jueves, 31 de marzo de 2016
CAPITULO 8 (SEGUNDA PARTE)
Los domingos por la mañana solía salir corriendo hacia la iglesia mientras respondía a las llamadas de su madre y pensaba en el trabajo que tendría que hacer la semana siguiente. Los domingos por la tarde eran más tranquilos.
Sus antiguos novios, los que tenían trabajos normales, solían ir a verla, pero David siempre trabajaba en fin de semana. Desde que lo conoció, sus fines de semana habían sido solitarios.
—Pareces en otro mundo —comentó Pedro.
—Estaba pensando que normalmente trabajo los domingos.
—Eso no parece muy divertido —dijo él.
Estaba repitiendo las palabras que ella le había dicho hacía tanto tiempo.
—Doy fe de que no es muy divertido —replicó, parafraseándose a sí misma, y los dos se echaron a reír.
—¿Te parece que vayamos a ver en qué se está metiendo mi madre?
—Como no quieres dejarte ver, ¿qué tal si damos un rodeo? Hay un viejo camino forestal, pero no estoy segura de que sea transitable. Intentaré no meter el coche en ninguna zanja.
Pedros aún tenía su llavero.
—En ese caso, ¿qué tal si conduzco yo? Y nos llevaremos mi coche viejo para no estropear el tuyo tan bonito y tan nuevo.
—Vale —accedió, aunque con cierta cautela.
La zona que rodeaba Edilean era agreste. Se trataba de una reserva natural, conservada por el estado de Virginia, pero sabía que sus primos solían encargarse de mantener los caminos forestales. La pregunta era si alguien había conservado ese camino en concreto en los últimos años.
Unos minutos después, Pedro y ella estaban en su viejo Bimmer, parados al inicio de un camino que parecía no haber sido transitado en años. Había agujeros, surcos, piedras y un tronco en mitad del camino.
—Creo que deberíamos dar la vuelta y usar la carretera principal —dijo Paula—. Le diré a Colin cómo está esto y él lo arreglará.
—¿Colin?
—El sheriff. Puede que lo vieras en la boda. Es un gigantón de pelo oscuro.
—¿Y su mujer está embarazada?
—Pues sí. ¿Os conocéis?
—Más o menos —contestó Pedro, pensando en el peligro que implicaba lo que Paula decía. El sheriff preguntaría por qué quería que se limpiara el camino y por qué había descubierto que estaba intransitable. Pero si no tomaban esa ruta, habría otras complicaciones. Si Paula atravesaba el pueblo sentada al lado de un desconocido iba a suscitar la curiosidad de todos... ¡y ni de coña iba a esconderse en el maletero!
—Podríamos ir andando —sugirió Paula—. La tienda está a unos tres kilómetros.
—Llevas unas sandalias preciosas —comentó él.
—Gracias. Acabo de comprarlas. Son de Børn y me encantan las suelas. Son... —Se interrumpió—. Ah, ya. Tendré que tirarlas después de caminar por ahí.
—Paula... —dijo él, despacio, mirándola a los ojos.
Casi podía leerle la mente. Pedro quería atravesar ese viejo camino. Si lo hacían despacio y con cuidado, tal vez lo consiguieran. Si la conducción se volvía demasiado peligrosa para él, podrían ir andando... y tal vez Pedro accediera a llevarla a cuestas. Comprobó que llevaba bien puesto el cinturón de seguridad.
—En cuanto empecemos, no puedo parar —la avisó él—. Este coche no tiene tracción a las cuatro ruedas y si me paro, nos quedaremos atascados.
—En ese caso, tendrás que llamar a un Frazier para que saque tu coche.
—¿Un Frazier?
—Un pariente del sheriff. Entienden de coches.
—¿De verdad? —Desde el punto de vista de Pedro, el camino era muy sencillo. Podría causarle algunos desperfectos a los bajos del coche, pero también eran evitables. La pregunta era si una mujer como Paula lo soportaría o no—. ¿El sheriff atravesaría algo así?
