jueves, 31 de marzo de 2016

CAPITULO 7 (SEGUNDA PARTE)




Mientra regresaba a casa, Paula no dejaba de pensar en que Pedro había vuelto. Miraba una y otra vez por el retrovisor para asegurarse de que él la seguía, en un viejo BMW que ni siquiera tenía cambio automático. A lo mejor podía enseñarle que no hacía falta que cambiara de marchas.


Se moría por hacerle un millón de preguntas acerca de lo que había estado haciendo durante esos últimos años, aunque supuso que sería mejor que él se lo contara a su propio ritmo. Sabía que trabajaba para el cabrón de su padre (el insulto la hizo sonreír al recordarlo) y que su padre tenía pasta. Pero a juzgar por el coche, no parecía haberla compartido con su hijo.


Paula pensó en la espantosa vida que debía de llevar Pedro en ese momento... y en por qué la llevaba. 


¡Renunciar a su propia vida para proteger a su madre! ¡Eso sí que era heroico!


Al enfilar el camino de entrada de su casa, recordó que Pedro le había pedido ayuda, y se juró ofrecérsela.


Pedro aparcó a su lado y salió del coche.


—¿No usas el garaje?


—Lo he transformado en un taller. —Rebuscó la llave de la casa en el llavero.


—Así que cuando nieva, llueve o hace mucho calor, ¿tu coche se queda en la calle? —Le quitó las llaves y abrió la puerta.


—Sí —contestó ella al entrar.


Encendió las lamparitas situadas junto al sofá que Maria y ella habían escogido. La estancia estaba decorada en tonos azules y blancos. En una pared había estanterías y un televisor, con una chimenea debajo. El techo era alto y las enormes vigas blancas del tejado quedaban a la vista.


—Bonito sitio —comentó Pedro—. Es acogedor. —Se preguntaba por qué su carísima diseñadora no podía hacer algo así. Claro que tampoco había ayudado a la mujer, ya que no le había dicho lo que le gustaba.


—Gracias —replicó Paula, que se volvió para que él no viera su sonrisa—. La cocina está por aquí.


—Paula, no tienes que darme de comer —dijo él—. Basta con que me dejes dormir aquí. Puedo... —Se interrumpió al ver la cocina. Estaba conectada al comedor, y era una estancia agradable y acogedora. Había una enorme isla de mármol, y cacerolas de cobre colgadas en una pared. La mesa era grande y antigua, con marcas de cortes de cientos de comidas.


»Me gusta —le comentó—. ¿Hace mucho que vives aquí? —Conocía la respuesta porque había seguido la venta al milímetro. Incluso le había dicho a Penny que llamara un par de veces al banco en el que Paula estaba solicitando la hipoteca. Quería asegurarse de que todo iba sobre ruedas.


—Menos de un año —contestó ella.


—¿Y has conseguido que tenga este aspecto en ese tiempo?


—Maria y yo lo hicimos todo. Nosotras... —Se encogió de hombros.


—Sois artistas, así que sabíais lo que hacíais. ¿En qué puedo ayudarte con la cena?


—En nada —contestó Paula, pero se preguntó cómo sabía que Maria era artista. ¿Se lo había dicho ella?—. Tú siéntate mientras yo te preparo algo de comer.


Pedro se sentó en un taburete en el extremo más alejado de la encimera y se dispuso a observarla.


Paula sentía sus ojos clavados en ella cuando comenzó a buscar en el frigorífico. Se sentía culpable porque toda la comida la habían hecho David y sus empleados, pero tampoco había necesidad de contárselo a Pedro. Decir que tenía un novio más o menos fijo sería asumir que podía pasar algo entre Pedro y ella. Quitando el masaje de pies, no parecía muy interesado en algo que no fuera amistad. Y la estaba mirando como si aún tuviera ocho años.


Puso un mantel individual en la encimera, delante de él, y después un plato y un juego de cuchillo y tenedor. Su madre había intentado que ahorrara dinero usando la vajilla de su abuela, pero Paula se había negado.


