jueves, 31 de marzo de 2016
CAPITULO 6 (SEGUNDA PARTE)
Paula se sentó en un banco situado en el otro extremo del sendero. La luna brillaba en el cielo, las luces de la carpa titilaban en la distancia y el aire era húmedo y cálido. Cerró los ojos para sentirlo al máximo. ¿Habría alguna forma de diseñar una joya que se sintiera y pareciera el reflejo de la luz de la luna en la piel?, se preguntó.
—¿Todavía enseñas a la gente a divertirse? —preguntó una voz masculina.
Paula abrió los ojos al instante. Frente a ella había un hombre alto. No le veía la cara, porque la luna quedaba justo detrás de su cabeza. La pregunta había sido formulada con una voz tan provocativa y sugerente que no pudo evitar incomodarse. No había gente en los alrededores, solo ese desconocido y su extraña pregunta.
—Creo que debo irme —replicó ella mientras se ponía en pie para marcharse hacia la carpa, con sus luces y su gente.
—¿Cuánto duró la casita que construí para tu muñeca?
Paula se detuvo y se volvió despacio para mirarlo.
Había crecido y por lo poco que apreciaba de su cara, ya no parecía un querubín, como a los doce años. Tenía arruguitas en torno a los ojos y tal como Sara había comentado, parecía haberse roto la nariz en varias ocasiones. Sin embargo, era muy guapo. Sus ojos eran tan oscuros e intensos como la noche que los rodeaba.
—Pedro —susurró.
—Te dije que volvería y eso he hecho.
Su voz era grave, y a Paula le gustó su sonido. Mientras daba un par de pasos hacia él, se sintió como si estuviera viendo a un fantasma.
—Se me ocurrió que tal vez no me recordarías —lo escuchó decir en voz baja—. Eras muy pequeña.
Paula se negó a decirle la verdad. No quería contarle la terrible desesperación que sintió después de que se marchara. Se pasó muchas noches llorando sobre la almohada. La foto donde aparecían los dos aún era su posesión más preciada, lo único que salvaría si su casa se incendiara de repente.
No, decidió. Era mejor mantener un tono ligero.
—Por supuesto que te recuerdo —le aseguró—. Fuiste un gran amigo. Apareciste cuando creía que me moría del aburrimiento, así que me salvaste.
—Te salvé porque era un niño que lo ignoraba todo. Fuiste una gran maestra.
—¡Cómo montabas en bici! —exclamó—. En la vida he visto a otra persona que aprenda tan rápido.
Pedro pensó en todas las cosas que había hecho con una bici desde entonces. Saltos, cabriolas y giros en el aire. Se preguntó si Paula era consciente de lo guapa que estaba. La luz de la luna en su pelo, que aún tenía un tono rojizo, y el color de su vestido envuelto por el resplandor plateado de la noche conformaban una imagen preciosa. De haber sido cualquier otra mujer, le tiraría los tejos en ese mismo momento. Nunca le había importado que las mujeres estuvieran casadas o que fueran simples camareras. Si le gustaban, se lo hacía saber.
Sin embargo, Paula llevaba toda la vida en ese pueblo, un lugar donde todos la conocían. No era el tipo de mujer a la que pudiera tirarle los tejos cinco minutos después de saludarla.
Durante el extraño silencio que se produjo, Paula pensó que Pedro no había cambiado. A los doce años no era muy hablador, se limitaba a observar y a aprender.
—¿Quieres volver a la carpa? —le preguntó. Ella todavía llevaba la copa de champán en la mano—. ¿Te apetece beber algo?
—Yo... —contestó él, y después se escuchó decir—: Necesito ayuda. —No creía haber pronunciado esas palabras jamás. Su vida lo había convertido en una persona ferozmente independiente.
Paula se acercó a él de inmediato.
—¿Estás herido? ¿Quieres que llame a un médico? Mi hermano Ruben está aquí y...
—No —la interrumpió Pedro con una sonrisa. De cerca, Paula era todavía más guapa—. No estoy herido. He venido a Edilean por un motivo, para hacer algo. Pero ahora que estoy aquí, no sé cómo hacerlo.