—¿Colin? ¿Estás de coña? Subiría la montaña. Casi siempre es la primera persona en llegar si alguien necesita ayuda. No dejo de decirle el gran equipo que formaría con Ruben. Mi hermano se desliza desde helicópteros para rescatar a gente. Es...
Pedro le lanzó una mirada tan extraña que Paula dejó de hablar.
—Esto es como montar en bici, ¿no? Tienes que hacerlo aunque te caigas de boca.
La miró con una sonrisa porque ella lo entendía a la perfección. Claro que tanto hablar de otros hombres podría herirle el orgullo.
—Yo me apunto si tú te apuntas —dijo ella.
—Si lo hacemos, tienes que confiar en mí —replicó él con seriedad.
—¿No me monté en tu manillar mientras subías el montón de tierra?
Le regaló tal sonrisa que Paula deseó besarlo. Había gratitud además de placer en la mirada de Pedro.
—Muy bien —dijo él mientras clavaba la vista en el camino, con una mano en la palanca de cambios—. Pon una mano en el reposabrazos y otra aquí, y agárrate. Y no grites. Los gritos me distraen.
Al escuchar el último comentario, Paula puso los ojos como platos y una parte de ella quiso ponerse a chillar para que la dejara bajarse del coche. Pero no lo hizo. Colocó las manos donde él le había indicado, afirmó los pies y asintió con la cabeza. Estaba lista.
Con una sonrisa, Pedro metió la primera y echó a andar.
Para su asombro, pisó el acelerador y no aminoró la velocidad en ningún momento. Con unos reflejos rapidísimos, rodeó agujeros o los pasó por encima con maestría. Cuando un tronco les bloqueó el paso, Pedro se salió del camino. El coche se inclinó hacia la izquierda unos cuarenta y cinco grados, en opinión de Paula, mientras se dirigían derechos a un enorme roble. Ardía en deseos de ponerse a gritar. Quería advertirle del choque, pero contuvo el aliento... y mantuvo los ojos abiertos.
Pedro giró a la izquierda en el último momento y pasó rozando el roble, a un escaso dedo del árbol. Estuvo tan cerca que el suspiro de Paula sonó como el chillido de un ratón.
Pedro siguió acelerando mientras pisaba el embrague y cambiaba de marcha. Cuando pilló un remonte creado por años de malas hierbas y el tronco podrido de un árbol, las cuatro ruedas abandonaron el suelo.
Mientras surcaban el aire, Paula pensó que su vida acabaría ahí. Miró a Pedro, la última persona que vería.
Él volvió un poco la cabeza, con una expresión eufórica en sus ojos oscuros... y le guiñó un ojo.
De no haber estado aterrorizada, se habría echado a reír.
Cuando el coche golpeó el suelo, sintió el encontronazo en todo el cuerpo... pero él siguió conduciendo a lo que le parecía la velocidad de la luz.
Pedro volvió a salirse del camino, sobre lo que sería el arcén, dando volantazos a izquierda y derecha sin parar.
A la postre, vieron la parte trasera del enorme edificio que antiguamente era una fábrica de ladrillos. Sin embargo, Pedro no aminoró la marcha. Rodeó y pasó por encima de tres agujeros más.
El muro de ladrillo del edificio estaba justo delante de ellos y Pedro volaba derecho hacia él.
Al ver otro remonte en el camino, Paula tuvo que esforzarse de nuevo para no gritar.
—Agárrate bien, nena —dijo Pedro, que lo pasó a toda velocidad. Salieron volando y aterrizaron al otro lado, pero seguían avanzando hacia el edificio.
Pedro dio un volantazo tan fuerte que ella tuvo la sensación de que se le iban a descoyuntar los hombros. El coche patinó y se detuvo tan cerca del edificio que Paula podría bajar la ventanilla y tocarlo con los dedos. Pero no se movió.
Estaba paralizada. Tenía el cuerpo totalmente petrificado por lo que acababa de experimentar.
