sábado, 19 de marzo de 2016
CAPITULO 17 (PRIMERA PARTE)
Cuando Paula se despertó no era completamente de día, y en lo primero que pensó fue en Pedro y en lo parecidos que eran sus respectivos padres; de hecho, parecían tener mucho en común.
Pensó que eso no era bueno; no podía empezar el día pensando en un hombre, y sin duda no en uno al que no había visto nunca. Tenía que centrarse en la campaña publicitaria de Karen.
Tenía que discurrir algo para unificar las doce pinturas. El nexo podía ser que fueran diferentes clases de orquídeas.
Tendría que hablar con Pedro sobre cuáles utilizar. Con una sonrisa, pensó en la facilidad con que el médico pronunciaba los largos nombres latinos de las flores.
Lo cual la llevó a pensar en los labios de Pedro sobre su sien.
—¡Olvida eso! —exclamó, apartando la colcha. Había conseguido pasar veintiséis años sin obsesionarse con un hombre, y no iba a empezar ahora. Siempre le había asqueado cuando Agustina llegaba llorando y diciendo que su vida se había acabado por lo que fuera que le hubiera hecho su último novio.
Hizo la cama, se vistió y bajó. La casa estaba en silencio, y pensó en tomarse un cuenco de cereales y preparar su equipo de fotografía. Pero cuando abrió el frigorífico vio una gran caja de arándanos. La víspera le había entregado a Lucia una breve lista de alimentos que quería, y según parecía la mujer había ido a la tienda.
Sacó la caja de las bayas y decidió que era justo que hiciera el desayuno, puesto que Lucia lo había hecho la víspera.
Cuando las mujeres entraron en la cocina las recibieron unas filloas de arándanos, embutidos, trozos de melón y zumo de naranja recién exprimido.
—¡Qué sorpresa más agradable! —dijo la señora Wingate.
—Realmente fantástica —abundó Lucia—. Parece que Pedro estaba en lo cierto al pedirnos que te dejáramos vivir aquí.
—Me enteré que lo hizo —dijo Paula—. ¿Ha estado aquí esta mañana?
—Si hubiera estado, estaría sentado a la mesa —dijo Lucia—. Le gusta tanto comer... Las noches de cine a veces se come tres tozos de tarta.
—Eso es porque parece que podrías echarte a llorar si no se las tomara —bromeó la señora Wingate.
—Me da mucha lástima que viva allí tan solo —dijo Lucia—. ¿Sabes, Paula?, Pedro es un soltero muy recomendable.
Paula dejó una pila de filloas encima de la mesa mientras las mujeres se sentaban.
—Interesante idea, pero ¿cómo me iba a ganar la vida en Edilean?
—En mi familia —dijo la señora Wingate—, el marido mantiene a la mujer.
—En la mía también —abundó Lucia, aunque su voz dejó traslucir un dejo de amargura—. Querida Paula, sigue mi consejo y gánate tú misma la vida.
Cuando Paula se sentó, paseó la mirada de una mujer a otra. La boca de Lucia era una línea fina y apretada, mientras que la señora Wingate estaba cabizbaja. Pensó que fuera lo que fuese lo que provocaba tanta amargura en Lucia, la señora Wingate estaba al cabo de la calle.
—Bueno, ¿y qué planes tienes para hoy? —preguntó la señora Wingate, y el pesimismo se disipó.
Mientras comían, Paula les habló de la campaña publicitaria de Karen.
—Todavía no he decidido qué voy a pintar. Lo lógico sería que fueran las orquídeas de Pedro. Pensé que podría hacerlo al estilo de los grabados botánicos del siglo dieciocho, como si se tratara de unas especies recién descubiertas. Esas flores que hay debajo de los bancos son lo bastante raras como para aparecer en una película de terror.
—La Paphiopedilum —apostilló la señora Wingate.
—Eso es lo que... —Se contuvo—. Lo que oí.
—Igual que los paisajes CAY —dijo Lucia, refiriéndose a los cuadros del siglo XVIII que habían sido descubiertos en Edilean un año antes.
—Exacto —respondió Paula—. Aunque, por otro lado, el baile de anoche me dio la idea de algo más exótico, como unos genios, por ejemplo. O unas campanillas revoloteando alrededor. —Hizo una pausa—. Karen había pensado en algún hombre guapo ofreciendo la joya a una mujer invisible.
—Tendrás que convencer a Pedro para que pose para ti —le propuso la señora Wingate.
—A cualquier mujer le encantaría tener alguna cosa que él le ofreciera.
Paula no pudo evitar reírse.
—No paro de oír hablar de ese hombre, pero nunca le veo.
De repente, la señora Wingate se levantó de la mesa y se fue.
—¿He dicho algo que la ofendiera? —preguntó Paula.
—Oh, no —dijo Lucia—. Supongo que ha ido a buscar los libros. Hay seis, y los vemos juntas a menudo.
—¿Libros? —preguntó.
Antes de que Lucia pudiera responder, la señora Wingate regresó con media docenas de álbumes de fotos forrados en piel y los dejó en la mesa al lado de Paula.
