lunes, 21 de marzo de 2016
CAPITULO 22 (PRIMERA PARTE)
Sacó sus dibujos de la casa de muñecas y estuvo pensando en dónde debería hacerlos fotocopiar. Pedirle a Lucia que le dejara utilizar su fotocopiadora era lo más fácil. Podría mentir y decir que había visto la casa de muñecas en el bosque y que la había intrigado, pero nunca se le había dado bien mentir.
Era un fastidio tener que conducir hasta donde fuera para encontrar una fotocopiadora, pero era lo que iba a tener que hacer. Ya estaba a punto de salir de su dormitorio cuando sonó el móvil. Era Pedro.
Se sentó para atender la llamada.
—He visto tu casa —dijo, a modo de saludo.
—¿Te gustó?
Decidió decir la verdad.
—Es el sueño de cualquier contratista.
Pedro se echó a reír.
—¿Por qué crees que mis padres me la vendieron y se mudaron a una casa en la playa en Florida? Mi madre era de la opinión que el lugar debía ser derribado.
—Solo el interior —dijo Paula—. El exterior y ese lago... es el mismo paraíso.
—Eso me parece a mí —dijo Pedro—. ¿Qué color de biquini quieres? Hoy he visto algunos preciosos.
—¿Encima o fuera de las chicas?
—Siempre los miro en los cuerpos de las chicas —respondió él con solemnidad.
Paula soltó una carcajada.
—Me refería fuera de las chicas pero en una percha en la tienda.
—¿A eso te referías? —respondió él, provocador—. Debí de entender mal. ¿No verías la casa de muñecas por casualidad?
Paula soltó un sonido de lamento.
—Si mi padre estuviera aquí, te denunciaría a alguna asociación de casas históricas.
—Sí, sé que está mal. Llevo tiempo con la intención de hacerla arreglar, pero he estado ocupado.
—¿Salvando vidas?
—Me gusta pensar que sí —dijo él—. Noelia quiere hablar contigo.
—Cuando vuelvas, hablaré...
—No. Ahora. Está aquí, y me está mirando igual que su madre. ¿De acuerdo?
—Por supuesto —aceptó Paula, aunque no tenía ni idea de qué decirle a una niña de ocho años. ¿Debía hablar de caramelos? ¿Poner voz de niña?
—¿Has visto mi casa de muñecas? —preguntó sin ambages la voz infantil de Noelia. No parecía nada inmadura.
—Sí, la vi —dijo Paula—. Es muy bonita.
—Necesita un carpintero.
—¡Eso es justo lo que pensé!
—Le dije al tío Pedro que un día se me va a caer el techo encima.
—¿Y qué te dijo?
—Que se ocupará de eso cuando tenga tiempo, pero nunca lo tiene.
—Hay que hacerlo ya —convino Paula—. Tienes razón en que el sitio no es seguro. ¿Quién me puede ayudar a encontrar un buen contratista?
—Le preguntaré a mamá.
—Buena idea. Ella puede... —Paula oyó caer el teléfono; según parecía, Noelia no estaba dispuesta a perder el tiempo e iba a ir a preguntar en el acto. Paula sonrió; siempre le habían gustado las personas que tomaban decisiones rápidas y actuaban en consecuencia de manera inmediata. Oyó que recogían el teléfono.
—Noelia dice que vas a supervisar la rehabilitación de la casa de muñecas —dijo la voz de una mujer adulta.
—¿Eres la hermana de Pedro?
—Perdona —dijo la mujer—. Sí, soy Andy. Es tal el desorden que hay aquí que he olvidado mis modales.
—Lo entiendo —la tranquilizó Paula.
—Respecto de la casa de muñecas...
—Ah —dijo Paula—. La estuve viendo, y está en bastante mal estado.
—Muy malo. Llevo muchísimo tiempo dándole la lata a Pedro para que la haga arreglar, pero siempre está demasiado ocupado.
—Supongo que sí. Como médico del pueblo...
—Esa es la eterna excusa de los Alfonso. Se ha utilizado durante generaciones. ¿Te gustaría el trabajo? —preguntó Andy—. No me refiero a que tengas que hacer el trabajo de verdad, pero Pedro dice que sabes mucho sobre construcción y diseño, así que quizá podrías supervisarlo todo.
A Paula le complació que Pedro hubiera contado a su familia tantas cosas buenas de ella, pero no estaba segura sobre lo de actuar como contratista.
—¿Te gustaría o no? —preguntó Andy antes de que pudiera responder. Parecía como si quisiera librarse urgentemente del teléfono.
—Supongo que podría —contestó Paula—, pero necesito un buen albañil. Puedo supervisar las cosas, aunque tengo que...
—Le diré a Bill Welsch que te llame. Su abuelo construyó la casa de muñecas allá en la década de 1920, así que te echará una mano. Y otra cosa.
—¿Sí?
—No te conozco de nada, pero, por favor, no dejes que Pedro y mi hija te convenzan para añadir un establo para un poni.