—No estaba tan mal —dijo Pedro, que apagó el motor—. No está ni la mitad de mal de lo que creía que iba a estar. —La miró—. Paula, ¿te encuentras bien?
Ella siguió donde estaba, con la vista clavada al frente y las manos blancas mientras aferraba el asa. Dudaba de que las piernas volvieran a funcionarle.
Pedro salió del coche y lo rodeó para abrir la puerta del acompañante. El edificio estaba tan cerca que el borde de la puerta casi lo rozaba. Casi. Quedaba un hueco de un centímetro como mucho. Había realizado un aparcamiento milimétrico.
Cuando Pedro abrió la puerta, la mano de Paula no la soltó; de hecho, tenía el brazo tan rígido que él no pudo abrir la puerta del todo. Despacio, le fue soltando los dedos uno a uno.
Cuando por fin abrió la puerta, se inclinó sobre ella, le aflojó la otra mano y después le desabrochó el cinturón de seguridad. Pero ella seguía rígida en el asiento.
Se inclinó todavía más y le pasó un brazo por la espalda y otro por debajo de las rodillas, tras lo cual la sacó en brazos del coche. La llevó a la sombra de un árbol, se sentó en un banco de madera y la meció en su regazo.
—No quería asustarte —dijo al tiempo que apoyaba la cabeza de Paula en su hombro—. Creía que... —En ese momento no sabía en qué estaba pensando. Se había relacionado con demasiadas mujeres que solo querían un subidón. La había fastidiado una vez más.
Paula comenzaba a salir del estado de shock. Sin embargo, su primer pensamiento fue que no quería que Pedro la soltara. Quería quedarse en su regazo todo el tiempo necesario para que la besara.
—¿Quieres que te lleve con tu hermano? —le preguntó él en voz baja.
No sabía por qué le preguntaba eso hasta que recordó que Ruben era médico.
—Estoy bien —le aseguró.
—No lo pareces. —Le apartó la cabeza de su hombro y la miró. Tenía la cara blanca y los ojos abiertos como platos. Aún parecía aturdida, pero al mismo tiempo vio algo más en sus ojos... —Se apartó un poco y la observó—. Te has divertido, ¿verdad?
—Jamás había hecho algo así —contestó—. Ha sido...
No tuvo que decir más. Pedro podía verlo en su cara. El trayecto por ese viejo camino había hecho que se sintiera viva. Así fue como se sintió él aquel día, cuando montó en la bicicleta de Paula.
Con una sonrisa, Pedro la dejó en el suelo.
—Bueno, ¿cómo entramos? —preguntó al tiempo que echaba a andar.
Paula seguía un poco aturdida, sentía las piernas débiles y su mente era un hervidero de pensamientos por lo ocurrido en el coche. Veía el árbol acercándose, y el brusco giro realizado justo antes de chocar contra él. En dos ocasiones, Pedro había hecho que el coche saliera volando, separando las cuatro ruedas del suelo.
—¿Hay un sistema de alarma?
Tuvo que parpadear para verlo bien.
—¿Qué?
—Que si sabes si el edificio tiene un sistema de alarma.
—No tengo ni idea. —Mientras se acercaba a él, estuvo a punto de caerse en una ocasión porque le fallaron las piernas, pero consiguió guardar el equilibrio.
—Voy a echar un vistazo —dijo él. Tenía un brillo travieso en los ojos, como si supiera algo que ella desconocía—. Quédate aquí, vuelvo enseguida.
—Vale —replicó Paula—, pero si necesitas ayuda, aquí estoy.
—Lo tendré en cuenta.
Sin dejar de sonreír, Pedro rodeó el edificio. Se había dado cuenta de que la había asustado muchísimo en el camino.
Era la clase de cosas que él había hecho durante su trabajo en Hollywood, que consistía en hacer creer que el protagonista era capaz de hacerlo todo. Sin embargo, Paula no había gritado, aunque se había percatado de que estaba aterrada. Si se hubiera sentido fuera de control en algún momento, habría parado, pero no fue así. Le gustaba que Paula se hubiera mostrado tan valiente. Sobre todo, le encantaba que hubiera confiado en él.