Paula extendió un brazo y lo cogió de una mano. Era una mano grande y áspera por los callos. Parecía que trabajaba en algo que requería un esfuerzo físico. Lo guio hasta el banco y lo instó a que se sentara a su lado. La luz de la carpa nupcial se encontraba tras ellos, de modo que pudo verlo bien. Llevaba un traje oscuro que parecía haber sido confeccionado a medida. La luz de la luna se reflejaba en sus pómulos, y se percató de que tenía el ceño fruncido.
Parecía preocupado. Se inclinó hacia él, solícita.
Al inclinarse, le ofreció de forma accidental una maravillosa vista de su escote. Paula le había dicho a Maria que era demasiado bajo, pero su amiga se había echado a reír.
«Esa delantera tuya merece que la luzcas bien.»
Con semejante cumplido, no se atrevió a decirle que le pusiera un poco más de tela en el escote.
Pedro estaba tan distraído por la vista que fue incapaz de hablar por un instante.
—Puedes contarme cualquier cosa —dijo Paula—. Sé que hace mucho que no nos vemos, pero la amistad es eterna, y nosotros somos amigos. ¿Te acuerdas?
—Sí —contestó él, y tragó saliva.
Debía zafarse de su mano, pensó Pedro, o acabaría tirando de ella para acercarla a su cuerpo. ¿Por qué no había aprovechado el viaje para pensar en lo que le diría a Paula si la veía de nuevo? No, había pasado el viaje hablando por teléfono, planeando la escalada en la que se embarcaría al cabo de mes y medio. Tenía que comprar todo el equipo y necesitaba prepararse físicamente. ¿Habría alguna montaña en Edilean que pudiera escalar? ¿Habría algún gimnasio en ese pueblo tan alejado de todo? No quería que se le ablandaran los músculos mientras trataba de resolver los problemas de su madre.
Se percató de que Paula aún esperaba una respuesta por su parte. No había planeado pedirle ayuda. Ni siquiera había proyectado volver a verla, pero después de atisbarla en la carpa, con ese vestido ceñido, la tentación fue insoportable.
Al ver que salía y se internaba en la espesura, la siguió.
De modo que no podía quedarse allí sentado, en silencio.
Paula iba a tomarlo por un imbécil.
—Se trata de mi madre —dijo—. Está viviendo en Edilean.
—Guardó silencio de nuevo, sin saber muy bien lo que decirle y lo que no. Nada más lejos de su intención que ahuyentarla.
—¿Y qué le pasa? —preguntó Paula mientras trataba de recordar lo que sabía de su madre. Cuando todo sucedió, ella era demasiado pequeña para entender lo que estaba
pasando, pero a lo largo de los años había comprendido ciertas cosas. Lucia Merritt se estaba escondiendo de un marido maltratador. Al recordar el nombre, exclamó—: ¡Lucia! Tu madre se llamaba Lucia. ¿Es Lucy Cooper, la mujer que sale corriendo cada vez que me acerco a ella? Lleva cuatro años viviendo en Edilean, pero acabo de verla por primera vez esta noche, y apenas si he podido fijarme en su perfil.
Pedro estaba sorprendido de verdad. Le había preguntado a su madre varias veces por Paula, pero ella le había dicho que se movían en círculos distintos, tras lo cual cambiaba invariablemente el tema de conversación.
—No sabía que se escondía de ti, pero estoy seguro de que si lo ha hecho, es porque lo ha creído conveniente. Cuando estuvimos aquí hace tantos años, no nos relacionamos con nadie del pueblo, solo con tu madre y con aquel anciano. Y contigo.
—El señor Bertrand murió el año pasado y mi madre jamás le diría a alguien que la tuya estuvo aquí.
—¿Y tú? —le preguntó Pedro—. Si la hubieras reconocido, ¿se lo habrías dicho a alguien?
—Pues... —Paula dejó la frase en el aire. Si hubiera visto a la madre de Pedro en Edilean, habría llamado de inmediato por teléfono a Maria. Y también se lo habría contado a su prima Sara y tal vez a su nueva prima política, Jocelyn, y quizá también a la mujer de su primo Colin, Gemma, que le caía muy bien. Y también se habría visto obligada a contárselo a Tomas, ya que era amigo de la señora Wingate—. Es posible —dijo por fin, con un tono de voz que le arrancó una sonrisa a Pedro.
