señor Layton ha usado el dinero de tu madre para... para comprar todo esto? —preguntó, abarcando las cajas con un gesto de la mano.
—¿Qué propietario de una tienda de bricolaje conoces que pueda permitirse todo esto?
—No sé —contestó, aunque en realidad sabía mucho acerca de lo que costaba montar una empresa.
Su pequeño taller de joyería era una cuarta parte del tamaño de esa estancia, y para conseguirlo había necesitado pedir un préstamo a un banco, pedirle prestado dinero a su padre y agotar el límite de sus tarjetas de crédito. Había conseguido pagarlo todo hacía un año. Lo había celebrado volviendo a endeudarse al comprar una casa un poco más grande de lo que podía permitirse. Al principio, el banco se había negado a concederle la hipoteca, pero después el director del banco la había llamado personalmente para decirle que estaban encantados de dársela. Nadie se lo había confirmado, pero estaba segura de que su padre lo había arreglado todo.
Sin embargo, Paula no le dijo nada de eso. Maria era su mejor amiga y estaban hablando de su padre.
Paula echó un vistazo por la espaciosa estancia y se percató de que en lo alto, muy por encima de las vigas vistas de acero, había una ventana abierta. Todo lo demás parecía cerrado a cal y canto.
—¿Has entrado por esa ventana?
Pedro no levantó la vista.
—Sí —contestó.
Comenzó a leer las etiquetas de las cajas. Sierras, herramientas básicas, generadores, utensilios de jardín...
Aunque lo hubiera comprado todo a precio de saldo, habría costado una fortuna. ¿Le habría hablado su madre al tal Layton del dinero que había escondido? Su madre sabía que él controlaba su cuenta, así que a lo mejor lo había usado de aval para comprar las herramientas de ese hombre.
—¿Pedro? —dijo Paula—. Esa ventana está por lo menos a seis metros de altura. ¿Cómo has conseguido alcanzarla desde fuera y bajar desde ahí?
—He trepado —respondió sin prestarle mucha atención—. Voy a echar un vistazo.
Se dirigieron a una estancia más pequeña donde había dos vestuarios bastante espaciosos. Pedro los pasó, pero ella se detuvo. Sabía que Maria le había enviado planos a su padre para que los trabajadores de Nueva Jersey los siguieran.
Para conservar el estilo de Edilean y considerando que el edificio había sido una fábrica de ladrillos, Maria había utilizado una paleta de color en la que predominaban el crema y el azul grisáceo. Había dejado ladrillos vistos allí donde era posible, y los había recortado con el azul que tanto había gustado a los colonos. Paula no estaba segura, pero apostaría lo que fuera a que Lucia Cooper había confeccionado las cortinas.
Con una sonrisa, Paula salió del vestuario para ver dónde se había metido Pedro. Lo encontró en la siguiente sala, que contenía tres oficinas con cristaleras a la sala principal. Intentaba abrir las puertas, pero estaban cerradas con llave.
—Me gustaría meterme en su ordenador y ver de dónde ha salido el dinero para todo esto. —Miró a Paula como si le estuviera haciendo una pregunta.
—No sé cómo piratear un ordenador.
—Yo tampoco —replicó él, como si creyera que su educación era defectuosa.
—Me alegra saber que hay algo que no sabes hacer —murmuró Paula. De momento, Pedro le había limpiado la piscina, le había preparado el desayuno, había atravesado ese camino como si hubiera salido de una película de acción y había escalado un muro de ladrillos.
Pedro estaba en mitad de una estancia alargada con ventanales orientados a la fachada. Su expresión era inescrutable. No había nada en esa estancia, ni cajas, ni escritorios, solo tres paredes cerradas y una cuarta con los ventanales.
Esperó, pero él seguía con la vista fija, callado.
—¿Quieres ver la estancia que el señor Layton había pensado para Maria? Le gusta pintar y se le da bastante bien, así que le iba a preparar un estudio. Pero Maria dijo que jamás conseguiría trabajar estando tan cerca de su padre. Dijo que él le daría la lata hasta que consiguiera que trabajara para él porque, verás, es que Maria sabe cómo desmontar motosierras. Y también sabe cómo montarlas.
Pedro examinaba la habitación como si se hubiera sumido en un trance; de hecho, no creía que hubiera escuchado una sola palabra de lo que había dicho.
—Pero Maria preferiría criar unicornios rosas, así que no aceptó el ofrecimiento de su padre.
—¿De dónde ha sacado una pareja para criar?