Paula regresó al enorme banco de madera y se sentó.
—Parece que ha aprendido un par de cosillas desde que se montó en mi bici —dijo en voz alta.
Desde el banco, con la vista clavada en el viejo BMW y asombrada porque no hubiera estallado en llamas en protesta, vio que se abría una puerta del edificio. Esperaba ver al señor Layton, pero fue Pedro quien apareció.
—No hay alarma —anunció él—. Entra.
—¿Cómo has entrado? —le preguntó ella al acercarse.
—Se dejó una ventana abierta y me he colado por ella. Necesita un sistema de seguridad mejor.
Paula solo había estado en el viejo edificio en una ocasión, y eso fue antes de que comenzaran los trabajos de rehabilitación. Maria le había dicho que su padre había organizado a los trabajadores de Nueva Jersey en turnos continuos de veinticuatro horas. Con independencia de lo que hubiera hecho, la transformación era asombrosa.
Se encontraban en una estancia amplia con techos altos, rodeados de cajas. A juzgar por lo que había escrito en el cartón, las cajas debían de estar llenas de maquinaria y herramientas.
—Parece que ha tenido muy ocupada a alguna empresa de transporte. —Pedro tenía el ceño fruncido.
—¿A qué viene esa cara?
Él titubeó un momento.
—Somos amigos, ¿recuerdas? Compartimos secretos.
La miró con una sonrisa.
—Me cuesta recordarlo, pero lo intentaré. Mi madre... En fin, cuando huyó de mi padre, se llevó cierta cantidad de dinero consigo.
—De seis o siete ceros.
—O más...
—¡Madre mía! —De repente, Paula entendió por qué Pedro fruncía el ceño—. ¿Crees que el señor Layton ha usado el dinero de tu madre para... para comprar todo esto? —preguntó, abarcando las cajas con un gesto de la mano.
—¿Qué propietario de una tienda de bricolaje conoces que pueda permitirse todo esto?
—No sé —contestó, aunque en realidad sabía mucho acerca de lo que costaba montar una empresa.
Su pequeño taller de joyería era una cuarta parte del tamaño de esa estancia, y para conseguirlo había necesitado pedir un préstamo a un banco, pedirle prestado dinero a su padre y agotar el límite de sus tarjetas de crédito. Había conseguido pagarlo todo hacía un año. Lo había celebrado volviendo a endeudarse al comprar una casa un poco más grande de lo que podía permitirse. Al principio, el banco se había negado a concederle la hipoteca, pero después el director del banco la había llamado personalmente para decirle que estaban encantados de dársela. Nadie se lo había confirmado, pero estaba segura de que su padre lo había arreglado todo.
Sin embargo, Paula no le dijo nada de eso. Maria era su mejor amiga y estaban hablando de su padre.
Paula echó un vistazo por la espaciosa estancia y se percató de que en lo alto, muy por encima de las vigas vistas de acero, había una ventana abierta. Todo lo demás parecía cerrado a cal y canto.
—¿Has entrado por esa ventana?
Pedro no levantó la vista.
—Sí —contestó.
Comenzó a leer las etiquetas de las cajas. Sierras, herramientas básicas, generadores, utensilios de jardín...
Aunque lo hubiera comprado todo a precio de saldo, habría costado una fortuna. ¿Le habría hablado su madre al tal Layton del dinero que había escondido? Su madre sabía que él controlaba su cuenta, así que a lo mejor lo había usado de aval para comprar las herramientas de ese hombre.
—¿Pedro? —dijo Paula—. Esa ventana está por lo menos a seis metros de altura. ¿Cómo has conseguido alcanzarla desde fuera y bajar desde ahí?
—He trepado —respondió sin prestarle mucha atención—. Voy a echar un vistazo.
Se dirigieron a una estancia más pequeña donde había dos vestuarios bastante espaciosos. Pedro los pasó, pero ella se detuvo. Sabía que Maria le había enviado planos a su padre para que los trabajadores de Nueva Jersey los siguieran.