—Si esta es la casa de tu primo y mi madre vive aquí al lado, le habrá resultado complicado esconderse de ti.
—Pues lo ha conseguido —reconoció Paula, que no ahondó en todas las ocasiones que Lucia Cooper se había retirado de su vista. Maria había vivido una temporada en la casa de la señora Wingate y cada vez que ella la visitaba, Lucia desaparecía como por arte de magia. En ese momento, Paula se preguntó si la pobre mujer se habría visto obligada a esconderse en algún armario escobero. De todas formas, había una cosa clara: su madre le había dicho a Lucia que se escondiera de ella. Paula no quería seguir siendo el tema de conversación—. ¿Y tu madre está aquí por culpa de tu padre?
—Sí —contestó Pedro mientras apoyaba la espalda en el respaldo del banco. Guardó silencio un instante, y después la miró con una sonrisa—. Por mi culpa no estás con tus amigos... ni con tu familia. Mi madre dice que en Edilean todos sois familia.
—No todo el mundo, pero casi —reconoció ella.
—¿Ese vestido es porque formabas parte de la ceremonia?
—le preguntó, agitando la mano.
—Sí, he sido la dama de honor.
—Ah —exclamó Pedro—. ¿Eso significa que no estás casada?
—No lo estoy. ¿Y tú?
—Tampoco me he casado. Trabajo para mi padre —añadió—. El trato es el siguiente: si trabajo para él, dejará tranquila a mi madre. —Le estaba contando cosas de las que jamás hablaba a menos que fuera necesario, pero su lengua parecía ir por libre.
—No parece muy agradable —comentó Paula, que estuvo a punto de cogerlo de nuevo de la mano, pero se contuvo. No imaginaba lo que sería encontrarse en una situación semejante, y el gesto de Pedro le pareció muy noble, muy heroico, porque se había sacrificado para salvar a su madre. ¿Quién hacía eso en la actualidad?
—Y ahora parece que mi madre quiere casarse, pero todavía sigue legalmente casada con mi padre.
Paula no entendía cuál era el problema.
—Pero puede divorciarse, ¿no?
—Sí, pero si solicita el divorcio, mi padre descubrirá dónde está y hará todo lo posible por amargarle la vida.
—Pero la ley...
—Lo sé —la interrumpió Pedro—. El divorcio no me preocupa. Lo que temo es lo que puede pasar después.
—No te entiendo —admitió Paula. La orquesta estaba tocando la última canción y escuchaba a la gente reír. Se preguntó si Pedro sabría bailar.
Él se volvió hacia ella para mirarla de frente.
—¿Puedo confiar en ti? Lo digo en serio. No estoy acostumbrado a confiar en los demás. —Se lo preguntó de corazón. Porque se trataba de Paula, la versión adulta de la niña que había cambiado su vida.
—Sí —contestó ella con sinceridad.
—Mi padre es...
—Un maltratador —musitó Paula, con los dientes apretados.
—Lo es con todo aquel que sea más débil que él, y mi madre es una mujer delicada.
—Maria la adora.
—Mi madre me ha hablado de ella. Es la chica que vivía en el apartamento contiguo al suyo.
—Sí, acaba de casarse esta noche. Supongo que sabes que Mariaa y tu madre se han hecho grandes amigas. Trabajaban juntas y cosían juntas. En un momento dado, me sentí muy celosa.
Pedro la miraba, pasmado. Solía hablar con su madre una vez a la semana, incluso cuando estaba en el extranjero, pero jamás le había dicho nada al respecto. Había leído el artículo donde se afirmaba que había cosido para una diseñadora, pero había supuesto que su madre se limitaba a coser tranquilamente en su apartamento.
—Maria es la hija de Juan Layton —dijo Paula al ver que Pedro guardaba silencio.
—¿Quién es Juan Layton?
—Supongo que el hombre con el que tu madre quiere casarse, ¿no te parece? Esta noche los he visto bailar juntos como si estuvieran deseando arrancarse la ropa. Maria siempre ha dicho que Lucia es muy flexible, pero en la vida he visto a otra persona doblar la espalda como la ha doblado ella esta noche. Espero poder hacer lo mismo cuando tenga su edad y... —Se interrumpió al percatarse de la mirada de Pedro—. Ah. Vale. Que es tu madre. Estoy segura de que el hombre con el que se quiere casar es Juan Layton.