—Llevo fotografiando a Pedro y a Andy desde que eran niños.
—Un diez por ciento a Andy, y un noventa al doctor Pedro —puntualizó Lucia.
—Eso se debe a que venía a menudo por aquí. Andy y su madre eran una pareja fantástica, pero el padre de Pedro solía estar trabajando, así que... —Se encogió de hombros.
—Así que él se pasaba por aquí —terminó Paula. Se limpió la boca con la servilleta y abrió el álbum que estaba arriba. Era el más antiguo, databa de 1979. Los fotos eran de un crío de unos dos años monísimo, con el pelo oscuro y unas pestañas negras y tupidas.
—He oído que su sobrina tiene las pestañas como plumas —comentó Paula.
—Nuelia es casi tan preciosa como lo era Pedro a esa edad —dijo la señora Wingate—. La niña es una damita de una inteligencia extraordinaria. Hace unas tres semanas que no la veo, así que vendrá pronto. Pedro y ella no soportan estar separados demasiado tiempo. Cuando están juntos son dos verdaderos pillastres.
Había muchísimo amor en el tono de la señora Wingate.
Paula estaba pasando las páginas del álbum más antiguo. Las fotos de Pedro habían sido tomadas en todas las habitaciones de la casa Wingate. Con frecuencia aparecía con vestidos de marinero o lo que parecían ser unos holgados babis mameluco hechos a mano.
—¿Le hacía usted la ropa? —le preguntó Paula a la señora Wingate.
—Quizá le hiciera uno o dos —respondió la señora con modestia.
—No dejes que te tome el pelo —terció Lucia, mientras empezaba a recoger la mesa. Cuando Paula empezó a levantarse para ayudar, Lucia le dijo que siguiera sentada—. Yo lo hago todo con mis máquinas, pero Livie cose a mano.
La señora Wingate sonrió.
—No todo. Monto los vestidos a máquina.
Lucia soltó un bufido de burla.
—Tiene una antigualla, de esas a las que tienes que cambiarle la aguja cuando se rompe.
—¿Y cuándo si no la vas a cambiar? —preguntó Paula, pero sin levantar la vista de las fotos. Pedro tenía ya unos cuatro años y sonreía a la cámara, y en su gran sonrisa mostraba el cariño por la fotógrafa.
Como las mujeres guardaron silencio, levantó la vista y vio que ambas la estaban mirando fijamente.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Tienes que ver las nuevas máquinas de coser que tengo en el taller —dijo Lucia.
—Lo haré. —Volvió a mirar el álbum. Era fascinante ver crecer al hombre con el que se estaba encontrando.
—Me tengo que ir a la tienda —dijo la señora Wingate cuando Paula abrió el segundo álbum.
—Y yo tengo mucho que coser.
—Hasta luego. —Paula no levantó los ojos de las fotos.
A eso de los siete años, Pedro había empezado a dar muestras del hombre en el que se estaba convirtiendo. Pelo moreno, ojos azules, mentón y quijada pronunciadas.
Parecía como si en todas las fotos estuviera sujetando una rana, un gatito o algún animal. A veces llevaba un viejo estetoscopio colgado del cuello.
Había varias fotos de Pedro con un joven alto y guapo, que parecía trabajar en el jardín, en las que este estaba lanzando al niño por los aires o dándole un paseo montado en un caballito. Paula se preguntó quién sería y si su influencia había sido decisiva para alimentar el amor de Pedro por las plantas.
Como artista, Paula no pudo evitar reparar en que la destreza fotográfica de la señora Wingate había empezado a mejorar a medida que el niño había ido creciendo. En lugar de simples imágenes con unos fondos abarrotados de cosas, lo mostraba inclinado sobre un libro, envuelto en la luz de una única bombilla.
—Mira la Georges de la Tour esta —dijo Paula.
A partir de ahí empezaron las etiquetas, «Pedro a los nueve años», rezaba una, y se operaron más cambios. Por un lado, las fotos ya no estaban tomadas exclusivamente en el hogar de la señora Wingate. Algunas estaban sacadas en un colegio, donde Pedro aparecía suspendido del puente colgante de un parque infantil, o saludando con la mano mientras se deslizaba por un tobogán; en otra mostraba una sonrisa sin dientes, mientras miraba por la ventanilla del autobús escolar.
En el cuarto álbum ya estaba en la secundaria. Por lo que Paula pudo distinguir, Pedro Allfonso no había pasado por ninguna etapa difícil, víctima del acné o de un cuerpo desgarbado, o siquiera fuera a causa de la timidez con las chicas; por lo que vio en las fotos, había sido un jovencito muy popular. En todas aparecía riéndose con otras personas de uno y otro sexo: las chicas lo miraban como si fuera un ángel caído del cielo, y los chicos parecían considerarlo un amigo.
Había fotos deportivas —Pedro jugando tanto al baloncesto como al béisbol— y de un bar de bailes.