—¿Y qué hay de las gallinas? —preguntó Paula, queriendo hacer un chiste. Como Andy guardó silencio, pensó que a lo mejor la había ofendido—. No era mi intención...
—Tú, Noelia y Pedro os lo pasaréis bien juntos —dijo Andy—. Perdona por las prisas, pero tengo aquí a los de las mudanzas y tengo que asegurarme de que solo embalen lo que tienen que embalar.
—Por supuesto —dijo Paula—. Supongo que te conoceré cuando regreséis.
—Puedes estar segura de eso —dijo Andy, y se fue.
Fue la voz de Pedro la que surgió en la línea a continuación.
—¿Te ha asustado mi hermana? —preguntó.
—Un poco —reconoció sinceramente Paula.
—No hagas caso. En persona aún es más dura de lo que parece.
Paula soltó una carcajada.
—¿Así que tú y Noelia planeáis utilizarme para conseguir un poni?
—En realidad, no. Noelias partidaria de empezar pidiendo lo máximo a su madre, y luego ir bajando hasta conseguir lo que realmente quiere.
—Parece una actitud inteligente. ¿Y qué es lo que quiere realmente Nell?
—Arreglar la casa de muñecas.
—¿Y por qué no has contratado a alguien para que lo hiciera?
Pedro soltó un gemido.
—¡No, tú también no! Me siento traicionado. Ay, no. Addy me está llamando, así que habla con Nukial.
Se oyeron ruidos al pasar de mano en mano el teléfono, y luego la voz infantil de Nolia dijo:
—Pascua.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula.
—El tío Pedro me dijo que me preguntarías de qué colores quiero que se pinte la casa de muñecas, y la quiero igual que los huevos de Pascua en una cesta.
Paula repasó mentalmente los colores mientras hablaba.
—Azules, melocotones, rosas claros, amarillos, adornos de marrón dorado como el de la paja de la cesta. Y verde claro para la hierba. Tendremos que añadir un poco de canela para los ojos de esos pequeños pájaros de malvavisco amarillos. ¿Te parece bien?
Noelia contuvo la respiración.
—Perfecto.
—Colorearé un par de dibujos y te los enseñaré cuando regreses. Podemos examinarlos, y decidir cuál te parece mejor. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Noelia con una voz que apenas fue poco más que un susurro.
—Y otra cosa, Noelia. Esto es solo una opinión, pero creo que deberíamos hacer el interior al mismo tiempo, para que todo combine. Lucia puede ayudarnos a hacer las cortinas y las fundas de los muebles, y haremos un edredón para la cama. ¿Qué te parece?
—Es... es... ¡Me encanta! —exclamó la niña, y entonces se oyó el ruido del teléfono al dejarlo caer.
—¿Hola? —llamó Paula.
—Soy yo —respondió Pedro—. ¿Qué le has hecho a Noelia? —Paula le repitió lo que había dicho, y Pedro se echó a reír—. Noelia acaba de ver el paraíso terrenal. No estoy seguro de dónde le viene el rasgo, pero tiene un temperamento artístico. Andy es muy práctica, y a Armando prácticamente solo le gustan los coches.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Paula.
—¿Yo? Me inclino por las cosas que están heridas.
—¿Y dónde me deja eso a mí? —preguntó ella, con voz provocadora.
—Si soy Cupido, eso significa que eres tú la que me ha herido —dijo él, haciéndola reír—. Tengo que irme. Andy quiere que saque a Noelia de casa porque está hablando a gritos como una locomotora sobre... ¿Es una máquina de coser como la de la señorita Lucia lo que le está pidiendo a su madre? ¿Y para qué necesita ella una máquina de coser? Paula, ¿qué has hecho?
—Ese es un secreto entre Norlia y yo.
—¿Ah, sí? Me gustaría saber más, pero Andy me está haciendo señas con los brazos.
—Parece que fueras tú el que le tuviera miedo a tu hermana.
—Ello lo intenta, pero cuando la miro ve a un niño con un pañal empapado y las narices llenas de mocos. ¿Te puedo llamar mañana?
—Sí, claro —dijo Paula—. Y puede que tenga que hablar con Noelia de los colores.
—He abierto las compuertas, ¿eh?
—Creo que sí. Noelia y yo vamos a pintar el pueblo... o una parte de él, en cualquier caso. Y otra cosa, Pedro
—Aquí estoy —contestó él, en un tono insinuante y seductor.
—No te lleves hoy a Noelia y le compres una máquina de coser. Espera hasta que haya hablado con Lucia.
Pedro hizo un ruido que era mitad carcajada, mitad gemido de dolor.
—¡Estás averiguando demasiadas cosas sobre mí! ¿Es que ya ha desaparecido el misterio?
—Llevas «misterio» escrito en la cara. Me parece. Tal vez. Adiós, Cupido.
—Adiós, Psique —respondió él, con una carcajada.
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