—¿Qué tipo de persona es? ¿A qué se dedica?
—Es el dueño de una tienda de bricolaje en Nueva Jersey. Un negocio familiar que lleva varias generaciones funcionando. Pero se lo va a dejar a su hijo y él va a abrir una tienda en Edilean.
—¿Hay gente suficiente en el pueblo como para que ese negocio resulte rentable?
—Estamos muy cerca de algunas ciudades grandes —respondió Paula con frialdad.
—No pretendía insultar. Estaba pensando en términos económicos. Mi madre conseguirá una buena tajada del divorcio.
—Hace muchos años que conozco a Maria —afirmó Paula con sequedad— y te puedo asegurar que su padre no va detrás del dinero de tu madre. —No le gustaba en absoluto lo que Pedro insinuaba. Se puso en pie—. Creo que voy a volver a la carpa.
Pedro no replicó. Tal como sabía que iba a suceder, la había fastidiado con Paula. Pero, en fin, siempre la fastidiaba cuando se trataba de mujeres decentes. No las llamaba cuando se suponía que debía hacerlo, se le olvidaban los cumpleaños o no les regalaba lo que ellas esperaban.
Hiciera lo que hiciese, parecía que siempre se equivocaba.
De ahí que hubiera acabado buscando mujeres como Alejandro. Cualquier cosa brillante la hacía feliz.
Paula había llegado al otro extremo del sendero cuando la asaltó una increíble sensación de déjà vu. Otra vez tenía ocho años y había dejado que su genio la llevara a arrojarle un terrón de tierra a un chico. Después, huyó a la carrera para esconderse y esperó a que él la persiguiera. Sin embargo, el chico no la siguió. Y se vio obligada a ir en su busca. Durante las semanas que siguieron a aquel momento, descubrió que el chico apenas sabía hacer nada.
No sabía lanzar piedras, ni montar en bici. Sabía muchas cosas sobre ciencia, pero era incapaz de hacer un silbato con unas briznas de hierba. Desconocía todas las cosas importantes de la vida.
Volvió junto a Pedro. Tal como sucedió diez años antes, estaba sentado donde ella lo había dejado, sin moverse. No sabía lo que estaba pasando por su cabeza, posiblemente algo que hubiera aprendido en un libro, pero era obvio que seguía teniendo problemas para relacionarse con los demás.
Una vez que llegó junto al banco, se sentó a su lado y clavó la vista al frente.
—Lo siento —se disculpó—. A veces me dejo llevar por el genio.
—Entonces es que no has cambiado mucho.
—Y tú sigues aquí sentado, así que lo mismo digo.
—Tal vez la niñez sea el reflejo de nuestra personalidad en estado puro.
—En nuestro caso, creo que es cierto. —Respiró hondo—. Juan Layton no busca el dinero de tu madre. Que yo sepa, nadie está al tanto de que Lucia tiene dinero o que vaya a recibir dinero. No me hace gracia revelar un secreto, pero Maria me dijo que su padre apenas sabe nada sobre Lucia. Ni siquiera sabe si tiene hijos o no. Cada vez que le pregunta por su vida personal, Lucia empieza a besarlo y... En fin, supongo que no te apetece saber el resto.
—Preferiría que tus descripciones fueran menos gráficas.
Paula sonrió al escucharlo. Su extensa educación era evidente cada vez que abría la boca.
—Lo entiendo. Creo que puedes estar tranquilo porque están juntos por amor, no por dinero.
Al ver que no replicaba, Paula le puso una mano en el brazo.
Y él la cubrió con la suya. Casi se le había olvidado lo cariñosa que era. Cuando eran pequeños, Paula se horrorizaba por todas las cosas que él desconocía. Parecía tener una lista con todo aquello que cualquier niño debería saber y se empeñó en enseñárselo.