El quinto álbum era del instituto, y Paula vio a un joven verdaderamente guapo. Parecía como si la mayor parte de la atención de la señora Wingate se hubiera centrado en los acontecimientos atléticos en los que había participado Pedro. Había una foto adorable en la que estaba acompañado de una chica con demasiado pelo, vestidos ambos para asistir a un baile de etiqueta.
Volvió la página y se quedó boquiabierta, porque allí estaba Pedro con Karen de niña. Su amiga tenía como unos siete años, y él era un guapísimo adolescente alto y musculoso. Estaban sentados en la hierba en lo que ella reconoció el jardín trasero de la señora Wingate, y Karen estaba engalanando a su primo con flores. El joven parecía plenamente satisfecho, sin mostrar ninguna impaciencia por preferir estar en otra parte.
En la página siguiente, Pedro paseaba a Karen sobre los hombros y ella se sujetaba a su cabeza. Los dos llevaban collares, pulseras y tocados hechos con flores del jardín de la señora Wingate. Karen llevaba una gran rosa blanca en el pelo.
Paula cerró el libro y pasó al último. En su interior, iba a ver a Pedro de hombre, y no estaba segura de si quería hacerlo.
Apartó el álbum, se levantó y se dirigió a la escalera. Subió dos escalones antes de darse la vuelta y volver corriendo a la cocina. Cogió el álbum y se lo llevó al invernadero; verlo en la habitación de Pedro parecía el único sitio adecuado.
El último álbum mostraba más fotos de familia. Allí estaba Pedro en la graduación de la universidad junto a un hombre que solo podía ser su padre; eran como dos gotas de agua, hasta el punto de que supo que estaba viendo a Pedro cuando tuviera cincuenta años.
Titubeó antes de pasar la página. ¿De verdad quería ver cómo era Pedro en ese momento? Aunque sabía que ver una foto de alguien era muy diferente a verla en persona.
Pasó la páginas lentamente y lo vio avanzar desde los dieciocho hasta sus actuales treinta y cuatro años. Era un hombre verdaderamente guapísimo. De más joven parecía uno de los modelos de las vallas publicitarias de Nueva York.
Su cara y su cuerpo —que vio en las diversas fotos en las que estaba en la playa— podrían vender lo que fuera a cualquier mujer.
Pero lo que a Paula le gustaba iba más allá de su aspecto exterior. Había una foto de Pedro en la que parecía estar en África, y otra en Sudamérica.
No habían sido sacadas con la excelente cámara de la señora Wingate, sino con una barata que daba una imagen borrosa. Todo sugería que Pedro se las había enviado a la señorita Livie, porque al pie se veía escrito: OS EXTRAÑO A TODOS. La segunda rezaba: ¡A LOS NIÑOS LES ENCANTAN LOS JUGUETES! GRACIAS.
También había una foto de varias personas delante de lo que parecía su consulta de Edilean. Estaban bebiendo champán y se reían. PEDRO POR FIN TIENE SU PROPIA CONSULTA, estaba escrito en un margen de la foto.
Otra era de Pedro besando a una joven bajo el muérdago de la casa de la señora Wingate, y en otra más aparecían los dos abriendo regalos.
Al final había dos fotos tomadas sucesivamente. La primera era de Pedro en el invernadero, examinando una de sus orquídeas con expresión de preocupación. En la siguiente miraba a la cámara y en su cara empezaba a aparecer una sonrisa; la mirada rebosaba cariño por la fotógrafa.
Paula cerró suavemente el álbum y lo sujetó contra su pecho. ¡Con razón la señora Wingate adoraba a Pedro!
Tener un persona que te mire de esa manera... Bien, una mirada así podía derretir a una mujer.
Se quedó allí sentada durante un rato, sujetando el álbum de fotos contra ella, contemplando las orquídeas de Pedro.
Pese a ser un hombre al que jamás había visto a la luz del día, sin duda se estaba enterando de muchas cosas acerca de él..
En ese instante se le antojó imposible pensar en otra cosa que no fuera que quizás él estuviera en la casa de al lado.
Todo lo que tenía que hacer era recorrer el sendero que atravesaba el bosque y... ¿Y qué? ¿Comer juntos? ¿Pasar por la embarazosa etapa de hablar sobre dónde habían ido al colegio? ¿De si tenían hermanos? ¿De si trabajaban?
No, prefería encontrarse en la oscuridad e intercambiar secretos íntimos, como aquel sobre la mujer casada de la que Pedro estuvo a punto de enamorarse.
Por otro lado, también se habían hecho mutuamente partícipes de toda la información normal y mundana que la gente suele intercambiar cuando se conoce.
Con una sonrisa pensó que solo faltaba la información visual.
Seguía sujetando el álbum contra el pecho, pero se obligó a dejarlo. ¡Ya era hora de ir a trabajar!
Apiló los seis álbumes sobre la mesa de café del salón y subió a coger sus pinturas. Una vez más había perdido la primera luz de la mañana para fotografiar las orquídeas, aunque quizá pudiera pillar la del crepúsculo.
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Excelentes los 3 caps.
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