«Quieres deshacerte de las antiguallas», le había dicho Paula a su madre, y su padre se había echado a reír. A la postre, su madre le dio la vajilla entera a Colin y a Gemma Frazier como regalo de bodas, y a ellos les había encantado.


—¿A qué viene esa cara? —preguntó Pedro, y Paula se lo contó.


—Gemma es historiadora y conocía la historia de la empresa que fabricó la vajilla. Trata los platos como si fueran un tesoro.


—Pero ¿tú no? —quiso saber Pedro.


—Me gustan las cosas nuevas. ¿Qué te apetece comer?


—Cualquier cosa —le contestó él—. Soy omnívoro total.


Colocó cucharas en todos los recipientes de plástico que había sacado del frigorífico y dejó que él escogiera. Fue incapaz de resistirse al impulso de sentarse a su lado y verlo comer. Lo hacía con unos modales exquisitos, con el tenedor en la mano izquierda y el cuchillo en la derecha. Tenía los modales de un príncipe.


Sin el contraste entre las sombras y las brillantes luces, reparó en que conservaba parte del aire angelical que tenía de niño. De adulto, su pelo era negro azabache, sus ojos tan oscuros como la obsidiana, sus mejillas marcadas y su mentón fuerte. Parecía llevar un par de días sin afeitarse y el asomo de barba le daba un toque más peligroso. La verdad, no creía haber visto un hombre tan guapo en la vida.


Pedro se percató de que ella lo observaba apoyada en un codo. Si no la distraía, acabaría poniéndole la mano en la nuca y besándola.


—¿No te da miedo mancharte el vestido?


—¿Cómo? Ah, sí, claro. —Salió del trance en el que se había sumido mientras lo miraba—. Supongo que debería ponerme algo más cómodo.


Pedro tosió un poco, como si se estuviera atragantando con la comida.


—¿Estás bien?


—Sí —le contestó él—. Terminaré de comer mientras tú...


A regañadientes, Paula se levantó del taburete.


—Claro, claro. —Recorrió el pasillo a toda prisa en dirección a su dormitorio y cerró la puerta—. Estoy haciendo el ridículo —murmuró.


Le costaba alcanzar la cremallera de la espalda, y por un segundo pensó en pedirle a Pedro que se la desabrochara. 


La idea le arrancó una risilla tonta... que la asqueó.


—Eres una cría de ocho años —se regañó en voz alta, y empezó a desvestirse.


En la cocina, Pedro suspiró, aliviado. Ver a Paula, tan guapa con ese vestido escotado y sentada tan cerca de él, era demasiado. De haberse encontrado en circunstancias normales, le habría lanzado una mirada elocuente y le habría dejado ver lo mucho que le interesaba. Sabía por experiencia que las mujeres que lo miraban tal como lo hacía Paula eran presa fácil.


Pero ¿qué pasaría después?, se preguntó. ¿Empezaría Paula a hablar de su boda?


A decir verdad, no creía que eso lo molestase mucho. De momento, todo lo que la rodeaba lo hacía sentirse como en casa. Ella, su casa, incluso los amigos a los que había conocido eran agradables y simpáticos.


Sin embargo, ¿qué pasaría cuando averiguara más cosas sobre él, sobre su pasado y sobre la identidad de su padre? 


Vería cómo la luz desaparecía de su mirada... y eso no lo soportaría. No, mejor que lo siguiera creyendo un hombre íntegro, que solo había hecho cosas buenas en la vida. 


Mejor que nunca descubriera la verdad.


Cuando Paula regresó con unos vaqueros y una camiseta vieja, él ya había terminado de comer. Por desgracia, le pareció que estaba todavía más guapa que antes. En ese momento, se le ocurrió que había sido un error aceptar la invitación de quedarse en su casa. Se puso en pie.


—¿Tienes ganas de irte a la cama? —le preguntó ella.


Pedro no se atrevió a responder a la pregunta. Se limitó a asentir con la cabeza, pero cuando Paula echó a andar hacia la puerta trasera, él se quedó paralizado. No iba a meterse en la misma habitación que ella si había una cama.


—¿Por qué no me das la llave y me dices cómo llegar?