En ese momento, a él le encantaría mostrarle algunas cosas de su propia cosecha. Estaba tan guapa con ese vestido a la luz de la luna que le resultaba difícil mantener las manos apartadas de ella. Sin embargo, Paula lo miraba como si fuera un perrito perdido que necesitara rescatar. Tuvo que esforzarse para mantener el deseo alejado de su mirada, porque ella parecía más interesada en ponerle un apósito.
Sabía que debería soltarle la mano, pero esos dedos tan largos resultaban... Le alzó la mano.
—¿Esto es una cicatriz?
Ella se zafó de su mano.
—Muy poco femenina, ya lo sé. Pero son los riesgos de mi trabajo.
—¿De tu trabajo? —Gracias a Internet, estaba al tanto de la existencia de su taller de joyería.
Había seguido su trayectoria durante su etapa universitaria, y después, cuando regresó a Edilean para abrir su negocio.
Paula jamás se había enterado, pero él había asistido a todas las exposiciones que había realizado mientras estaba en la universidad. En una ocasión, evitó que lo viera por los pelos cuando llegó con dos amigas, una morena, delgada y alta, y una rubia bajita con un tipazo que dejó boquiabiertos a todos los hombres presentes.
Sin embargo, él solo tenía ojos para Paula. De adulta era tan guapa como lo era de niña. Le gustó mucho su risa y que pareciera tan feliz. Pedro no recordaba haber sentido semejante felicidad. Al menos, no desde que se alejó de Paula al marcharse de Edilean hacía ya tantos años.
—Soy diseñadora de joyas —contestó.
Pedro se volvió para mirarla.
—¡El kit de abalorios!
Ella sonrió.
—¿Te acuerdas de aquello?
—Me pediste que lo abriera. ¿Quién te lo regaló?
—Mis tíos me lo regalaron por Navidad, pero como no me gustaba mucho ni siquiera lo abrí. ¡Qué desagradecida era de pequeña! Estaba en la caja de juguetes que nos llevó el tío Benjamin.
—Con mi bicicleta —añadió Pedro, cuya voz se suavizó con el recuerdo—. Eras muy creativa con todos los accesorios del kit. Tus diseños me sorprendían.
—Y tú eras un modelo estupendo —replicó ella—. Ningún chico de los que conocía me habría dejado ponerle un collar de cuentas. —No le dijo que la felicidad de aquellas semanas y la del kit de abalorios iban de la mano. Pedro, el diseño de joyas y la felicidad eran sinónimos para ella.
—Todavía guardo aquel collar —confesó él.
—¿De verdad? —le preguntó.
—Sí. Paula, fueron las dos mejores semanas de mi infancia.
Ella estuvo a punto de decir lo mismo, pero se contuvo.
—¿Qué planes tienes para tu madre?
—En realidad, no tengo plan alguno. Me enteré de todo esto ayer. Llamó a mi... —Se interrumpió, ya que no creía oportuno decir «mi secretaria»—. Llamó a mi despacho y me dejó un mensaje diciendo que quería casarse y que necesitaba el divorcio. Nada más. Me dejó alucinado. Creía que estaba viviendo en un apartamento, en la casa de una viuda respetable, y que cosían ropa para niños. Y acabo de descubrir que se dedica a hacer torsiones de espalda delante de todo el pueblo. —Miró a Paula—. Así que no. No he venido con un plan trazado. Básicamente, lo que quiero es...
—¿Qué?
—Quiero saber si este hombre, si Juan Layton, es bueno para mi madre. Sin tener en cuenta el amor. Ya pensó que estaba enamorada de mi padre. Quiero saber si es una buena persona y quiero asegurarme de que no va a intimidar a mi madre.
Paula contuvo el aliento. La madre de Maria había muerto cuando ella era pequeña, y la había criado su padre. Juan Layton era un hombre testarudo a quien le gustaba que las cosas se hicieran a su modo. Durante sus años en la universidad, Maria se había desahogado muchas veces con ella, por la frustración que le provocaban ciertos comentarios o acciones de su padre. Aunque podía ser un hombre muy dulce, también podía resultar un pelín insoportable. ¡Y era muy posesivo! Cuando Maria se enamoró de un hombre en Edilean, Virginia, Juan Layton se mudó al pueblo para estar con ella. Y semejante ardid estuvo a punto de acabar con la relación entre Maria y Tomas.
—¿Qué pasa? —quiso saber Pedro.