Para conservar el estilo de Edilean y considerando que el edificio había sido una fábrica de ladrillos, Maria había utilizado una paleta de color en la que predominaban el crema y el azul grisáceo. Había dejado ladrillos vistos allí donde era posible, y los había recortado con el azul que tanto había gustado a los colonos. Paula no estaba segura, pero apostaría lo que fuera a que Lucia Cooper había confeccionado las cortinas.
Con una sonrisa, Paula salió del vestuario para ver dónde se había metido Pedro. Lo encontró en la siguiente sala, que contenía tres oficinas con cristaleras a la sala principal. Intentaba abrir las puertas, pero estaban cerradas con llave.
—Me gustaría meterme en su ordenador y ver de dónde ha salido el dinero para todo esto. —Miró a Paula como si le estuviera haciendo una pregunta.
—No sé cómo piratear un ordenador.
—Yo tampoco —replicó él, como si creyera que su educación era defectuosa.
—Me alegra saber que hay algo que no sabes hacer —murmuró Paula. De momento, Pedro le había limpiado la piscina, le había preparado el desayuno, había atravesado ese camino como si hubiera salido de una película de acción y había escalado un muro de ladrillos.
Pedro estaba en mitad de una estancia alargada con ventanales orientados a la fachada. Su expresión era inescrutable. No había nada en esa estancia, ni cajas, ni escritorios, solo tres paredes cerradas y una cuarta con los ventanales.
Esperó, pero él seguía con la vista fija, callado.
—¿Quieres ver la estancia que el señor Layton había pensado para Maria? Le gusta pintar y se le da bastante bien, así que le iba a preparar un estudio. Pero Maria dijo que jamás conseguiría trabajar estando tan cerca de su padre. Dijo que él le daría la lata hasta que consiguiera que trabajara para él porque, verás, es que Maria sabe cómo desmontar motosierras. Y también sabe cómo montarlas.
Pedro examinaba la habitación como si se hubiera sumido en un trance; de hecho, no creía que hubiera escuchado una sola palabra de lo que había dicho.
—Pero Maria preferiría criar unicornios rosas, así que no aceptó el ofrecimiento de su padre.
—¿De dónde ha sacado una pareja para criar?
—¿Cómo?
—De unicornios rosas, digo —contestó Pedro.
—Creía que no me estabas prestando atención.
—¿No te dije que se me da bien escuchar?
Ambos sonrieron. Eran niños y apenas fueron dos semanas, pero los dos recordaban cada minuto de aquella etapa de sus vidas.
—¿Sabes qué piensa hacer Layton con esta estancia? —preguntó él.
—No tengo ni idea. ¿Por qué?
Pedro se acercó a las ventanas orientadas al enorme aparcamiento.
—¿Dónde se compra el material para el aire libre?
—¿Te refieres a las cañas de pescar?
Pedro sonrió.
—Más bien a equipamiento de escalada y canoas. ¿Dónde consiguen los guías locales su equipamiento?
Paula lo miró parpadeando.
—¿Los guías? —consiguió decir.
—Edilean está rodeado de unos bosques increíbles. Vi por Internet un sitio llamado Stirling Point.
—Es donde quedan las parejas para hacerlo al aire libre —dijo Paula, pero Pedro se limitó a mirarla—. La casa de juegos es el punto de encuentro techado y...
—Ya lo pillo —la interrumpió con cara seria—. Según vi, se puede hacer senderismo, remo, pesca y algo de escalada en la reserva. ¿Dónde compráis el equipamiento?
—No lo sé —contestó de nuevo a su pregunta—. En Virginia City, en Norfolk o tal vez en Richmond. Y en Williamsburg seguro que hay tiendas de esas cosas.
—Pero ¿no hay nada en Edilean?
—No hay ni una tienda de canoas.
Pedro no sonrió.
—Interesante. Bueno, ¿dónde está el estudio de unicornios de tu amiga?
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Cómo me gusta esta historia jajaja.
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