—Es que tengo que enseñarte dónde están las cosas.


—Seguro que las encuentro sin ayuda. —Le regaló una sonrisa que dejaba muy claro que no aceptaría un no por respuesta.


Paula le dio el llavero.


Se produjo una situación incómoda junto a la puerta trasera, cuando se despidieron. Paula se inclinó hacia delante, como si quisiera darle un beso en la mejilla, pero él se apartó. Por un instante, ella creyó que iba a estrecharle la mano, pero al final acabó por darle una palmadita fraternal en el hombro antes de salir de la casa.


Mientras Paula recogía las sobras, fue incapaz de reprimir una mueca. Ella había sido la primera en enfatizar que eran amigos, así que no podía quejarse de que Pedro se ciñera a sus palabras.


A la mañana siguiente, se despertó con el olor de comida recién preparada y solo atinó a pensar en Pedro. Se vistió a toda prisa y se pasó un poco con el lápiz de ojos y la máscara de pestañas, pero sus cejas y sus pestañas siempre habían sido demasiado claras. Se reprendió mentalmente por no habérselas teñido antes de la boda. 


Claro que sospechaba que a Pedro le gustaban las mujeres que usaban un maquillaje de estilo natural. Necesitó aplicarse tres tonos de marrón distinto para conseguirlo.


Se puso unos chinos negros y una camisa blanca y se dirigió a la cocina. Se detuvo en la puerta y vio a Pedro de espaldas a ella, preparando algo en su nueva cocina Wolf. Llevaba unos vaqueros y una camisa también de tela vaquera. No lo sabía a ciencia cierta, pero parecía tener un magnífico cuerpo debajo de la ropa.


—Buenos días —dijo.


Pedro se volvió con la sartén en la mano y la miró con una sonrisa. Se moría por echarle los brazos al cuello. Por un segundo, tuvo la impresión de que a él no le importaría, pero después apartó la mirada.


—Me tocaba darte de comer —dijo él al tiempo que señalaba la isla de la cocina, en la que había dispuesto un servicio de mesa.


—¿Tú no comes?


—Me levanté hace un par de horas y desayuné entonces. Espero que no te importe que me haya hecho unos cuantos largos en la piscina.


Paula sintió mucho, con toda el alma, no haberlo visto en bañador.


—Me alegro de que alguien la use. Fue lo único que me hizo dudar al comprar la casa. Me gustaba la distribución y me encantaba el garaje de tres plazas como mi taller, pero no sé cómo cuidar la piscina.


Pedro le puso una tortilla en el plato.


—Eso me ha parecido, así que te la he limpiado un poco y he comprobado el pH. Había unos cuantos productos químicos en el armario, y he usado algunos. Espero no haberme pasado.


—Pásate todo lo que quieras —replicó Paula con la vista clavada en el plato. Le había preparado una tortilla con pimiento y cebolla, y dos tostadas de pan de trigo integral—. Voy a engordar como siga comiendo así —comentó, y esperó a que él dijera algo amable.


Sin embargo, Pedro no pensaba comentar el estado de su cuerpo ni de coña. ¡Estaba genial! Había crecido más de lo que esperaba. Tenía la altura perfecta para él. La camisa se le pegaba al cuerpo y los pantalones negros se ceñían a su trasero.


El hecho de que guardara silencio hizo que Paula pensara que no sabía cómo comportarse con una mujer.


—Bueno, ¿qué vas a hacer hoy? —le preguntó.


Esa mañana, su primer impulso fue llamar a su madre para decirle que estaba en Edilean. Organizaría un encuentro en un lugar privado para hablar del divorcio, del hombre con quien quería casarse y de lo que pensaba hacer con su vida. 


Después, pasaría las siguientes tres semanas preparando el caso de divorcio que, sin duda alguna, sería portada de todos los periódicos.


Sin embargo, mientras miraba a Paula, intentó encontrar un motivo para retrasar todo lo posible lo malo que estaba por llegar.


—¿Qué habías planeado tú?


—Quería ir a la iglesia si me levantaba lo bastante temprano.