—Es que... —Paula no sabía qué contestar exactamente. La salvaron de hacerlo las voces que se escucharon y que parecían aproximarse a ellos.
La expresión de Pedro le dejó claro que no quería que lo vieran. Al menos, no todavía, antes de saludar a su madre.
—Sígueme —le dijo mientras se ponía en pie y se levantaba las largas faldas del vestido para echar a correr por un sendero estrecho que se adentraba en la espesura.
—Con mucho gusto —murmuró él al tiempo que la seguía.
En la arboleda reinaba la oscuridad, pero la luz de la luna bastaba para ver la pálida piel de Paula y el malva plateado de su vestido. Le encantaba verla correr. Estaba tan concentrado en ella que estuvo a punto de darse de bruces con lo que parecía una vieja casa de juegos. Un torreón bastante alto que quedaba oculto a la luz de la luna y que parecía la morada de la bruja mala de un cuento.
—Aquí —señaló Paula, que abrió la puerta de la casita y la cerró una vez que estuvieron dentro.
Pedro comenzó a buscar un interruptor, pero Paula le aferró la muñeca y le colocó un dedo en los labios para indicarle que guardara silencio mientras lo instaba a alejarse de la ventana.
Se apoyó en la puerta, cerca de Paula.
En el exterior, se escuchaban las voces de lo que parecían un par de adolescentes.
—Vamos, estoy aquí —decía un chico.
—Nos van a pillar —replicó una chica.
—¿Quién? ¿El doctor Tomas? Está de luna de miel. —El silenció indicó que se estaban besando—. Te apuesto lo que quieras a que está haciendo lo que nosotros queremos hacer.
—Yo me cambiaría por ella ahora mismo —dijo la chica con un deje soñador en la voz.
Paula miró a Pedro y ambos hicieron una mueca. La chica acababa de meter la pata.
—¿Eso significa que no soy lo bastante bueno para ti? —preguntó el chico.
—Quería decir que... —respondió la chica—. En fin, qué más da. Volvamos a la carpa. Mi madre me estará buscando.
Se escuchó que alguien giraba el pomo de la puerta de la casa de juegos.
—De todas formas, la dichosa puerta está cerrada —dijo el chico.
—¡Bien! —exclamó la chica, que al parecer se alejó corriendo por el sendero.
Paula soltó el aliento en cuanto reinó el silencio. Miró a Pedro y se echaron a reír.
—Mañana toda la población adolescente de Edilean se preguntará qué pareja consiguió llegar en primer lugar a la casita de juegos.
—Y resulta que lo consiguió un par de vejestorios —replicó Pedro.
—Eso lo dirás por ti, que estás a punto de cumplir los treinta. Yo tengo años y años por delante. —Paula se apartó hacia la derecha—. Ven por aquí, pero agacha la cabeza. El dintel de la puerta es muy bajo.
Pedro la siguió hacia una estancia muy pequeña que contaba con un diván integrado en la pared.
Paula lo señaló.
—Estás contemplando la capital del amor de Edilean. La capital interior, claro está.
—Si tenéis dos con lo pequeño que es el pueblo, merece que la nombren la capital del amor mundial.
—Algo interesante hay que hacer en un pueblo donde ni siquiera hay un centro comercial.
Pedro se echó a reír mientras Paula se sentaba en un extremo del diván y le indicaba con un gesto que se sentara en el otro. No fue fácil acomodar sus largas piernas en un lugar tan pequeño.
—Así, ¿ves? Estírate. ¿Ves qué bien encajamos los dos? Con las piernas en paralelo.
—Tú y yo siempre hemos encajado muy bien —comentó Pedro.
Paula se alegró de que la oscuridad ocultara su expresión. «Somos amigos», se recordó.
—Bueno, pues háblame de Juan Layton —dijo Pedro, cuya voz le pareció muy seria.
—No lo conozco muy bien, pero mientras estábamos en la universidad se mostraba muy autoritario con Maria. Aunque para ser justos, era lo que hacían todos los padres. Mi madre estaba todo el día dándome la lata. Quería saber con quién salía, cuándo llegaba y si estaba buscando trabajo.
—Parece que se preocupaba por ti. ¿Qué actitud tiene ahora?