—¿Cómo?
—De unicornios rosas, digo —contestó Pedro.
—Creía que no me estabas prestando atención.
—¿No te dije que se me da bien escuchar?
Ambos sonrieron. Eran niños y apenas fueron dos semanas, pero los dos recordaban cada minuto de aquella etapa de sus vidas.
—¿Sabes qué piensa hacer Layton con esta estancia? —preguntó él.
—No tengo ni idea. ¿Por qué?
Pedro se acercó a las ventanas orientadas al enorme aparcamiento.
—¿Dónde se compra el material para el aire libre?
—¿Te refieres a las cañas de pescar?
Pedro sonrió.
—Más bien a equipamiento de escalada y canoas. ¿Dónde consiguen los guías locales su equipamiento?
Paula lo miró parpadeando.
—¿Los guías? —consiguió decir.
—Edilean está rodeado de unos bosques increíbles. Vi por Internet un sitio llamado Stirling Point.
—Es donde quedan las parejas para hacerlo al aire libre —dijo Paula, pero Pedro se limitó a mirarla—. La casa de juegos es el punto de encuentro techado y...
—Ya lo pillo —la interrumpió con cara seria—. Según vi, se puede hacer senderismo, remo, pesca y algo de escalada en la reserva. ¿Dónde compráis el equipamiento?
—No lo sé —contestó de nuevo a su pregunta—. En Virginia City, en Norfolk o tal vez en Richmond. Y en Williamsburg seguro que hay tiendas de esas cosas.
—Pero ¿no hay nada en Edilean?
—No hay ni una tienda de canoas.
Pedro no sonrió.
—Interesante. Bueno, ¿dónde está el estudio de unicornios de tu amiga?
CAPITULO 7 (SEGUNDA PARTE)
Mientra regresaba a casa, Paula no dejaba de pensar en que Pedro había vuelto. Miraba una y otra vez por el retrovisor para asegurarse de que él la seguía, en un viejo BMW que ni siquiera tenía cambio automático. A lo mejor podía enseñarle que no hacía falta que cambiara de marchas.
Se moría por hacerle un millón de preguntas acerca de lo que había estado haciendo durante esos últimos años, aunque supuso que sería mejor que él se lo contara a su propio ritmo. Sabía que trabajaba para el cabrón de su padre (el insulto la hizo sonreír al recordarlo) y que su padre tenía pasta. Pero a juzgar por el coche, no parecía haberla compartido con su hijo.
Paula pensó en la espantosa vida que debía de llevar Pedro en ese momento... y en por qué la llevaba.
¡Renunciar a su propia vida para proteger a su madre! ¡Eso sí que era heroico!
Al enfilar el camino de entrada de su casa, recordó que Pedro le había pedido ayuda, y se juró ofrecérsela.
Pedro aparcó a su lado y salió del coche.
—¿No usas el garaje?
—Lo he transformado en un taller. —Rebuscó la llave de la casa en el llavero.
—Así que cuando nieva, llueve o hace mucho calor, ¿tu coche se queda en la calle? —Le quitó las llaves y abrió la puerta.
—Sí —contestó ella al entrar.
Encendió las lamparitas situadas junto al sofá que Maria y ella habían escogido. La estancia estaba decorada en tonos azules y blancos. En una pared había estanterías y un televisor, con una chimenea debajo. El techo era alto y las enormes vigas blancas del tejado quedaban a la vista.
—Bonito sitio —comentó Pedro—. Es acogedor. —Se preguntaba por qué su carísima diseñadora no podía hacer algo así. Claro que tampoco había ayudado a la mujer, ya que no le había dicho lo que le gustaba.
—Gracias —replicó Paula, que se volvió para que él no viera su sonrisa—. La cocina está por aquí.
—Paula, no tienes que darme de comer —dijo él—. Basta con que me dejes dormir aquí. Puedo... —Se interrumpió al ver la cocina. Estaba conectada al comedor, y era una estancia agradable y acogedora. Había una enorme isla de mármol, y cacerolas de cobre colgadas en una pared. La mesa era grande y antigua, con marcas de cortes de cientos de comidas.
»Me gusta —le comentó—. ¿Hace mucho que vives aquí? —Conocía la respuesta porque había seguido la venta al milímetro. Incluso le había dicho a Penny que llamara un par de veces al banco en el que Paula estaba solicitando la hipoteca. Quería asegurarse de que todo iba sobre ruedas.
—Menos de un año —contestó ella.
—¿Y has conseguido que tenga este aspecto en ese tiempo?