Paula miró el reloj. Aún tenía tiempo para arreglarse e ir a misa, pero eso significaría alejarse de Pedro. Se le ocurrió que era muy posible que, al volver, hubiera desaparecido. 


Seguramente hablaría con su madre, se tranquilizaría al saber que Juan Layton era un buen hombre y volvería a... a... a donde fuera que viviese. A donde fuera que viviese, pero que no consideraba su hogar.


Se devanó los sesos en busca de un motivo para que se quedara... y para que ella lo acompañase.


—Seguro que quieres ver a tu madre, pero a lo mejor deberías ver la nueva tienda de bricolaje del señor Layton antes de hacerlo.


Pedro sonrió como si ella hubiera dicho algo brillante.


—Creo que es una idea genial. Se pueden averiguar muchas cosas sobre un hombre al ver su lugar de trabajo. —Razón por la que su despacho carecía de objetos personales, pensó, aunque no lo dijo en voz alta—. ¿Te importaría acompañarme? Si estás demasiado ocupada, podrías hacerme un mapa. Podría...


—¡Me encantaría! —exclamó—. Iremos en mi coche. ¿Te importa esperarme un momento? Tengo que hacer una llamada antes, pero después podremos irnos.


En cuanto Paula cerró la puerta del dormitorio, llamó a Carla, su asistente.


—¿Diga? —contestó Carla, a todas luces medio dormida.


—Soy yo —susurró Paula todo lo alto que se atrevió—. Necesito que termines las alianzas de la boda de los Johnson hoy.


—¿Qué? No te oigo.


Paula se metió en el armario y cerró la puerta.


—Carla, por favor, despierta. Necesito que hoy termines un par de alianzas por mí.


—Paula, es domingo. Me quedé en la boda hasta después de medianoche. Bebí demasiado.


—Yo también —replicó Paula—, pero las alianzas tienen que estar listas hoy. La boda es mañana.


—Pero ibas a hacerlas tú y...


—Lo sé —la interrumpió—, soy una jefa vaga y horrorosa, pero me ha surgido algo. Una emergencia. Necesito que vengas y las termines por mí. Ya están forjadas, solo hay que lijarlas y bruñirlas.


Carla gimió.


—Eso son unas cuantas horas y es domingo.


—Te daré día y medio libre.


Carla guardó silencio.


—Vale —dijo Paula—. Dos días. Pero las necesito para hoy. ¿De acuerdo?


—Claro, de acuerdo —contestó Carla—. Pero quiero el viernes dieciocho libre y dos días más por lo de hoy.


Paula fulminó el auricular con la mirada. ¡Con la de veces que había soñado con ser su propia jefa, con fijar su propio horario y con obligar a sus trabajadores a cumplir sus órdenes!


—Muy bien —accedió—. Ya sabes dónde está la llave del garaje, así que vente y ponte manos a la obra.


—¿Tienes una cita con un tío buenorro? —preguntó Carla—. ¿David va a proponértelo? ¿Has diseñado ya tu propio anillo?


No pensaba hablarle a Carla de Pedro.


—Tengo que irme. Y recuérdame que pida más rojo mañana.


—¿Para tu cara o para las joyas?


Paula hizo una mueca. El sentido de humor de Carla solía dejar atónita a la gente.


—Nos vemos mañana —dijo, y colgó.


Unos minutos después, estaba en el salón. Pedro se había sentado en el enorme sillón azul marino situado junto al diván compañero y estaba leyendo el periódico. Maria había escogido ese sillón.


«Es para el hombre de tu vida», le había dicho su amiga.


«¿Para cuál de ellos?», había replicado ella con sarcasmo.


«Para el que va a aparecer y va a volverte loca.»


«¿Como Tomas hizo contigo en la fiesta de bienvenida de Ruben?»


«Sí», había contestado Maria con un suspiro soñador, y Paula supo que había conseguido desviar su atención.


Paula se sentó en silencio en el sofá y cogió el dominical.


Unos minutos después, él preguntó sin levantar la mirada:
—¿Estás lista?


—Cuando quieras —contestó, pero no tenía prisa por marcharse






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