—Exige saber con quién salgo, a qué hora llego y cuánto facturo semanalmente en la tienda.
Pedro rio.
—¿Y tu padre?
—Mi padre es un trozo de pan. El hombre más cariñoso del mundo. Mis padres y mi hermana pequeña, Ana, están de crucero. No volverán hasta el otoño.
—Entonces, ¿estás sola en el pueblo?
—No, también está mi hermano Ruben y unos cuantos parientes. —Le pareció que Pedro se lo preguntaba por educación, ya que en realidad quería saber cosas sobre el hombre con el que su madre quería casarse—. Creo que el señor Layton es un buen hombre, claro que, en realidad, quien debe decidir es tu madre, ¿no? Por lo que has comentado, creo que es capaz de defenderse sola.
Pedro tardó en replicar.
—Cuando era pequeño, mi madre era una mujer muy callada. Creo que aprendió que defender su opinión frente a mi padre empeoraba la situación. Si permanecía en un segundo plano, él tenía la impresión de que lo controlaba todo y no veía necesario reafirmar su autoridad.
—¿Y qué pasaba contigo? —quiso saber ella—. ¿Cómo era tu vida?
Pedro intentó moverse, pero la estrechez del diván no se lo permitió.
—Estoy a punto de caerme de esta cosa. Tienes los pies en... ¿Te importa? —le preguntó, y antes de que ella contestara le levantó los pies y se los colocó en los muslos.
Antes muerta que protestar por lo que acababa de hacer, pensó Paula.
—¡Ay! Lo siento, pero es que se me clavan los tacones y... —dijo él.
Paula apenas tardó un segundo en quitarse las preciosas sandalias, tras lo cual colocó de nuevo los pies sobre sus muslos. Pedro comenzó a masajeárselos como si fuera lo más natural del mundo. En ese momento, ella le dio las gracias al Espíritu del Spa por haberse hecho una manicura y una pedicura el día anterior. Tenía los talones tan suaves como la seda.
—¿Por dónde íbamos? —preguntó Pedro.
—Mmmm... —No lo recordaba. Ningún hombre le había masajeado los pies con anterioridad.
—Ah, sí. Me habías preguntado por mi vida. La verdad es que tú lo cambiaste todo.
—¿Yo?
—Mi infancia no fue como la de los demás niños. Vivíamos en una mansión rodeada por un enorme terreno al norte de Nueva York. La construyó un empresario muy influyente a finales del siglo pasado y era el vivo ejemplo de su avaricia. Techos altísimos y paredes forradas de madera oscura por todos lados. Perfecta para mi padre. Mi madre y yo vivíamos en ella con una numerosa servidumbre. Que se convirtió en nuestra verdadera familia. Apenas veíamos a mi padre, pero su presencia siempre nos acompañaba.
Pedro le estaba acariciando la planta del pie izquierdo con los pulgares. A Paula no le resultaba fácil seguir la conversación.
—Hasta aquel verano en que mi padre se marchó a Tokio y mi madre me trajo en coche a Edilean, yo no sabía que mi vida era distinta a las de los demás. Tú me enseñaste cómo vivían los otros niños, por lo que siempre me sentiré en deuda contigo.
—Creo que estás saldando esa deuda ahora mismo. Pedro, ¿dónde has aprendido a hacer eso?
—Me parece que en Tailandia —contestó—. O tal vez en India. En alguna parte. ¿Te gusta?
—Si me desmayo de placer, tú ni caso.
—No podemos permitir eso, ¿verdad? —preguntó él al tiempo que soltaba su pie—. Cuéntame más cosas de Juan Layton.
Paula suspiró, desilusionada porque hubiera dejado de masajearle los pies, pero se incorporó.
—No sé qué más decirte. Maria se quejaba mucho de su padre, pero también sé que lo quiere con locura. Sé que ella es la niña de sus ojos. Cuando era más joven, no quería que se apartara de su lado. Durante las primeras vacaciones de verano en la universidad, tuvo que suplicarle casi de rodillas que la dejara venir a mi casa durante dos semanas. El señor Layton examinaba casi al microscopio a cualquier hombre al que Maria mirase siquiera. Me dijo que Pedro, el hombre con el que acaba de casarse, le regaló a su padre un edificio como dote.