—Maria y yo lo hicimos todo. Nosotras... —Se encogió de hombros.
—Sois artistas, así que sabíais lo que hacíais. ¿En qué puedo ayudarte con la cena?
—En nada —contestó Paula, pero se preguntó cómo sabía que Maria era artista. ¿Se lo había dicho ella?—. Tú siéntate mientras yo te preparo algo de comer.
Pedro se sentó en un taburete en el extremo más alejado de la encimera y se dispuso a observarla.
Paula sentía sus ojos clavados en ella cuando comenzó a buscar en el frigorífico. Se sentía culpable porque toda la comida la habían hecho David y sus empleados, pero tampoco había necesidad de contárselo a Pedro. Decir que tenía un novio más o menos fijo sería asumir que podía pasar algo entre Pedro y ella. Quitando el masaje de pies, no parecía muy interesado en algo que no fuera amistad. Y la estaba mirando como si aún tuviera ocho años.
Puso un mantel individual en la encimera, delante de él, y después un plato y un juego de cuchillo y tenedor. Su madre había intentado que ahorrara dinero usando la vajilla de su abuela, pero Paula se había negado.
«Quieres deshacerte de las antiguallas», le había dicho Paula a su madre, y su padre se había echado a reír. A la postre, su madre le dio la vajilla entera a Colin y a Gemma Frazier como regalo de bodas, y a ellos les había encantado.
—¿A qué viene esa cara? —preguntó Pedro, y Paula se lo contó.
—Gemma es historiadora y conocía la historia de la empresa que fabricó la vajilla. Trata los platos como si fueran un tesoro.
—Pero ¿tú no? —quiso saber Pedro.
—Me gustan las cosas nuevas. ¿Qué te apetece comer?
—Cualquier cosa —le contestó él—. Soy omnívoro total.
Colocó cucharas en todos los recipientes de plástico que había sacado del frigorífico y dejó que él escogiera. Fue incapaz de resistirse al impulso de sentarse a su lado y verlo comer. Lo hacía con unos modales exquisitos, con el tenedor en la mano izquierda y el cuchillo en la derecha. Tenía los modales de un príncipe.
Sin el contraste entre las sombras y las brillantes luces, reparó en que conservaba parte del aire angelical que tenía de niño. De adulto, su pelo era negro azabache, sus ojos tan oscuros como la obsidiana, sus mejillas marcadas y su mentón fuerte. Parecía llevar un par de días sin afeitarse y el asomo de barba le daba un toque más peligroso. La verdad, no creía haber visto un hombre tan guapo en la vida.
Pedro se percató de que ella lo observaba apoyada en un codo. Si no la distraía, acabaría poniéndole la mano en la nuca y besándola.
—¿No te da miedo mancharte el vestido?
—¿Cómo? Ah, sí, claro. —Salió del trance en el que se había sumido mientras lo miraba—. Supongo que debería ponerme algo más cómodo.
Pedro tosió un poco, como si se estuviera atragantando con la comida.
—¿Estás bien?
—Sí —le contestó él—. Terminaré de comer mientras tú...
A regañadientes, Paula se levantó del taburete.
—Claro, claro. —Recorrió el pasillo a toda prisa en dirección a su dormitorio y cerró la puerta—. Estoy haciendo el ridículo —murmuró.
Le costaba alcanzar la cremallera de la espalda, y por un segundo pensó en pedirle a Pedro que se la desabrochara.
La idea le arrancó una risilla tonta... que la asqueó.
—Eres una cría de ocho años —se regañó en voz alta, y empezó a desvestirse.
En la cocina, Pedro suspiró, aliviado. Ver a Paula, tan guapa con ese vestido escotado y sentada tan cerca de él, era demasiado. De haberse encontrado en circunstancias normales, le habría lanzado una mirada elocuente y le habría dejado ver lo mucho que le interesaba. Sabía por experiencia que las mujeres que lo miraban tal como lo hacía Paula eran presa fácil.
Pero ¿qué pasaría después?, se preguntó. ¿Empezaría Paula a hablar de su boda?
A decir verdad, no creía que eso lo molestase mucho. De momento, todo lo que la rodeaba lo hacía sentirse como en casa. Ella, su casa, incluso los amigos a los que había conocido eran agradables y simpáticos.
Sin embargo, ¿qué pasaría cuando averiguara más cosas sobre él, sobre su pasado y sobre la identidad de su padre?