—¿Para abrir su negocio?
—Pues sí —contestó Paula.
—¿Ya lo ha abierto?
—No. Antes había que remodelar el edificio, o más bien reconstruirlo. El señor Layton trajo a unos cuantos amigos suyos de Nueva Jersey para que se encargaran de todo. Maria tuvo una pelea de órdago con él y le dijo que en Virginia había buenos albañiles, pero él no le hizo caso.
—Parece un hombre al que le gusta salirse con la suya —comentó Pedro, ceñudo—. Mi padre es así. Tiene que controlar cualquier situación.
—Y crees que tu madre ha aceptado al señor Layton porque es... porque su personalidad le resulta familiar, ¿es eso?
—Eso es lo que temo. Me encantaría poder verlos juntos... siempre y cuando él no supiera quién soy.
—Muy bien pensado —dijo Paula—. Si de entrada sabe que eres el hijo de Lucia hará gala de su mejor comportamiento contigo. No sabrás si es real o no. —Levantó la cabeza—. ¿Tu madre accedería a...?
—¿A no decirle quién soy? —suplió Pedro—. Eso es lo que me gustaría saber. Pero no estoy seguro. Las mujeres me resultan impredecibles. Mi madre podría reaccionar riéndose y diciendo que sí, o podría enfadarse y decirme que cómo me atrevo a pensar que conozco mejor que ella a las personas.
Paula se echó a reír.
—Calcadito al señor Spock.
—¿Es un vecino de Edilean?
—No —respondió ella—. Es un personaje de una serie de televisión. De la generación de mis padres. ¿Te pasa a menudo que hay cosas que desconoces por la educación que has tenido?
—Cientos de veces —contestó con sinceridad—. La gente hace referencia a cosas que a mí ni me suenan. Tengo que fijarme en la reacción de los demás para saber si debo reírme o no. Pero he aprendido que es mejor no pedir que me expliquen de qué están hablando. Porque así solo consigo que me tachen de extraterrestre como poco.
Paula se rio más que nada porque eso era justo lo que había hecho ella.
—Puedes preguntarme lo que quieras y yo trataré de contestarte.
—Lo tendré en cuenta. —Pedro guardó silencio un instante—. Dime una cosa, ¿el doctor Spock y el señor Spock son la misma persona?
—¡Qué va! Mi padre tiene los episodios de Star Trek en DVD, así que te los prestaré.
—Te lo agradezco —dijo Pedro mientras contenía un bostezo—. Lo siento, pero es que ha sido un día muy largo. Tenía la intención de llegar a media tarde para poder hablar con mi madre directamente. Pero mi padre quería que me encargara de un asunto, y por eso salí tarde.
Paula se volvió y dejó los pies en el suelo.
—¿Has comido algo? ¿Dónde vas a quedarte?
—A menos que Edilean tenga un hotel y un restaurante abiertos a las... ¿qué hora es? ¿Las nueve y media? Tendré que irme a Williamsburg.
Paula decidió no meditar lo que iba a decir a continuación.
—Tengo una casa de invitados y un frigorífico a rebosar de comida. En realidad, es la caseta de la piscina, pero los antiguos dueños la arreglaron para que su hijo se alojara en ella cuando los visitaba. Mi hermano me aseguró que se instalaría en ella después de que yo comprara la casa, pero es demasiado pequeña para él. Así que se fue al antiguo apartamento de Colin, el sheriff, pero también lo odia. Me refiero a Ruben, no a Colin. Aunque Colin también detestaba el apartamento. —Guardó silencio para no seguir haciendo el ridículo todavía más.
—Será un honor —aceptó Pedro en voz baja—. En cuanto a la cena, te invitaría a comer en algún lado, pero...
—Lo de siempre, aquí cierra todo a las nueve. Hasta las aceras.
—¿Desde cuándo hay aceras en Edilean?
—¡Oye! —exclamó Paula—. Hace tres años que tenemos aceras. El año que viene instalarán farolas y todo.
—Supongo que el sereno estará llorando porque se queda sin trabajo —replicó él.
—Desde que se casó con la hija del zapatero remendón, es muy feliz.
Ambos se echaron a reír.
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