Vería cómo la luz desaparecía de su mirada... y eso no lo soportaría. No, mejor que lo siguiera creyendo un hombre íntegro, que solo había hecho cosas buenas en la vida.
Mejor que nunca descubriera la verdad.
Cuando Paula regresó con unos vaqueros y una camiseta vieja, él ya había terminado de comer. Por desgracia, le pareció que estaba todavía más guapa que antes. En ese momento, se le ocurrió que había sido un error aceptar la invitación de quedarse en su casa. Se puso en pie.
—¿Tienes ganas de irte a la cama? —le preguntó ella.
Pedro no se atrevió a responder a la pregunta. Se limitó a asentir con la cabeza, pero cuando Paula echó a andar hacia la puerta trasera, él se quedó paralizado. No iba a meterse en la misma habitación que ella si había una cama.
—¿Por qué no me das la llave y me dices cómo llegar?
—Es que tengo que enseñarte dónde están las cosas.
—Seguro que las encuentro sin ayuda. —Le regaló una sonrisa que dejaba muy claro que no aceptaría un no por respuesta.
Paula le dio el llavero.
Se produjo una situación incómoda junto a la puerta trasera, cuando se despidieron. Paula se inclinó hacia delante, como si quisiera darle un beso en la mejilla, pero él se apartó. Por un instante, ella creyó que iba a estrecharle la mano, pero al final acabó por darle una palmadita fraternal en el hombro antes de salir de la casa.
Mientras Paula recogía las sobras, fue incapaz de reprimir una mueca. Ella había sido la primera en enfatizar que eran amigos, así que no podía quejarse de que Pedro se ciñera a sus palabras.
A la mañana siguiente, se despertó con el olor de comida recién preparada y solo atinó a pensar en Pedro. Se vistió a toda prisa y se pasó un poco con el lápiz de ojos y la máscara de pestañas, pero sus cejas y sus pestañas siempre habían sido demasiado claras. Se reprendió mentalmente por no habérselas teñido antes de la boda.
Claro que sospechaba que a Pedro le gustaban las mujeres que usaban un maquillaje de estilo natural. Necesitó aplicarse tres tonos de marrón distinto para conseguirlo.
Se puso unos chinos negros y una camisa blanca y se dirigió a la cocina. Se detuvo en la puerta y vio a Pedro de espaldas a ella, preparando algo en su nueva cocina Wolf. Llevaba unos vaqueros y una camisa también de tela vaquera. No lo sabía a ciencia cierta, pero parecía tener un magnífico cuerpo debajo de la ropa.
—Buenos días —dijo.
Pedro se volvió con la sartén en la mano y la miró con una sonrisa. Se moría por echarle los brazos al cuello. Por un segundo, tuvo la impresión de que a él no le importaría, pero después apartó la mirada.
—Me tocaba darte de comer —dijo él al tiempo que señalaba la isla de la cocina, en la que había dispuesto un servicio de mesa.
—¿Tú no comes?
—Me levanté hace un par de horas y desayuné entonces. Espero que no te importe que me haya hecho unos cuantos largos en la piscina.
Paula sintió mucho, con toda el alma, no haberlo visto en bañador.
—Me alegro de que alguien la use. Fue lo único que me hizo dudar al comprar la casa. Me gustaba la distribución y me encantaba el garaje de tres plazas como mi taller, pero no sé cómo cuidar la piscina.
Pedro le puso una tortilla en el plato.
—Eso me ha parecido, así que te la he limpiado un poco y he comprobado el pH. Había unos cuantos productos químicos en el armario, y he usado algunos. Espero no haberme pasado.
—Pásate todo lo que quieras —replicó Paula con la vista clavada en el plato. Le había preparado una tortilla con pimiento y cebolla, y dos tostadas de pan de trigo integral—. Voy a engordar como siga comiendo así —comentó, y esperó a que él dijera algo amable.
Sin embargo, Pedro no pensaba comentar el estado de su cuerpo ni de coña. ¡Estaba genial! Había crecido más de lo que esperaba. Tenía la altura perfecta para él. La camisa se le pegaba al cuerpo y los pantalones negros se ceñían a su trasero.
El hecho de que guardara silencio hizo que Paula pensara que no sabía cómo comportarse con una mujer.
—Bueno, ¿qué vas a hacer hoy? —le preguntó.
Esa mañana, su primer impulso fue llamar a su madre para decirle que estaba en Edilean. Organizaría un encuentro en un lugar privado para hablar del divorcio, del hombre con quien quería casarse y de lo que pensaba hacer con su vida.
Después, pasaría las siguientes tres semanas preparando el caso de divorcio que, sin duda alguna, sería portada de todos los periódicos.
Sin embargo, mientras miraba a Paula, intentó encontrar un motivo para retrasar todo lo posible lo malo que estaba por llegar.
—¿Qué habías planeado tú?
—Quería ir a la iglesia si me levantaba lo bastante temprano.
Paula miró el reloj. Aún tenía tiempo para arreglarse e ir a misa, pero eso significaría alejarse de Pedro. Se le ocurrió que era muy posible que, al volver, hubiera desaparecido.
Seguramente hablaría con su madre, se tranquilizaría al saber que Juan Layton era un buen hombre y volvería a... a... a donde fuera que viviese. A donde fuera que viviese, pero que no consideraba su hogar.
Se devanó los sesos en busca de un motivo para que se quedara... y para que ella lo acompañase.
—Seguro que quieres ver a tu madre, pero a lo mejor deberías ver la nueva tienda de bricolaje del señor Layton antes de hacerlo.
Pedro sonrió como si ella hubiera dicho algo brillante.
—Creo que es una idea genial. Se pueden averiguar muchas cosas sobre un hombre al ver su lugar de trabajo. —Razón por la que su despacho carecía de objetos personales, pensó, aunque no lo dijo en voz alta—. ¿Te importaría acompañarme? Si estás demasiado ocupada, podrías hacerme un mapa. Podría...
—¡Me encantaría! —exclamó—. Iremos en mi coche. ¿Te importa esperarme un momento? Tengo que hacer una llamada antes, pero después podremos irnos.
En cuanto Paula cerró la puerta del dormitorio, llamó a Carla, su asistente.
—¿Diga? —contestó Carla, a todas luces medio dormida.
—Soy yo —susurró Paula todo lo alto que se atrevió—. Necesito que termines las alianzas de la boda de los Johnson hoy.
—¿Qué? No te oigo.
Paula se metió en el armario y cerró la puerta.
—Carla, por favor, despierta. Necesito que hoy termines un par de alianzas por mí.
—Paula, es domingo. Me quedé en la boda hasta después de medianoche. Bebí demasiado.
—Yo también —replicó Paula—, pero las alianzas tienen que estar listas hoy. La boda es mañana.
—Pero ibas a hacerlas tú y...
—Lo sé —la interrumpió—, soy una jefa vaga y horrorosa, pero me ha surgido algo. Una emergencia. Necesito que vengas y las termines por mí. Ya están forjadas, solo hay que lijarlas y bruñirlas.
Carla gimió.
—Eso son unas cuantas horas y es domingo.
—Te daré día y medio libre.
Carla guardó silencio.
—Vale —dijo Paula—. Dos días. Pero las necesito para hoy. ¿De acuerdo?
—Claro, de acuerdo —contestó Carla—. Pero quiero el viernes dieciocho libre y dos días más por lo de hoy.
Paula fulminó el auricular con la mirada. ¡Con la de veces que había soñado con ser su propia jefa, con fijar su propio horario y con obligar a sus trabajadores a cumplir sus órdenes!
—Muy bien —accedió—. Ya sabes dónde está la llave del garaje, así que vente y ponte manos a la obra.
—¿Tienes una cita con un tío buenorro? —preguntó Carla—. ¿David va a proponértelo? ¿Has diseñado ya tu propio anillo?
No pensaba hablarle a Carla de Pedro.
—Tengo que irme. Y recuérdame que pida más rojo mañana.
—¿Para tu cara o para las joyas?
Paula hizo una mueca. El sentido de humor de Carla solía dejar atónita a la gente.
—Nos vemos mañana —dijo, y colgó.
Unos minutos después, estaba en el salón. Pedro se había sentado en el enorme sillón azul marino situado junto al diván compañero y estaba leyendo el periódico. Maria había escogido ese sillón.
«Es para el hombre de tu vida», le había dicho su amiga.
«¿Para cuál de ellos?», había replicado ella con sarcasmo.
«Para el que va a aparecer y va a volverte loca.»
«¿Como Tomas hizo contigo en la fiesta de bienvenida de Ruben?»
«Sí», había contestado Maria con un suspiro soñador, y Paula supo que había conseguido desviar su atención.
Paula se sentó en silencio en el sofá y cogió el dominical.
Unos minutos después, él preguntó sin levantar la mirada:
—¿Estás lista?
—Cuando quieras —contestó, pero no tenía prisa por marcharse
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